La maquinita (de subsidiar a la burguesía). La inflación como problema estructural de la economía argentina

en El Aromo n° 116/Novedades

La inflación no es algo episódico o de voluntades malvadas, sino que es el síntoma de un proceso general de retraso en la productividad del trabajo, de empobrecimiento generalizado del país y de sostenimiento de una clase dominante parásita, agotada en su función histórica e incapaz de relanzar las fuerzas productivas.

Damián Bil
Viviana Hansi
OME – CEICS

Uno de los principales problemas de la Argentina, no solo hoy sino desde hace varias décadas, es la inflación. No solo en el plano económico, sino a nivel general y en todas las esferas de la vida social, la inflación resulta una dificultad que provoca contratiempos en todos los ámbitos. Los diversos gobiernos que pasaron (y pasan) por la administración nacional prometen combatir y, a la postre, solucionar el inconveniente. Para moderar el flagelo, se ensayaron distintas recetas durante décadas: controles de precios, manipulación del tipo de cambio, tasas elevadas para atraer inversiones en pesos, emisión de bonos para secar la plaza de moneda, “pactos sociales”; entre otras. Buena parte de estas aplacaron momentáneamente el alza general de precios, generando un entusiasmo que pronto trastocaba en desesperación al retomar su trayectoria previa (salvo excepciones momentáneas).

En este artículo, buscaremos explicar las causas económicas que explican el fenómeno de la inflación en la Argentina y cuál es su única solución.

Conceptos…  

Se entiende “inflación” como el alza generalizada de precios de una economía en un período de tiempo determinado. Cuando este proceso se descontrola, pulverizando el valor de la moneda, se habla de “hiperinflación”. Para algunas entidades financieras, esto sucede cuando se alcanzan las 3 cifras de inflación anual por más de un año. Si tomamos esta definición, la Argentina atravesó lustros enteros de hiperinflación, en particular entre mediados de la década de 1970 y comienzos de la de 1990, cuando se alcanzaron picos de más del 300% en 1975, casi 700% en 1984, hasta las catastróficas “híper” de 1989-90, donde el índice de precios registró cifras de 4 dígitos al año.

La inflación puede medirse de diversas maneras, a través de distintos índices de precios, según el objeto que se quiera estudiar. Existen indicadores para medir el alza de precios mayoristas, al consumidor, al productor, para el cálculo de la evolución de precios de bienes y servicios que componen el PBI, algunos específicos de sectores como el de la construcción, entre otros. Por lo general, en una economía determinada estos índices pueden diferir en su magnitud entre sí, pero su evolución en el tiempo es similar. Usualmente, para estimar la inflación en nuestro país se utiliza el índice de precios al consumidor (IPC). Este es el indicador que reúne los insumos de la canasta de consumo de la población; además, puede decirse que contempla el efecto del resto de los índices ya que se trata de bienes finales que “arrastran” el alza de precios en las cadenas productivas y de insumos básicos.  

…Cifras…

Como señalábamos, cualquier indicador de precios que se tome para la Argentina desde los ’70 mostrará un acelerado incremento a través de los años. Claro, con la excepción de la década de 1990, donde por mecanismos y recursos específicos se controló el reinicio del ciclo hasta que el agotamiento de esos flujos de riqueza (endeudamiento externo más privatizaciones) junto a la imposibilidad de relanzar la productividad del trabajo local al nivel de la media internacional, desplomó la estructura de la convertibilidad y actualizó las tendencias inflacionarias. En efecto, en base a información del INDEC, el índice de precios mayoristas registró un incremento de casi el 33% anual entre 1957 y 1974; entre 1975 y 1983 el indicador saltó al 235% anual, y en 1984-1990 alcanzó el 1.120%. Recién en los ’90 se detuvo, con un incremento del 3,8% por año entre 1992 y 1995 y una deflación del 1,8% hasta 2001. Con la salida de la convertibilidad, luego del sacudón del 2002, hubo años de suba moderada, (9% anual de promedio hasta 2009), pero desde 2010 se aceleró nuevamente. Entre 2016 y 2019, el promedio fue de 46,3%, levemente superior a la de estos últimos dos años (41,5%). Con el IPC ocurre lo mismo: en la década de 1960, el promedio anual fue de 22% de aumento. En los ’70, de 136% (con una aceleración desde 1975, cuando se dispara a casi 334%). En 1980, bajó de los tres dígitos: el nivel fue del 88%, lo que podría aparecer como el inicio de una tendencia descendente. Por el contrario, los cinco años posteriores arrojaron un promedio de 370% anual y, a pesar de que en 1986 volvió al 82% luego de la sanción del Plan Austral un año antes, para fines de los ’80 se volvió a desbocar hasta alcanzar el pico durante la híper de 1989 y 1990, donde marcó más de 4.920% y 1.340%, respectivamente. Como ocurrió con los precios mayoristas, la inflación retomó su curso en 2002-2011 con un 17,3% promedio al año, casi un 30% en 2011-15, 41% en 2016-19 y 44,6% en el último año y medio.

