Si algo demostraron las elecciones presidenciales en EE.UU, es lo dividida que está la sociedad yanqui. Incluso a pesar de haber perdido las elecciones, Trump lo hizo sacando 70 millones de votos. Esto muestra que sigue representando a buena parte de la clase obrera norteamericana. Por eso, aunque nadie sabe hoy cuál será el futuro del “trumpismo”, podemos estar seguros que sus orientaciones políticas no van a desaparecer, porque responden a un proceso social profundo. Expliquemos.
La base electoral de Trump son los trabajadores pobres blancos. Aquellos que no se encuadran dentro del panorama progre, y que se vieron seducidos por el proteccionismo económico del empresario de pelo amarillo. Geográficamente, su electorado corresponde al EE.UU central (similar a lo que en Argentina se identifica como la “franja amarilla”). Esa es la “América” a la que le hablaba Donald Trump cuando proponía, en la campaña que lo llevó a la presidencia, volver a “engrandecer al país”.
Por eso, para entender por qué tiene éxito su prédica, tenemos que observar a la gran masa de desocupados encubierta en EE.UU, y el enojo de la clase obrera blanca pobre que Trump de alguna manera representa. Cuando miramos el problema con más profundidad, encontramos que la “experiencia Trump” canalizó un conjunto de contradicciones de la economía norteamericana que, aunque en otra escala, son comunes a las contradicciones de la economía “occidental” en su conjunto.
Se trata de las consecuencias del proceso de re-localización de capitales, que se inicia desde la década del ‘70, y por la cual el capital productivo se va hacia Oriente. ¿Con qué objetivo? El de radicarse en países como China o India, donde encuentran mano de obra muy barata. Esto genera la desestructuración completa de las sociedades occidentales basadas en el viejo proletariado industrial, dando paso a la aparición de otra estructura social donde los sujetos son distintos. Así, el viejo obrero asalariado industrial (vestido de mameluco azul), es reemplazado por una mezcla de desocupados, empleados estatales, docentes y remanentes del proletariado industrial.
En este cuadro, todas las figuras políticas que hemos visto surgir en los últimos años, son las figuras que corresponden a este proceso de descomposición. Por eso, no es de extrañar que se conviertan en portavoces de la promesa del renacimiento (“hacer a América grande de nuevo”, como proclamaba Trump). Porque, en definitiva, es este proceso de subordinación y de pasaje a segundo plano de las estructuras sociales occidentales, el que genera estas figuras tan contradictorias de la política burguesa.
Aun así, la elección de Biden muestra que, por el momento, la política norteamericana viene manejándose dentro de esos contenedores. Dicho de otro modo: por ahora la burguesía controla la crisis. De una manera turbulenta, pero la controla. Esto quiere decir que las contradicciones obligan a los representantes a jugar con más audacia, y apelar a movimientos un poco arriesgados para lo que es la política tradicional.
Donald Trump es una expresión de eso. Pero esa audacia tiene un límite, porque puede desbordarse. Basta con recordar que Trump tiene muchos seguidores armados, para imaginar lo que implicaría alguna resistencia de su parte al resultado electoral. La audacia de Trump va demasiado lejos para los propios miembros de la elite del Partido Republicano. De ahí que el propio George Bush hijo saliera a reconocer la victoria de Biden, para calmar las aguas y mantener el sistema político. La pregunta es si en algún momento el voto por el “mal menor” va a desbordar al Partido Demócrata, y abrir el camino hacia una política independiente de la clase obrera norteamericana en su conjunto.
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