Vivir al límite. Las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera chilena

en Aromo/El Aromo n° 108/Novedades

Nicolás Villanova
OES – CEICS


A esta altura de los hechos, ya son varios países de América Latina los que están demostrando que sus “modelos” se encuentran virtualmente agotados. La clase obrera comenzó a expresar una ruptura con el personal político burgués, lo que ha dado lugar a diversos levantamientos e insurrecciones. Chile y Bolivia son los casos más cercanos en el tiempo, pero las manifestaciones en Ecuador, Haití, Nicaragua, Venezuela, Brasil también expresan esa ruptura. En Chile, el elemento disruptivo, en lo inmediato, fue el aumento de la tarifa del transporte. Esto provocó la manifestación de los estudiantes secundarios primero, seguida por una escalada cada vez mayor de acciones directas de masas de obreros empobrecidos. La pregunta que cabe al respecto es por qué en un país que aparentemente es modelo de crecimiento, como algunos intelectuales burgueses señalan, estalla una gigantesca batalla en las calles como consecuencia del aumento en el precio del subte. Es evidente, por el contrario, que los obreros chilenos no gozan de buena salud y que el capitalismo lleva a enormes masas de la población a vivir en la miseria. En este sentido, una de las consignas en el seno de las manifestaciones expresa una situación más cercana a la realidad que viven los chilenos: “No son 30 pesos, son 30 años”. Está claro. La clase obrera protagoniza una insurrección sobre la base de décadas de ajuste y descontento social. Una población cuyos niveles de pobreza son mucho más elevados de lo que las estadísticas oficiales nos indican (ver Con la lupa…, en este mismo número). En este artículo describimos el punto de llegada de una situación de miseria que somete al conjunto de la clase obrera chilena desde hace décadas.

Fragmentados y superexplotados

La idea de que el capitalismo chileno goza (o gozaba) de buena salud es completamente falsa. La reproducción de la fuerza de trabajo se encuentra al límite de sus posibilidades. Por empezar, la tasa de desempleo va en aumento desde al año 2015 a esta parte: de un 6,5% pasó a un 7% en 2019. Aunque parece un porcentaje bajo, lo cierto es que otras capas de la clase obrera que aparecen como “ocupadas” se encuentran con serios problemas de empleo. Por ejemplo, la tasa de subempleo, es decir, personas que trabajan entre 1 y 30 horas por semana, se mantuvo en el orden del 20% promedio entre 2010 y 2019. Bajo esta forma de empleo se oculta una enorme cantidad de desocupados encubiertos en empleos superfluos no registrados por las estadísticas. Por su parte, la población ocupada que supera las 45 horas semanales de trabajo tiende a disminuir en los últimos 9 años, aunque se consolida en un 20% desde el año 2018 a esta parte (ver gráfico 1). Esto podría estar mostrando la necesidad imperiosa de incrementar los ingresos. Además, el porcentaje de desocupados relevados por el organismo oficial de estadísticas encubre a una masa gigantesca de población sin ocupación que no busca trabajo y que requiere de la asistencia directa del Estado para poder subsistir. Es decir, una masa de sobrepoblación relativa no es contabilizada como tal (como veremos más adelante).

Por otra parte, el nivel de informalidad es elevado en Chile. Según el organismo oficial de estadísticas, la informalidad se define para los asalariados como aquellos que “no cuentan con cotizaciones de salud (Isapre o Fonasa) y previsión social (AFP u otro sistema de previsión) por concepto de su vínculo o relación laboral con un empleador”. En el caso de los trabajadores por cuenta propia, la informalidad se contabiliza en base al no registro de la unidad económica en el Sistema de Impuestos Internos. En los últimos años, la tasa promedio de informalidad no baja del 30%, en particular afecta más al cuentapropismo (65%) que a los asalariados (20%).

La fragmentación en el seno de los trabajadores también se evidencia en la disparidad entre los salarios obtenidos por las diversas fracciones de clase. Por empezar, el salario promedio de los ocupados durante el año 2018 fue de 574 mil pesos chilenos. La disparidad salarial se expresa en que el 70% de los ocupados percibieron ingresos menores o iguales al promedio y la mitad de ellos sólo obtuvo un ingreso igual o menor a los 400 mil pesos chilenos. Para poner en contexto estos montos, vale la pena destacar que el valor de la canasta de pobreza para una familia tipo en ese entonces era de 430 mil pesos (un valor que se encuentra por encima del promedio de lo que obtiene la mitad de la población ocupada), mientras que, el salario mínimo legal establecido en Chile era, en el mismo año, equivalente a 288 mil pesos.