Considerando algunos renglones en la apertura de rubros que hace el INDEC para construir el índice de precios al consumidor podemos observar el galopante aumento de precios desde diciembre de 2016 a la fecha. Por ejemplo, entre ese mes y marzo último, mientras que el salario de trabajadores registrados aumentó un 249% en términos nominales, la inflación promedio de los principales rubros de consumo superó el 300%: el pan aumentó 313%, los lácteos 329%, las infusiones 340%, las carnes un 400%, el calzado 339%, los productos medicinales 471%, combustibles y lubricantes 308%, servicios de telefonía e internet 326%, productos informáticos un 421% e insumos de cuidado personal un 308%, solo por señalar los más relevantes en la canasta de la población. Otros rubros que aumentaron por debajo de ese promedio fueron los alquileres (203%), los gastos de medicina prepaga (240%), el transporte público (214%), servicios recreativos y culturales (casi 275%), y las comidas fuera del hogar (295%).

La inflación y la devaluación del signo monetario es un proceso que la Argentina arrastra hace muchas décadas. Como para que el lector se forme una idea del acumulado, supongamos esta situación: si en 1971 alguien realizara el experimento de enterrar en una “cápsula del tiempo” el PBI íntegro de la Argentina, unos 132.677 millones de pesos ley 18.188 y, bajo el supuesto de que aquella moneda fuera convertible a pesos actuales, si se desenterrara esa “fortuna” a finales de 2020 el beneficiario obtendría en el banco apenas 1,3 pesos.

E interpretaciones

En todo este largo proceso, el salario promedio de los obreros registrados en el país perdió un 40% de su poder adquisitivo. Es decir, quienes señalan como motivo fundamental de la inflación en la Argentina la presión sindical por el alza de salarios o la dinámica de “puja distributiva”, por la cual los obreros podrían disputar mayores beneficios en un contexto de aumento de precios, no podrían explicar por qué los salarios corren por detrás de la inflación de manera constante.

Existen diversas explicaciones, pero nos interesa aquí concentrarnos en las más difundidas. En sectores de la izquierda y del nacionalismo (que en muchas ocasiones aparecen como lo mismo), se atribuye el problema a los monopolios o a los capitales más grandes “formadores de precios” (obviamente, extranjeros). Estos, motivados por eventos específicos (el estancamiento crónico en la innovación, la caída en sus ingresos, etc.) aumentarían artificialmente los precios de venta de sus productos, generando un ciclo vicioso de incrementos generales en varias ramas. Esta concepción tiene varios inconvenientes. En primer lugar, choca con la evidencia empírica que muestra que, en el largo plazo, el precio de los productos industriales a nivel mundial tiene una tendencia a la baja por el aumento de la productividad del trabajo. Aún si concediéramos la posibilidad de que esto suceda, no se entiende por qué otros capitales menores no podrían vender sus productos a un menor precio y disputarle mercado a los monopolios (lo que de hecho ocurre todo el tiempo, lo que aparece como “dumping”), impulsando la tendencia contraria. A su vez, el hecho de que los grandes capitales suban los precios para recuperar ganancias genera en el corto o mediano plazo una situación de “suma cero”, ya que el aumento generalizado también se produce en última instancia en los insumos que precisan esas compañías. A menos que la tendencia inflacionaria se proyecte hacia el infinito, en un plazo más breve que extenso se alcanzará este punto de retorno a la situación previa al aumento de precios.

