Entre la nueva oligarquía y la vieja izquierda

en El Aromo n° 118/Novedades

La reciente extirpación de un quiste, aparentemente benigno, a Mayra Mendoza (que esperamos, sinceramente, no tenga mayores consecuencias que la molestia de la intervención quirúrgica), en el Hospital Austral de Pilar, dio lugar, otra vez, a la salmodia insoportable de esa secuencia derechista que organiza las tardes/noches de La Nación +. Desde Pablo Rossi a Luis Majul, pasando por Eduardo Feinmann, Jonatan Viale y Alfredo Leuco, todos ellos se dedicaron, con una laboriosidad digna de mejor causa, a comentar la incoherencia que resulta que una “abanderada” de lo nacional y popular, una defensora de lo estatal y lo público, se atendiera en una institución privada y no, precisamente, de las baratas o accesibles. Se cansaron luego de dar ejemplos, que Cristina en el Otamendi, y que este y aquel… Uno estaría tentado a tomar la cosa como de quien viene, pero el asunto interesante es que, cuando esta ensordecedora gritería termina clasificando al kirchnerismo como “nueva oligarquía”, tiene razón.

Por Eduardo Sartelli

En efecto, ¿qué es el kichnerismo? Básicamente el personal político que termina imponiéndose como el ideal para gestionar una de las dos patas del Estado, con cuya ausencia no solo quedaría cojo, sino que haría imposible la continuidad de la sociedad capitalista. En sentido estricto, el Estado tiene por función general garantizar la continuidad de la acumulación capitalista, pero esta se divide en dos elementos imprescindibles: el correcto funcionamiento de las variables que rigen la producción social (la “política económica”), por un lado; el control de la rebelión que surge de la apropiación privada de la riqueza social (“la política social”). Cuando la burguesía está ordenada en torno a un patrón claro de acumulación que empuja a una explotación creciente, o cuando, como resultado de una crisis de gran magnitud, la burguesía se ha agrupado detrás de un poder de clase no compartido (una dictadura, por ejemplo), no hay “grieta”. La política social y la económica van por el mismo lado. Cuando las condiciones anteriores no están dadas, la división de la burguesía se impone por la propia crisis de la acumulación. Allí veremos enfrentarse ambas patas del Estado, acusándose una a otra, de ser responsable de la situación: la política social esgrimirá la necesidad de continuidad de la sociedad capitalista (el “orden de derecho”) y, por ende, la existencia de intereses más allá de la acumulación capitalista que deben ser satisfechos, bajo la amenaza del estallido social; la política económica, por su parte, remarcará que no puede haber orden alguno si las variables económicas no se alinean en forma coherente.

Bien puede suceder que ambas patas del Estado se encuentren en tal situación que no puedan resolver su entredicho, no solo porque el proletariado otorga fuerza a la variante “social” del Estado burgués, sino porque las fracciones más débiles de la burguesía suelen encontrarse también en ese campo (las demandas “pro pymes” y otras por el estilo). Del otro lado, es decir, del de la política económica, suelen encontrarse también capas obreras, en especial, las de empleo mejor pago y mayor seguridad jurídica (“en blanco”), que rechazan aportar al sostenimiento de la población en peores condiciones. De modo que ambas patas del Estado suelen encabezar grandes alianzas sociales que, en una situación de empate social y democracia burguesa como régimen dominante, se distribuirán el poder alternativamente, teniendo el barómetro de las elecciones como fiel de la balanza. No es muy difícil descubrir, detrás de la “pata social” al kirchnerismo, y de la “económica” al macrismo.

