La necesidad de un monopolio estatal nacional de la industria farmacéutica. Entre la ilusión de un capitalismo “con rostro humano”, la incomprensión del funcionamiento del sistema capitalista y la solución socialista al problema de las vacunas (y más…)

en Aromo/El Aromo n° 117/Novedades

El anuncio de Joe Biden de limitar las patentes sobre las vacunas causó diversos efectos: una tibia caída del valor de las acciones de algunas farmacéuticas, el apoyo de diversos sectores burgueses y el rechazo de otros, y también una expectativa desmesurada que intenta reactivar, por enésima vez, el sueño del “capitalismo con rostro humano”. El orden de la mención de los efectos no es casual, indica una pendiente que va de lo real a lo meramente fantasioso y prácticamente reaccionario. Lo que se pierde no es solo la posibilidad de comprender el funcionamiento real del sistema, sino de pensar las posibilidades de una industria farmacéutica en manos del Estado y un Estado en manos de los trabajadores.

Ricardo Maldonado GISA
(Grupo de Investigación de la Salud Argentina)

El anuncio de Joe Biden[i] de limitar las patentes sobre las vacunas causó diversos efectos: una tibia caída del valor de las acciones de algunas farmacéuticas, el apoyo de diversos sectores burgueses y el rechazo de otros, y también una expectativa desmesurada que intenta reactivar, por enésima vez, el sueño del “capitalismo con rostro humano”. El orden de la mención de los efectos no es casual, indica una pendiente que va de lo real a lo meramente fantasioso y prácticamente reaccionario. Más grave, todavía, es la crítica de una izquierda que cree que explica el problema remitiéndolo a un esquema donde el problema no es el capital en sí mismo, sino la falta de competencia, es decir, el monopolio. Abandonan a Marx en nombre del liberalismo y colaboran en la creencia en una burguesía “progre”. Volveremos sobre este punto en un próximo texto. Concentrémonos aquí en qué significan las patentes y el lugar y las posibilidades que tiene la Argentina en ese contexto.

Sin patentes no funciona el capitalismo

En efecto, suponer que la limitación de las patentes puede aligerar los males del capitalismo y que resulta en un beneficio para la masa de la población es una ingenuidad. Veamos. Puede abordarse el tema de las patentes (y la propiedad intelectual en general) desde diversas perspectivas. Una de ellas es tomar las patentes como una forma de propiedad particular espuria e injusta, sancionable moralmente, en una medida mayor que otras formas de propiedad (digamos de paso que ésta es una manera sutil de santificar las otras formas de propiedad privada de medios de producción). Otra vertiente es tomar el tema de las patentes desde su función específica en el entramado del sistema del capital.

Comencemos por mencionar la función de las patentes. Cierta izquierda supone que no es más que un abuso que no tiene vinculación con la dinámica de la economía capitalista. Los apologistas del capital, por el contrario, pretenden que es un estímulo a la investigación y el desarrollo (I&D). Las dos posiciones están bien y mal, y la simple sumatoria de ambas lo empeora todo. Están bien: 1. Es cierto que la propiedad que sancionan las patentes da pie a una ventaja competitiva y, por lo tanto, a una posición dominante en el mercado. Lo que se olvida esta posición es que eso se llama competencia y que está en el ADN del capital. Los capitalistas innovan a los efectos de avanzar contra sus competidores y, en ese proceso, se imponen. Que sea leído como “abuso” supone que en la competencia capitalista puede haber algo así como “justicia”. 2. Es cierto que la protección de la propiedad de I&D estimula la inversión en el sector. Si todo fuera tan fácil como robar, no habría inversión alguna. Lo que no tiene en cuenta esta posición, es que es esta forma de reconocer la propiedad lo que muestra la naturaleza de la sociedad capitalista: que lo que corresponde al esfuerzo humano en general (desde el trabajo de los obreros del sector, lo que incluye a los científicos, hasta las generaciones de investigadores que hacen posible que hoy existan las posibilidades creativas que existen), es apropiado en forma privada. Y que esa apropiación privada supone el imperio de la rentabilidad capitalista, sin la cual no hay vacunas. Dicho de otra manera: pagá o te morís.