Otro elemento que expresa esta disparidad es el salario por género, en detrimento de las mujeres: entre los años 2014 y 2018 las mujeres ocupadas percibieron casi un 30% menos respecto de los hombres.1 Situación que ha dado lugar a planes y programas estatales para complementar los ingresos de las mujeres, como el “Bono al Trabajo de la Mujer”. Luego, en el seno de los ocupados existen diferencias notables. Los asalariados públicos obtuvieron en el año 2018 un salario de 824.883 pesos chilenos, mientras que los asalariados privados, tan sólo unos 586.791. Es decir, un 29% menos. Por su parte, los trabajadores cuentapropistas (mayoritariamente informales), obtuvieron unos 328.781 pesos chilenos promedio de ingresos laborales. O sea, un 44% menos que los asalariados privados y un 60% menos que los asalariados del sector público. Entre asalariados formales e informales, la diferencia salarial es notable: los últimos obtuvieron un salario mensual promedio de 366.655 pesos chilenos el cual representó en relación con los formales un ingreso de un 46% menor.

Para sintetizar, la mitad de la población ocupada obtiene salarios por debajo de la línea de pobreza, el 30% trabaja en la informalidad y el 20% supera las 45 horas semanales. Todo un síntoma de lo que genera el capitalismo: una elevada tasa de explotación por salarios de miseria.

Vida cara, vida hipotecada

Aun cuando los ingresos que obtiene la población puedan mostrar un leve ascenso en los últimos años, lo cierto es que vivir en Chile resulta muy caro. Por este motivo, un aumento en el transporte público genera un descalabro en la economía familiar. En efecto, el elemento inmediato que desencadena las manifestaciones de estudiantes secundarios en Chile es el aumento a la tarifa del subte en Santiago. El precio del boleto subió de manera sostenida entre el año 2007, momento en el que su costo era de 420 pesos chilenos (aproximadamente, unos 0,6 dólares) hasta este año cuyo aumento lo llevó a 830 pesos chilenos (unos 1,15 dólares). Según algunos analistas, el precio del boleto del subte es uno de los más caros de toda América Latina. Desde esta perspectiva, en la Argentina de hoy, ese valor en dólares sería equivalente a unos 70 pesos argentinos por pasaje.

La primera característica para destacar es el aumento tendencial del gasto en transporte para el conjunto de los hogares. Si bien es cierto que para los hogares más pobres el transporte representa en términos relativos un menor porcentaje del gasto en relación con los hogares de mayores ingresos, el hecho de que los más pobres destinen de un 8% y 9% a mediados de los años ’90 a un 12% y 13% en los años 2016 y 2017 nos muestra que un elevado porcentaje de los ingresos se destina a dicho consumo.2

Por otra parte, para las fracciones más pobres de la población el gasto destinado a bienes y servicios esenciales representa un elevado porcentaje de los ingresos. En este sentido, si agrupamos los gastos destinados a “alimentos”, “vestimenta y calzado”, “vivienda” y “servicios públicos”, los quintiles 1, 2 y 3 de la población (familias cuyos ingresos son de la mitad para abajo) destinan más de un 50% de sus gastos. Si a este conjunto de bienes y servicios de primera necesidad le incorporamos el gasto destinado a transporte, el resultado es que estas mismas familias destinan casi el 70% de sus gastos a estos rubros. De este modo, el mayor porcentaje de dinero que gastan los hogares más precarios va dirigido a los bienes y servicios de primera necesidad y más elementales de la clase obrera. Un incremento en el boleto del transporte, en este contexto, crea mayores situaciones de precarización y pobreza.

Como el salario no alcanza, la población chilena está prácticamente obligada a endeudarse. Buena parte de la población contrae créditos de todo tipo para poder vivir, sobre todo destinados al consumo, a la vivienda y a la educación (superior). Incluso para realizarse un tratamiento con un dentista u otros servicios médicos. Para un universitario, por ejemplo, el crédito supone la posibilidad de estudiar; sin embargo, una vez que egresa debe obtener rápidamente un empleo para poder costear su deuda. Uno de los sistemas de crédito para estudiantes universitarios es el Crédito con Aval del Estado, el cual tiene más de 800 mil beneficiarios. Algunas carreras como Odontología presuponen un pago mensual del crédito de más de 200 mil pesos mensuales, por un plazo de 20 años. Si a eso se le suma el aporte a la jubilación, todo obrero aún con estudios universitarios tiene una vida hipotecada a futuro.