Más aún, si el proceso se extiende en el tiempo, puede resultar un problema también para las empresas. Es cierto que, por un lado, la inflación a nivel estructural puede ser útil para licuar los salarios y realizar un ajuste de tipo “keynesiano”, tal como ha ocurrido muchas veces en la Argentina. Pero una inflación sostenida y elevada es un problema para los capitalistas individuales, en tanto y en cuanto altera la cadena de pagos y suministros, impide planificación a plazos, etc. Además, al depreciar el signo monetario, encarece los insumos importados, que aquí son fundamentales para la producción industrial. En un país donde el mercado interno es determinante por la escasa competitividad de su producción, la inflación también impacta en el consumo doméstico y en los costos de las empresas. Es decir, es dudoso que los capitalistas consigan más beneficios que inconvenientes en un contexto de alza de precios sostenida.

Recientemente, desde medios oficialistas se difundió la idea de que la Argentina sufre una inflación “importada”, que consistiría en la transmisión del efecto de incremento de precios internacionales de los commodities y otros productos que exporta el país, que en los últimos meses registraron un crecimiento relevante. No obstante, este argumento se cae cuando se contrasta empíricamente: mientras que el índice de precios de materias primas agrícolas a nivel internacional se retrajo un 21% entre 2012 y 2020, la inflación acumulada en Argentina en el mismo período fue del 1.506%. Lo mismo ocurre con los combustibles: el precio internacional del crudo se desploma en un 26% entre enero de 2018 y diciembre de 2020; en ese lapso, en la Ciudad de Buenos Aires el precio de combustibles y lubricantes para vehículos de uso del hogar se incrementó en 180%. Es decir, hay un elemento más allá de las variaciones globales del precio de mercado que afecta a la Argentina.

Los liberales, por su parte, reducen toda la cuestión a un simple problema monetario. Ajustando la oferta de dinero, se podría resolver el inconveniente. Si bien aquí hay algo a lo que prestar atención, no entienden el carácter general de la emisión monetaria, suponiendo que un simple ajuste manteniendo estables las otras condiciones puede solucionar un déficit estructural de la economía argentina.

En resumen, lo que observamos en mayor o menor medida son explicaciones atadas a la voluntad de tal o cual sujeto (los empresarios, el Estado, “los monopolios”, la disputa entre trabajadores y capitalistas). Por su parte, los argumentos que van un paso más allá y atienden a elementos de la dinámica económica, simplifican el fenómeno a cuestiones coyunturales o de simple política.

Una restricción constante

El fenómeno que presenciamos hoy en el país, que no es para nada novedoso y se reitera de manera periódica, es el aumento sostenido de precios. Eso se manifiesta en la existencia de una mercancía específica con una baja demanda, mercancía que quien la recibe intenta sacársela de encima rápidamente o convertirla en otro activo, ya que pierde valor de forma constante: el peso. En términos fiduciarios, es decir en la confianza que el público tiene en el respaldo que le brinda el Estado a la moneda, pocos creen que hoy con una cantidad de pesos determinada se pueda adquirir lo mismo o más en el futuro. Más bien, todo lo contrario.

Algunos interpretarían esto como un problema de emisión, de sobreoferta de pesos. Restringiendo la emisión, se recuperaría la confianza en la moneda y un estándar de circulación, y con ello se readecuaría su nivel frente al resto de las mercancías. Esta explicación deja un cabo suelto en la situación actual. Si la inflación se diera solamente por un mayor volumen de circulante en plaza, podría suponerse que la población tendría una mayor capacidad de compra, aumentaría el consumo y eso sería un aliciente para expandir la producción. Si ese mecanismo arrojara ganancias para el capital, en cierto plazo el aumento de la actividad permitiría incrementar la productividad y fabricar bienes a menor precio. Pero ese ciclo no ocurre. La cuestión es que en el país no hay actividad productiva rentable. Más allá de la pandemia, la industria viene en retroceso desde por lo menos 2013, y el índice de actividad económica (a partir del Estimador Mensual) retrocedió en los últimos años a valores de 2004. Comparada con 2017, la producción de bienes se estanca o directamente cae: en relación con ese año se fabricaron en 2020 un 38% menos de heladeras y lavarropas; un 41% de celulares o un 46% menos de automóviles, por señalar unos pocos. En cierta medida, la escasez de bienes se adecúa mediante precios a la circulación de dinero actual: ante una producción y consumos estancados o en baja, existen cada vez más billetes en circulación. Desde julio de 2019, la base monetaria se expandió en un 84%.[i]

