Ni golpe ni guerra civil: una crisis en el comando político norteamericano

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Todo aquel que crea que China no es un país imperialista en la disputa por la hegemonía mundial, y todo partido que trace su estrategia internacional sobre esa creencia, debería tomar nota de lo que sucedió ayer en el Capitolio norteamericano. No porque Xi Jiping haya estado detrás de los incidentes, ni porque Huawei o Alibaba hayan financiado a los manifestantes, sino porque el desarrollo de la potencia oriental obliga a reestructuraciones económicas y políticas muy profundas, cuyo contenido da lugar a una serie de discusiones, a todos los niveles, que aparecen plasmados en este tipo de enfrentamientos.

Empecemos por el hecho y por lo que no fue: no fue un golpe de Estado (como dice el NMAS, el PO y el PO Tendencia) ni el inicio de una “guerra civil” (como también dice el PO Tendencia). Lo primero, porque no hubo un intento de tomar el poder (los manifestantes se sacaban selfies en los despachos…) y el núcleo del aparato estatal estuvo al margen de la maniobra: luego de un desconcierto inicial, reaccionó rápidamente y se cargó a cinco manifestantes. Tampoco es el inicio de una “guerra civil”, porque, por el momento, la clase obrera no ha intervenido políticamente (lo más “radical” que ha hecho es apoyar a un candidato demócrata algo más osado) y la crisis no ha excedido a las alturas. Según esa tesis, tendríamos que pedirles a los obreros norteamericanos que se armen para defender a Biden…

¿Y qué fue? En lo inmediato, un intento de Trump de medir (y mostrar) sus fuerzas de cara a sostener su figura, en el mejor de los casos, y a evitar la cárcel, en el peor. Sabía que no podía retener la presidencia, pero apelaba a conseguir la mayoría republicana en el Senado para ofrecer un campo minado a la gestión entrante. Eso explica el desesperado pedido al gobernador de Georgia para que le “encontrara” los 11.800 votos que le “faltaban” y la poca discreción al enfatizarlo.

Perdido ese estado, los dos senadores van para Biden. Ergo, los republicanos pierden la mayoría en ambas cámaras (en realidad, en el Senado quedan iguales, pero desempata Kamala Harris). Entonces, Trump levanta la apuesta y convoca un bloque de cien representantes y catorce senadores para oponerse a la ratificación de las elecciones, más importantes dirigentes de la administración saliente, en una campaña que involucra movilizaciones y “escraches” callejeros a los legisladores que se nieguen a impugnar la elección. El desarrollo de los acontecimientos lo va dejando cada vez más solo y cada vez más audaz. Llegamos así al día 6 de enero y ya solo cuenta con siete senadores y con todo el establishment político en contra, pero con 150.000 personas en la calle. No es una movilización imponente, pero es la única.

En el contexto de una transición administrativa que estaba detenida (por eso, la carta de diez ex ministros de defensa, exigiendo que se implementen reuniones para traspasar el mando del ejército y las agencias) y mientras que la dirección todavía a cargo no da indicaciones, los manifestantes ganan las oficinas hasta que se restablece la cadena de mando y desalojan violentamente. Ese fue, en realidad, el acto de asunción real de Biden en la conducción del Estado. Como corolario, se analiza no esperar al 20 de enero y destituir de inmediato a Trump, que deberá afrontar una serie de procesos penales. De más está decir que todo el engranaje que tenía en la administración se derrumbó, desde su vicepresidente hasta los secretarios y asesores, que hoy presentaron su renuncia.

Bien, tratemos de elevarnos por sobre lo inmediato y observar el fenómeno en un plazo más largo. No es la primera crisis en el seno de la política norteamericana: el asesinato de Kennedy, la destitución de Nixon, el fraude del 2000… Las dos primeras, provocadas por disidencias en torno a la estrategia mundial, condicionada por la URSS. Pero, sea como fuere, el resultado a corto plazo fue el disciplinamiento del perdedor y la recomposición relativamente rápida del sistema: nadie reclamó demasiado por el asesinato de un presidente y Nixon dimitió sin chistar. En este caso, Trump se negó (y se niega) a dar el brazo a torcer e incluso apela a un recurso vedado hasta ahora: la movilización de masas. Eso introduce un elemento novedoso al problema y evidencia su profundidad. El hecho de que esa ruptura haya afectado a todos los niveles del estado y que haya partido a uno de los partidos muestra una desintegración del comando político norteamericano.