En efecto, el Banco Central de Chile elabora una encuesta sobre los créditos que contraen los hogares de mayores y menores ingresos. En todos los casos, la deuda se incrementa en la medida en que los hogares perciben mayores ingresos. Sin embargo, el porcentaje del monto adeudado sobre el total de los ingresos familiares es sustantivamente más elevado en los hogares más pobres. En los últimos años, la cantidad total de hogares que se hallaba endeudado superó los dos tercios: en 2011, un 68%; en 2014, un 72,6%; y, en 2017, un 66,4%. Si dividimos por estratos de ingresos, los hogares con menores recursos (estrato 1) pasaron de un 61,7% en 2011, a un 64,8% en 2014, para llegar a un 58,3% en 2017. Si bien disminuyó su cantidad entre 2014 y 2017, lo cierto es que más de la mitad de los hogares con menores ingresos se encuentra con alguna deuda.

Específicamente, en el año 2017 la mayor cantidad de hogares de bajos recursos se endeudó en consumo de bienes y servicios (49,2% de los hogares), seguido por deuda hipotecaria (9,5%) y educación (9,2%). Por su parte, la mayor carga financiera en materia de deuda mensual sobre el total de los ingresos monetarios familiares mensuales recae en las fracciones más pobres de la población. Si bien para el estrato de menores ingresos la carga financiera mensual disminuyó entre 2011 y 2014, para el año 2017 se había incrementado respecto del período anterior. Lo que quiere decir que, en los últimos años, la población más pauperizada se vio en la necesidad de endeudarse aún más (ver gráfico 2).

Otro elemento que abona en el sentido de la carestía de la vida en relación con los bajos salarios percibidos es la eternización laboral, es decir, las personas en edad de jubilarse que retrasan su retiro. En efecto, en Chile el sistema previsional se encuentra privatizado y se rige por el método del ahorro: durante la edad activa, el trabajador deposita un monto de dinero (un 10% de su sueldo) en las cajas aseguradoras que luego es retribuido mensualmente una vez que se jubila a partir de los 65 años. Sin embargo, los haberes son paupérrimos. Se estima que el 80% de los jubilados perciben ingresos muy por debajo del salario mínimo legal chileno. Por este motivo, las personas en edad de jubilarse suelen retrasar su retiro y trabajan en ocupaciones precarias hasta edades avanzadas. Según el Censo Nacional del año 2017, un 21% de personas por encima de los 65 años aún se hallaba con algún empleo o changa.

En consecuencia, los miserables salarios que se les paga tanto a los obreros ocupados como a los jubilados se conjugan con una vida carísima para la cual el mayor porcentaje de la población debe endeudarse, ya no para comprarse una TV, un auto o irse de vacaciones, sino para alimentarse, comprar medicamentos o poder estudiar.

El asistencialismo estatal

Los bajos salarios percibidos por la población ocupada, los haberes jubilatorios de miseria, la carestía de la vida y, consecuentemente, los elevados niveles de pobreza de los chilenos ponen en evidencia los límites en la reproducción normal de sus vidas. Es decir, el capitalismo chileno no abastece al conjunto de la población y la somete a la pauperización. Esto se expresa en la asistencia estatal a la que debe recurrir un porcentaje elevado de la población. Contra lo que muchos creen, Chile mantiene, aunque a niveles muy bajos (como en el resto de los países de América Latina), un presupuesto estatal para contener mayores niveles de pobreza y miseria.

En efecto, el gasto social3 como porcentaje del PBI tiende a crecer al menos desde el año 2011 hasta el 2018. Ese aumento, a su vez, se ve reflejado en el incremento per cápita del gasto social. Por otra parte, las mayores partidas presupuestarias van dirigidas a protección social, seguida por educación y salud. Entre los años 2009 y 2018, los tres rubros muestran un crecimiento, aunque el gasto en salud y educación lo hacen a un ritmo mayor que protección social. Los dos primeros aumentaron por año un 8 y un 7% anual, mientras que, protección social sólo se incrementó un 2,2% anual, promedio. No obstante, al comparar esta última partida en relación con el PBI se observa un descenso en términos porcentuales (ver gráficos 3 y 4).