Esto en realidad esconde el problema estructural de la Argentina. Como señalamos en otras oportunidades, lo que aquí ocurre es que el mercado interno le impone límites a la economía local fomentando el déficit principal. A saber, la escasa productividad del trabajo en el país en relación a la media internacional, y atado a ello la crónica escasez de divisas, la inflación, etc. Una forma de morigerar estos fenómenos sería el volcar más bienes al mercado local, por ejemplo mediante importación. El obstáculo es que no hay dólares para sostener esas compras en el extranjero. Otra opción sería incrementar la producción, pero ocurre lo mismo: no hay divisas suficientes para adquirir los insumos y equipos que precisa la actividad local. En otras palabras, no es posible aumentar la producción doméstica o la oferta de bienes y responder a la demanda en pesos porque no hay dólares (los que entran se utilizan para otra cosa, como sostener el tipo de cambio por diferentes vías de intervención). Si existiera un volumen de reservas considerable, la Argentina podría comprar en el mercado mundial (ya sea bienes finales o insumos para la fabricación local) y el peso mantendría estabilidad, con el respaldo de los dólares en el Banco Central. Pero hoy no ocurre eso, aun con superávit comercial y un récord en la liquidación de divisas de los exportadores agropecuarios. No hay contracara a la masa dineraria existente. Ergo, mientras más pesos se vuelcan al mercado, menos valen. La relación entre circulante y reservas totales informadas por el BCRA (que en realidad incluyen distintos conceptos, y de las cuales una reducida proporción son utilizables) pasó de 20,66 pesos por dólar en julio de 2019 a 64,9 durante este mes. Si agregamos a esta cuenta las Leliq y los pases pasivos (instrumentos para retirar momentáneamente pesos de la circulación), la relación pasa en el mismo período de 38,7 pesos por dólar a 146,8.

Esto lleva a la pregunta de por qué no hay dólares y, a su vez, por qué el Estado argentino emite en forma creciente.     

Una tormenta perfecta

Hemos explicado en otra ocasión que la industria argentina, en la mayoría de sus renglones, es consumidora neta de divisas. O sea, demanda para importaciones y pagos de otros servicios los dólares que ingresan por exportaciones de los sectores más competitivos (agropecuario, minería, industria alimenticia, etc.). Detrás de esto, que algunos denominan como “restricción externa”, se encuentra antes que nada un déficit interno evidente: el retraso constante en la productividad del trabajo en la Argentina; lo que se traduce en una participación cada vez menor en el mercado mundial, la dificultad para importar y el estancamiento económico, realimentando esta dinámica. Periódicamente, se reduce la disponibilidad de divisa, su precio aumenta (disminuye el de la moneda local) porque hay muchos sujetos disputando su compra (empresas, ahorristas, el mismo Estado para pagar deudas), lo que agrega presión sobre el resto de los precios internos. En estas condiciones, la productividad del trabajo como elemento estructural saca a la superficie sus manifestaciones coyunturales: la devaluación y el volumen creciente de circulante, ya que la emisión en el deprimido mercado interno no encuentra canal de desagote ni por la importación de bienes ni por un mayor volumen de producción. Hay billetes pero nadie encuentra de qué manera usarlos de manera productiva. La inflación aparece así, en el largo plazo, como la forma en que se adecúa el valor del trabajo en Argentina a lo que representa en el mercado mundial.