Trump no es simplemente un excéntrico outsider. Tiene 74 millones de votos detrás, luego de estar al frente de la peor administración de la pandemia de todo el planeta y de presidir un país en plena recesión económica. No solo eso, según todas las encuestas, la mitad de sus votantes apoyan la impugnación al resultado electoral. Durante toda la crisis, mantuvo movilizaciones en casi todos los estados. Ahí se está conformando una fuerza real, con o sin el empresario hotelero de por medio. Trump representa una estrategia proteccionista, que se nutre de una gran masa de población pauperizada proveniente de la pequeño burguesía y de la clase obrera de los estados el centro, y que quiere que la crisis se descargue sobre otras fracciones obreras o directamente se exporte. De allí, su apoyo al aislamiento, a las sanciones a empresas chinas y a los discursos contra los inmigrantes y el ObamaCare.

El problema, a nivel más general, es que su estrategia de aislamiento y sanciones (Huawei, Tik Tok, entre otras…) no dio resultados: China mantiene su ascenso económico e incrementa su político. Por eso, el grueso de la burguesía yanqui prefiere volver a la agenda Obama: una mayor apertura y formación de bloques políticos: sentarse a negociar con Europa, incorporar a la India, alejar a China de América Latina (sobre todo, de Cuba y Venezuela) y tener un mayor protagonismo a nivel mundial.

Pero no es lo único que ofrece Trump. En este estado de la crisis, la reestructuración de la economía norteamericana va a llevar a fuertes conflictos, con la clase obrera y con una parte de la burguesía. En ese sentido, China y Rusia han demostrado ser capaces de construir un régimen político capaz de blindar a la conducción de cualquier cimbronazo serio. No solo ha evitado cualquier resistencia obrera (por no hablar de ofensiva), sino que ha disciplinado al propio empresariado (véase el caso de Jack Ma). Es decir, Trump ofrece la “solución Putin” como herramienta de reordenamiento, desarrollo y, de ser necesario, ofensiva militar. Pero la burguesía no ve con buenos ojos esa salida, entre otras cosas, por las consecuencias para ella misma. Solo echará mano de algo así si el país muestra requerir, de forma inevitable, otro tipo de conducción.

Por eso, todo terminó rápido, su vice lo denunció y se está evaluando destituirlo antes de la entrega del mando. Seguramente, Trump no estará en el traspaso, no solo porque fue destituido, sino porque tal vez se habrá ido del país para evitar hacerle frente a las causas penales. Es decir, por ahora, su clase le dio la espalda y se lo hace saber.

De cualquier forma, eso no anula el hecho de que el comando político burgués no puede conformar una disciplina general y no puede encuadrar al conjunto de las masas en el régimen. Por lo tanto, estamos asistiendo a su desintegración, a la pérdida de su función de dirección. Eso no significa que la haya perdido, sino que estamos en una dinámica en que tiende a la ruptura de esas relaciones y no a su consolidación. En esa dinámica, hay fuerzas que empujan en sentidos opuestos, pero prevalece las que empujan hacia la crisis. El ritmo de ese proceso o la recomposición depende del éxito de la nueva administración. El escenario que se abre es diverso: el Partido Republicano puede fracturarse, Biden puede tomar algunas “banderas” de la protesta (ObamaCare, inmigración, algún proteccionismo) para llevarse al movimiento, Trump puede terminar armando su propio partido o podemos asistir a una combinación de los tres. Sea cual fuere la solución, está claro que en algún momento deberá surgir una dirección con características “históricas” que lleve adelante las tareas necesarias a nivel nacional y a nivel mundial, que no debe descartar la escalada militar abierta. Hasta entonces, esa desintegración seguirá su curso con pausas que solo servirán para postergar el problema.

En ese contexto, la clase obrera norteamericana tiene una posibilidad y tiene un tiempo para desterrar a su enemigo más poderoso (el reformismo y la política de “identidad”), lograr unificarse y elaborar una verdadera estrategia de poder.

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