Flan y queso. Las tomas de tierras y la crisis política

en Aromo/El Aromo n° 113/Novedades

Por Eduardo Sartelli

En todo proceso de crisis hay dos elementos que destacan: a nivel de su dinámica, una aceleración creciente; a la altura de los actores, la emergencia de nuevos personajes, provenientes de los márgenes. En las últimas semanas, probablemente desde el caso Vicentín para acá, el andamiaje político armado para suceder a Macri se viene desarmando aceleradamente. Su endeblez ya se hacía más que visible cuando llegó la pandemia, pero fue cubierta por la «Operación cuarentena». Dos marginales se asoman como representantes posibles del mismo espacio, el que se constituye como rebelión social en marcha de los sectores más acomodados del proletariado y la pequeña burguesía: Sergio Berni, por un lado, Alfredo Casero, por otro. El primero ya ha logrado alinear al gobierno en su línea de intervención, llevándose puesto a Kiciloff, Frederic y el mismísimo Alberto Fernández. Berni no es expresión de algo distinto del kirchnerismo, una «intrusión» indebida en una estructura naturalmente inclinada hacia la izquierda, un «permitido» del progresismo K, como afirma el impresentable asotanado representante del Papa, Juan Grabois. El peronismo siempre tuvo su Solano Lima y su Walsh, su Cooke y su Otalagano, su Mujica y su López Rega. Berni es simplemente el kirchnerismo desnudo, despojado del discurso para la masa pequeño-burguesa que sueña con los mitos del peronismo. Sueños de una candidez más que sorprendente para habitantes de un país que ya ha sufrido 35 años de realidad peronista en el gobierno, la Triple A, masacres varias y la destrucción de una provincia que es un país y de un país que es hoy apenas una provincia de un mundo que queda cada vez más lejos.

Alfredo Casero representa el mismo intento de orden político para el mismo sector de las masas que se rebelan, pero mientras Berni cultiva el militarismo fascistoide tan típicamente peronista, Casero apela a un liberalismo autoritario. Para ambos se trata de restablecer el «orden» y los «valores». El primero es ya candidato. El segundo aparece más bien como una especie de Beppe Grillo criollo. El primero hace gala de don de mando y organización; el segundo se ahoga en una indignación muy espontánea, de gran atractivo para Doña Rosa, para Juan Pérez. En su discurso arrebatado, desordenado, carente de orden y estructura, Casero representa muy bien el pathos del «que se vayan todos» en su forma más primitiva. Es el ciudadano indignado de Un día de Furia, que observa el espectáculo cotidiano de la película con ese azoramiento infantil de quien, genuinamente, ha llegado al agotamiento moral: «¡No pueden ser tan hijos de puta!» En la tradición ideológica de los grandes procesos morales que cada tanto atraviesan la política argentina, desde Lisandro de la Torre a Elisa Carrió, Casero y su «¡Quiero flan!» representa la lógica primaria del liberalismo espontáneo del pequeño propietario que levanta su puño contra el Estado como representante del espíritu corrupto del mundo, del Cambalache.

A diferencia de Berni, Casero no tiene mucha posibilidad de ser candidato real a nada, no al menos en este nivel de la crisis. Allí reside su debilidad y también su fuerza. Una descomposición generalizada del sistema lo pondría en primer plano, probablemente con más chance que Berni (taponado, en última instancia por Cristina). Lo más probable es que se limite a ser un coagulador de fuerza moral, un dedo capaz de señalar a un candidato como el depositario natural de esas energías, candidato que, por ahora, no sería otro que Mauricio Macri, cuyas perspectivas se agrandan, haga lo que haga, a medida que se desmorona la coalición gobernante y galopa la crisis social.
Las tomas de tierras anuncian la continuidad de la crisis por abajo. Es, evidentemente, un enfrentamiento entre dos alas del gobierno: la que por abajo organiza el poder político «molecularmente» y la que, por arriba, debe organizar las relaciones en el seno del poder real, la burguesía, y atender a la erupción social que surge como respuesta en defensa de la «propiedad». Ambas alas pertenecen al mismo cuerpo, una deja hacer a la otra, en un intercambio mediado por el aparato punteril y los negocios mafiosos que son la argamasa de eso que se llama «peronismo». Obviamente, cuando se les «va la mano», el gobierno no puede seguir mirando para otro lado.