En este sentido, lo que tenemos hoy es la tormenta perfecta, el momento en que colisiona la traba estructural con la agudización de los elementos de la coyuntura. Por los motivos que señalamos, la Argentina se encuentra en lo que se denomina como estanflación o recesión económica con aumento sostenido de precios. Incluso, hay una inflación “reprimida” en ciertos sectores por el parate artificial que imponen las restricciones, como puede ocurrir en el sector gastronómico u hotelero, o en el inmobiliario. También hay otros pisados por programas de control como “Precios cuidados”. Además, en los insumos básicos como la energía a partir de los subsidios públicos que se destinan al sector.[ii] Asimismo, se contiene por el momento un mayor aumento de precios por la intervención de la autoridad monetaria sobre el circulante mediante instrumentos para patear la pelota como Leliqs y pases, que hoy representan un 140% de la magnitud de la base monetaria (con una tasa efectiva anual del 55%), y por la intervención del Central en el mercado cambiario para mantener la cotización oficial y funcionar como ancla inflacionaria.[iii] Hasta que haya dólares disponibles esto se podrá hacer, luego…

Alguien podría proponer que el Estado dejara de emitir. Pero ello acentuaría la recesión en un contexto de restricciones económicas, desplomando aún más la actividad. A su vez, ante el persistente déficit del presupuesto público y la imposibilidad de endeudarse, no quedan otras opciones. Pero lo que empuja a este resultado no es el afán por darle a la maquinita, sino la estructura de la sociedad argentina. Se emite porque hay que sostener por un lado a una porción de la población cada vez mayor que sobra para las necesidades del capital y que es generada por el mismo desarrollo del capitalismo en el país; pero sobre todo a la propia burguesía, que precisa transferencias y subsidios crecientes para no fundirse.[iv] Por ejemplo si se liberaran las tarifas se incrementaría el costo de producción, lo que implicaría la necesidad de aumentar los salarios (a menos que se produzca un proceso represivo feroz sobre la clase obrera), perder más competitividad aún y, en última instancia, quebrar. Con los subsidios públicos a las tarifas, las empresas mantienen entre otras cosas una fuerza de trabajo barata; por no hablar de espacios enteros de acumulación que se sostienen a fuerza de subsidios. Por ello, la emisión lo que hace es reconocer el límite social a un ajuste más profundo. Lo que se hace es adecuar el retraso productivo a la situación socio-política interna, sin salir del inconveniente de fondo. Una manera coyuntural de detener el proceso en términos capitalistas sería reiniciar el ciclo de endeudamiento y “corregir” variables, lo que presupone renegociar la deuda y el default, y rogar porque los precios internacionales de las commodities se mantengan elevados. Pero si no se resuelve la cuestión de fondo, la productividad, tarde o temprano la situación se volverá a presentar. Así lo demuestra el desplome de la convertibilidad a comienzos de este siglo. También muestra la magnitud del problema: diez años de ingreso masivo de divisas a la economía, de modernización de la estructura productiva y de incremento de la desocupación y la pobreza desembocaron en otra vuelta de la calesita.

La emisión en sí misma no es el inconveniente, sino que es un elemento que cataliza el proceso general de retraso en la productividad del trabajo, de empobrecimiento generalizado del país y de sostenimiento de una clase dominante parásita, agotada en su función histórica e incapaz de relanzar las fuerzas productivas. La “maquinita” se pone en funcionamiento para mantener esta estructura enferma de capitalismo. No hay otra forma de aguantar algo que no se sostiene por la capacidad productiva de la economía. La burguesía argentina no tiene la capacidad para solucionar este problema. Solo puede resolverse echándolos, para reconstruir la estructura mediante la concentración de los medios productivos, la asignación racional de recursos y el aumento exponencial de la productividad del trabajo. Eso que se llama Socialismo.


[i]Datos de Encuesta de comercio de electrodomésticos y artículos para el hogar y Estadística de Productos Industriales, INDEC; y Principales pasivos del BCRA, Serie Diaria, información del BCRA. 

[ii]En ese punto, hace meses que el Gobierno planifica un aumento escalonado de tarifas. Ver Ecojournal, 20/4/2021, https://tinyurl.com/ytyus7hz.

[iii]El Cronista, 22/4/2021, https://tinyurl.com/5f8rc948.

[iv]Ver también “La burguesía planera en acción”, en La Hoja Socialista n° 18, https://razonyrevolucion.org/la-burguesia-planera-en-accion/.

Etiquetas:

1 Comentario

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

*

Últimas novedades de El Aromo n° 116

Ir a Arriba