Cuando reflexionamos sobre este fondo, vemos que el asunto es más sencillo. Hay que despejar algunos equívocos: la patente no concede un monopolio, ni una propiedad exclusiva. Simplemente, reconoce que hay alguien que es dueño de eso que es objeto de patente. No hay cesión de nada, porque el objeto de la patente es ya propiedad de quien lo creó. El problema con la creación científica es, precisamente, que no puede ser “monopolizada”. La fórmula para una vacuna o para cualquier cosa, se pierde en cuanto se publica. No es lo mismo que la posesión de una mina de cobre o un pozo petrolero, que es una inseparable de su dueño. ¿Cómo hace el creador de una fórmula para no ser expropiado inmediatamente? Solo puede hacerlo mediante el reconocimiento provisto por alguna fuerza que pueda sancionar a los tramposos. Eso hace el Estado con la patente: reconocer una propiedad, no crearla.

El Estado también pone límites a la patente, porque si bien tiene que garantizar la propiedad de esa empresa particular, también tiene que garantizar la de las otras y la del capital en general. Por eso, pretender que una sola empresa puede someter al conjunto del capital a su interés es una tontería. Si la patente fuera tan onerosa (representara un monopolio real), el mismo Estado actuaría contra ella, en defensa de las otras fracciones del capital y de la salud del sistema en general. Cuando a comienzos de los ‘60 el mundo se encontraba conmovido por la catástrofe sanitaria de la Talidomida, un analgésico consumido por embarazadas que causó miles de malformaciones en los nacimientos de esos años, EEUU encaró una reforma (llamada Kefauver Harris-1962) que aumentó los requisitos para el lanzamiento de nuevos fármacos[ii], exigiendo mayores estudios clínicos, lo que significó ralentizar del ritmo de innovación y aumentar los costos. Fueron compensados con una mayor extensión de las patentes, pero difícilmente ese “antídoto” podía reemplazar lo quitado, sobre todo para las empresas más chicas, con menos espaldas para soportar un proceso de investigación mucho más costoso. Como suele suceder, las regulaciones provocan una mayor concentración industrial. Como sea, el poseer una patente no permite hacer cualquier cosa.

Se puede argumentar que, poseyendo la fórmula, el dueño impone el precio que quiere. No. Porque para eso debiera recibir un monopolio efectivo: que solo él pueda vender los productos que surgen de ella. El ejemplo más fácil es el del servicio telefónico: en épocas de un país divido en dos compañías, Telecom y Telefónica, cada una era un monopolio en su zona, porque nadie podía dar servicio en sus áreas. Acá no se impide a nadie que cree otra vacuna y que la venda a quien quiera comprarla. Siendo la demanda tan poderosa, hay una ganancia esperable muy alta. Luego, son muchas las empresas que pelean por producir vacunas, incluso con técnicas muy similares. Y nadie se los prohíbe. Y con la escasez y la urgencia que dominan al mercado, nadie que tenga una vacuna que funcione (incluso las chinas, que son las más caras y las menos efectivas) dejará de apropiarse de una porción de mercado. Es más, como se señala en la nota que acompaña esta edición, sobre la producción de una vacuna argentina, hay mercado suficiente para que, con una estrategia inteligente, productores nuevos puedan colarse.