En concreto, la población asistida por el Estado es gigantesca, tanto como la diversidad de programas existentes. Para el año 2018, el Ministerio de Desarrollo Social y Familia del Gobierno de Chile registró un total de 85 programas dirigidos a la reducción de la pobreza por ingresos, de los que un total de 43 se ejecutaron con transferencias de ingresos directos a la población.4 El total de beneficiarios fueron unos 7,6 millones, sumado a unos 1,7 millones de familias. Estos programas incluyen las partidas dirigidas a la población jubilada por la vía del sistema previsional, tanto como aquellas personas que trabajaron en la informalidad y ahora obtienen un haber del Estado (un subsidio). Incorpora las asignaciones familiares que perciben los asalariados en relación de dependencia, tanto como los subsidios que entrega el Estado a los obreros informales.

Un porcentaje elevadísimo de estos programas va dirigido a fracciones de la sobrepoblación relativa abierta (desocupados y pobres) u otras encubiertas (subsidios a jóvenes o mujeres “inactivas”, niños y adolescentes en situación de vulnerabilidad). Por ejemplo, para las personas de avanzada edad jubiladas que perciben haberes bajísimos o que trabajaron en la informalidad sin cotizar van dirigidos los programas “Aporte Previsional Solidario” (883 mil personas) y la “Pensión Básica Solidaria de Vejez (400 mil ancianos). Por su parte, los niños y adolescentes escolarizados de bajos recursos son beneficiarios por el Programa de Alimentación Escolar, el cual garantiza desayuno y almuerzo (1,7 millones de niños). Para adultos o tutores de familiares vulnerables, el Estado ejecuta programas como “Subsidio Familiar” (llega a 2 millones de personas), “Chile Solidario” y “Seguridades y Oportunidades” (105 mil familias). O bien, subsidios para complementar salarios bajos de jóvenes y mujeres trabajadores, como el “Bono al Trabajo de la Mujer” (363 mil), “Jefas de hogar” (28 mil), “Empleo Joven” (312 mil), entre otros.

Ahora bien, ¿cuántas personas reciben asistencia del Estado sobre el total de la población? Conocer esa cifra se dificulta toda vez que las fuentes suelen registrar la cantidad de “beneficiarios” en lugar de “personas”. Y un individuo puede percibir más de un beneficio. No obstante, podemos estimar a grandes rasgos (y probablemente de manera conservadora) la cantidad de personas que perciben algún tipo de asistencia social al contabilizar sólo aquellos programas que van dirigidos a poblaciones objetivo claramente diferenciables. El resultado es contundente: la cantidad de personas que perciben algún tipo de subsidio del Estado chileno suman casi 6 millones. Es decir, más de un 30% de la población (ver tabla 1).

Por otra parte, la encuesta de hogares (CASEN) que releva el Instituto Nacional de Estadísticas de Chile permite contabilizar la cantidad de hogares que perciben subsidios bajo la forma de transferencia de ingresos por parte del Estado. En base a estimaciones del año 2017, los hogares que percibieron transferencias por la vía del Programa de Alimentación Escolar representaron un 58,2% sobre el total de hogares potenciales (es decir, aquellos con hijos en edad escolar). Es decir que el Estado garantiza alimentación para más de la mitad de las familias con niños escolarizados.

Luego, la misma encuesta releva los hogares vulnerables y pobres (tanto como el monto de los ingresos) que percibieron algunos de los siguientes subsidios: “Asignación Familiar”, “Subsidio Familiar”, “Chile Solidario”, “Seguridades y Oportunidades”, “Bono Protección”, “Bono Base Familiar”, “Subsidio de Agua Potable”, “Aporte Familiar Permanente”. El resultado es contundente: en 2017, el 50,8% del total de los hogares chilenos percibió alguno de los subsidios o transferencias señaladas.5 Esta situación nos muestra que, más allá de las cifras de pobreza por ingreso elaboradas de manera oficial, la mitad de la población chilena requiere de algún tipo de transferencia del Estado para poder subsistir. Dicho de otra manera, la mitad de los chilenos depende de la estructura del Estado para reproducir sus condiciones de existencia.

En este sentido, si desagregamos los hogares en base a la situación de empleo del jefe observamos lo siguiente: entre los hogares con jefe asalariado ocupado, el ingreso familiar promedio de quienes perciben un subsidio estatal representa un 25% menos respecto de aquellos que no reciben transferencias. En el caso de los hogares con jefes por cuenta propia, la brecha representa un 19%. Y en el caso de los desocupados, un 17%. En promedio, los hogares que se benefician con el asistencialismo estatal obtienen un ingreso familiar promedio que representa un 24,2% menos respecto de quienes no perciben subsidios. Es decir que, la mitad de la población chilena recibe transferencias del Estado y obtienen un ingreso familiar marcadamente más bajo.