Un gobierno no menos burgués que estos de los que hablamos, no tendría mayor problema en resolver el asunto a través de mecanismos perfectamente legales y dosis más o menos abundantes de «mercado»: bastaría con declarar de interés social las tierras en cuestión, ordenar la expropiación, pagar al dueño el valor de mercado, distribuir a los necesitados sobre el espacio con algún mecanismo de adjudicación, apoyar con una serie de recursos financieros más o menos generosos el proceso subsecuente de construcción de viviendas y dotar a la zona de una infraestructura mínima. Hay otros caminos, puramente mercantiles, como hasta los años ’70, en la que primaba la compra privada de terrenos a cuotas y la casa «Banco Hipotecario», o la construcción estatal de grandes complejos habitacionales como negocio sustantivo de constructoras y cementeras.

Como sea, estos mecanismos de provisión de viviendas «populares» que de ninguna manera violentan la propiedad, no constituyen opciones reales hoy y por dos razones. La primera es que «mercado mata puntero». En efecto, la consecuencia lógica de la propiedad privada absoluta es que, una vez obtenida, cesa la posibilidad de presionar contra la necesidad. El peronismo sabe que «donde hay una necesidad, hay un puntero», de modo que la necesidad no puede diluirse. De allí la violencia de organizaciones como la de Milagro Sala o Luis D’Elía y la negación de la propiedad a quienes lucharon por ella. Pero más importante que esto, es la magnitud del problema, que hace imposible a un Estado quebrado y a un gobierno decidido a sostener a una burguesía parásita no menos quebrada, resolver el problema de la vivienda de millones de obreros.

La política «normal» en estos casos tiene dos formas: 1. la hipocresía más pura; 2. mirar para otro lado mientras alguna fracción débil paga el costo. En el primer caso, se apela a lo que hoy se llama la «política de la extensión de derechos»: se inventa un «derecho» acotado a una fracción perfectamente manejable y se le otorga eso que se supone se le ha conculcado durante décadas y que ahora es resuelto mediante un acto de justicia restitutiva. Hay millones de desocupados en la Argentina. Un porcentaje muy elevado de ellos se encuentra en áreas rurales. Se transforma «discursivamente» a obreros en un «sujeto» provisto de una nueva «identidad», que ha sido expropiado de un «derecho». Así, los indígenas chaqueños o los «mapuches», son convertidos en «población originaria» y se procede a «restituir» su acceso a «la tierra». Se arman «comunidades», en su mayoría bajo tutela peronista y se entrega un pedazo de tierra de dudoso valor. Obviamente, siempre surgen, a la izquierda de estos mecanismos verdaderamente foucaultianos de poder», grupos no fácilmente arreables, que suelen radicalizarse de alguna manera. Pero la «comunidad» es encuadrada rápidamente en una serie de redes de «contención» que perpetúan la miseria y recrean una burguesía «indígena» prebendaria que actuará como garrote interno para los díscolos. Lo mismo sucede con los «campesinos» santiagueños, o la «agricultura familiar» misionera, por dar dos ejemplos entre tantos. Estos mecanismos son muy baratos, en tanto la población abarcada es mínima, mucho más barato que otorgar un extenso subsidio a la clase obrera rural desocupada. Lo mismo sucede con los derechos de las «identidades» de otro tipo. La comunidad trans acaba de resolver su problema de desocupación, pero no como el resultado de la lucha de la clase obrera (en última instancia, las personas trans obligadas por la necesidad a la prostitución en sus formas más violentas y vejatorias, no son más que clase obrera desocupada) para el conjunto de los desocupados, sino como la prebenda otorgada por el Estado, directamente de manos del presidente, en este caso, para un puñado extremadamente reducido de personas. Es mucho más barato prometer el 1% del empleo estatal exclusivamente a 10.000 trans y travestis que un subsidio a la desocupación a casi tres millones de mujeres sin empleo. El protagonismo de la comunidad en la construcción del dominio kirchnerista en el seno del movimiento de mujeres (que se expresó claramente en el traslado del Encuentro Nacional de Mujeres de 2019 a La Plata como forma de atacar a María Eugenia Vidal y disminuir sus chances electorales) acaba de recibir su justo premio, a costa de dividir a la clase obrera, justo en el momento en que necesita recomponer su unidad con más urgencia.