No se trata, evidentemente, de un enfrentamiento tajante. Por el contrario, ambas alianzas se solapan y se prestan mutuamente, tanto personal dirigente como bases sociales, lo que da pie a la creencia en que “son lo mismo”, lo que es solo parcialmente cierto. Las dos son partes inescindibles de la dominación social burguesa, pero a modo de complemento, son complementarias. Esta complementariedad se termina resolviendo como el resultado de un empantanamiento de la lucha de clases: la pata social no puede esquivar a su par económica, porque no tiene otra alternativa, dado que es la gestión social de las consecuencias de la acumulación capitalista. Para poder resolver el pleito, debiera adoptar una perspectiva completamente independiente, lo que significaría separarse de su propia base social y su origen de clase. De allí que el kirchnerismo solo pueda funcionar con la soja a 600 dólares, es decir, cuando una bonanza extraordinaria arrima a la Argentina una masa de riqueza social que puede ahogar, momentáneamente, todas las contradicciones (“hay plata para todes”). Pero cuando la situación se complica, se ve obligado a ensayar formas de regulación de la acumulación que son contrarias a ella misma (controles de precios, prohibición de exportaciones, etc.) so pena de perder las elecciones. Dado que este personal político vive, literalmente, de su relación con el Estado, perder las elecciones es lo mismo que perder sus condiciones de existencia burguesa. Mientras Macri seguirá viajando por el mundo como un rockstar, el personal político kirchnerista se recluirá en gobernaciones e intendencias, entre otras cosas porque el mundo privado no les tiene mucha simpatía. De modo que el control del aparato del Estado es crucial para esta capa de la vida política. El ala económica, que cree que puede sacársela de encima fácilmente, descubrirá rápidamente que “muerto el perro no se acaba la rabia”, porque esta última brota de las masas arrinconadas al borde de la miseria por el ajuste interminable de un capitalismo quebrado. Es más, ella misma, la pata económica, deberá entrar en relación con ese mundo marginal y establecer lazos que consagrarán a alguna de sus funcionarias, como Carolina Stanley, como la “cara buena” de un gobierno “malo”. Su propia política económica tendrá que aligerar sus bríos ajustadores y avanzar “gradualmente”. Se forma así un “centro” en el que ambas patas bailan más o menos juntas, diferentes, separadas, pero complementarias.

La capa de la que nos ocupamos aquí es de creación reciente y se nota, entre otras cosas, porque sus caras son relativamente nuevas. Son los nuevos “ricos” de la función estatal. No porque sean todos “ladrones”, sino porque de alguna manera se han adueñado de esa función. Lo que surgió como expresión del ascenso de esa fuerza que se manifestó en el Argentinazo y apareció en primer plano luego del “conflicto del campo”, es un personal político cuya función es el control social. Desde el puntero de barrio o de manzana, hasta la vicepresidencia de la Nación, pasando por intendentes, gobernadores y el gigantesco aparato paraestatal que los rodea (las “organizaciones sociales”), ese enorme ejército de burócratas se mantiene en su lugar y adquiere sus privilegios a costa de las fracciones más pauperizadas de la clase obrera, a la que dice servir, pero en realidad usa como masa de maniobra para mantener su propio poder social. Se entiende así su solidaridad mutua, su espíritu de cuerpo y la fidelidad a su lideresa. Nadie saca los pies del plato, todos se comen todos los sapos que sea necesario y repiten lo que se les indique, por disparatado que sea, porque la unidad de esta verdadera oligarquía es esencial para su continuidad.

Necesitada de un cemento ideológico y de estructuras que le den solidez interna y la proyecten socialmente en un contexto de escasez de recursos, esta oligarquía tiene una enorme imaginación simbólica y un gran dominio del espectáculo mediático. Desde Zamba a Carta Abierta, un despliegue de ideología a gran escala construyó lo que luego se llamó “el relato”, una reescritura de la historia lejana y cercana: la Argentina empezó con Belgrano y resucitó con Néstor. La gran estructura ideológica tiene una piedra de toque que invierte la historia real: Néstor “empoderó” a las masas es el relato; las masas estaban demasiado “empoderadas”, Néstor vino a neutralizarlas. Para esta construcción faraónica, cuyo objetivo era desmontar el Argentinazo, fueron convocados miles de intelectuales, sobre todo de las capas más jóvenes, que encontraron en el kirchnerismo su modo de vida. Desde el INCAA hasta la Ley de Medios y un impresionante aparato propagandístico construido en torno al “capitalismo de amigos”, todas estas instancias de subsidio adornado como “derecho”, dio (y da) de comer a una enorme masa de intelectuales al servicio del relato. Este grupo forma, con el aparato punteril y las organizaciones sociales adictas, parte de los grandes batallones de esta oligarquía que vive del Estado, necesita del Estado y brinda al Estado sus servicios como máquina de contención de toda protesta bajo la forma de represión ideológica (y no solo ideológica, por supuesto).

