Clásico piquetero: Justicia y comunismo – Antonio Labriola

en El Aromo nº 72

justicia

Justicia y comunismo [1]

Antonio Labriola
(1843-1904)

En esto estriba la razón de ser del comunismo científico, que no confía en el triunfo de una bondad que los ideólogos del socialismo iban a buscar en misteriosos pliegues de los corazones de todos los muertos para proclamarla justicia eterna, sino que confían en incremento de los medios materiales que permitirán que crezcan para todos los hombres las condiciones del ocio indispensables para la libertad, lo que quiere decir que serán eliminadas las razones de lo injusto, el señorío, el dominio del hombre sobre el hombre; las cuales injusticias (por usar el lenguaje de los ideólogos) suponen como conditio sine qua non, precisamente, esa miserable cosa material que es la explotación económica.
Solo en una sociedad comunista puede el trabajo ser-aparte de no explotable- racionalmente medido. Solo en una sociedad comunista el cálculo hedonístico puede tener el carácter de cosa precisable, al no ser os que se oponen al libre desarrollo de cada cual, o sea, los impedimentos que diferencias hoy las clases y los individuos hasta hacerlos irreconocibles, cada uno podrá averiguar, examinando lo que la sociedad necesita, el criterio de los que le es factible y tiene que hacer. La norma de la libertad, que es lo mismo que la sabiduría, consiste en adaptarse a lo factible, y no por constricción externa, pues no puede haber moral verdadera donde no hay conciencia del determinismo. En una sociedad comunista se derrumban por sí mismas las antitéticas apariencias del optimismo y el pesimismo, porque la necesidad de trabajar al servicio de la colectividad y el ejercicio de la plena autonomía personal no forman ya antítesis, sino que se presentan como una misma cosa; la ética de esta sociedad anula la oposición entre derechos y deberes, la cual no es, en sustancia, más que la amplificación doctrinal de las condiciones de esta antitética sociedad presente, en la cual algunos tienen la facultad de imponer y otros tienen la obligación de cumplir; en la sociedad comunista, en la cual la benevolencia no es caridad, no resultaría utópico reclamar que cada uno cumpla según sus fuerzas y reciba según sus capacidades; en esta sociedad, la pedagogía preventiva eliminaría en gran parte la materia penal, y la pedagogía objetiva de la convivencia y de la colaboración racional reduciría al mínimo la necesidad de la represión; o sea, en una palara, la pena aparecería como a simple garantía de un determinado ordenamiento, despojado por ello de toda apariencia metafórica de justicia suprema que haya que reivindicar o restablecer. En esta sociedad no arraigaría ya la necesidad de buscar explicación trascendente a la suerte práctica del hombre.
Esta crítica de las causas de la historia, de las razones de la sociedad presente y de la expectativa racionalmente medida y medible de una sociedad futura permite ver por qué el optimismo y el pesimismo, como otras tantas ideologías, tuvieron y tienen aún que servir como desahogo y exteriorización de la afectividad de las conciencias gravadas por las luchas de la existencia social. Si eso es lo que quieren decir los ideólogos a los que alude usted, si, al hablar de eterna justicia, no pretenden sino recoger póstumamente los suspiros y las lágrimas de la humanidad a través de los siglos, nada habrá que decir de ello: pues las licencias poéticas no se deben prohibir ni a los socialistas. Pero lo que no tienen que hacer es levantar luego el mito de la justicia eterna, para ponerlo en marcha contra el reino de las tinieblas. Pues aquella grande y benéfica señora no moverá ni una piedra del edificio capitalista. Lo que los ideólogos del socialismo llaman el bien, no es una negación abstracta, sino un duro y fuerte sistema de cosas reales: es la miseria organizada para producir la riqueza. Ahora bien: los materialistas de la historia son tan poco tiernos de corazón como para afirmar que en este mal encuentran precisamente el muelle del porvenir, o sea, que lo encuentran en la rebelión de los oprimidos, y no en la bondad de los opresores.
[…] La teoría que subyace al derecho penal de los países en los cuales ha ejercido su acción la revolución burguesa tiene en común con todo lo que llamamos liberalismo las ventajas y los defectos del principio igualitario que, dadas las diferencias naturales y sociales entre los hombres, tiene forzosamente que ser formal y abstracto.
Esta teoría ha sido sin duda un progreso respecto de la justicia de cuerpo y respecto a los privilegios del clero y la aristocracia; en ese respecto es una victoria histórica el enunciado la ley es igual para todos. Además, al reducir la pena a mera garantía jurídica del orden legalmente constituido, esa teoría se contenta con golpear lo que es un daño o una lesión para el orden mismo y no penetra ya más en la conciencia. Como está despojada de todo carácter religioso, no hiere el pensamiento ni el ánimo. No es ya instrumento de iglesia, creencia o superstición. Este derecho penal es prosaico, como prosaica es toda la sociedad capitalista. Y este es otro triunfo –con algunos ligeros inconvenientes- del libre pensamiento. Dicho brevemente: lo castigado es el acto, no el hombre; o el turbador del orden que se quiere defender, pero no la conciencia, por irreligiosa, malcreyente o atea que sea, etc. Para llegar a ese resultado, la teoría ha tenido que construir una responsabilidad típica igual para todos los hombres sobre la base medida de la voluntariedad y excluyendo los extremos de la inconsciencia y la falta de dirección al obrar. Y en este punto precisamente, como por ironía con la celebrada justicia, el principio de igualdad ante la ley se convierte en la máxima injusticia, porque en realidad los hombres son, social y naturalmente, desiguales ante la ley.
Sociólogos, socialistas y críticos de todo estilo se han ejercitado desde hace tiempo sobre esta dialéctica. Hay como una larga escala de opiniones en contraposición al derecho existente: desde la paradoja, teñida de mística, de que la sociedad castiga los delitos que ella incuba, hasta la exigencia humanitaria de que una educación igual para todos justifique el principio de la igualdad ante la ley al sentar sus condiciones de realizabilidad.
La punta aguda de toda la crítica es la de los socialistas consecuentes, los cuales, partiendo del concepto de las diferencias de clase como esenciales a al presente vida social, no buscan en el derecho penal, como no buscan tampoco en ninguna otra parte del derecho existente, la justicia igual para todos, porque eso sería como buscar lo inverosímil, dada esta forma de sociedad en la cual las diferenciaciones son las causas y el contenido de la estructura misma. Este derecho de una justicia rufiana, generalmente en contradicción consigo mismo, es intrínseco en una sociedad en la cual el postulado de la igualdad ha de estar constantemente en falso. La mentira es sobre todo manifiesta en la hermosa ocurrencia de los apologistas del capitalismo: que en última instancia los asalariados son libres ciudadanos que libremente se alquilan, contratando libremente con sus iguales que son los capitalistas. Pero nosotros, socialistas, no queremos abandonar este principio, contradictorio en sí, para cogernos del brazo con los reaccionarios que lo combaten por otras razones y querrían eliminarlo por otros procedimientos.

NOTAS:

1 Extraído de Labriola, Antonio: Socialismo y filosofía, Alianza, Madrid, 1969, pp. 135-139.

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