Ahora bien, ¿cuánto cubre el Estado en la reproducción de la fuerza de trabajo chilena? En el caso de los hogares con jefe asalariado ocupado, el porcentaje de cobertura por transferencias del Estado representa casi un 5% del total de ingresos familiares; mientras que, en los hogares con jefe cuentapropista, un 8,6%. En el caso de los hogares con jefe desocupado, el porcentaje de cobertura supera el 10%. Para el conjunto de los hogares, las transferencias estatales representan un 9%, promedio.

Que se vayan todos

Muchos intelectuales señalan que la desigualdad sería el problema del modelo chileno. Desde esta perspectiva, el capitalismo funcionaría bien, sólo habría que mejorarlo un poco, o sea, “repartir” un poco más la riqueza. Más allá de que la idea de “repartir” la riqueza ya supone una toma de posición a favor del ideal burgués (porque la riqueza es creada en su totalidad por la clase obrera, por lo tanto, la burguesía no “reparte” nada, sino que se apropia de la misma), o bien, supone un planteo mezquino propio de reformistas (incrementar impuestos a los obreros mejor pagos para transferir a los obreros desocupados e informales), lo cierto es que el problema en Chile es el capitalismo mismo. Es el capitalismo el que lleva a las masas obreras a empobrecerse cada vez más, a que se torne cada vez más dificultosa la reproducción de las condiciones de vida, a endeudarse hasta el cuello para poder sortear el día a día.

En efecto, más de la mitad de los obreros chilenos obtienen un salario inferior al promedio. Un 30% se emplea informalmente, por lo tanto, no cotiza al sistema previsional y tampoco goza de cobertura médica. Mientras que un 20% de los ocupados trabaja menos que la jornada normal de 40 horas semanales, el mismo porcentaje se emplea por jornadas que superan las 45 horas. Un 7% de la población económicamente activa se encuentra desocupada, aunque el porcentaje de desempleo encubierto resulta mucho más elevado si se contabilizaran los beneficiarios de programas de empleo estatal. La vida es carísima y el transporte impagable. Como la vida es cara, un porcentaje elevado de la población se ve obligado a endeudarse y tomar créditos para el consumo, para medicamentos, tratamientos o para educarse. Además, deben cotizar un 10% de su sueldo al sistema de ahorro jubilatorio, al cual muchas veces dejan de pagar o pagan menos para utilizar esa plata para otras cosas, como, por ejemplo, costear los estudios terciarios de sus hijos. Lo estudiantes que no pueden pagar en el momento, también piden créditos, por lo tanto, una vez recibidos y al momento de obtener un empleo ya se encuentran endeudados por varios años. Por su parte, la mitad de los hogares con niños escolarizados reciben subsidios estatales para que sus hijos desayunen y almuercen en la escuela, constituyéndose esta última en un lugar de contención más que de educación. A su vez, la mitad de los hogares perciben algún tipo de transferencia monetaria directa del Estado bajo la forma de subsidios a la pobreza. Las personas mayores que no cotizaron al sistema previsional perciben subsidios y pensiones paupérrimas, al igual que quienes tributaron a las cajas jubilatorias durante su vida activa. Razón por la cual llegados a los 65 años continúan trabajando porque el haber jubilatorio no alcanza para vivir.

No se trata meramente de un sistema “desigual”, sino de un capitalismo en descomposición. Un sistema que no abastece al conjunto de la población y que, por lo tanto, sólo somete a la clase obrera a una vida miserable. Ha llegado el momento de echar a todo el personal político que gobierna actualmente, cambiar el régimen y tomar la senda del Socialismo.


Notas

1Fuente: Encuesta Suplementaria de Ingresos, 2018. INE, Chile.

2Fuente: Encuesta de Presupuestos Familiares (años 1996-1997, 2006-2007, 2011-2012, 2016-2017). INE.

3El gasto social incluye: protección social, salud, educación, vivienda, cultura y recreación y medio ambiente.

4Fuente: “Informe: Desarrollo Social, 2019”, Ministerio de Desarrollo Social y Familia. Gobierno de Chile.

5Elaboración propia en base a CASEN 2017. Excluimos a los hogares cuyo jefe de hogar era un “patrón”. No obstante, resulta una cantidad ínfima, aunque si se contabilizan sus ingresos se podría sobredimensionar el dato.

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