La “política de la identidad” es un gran reservorio de nuevos oligarcas al servicio del control social. Ayuda a fragmentar a la clase obrera (en “población originaria”, “mujeres”, “juventud”, “campesinos”, “marrones”, “gordxs”, lgbtttyq+, y así siguiendo hasta el infinito) y crear, en cada uno de esos fragmentos, un espacio “amigo” de la causa. Sobre todo, una gran bocina que proclama el progresismo del kirchnerismo. Acosado por la crisis, el kirchnerismo exprime las opciones que otorga la política de la identidad con verdadera maestría: mientras destruye las condiciones de vida de la mayoría de la población, otorga el cupo trans, de modo de “extender derechos” que, sin embargo, no se extienden al resto de la población. Se entiende: resolver la vida de 20.000 personas es mucho más barato que “incluir” a la mujer obrera, al joven obrero, al obrero pauperizado en extremo, con la excusa, acicateada por el queerismo, de que se trata de gente “privilegiada” porque es “blanca cis” y otras argucias racistas por el estilo. En la peor avanzada contra la clase obrera, la política de la identidad se revela como la cobertura ideológica de la generalización de la miseria, pero eso sí, “inclusiva” desde el lenguaje y para las “minorías”. No de todas las “minorías”, ni siquiera todos los miembros de esas “minorías”. Hay toda una pequeña burguesía “minoritaria” que recibe esta “ampliación” de “derechos” que es demasiado caro extender más allá, precisamente gracias a su integración como personal del Estado: asesores, consejeros, etc., que pueblan las nuevas secretarías, subsecretarías y programas “identitarios”. Este personal político “de la identidad” se revela también como parte de esta oligarquía fantástica que vive del aparato del Estado a fin de construir el poder político del bonapartismo kirchnerista.

Debajo de esta verdadera oligarquía, se extiende una clase obrera cada vez más pauperizada, manipulada en extremo por estos profesionales de la dominación. Allí, en el fondo, se amontonan las “mujeres” obreras, los “jóvenes” obreros, los “trabajadores” obreros, hasta el mundo lgbt obrero, los supuestos “originarios” obreros, los “campesinos” obreros. A ninguno de ellos les llegará demasiado del festín oligárquico, a lo sumo un “plan” y una “e” que no han pedido. Y a callar. Porque la “extensión de derechos” es más de “derecho” que de “hecho”. Es un hecho para esta oligarquía pequeño burguesa. Es un “derecho” para las masas obreras. “Hacerlo” sale más caro que “proclamarlo”. Luego, migajas. Lo peor de esta oligarquía es la distancia entre ambas dimensiones, lo vacío de la realidad que se llena con palabras, la forma descarada con la que anuncian una cosa y hacen otra. Esta oligarquía está llena de profesionales de la mentira. La más grande es aquella que dice que su función es defender a la clase obrera de la explotación general. Vale recordar que el Estado vive de impuestos y que los impuestos no son más que trabajo enajenado, ya sea como plusvalía restada de la acumulación, ya sea como descuento de la remuneración de la fuerza de trabajo. Esta oligarquía, por supuesto, vive de la clase obrera, de la explotación de la clase obrera. Tal vez lo más triste de esta capa pequeño-burguesa que encuentra su lugar en la función de consenso de la dominación social y la hegemonía burguesa, es su capacidad para atraer a la izquierda que se dice revolucionaria y que se pliega graciosamente, en el altar electoral, a esta farsa. Esa izquierda que reemplaza proletariado por “trabajadores”, “mujeres”, “jóvenes” y “lgbt”, socialismo por “anti-capitalismo” y revolución por “propuestas”, se postula ella misma como la capa más pobre del esquema de vasallaje propio de la oligarquía K. Traiciona a la clase obrera y al socialismo en nombre de la “lucha” parlamentaria. Reniega de su función de educadora de las masas. Abdica de su papel de crítico acérrimo del orden existente. En lugar de remover de las cabezas obreras la pesada lápida de la ideología burguesa que representa el kirchnerismo, se acerca y se confunde con el ejército del orden. Esta izquierda no sirve más. Esta vieja izquierda lleva ya cuarenta años de fracasos en sus espaldas. Es hora de hacer lugar a otra cosa.

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3 Comentarios

  1. QUEDE LOCO …. UD LA TIENE CLARA…. PERO YO SOY VIEJO…..LO ENTENDI, LO ENTENDI, PERFECTAMENTE….. PERO SI SIGO LLEYENDO, TENGO QUE AVISAR AL 139 QUE PRENDO EL GAS Y CHAU, SOY COBARDE Y NO LO VOY A HACER…… MUY BUENA NOTA…. UNO LO PIENSA PERO UD LO CONFIRMA….

  2. Excelente análisis. Hace poco vi un afiche de Manuela Castañeira que al habitual «por los trabajadores, las mujeres y los jóvenes » le agregaron los LGTB. Tal vez dentro de poco le siga «por los campesinos, por los pueblos originarios, por los gordxs, etc etc. …. lamentable…….

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