Como dijimos, la razón por la que se hace este reclamo es porque el producto en cuestión ha insumido un gran costo de investigación y desarrollo, pero no es difícil replicarlo. Por lo tanto, si cualquiera pudiera fabricarlo, las ganancias quedarían diluidas entre todos los productores y el inventor o creador no recuperaría su inversión.[iii] No es una cuestión de “monopolios”, sino de simple propiedad privada, común y corriente. Las empresas farmacéuticas no tienen monopolios sobre las vacunas, sino la propiedad de su vacuna. Nada impide a otras farmacéuticas producir la suya, incluso sobre la misma base tecnológica. Cuando se habla de “liberar” patentes, se está queriendo decir que las empresas que han pagado I&D deben cederla gratis a los fabricantes de vacunas, a los fabricantes de otra rama de la producción. Sería como pedirles a los fabricantes de caucho que no cobren este insumo a los fabricantes de ruedas. Dicho de otro modo, el sistema de patentes es necesario para la persistencia de la competencia capitalista, no su enemigo.

La competencia en el plano nacional

La competencia mundial está protagonizada por gigantes, de empresas capaces de abarcar porciones significativas del mercado mundial. Pfizer y AstraZeneca, por dar un par de ejemplos, generaron ingresos de 52 y 33 mil millones de dólares respectivamente en 2019, tanto como otros gigantes: American Airlines, llegó a 41 y Delta Airlines a 40. Esto explica que sean pocos los países capaces de crear vacunas y producirlas por millones. Pero el caso de Cuba o de Brasil demuestran que no es imposible arrimarse al lote. De hecho, Argentina participa del esfuerzo del reducido grupo de países que testea, genera y produce vacunas, en particular, en el lote de las más importantes: Pfizer y AstraZeneca. Incluso, hay en marcha en el país un conjunto de experiencias prometedoras, además de intentos, no demasiado exitosos pero reales, de terapias (plasma de convalecientes y suero equino).

En efecto, la industria farmacéutica argentina no es de las peores. Durante mucho tiempo se benefició de la ventaja de escapar a las patentes. Hasta 1995 mantuvo su vigencia la ley 111, de 1864, que no permitía patentar productos medicinales. De manera que, sobre todo en momentos en que se retraía el comercio mundial (durante las dos guerras mundiales, por ejemplo), se desarrolló localmente una industria de cierto nivel científico en base a la copia temprana. Obviamente, esto no redundaba en medicamentos baratos, ya que lo que no era pagado a la industria de punta internacional era apropiado por los patrones locales. Pero sí generó una industria local, de segundo orden, pero con una capacidad técnica significativa. Cuando, en 1994, la OCDE logró que sus signatarios firmaran el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio, por el cual los participantes del comercio internacional se comprometen a respetar la propiedad intelectual y a actuar por consenso en relación a los cambios en sus disposiciones, la industria farmacéutica argentina sufrió un golpe significativo.

En lugar de responder al desafío unificando sus potencias respectivas a fin de resguardar un espacio de acumulación propio, la burguesía local se enlaza con capitales internacionales que traducen la competencia internacional en el plano local. Sigman y Figueras, entonces, no potencian sinérgicamente la capacidad instalada de sus empresas y la desarrollan, sino que se hacen zancadillas entre ellos. El capital local se divide y se enfrenta, ahora, como pequeños fragmentos de grandes capitales. Zancadillas que no hacen otra cosa que retrasar, complicar y desperdiciar las limitadas soluciones posibles con las que cuenta Argentina. Por el contrario, la centralización estatal de los medios de producción podría aprovechar, como se ve en el artículo de los compañeros del CONICET que publicamos en este mismo número, una oportunidad para nada despreciable. La condición es, por supuesto, la dirección de la sociedad por otra clase social, con otros intereses sociales.


[i] https://www.nytimes.com/2021/05/05/us/politics/biden-covid-vaccine-patents.html

[ii] https://academic.oup.com/shm/article/32/3/609/4663001?login=true#138468605

[iii]Por supuesto, el fenómeno de las patentes se extiende a cualquier cosa “patentable”, es decir, por la que pueda reivindicarse una propiedad exclusiva, haya sido como resultado de inversiones en I&D o simplemente una “avivada”. El caso del que nos ocupamos, claramente entra dentro del primer tipo.

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