Estos mecanismos, propios de un capitalismo en descomposición, que no puede sostener el conjunto de las relaciones sociales sobre las que alguna vez se construyó, tienen una eficacia relativa a la magnitud de la quiebra. Porque la segunda forma de esta política, el «dejar hacer» y que alguna fracción social débil lo pague, es eficaz mientras no daña a capas amplias. En general, el gobierno mira para otro lado cuando se producen las tomas, que usualmente no afectan a grandes propietarios ni a burgueses relevantes, sino a pequeños propietarios de tierras peri-urbanas, como los que hemos visto en estos días por televisión. Por su reducido tamaño, suelen ser invisibles. Si adquieren hoy una visibilidad relativa se debe a la crisis, en particular, al acicate de la oposición y sus medios de comunicación, que prontamente abren sus micrófonos como forma de capturar esa energía social que emana de esas capas débiles movilizadas. Por eso, cuando la situación se desborda, porque genera una reacción demasiado amplia como para ignorarla, amenaza con exceder el entramado punteril y sobre todo, las finanzas que el gobierno destina a otros fines, aparece Berni a marcar los límites de la cancha.

Esto genera una crisis de la cúpula del poder político con sus bases clientelares, que marca un nuevo avance en la descomposición de relaciones sociales y contiene, in pectore, una crisis de la dominación social. Por un lado, es esperable el estallido de esas redes clientelares en beneficio de organizaciones radicalizadas en diferentes grados. De allí la preocupación que hoy cunde entre ciertos sectores de los «movimientos sociales» K. En relación a las tomas, el Movimiento Evita y la CTEP ocupan el lugar que Perón hizo jugar a la burocracia peronista en 1973-74. Si no responden a la altura de las circunstancias, entrarán en crisis. Eso puede repercutir de modos muy diversos, hacia la izquierda pero también hacia la derecha. Habría que recordar que el fracaso de ese instrumento de contención de las masas que es la burocracia peronista, dio paso a la Triple A cuando la autoridad del propio Perón no alcanzó para acotar la rebelión. Es decir, siempre puede haber algo peor que Berni, sin salirse necesariamente de los límites del peronismo. Claramente, las tomas de tierras no tienen la misma potencialidad que la emergencia de la «guerrilla fabril» y no quiero ponerlas a la misma altura. Simplemente señalo, por analogía, qué tendencias ideológicas y cuáles instrumentos políticos estimulan.

Tanto Súper Berni como su contracara jocosa, Juan Carlos Batman, son expresiones de tendencias. La aparición de personajes como éstos está señalando el ascenso de la crisis política burguesa, cuya resolución depende de la posibilidad de que las masas organicen una actividad independiente y con perspectiva de clase. Se supone que, para colaborar en el desarrollo de esa perspectiva, están los partidos de izquierda. Sin embargo, no se ve que sus principales expresiones públicas, los partidos nucleados en el FIT-U, estén haciendo otra cosa que jugar en la interna del peronismo, cuestionando a Berni y embelleciendo a Kiciloff y Frederic. Y de rebote, por ausencia, por silencio, reconociendo la dirección general de Cristina. No sería raro, entonces, que a una descomposición peronista le suceda un Bolsonaro conurbánico en moto o un extraño «Cinque Stelle» encabezado por un Batman excedido de peso, pero capaz de ensamblar, tal vez por eso mismo, por su imagen de héroe anti-héroe, pasiones más que peligrosas. La izquierda debería prepararse para este escenario.

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