A todos nos viene a la cabeza la palabra vacuna cuando pensamos en combatir una enfermedad contagiosa. Pero cuando la enfermedad es nueva no hay vacunas disponibles. Y aunque la capacidad de hacerlas en la actualidad es asombrosa, llevan tiempo. Y tiempo es justamente lo que no se puede perder en medio de una pandemia. Por lo tanto, hay que buscar otras armas. Hay cuatro posibles: freno al ingreso del virus en las fronteras, testeos para identificar y aislar los posibles enfermos, cuarentena preventiva, tratamientos médicos.
Sumemos, a este cuadro, que en un mundo capitalista, la competencia obliga a hacer mal las cosas. Y a ahorrar, lo que empeora todo. De manera que, aunque se conocen ciertas decisiones beneficiosas para el conjunto de la humanidad, estas no necesariamente se aplican. Cada país, cada burguesía, toma sus propias decisiones, y lo hace en función de su bolsillo.
Volvamos al tema de las armas. Sin vacunas que anticipen el desarrollo de los contagios y los neutralicen, todo lo que se puede hacer es utilizar esas cuatro herramientas para intentar contener el contagio. Sin vacunas se trata de aislar y asistir a los que ya están contagiados para que no contagien. De allí las medidas de aislamiento y tratamiento, de distintas características. Aislar países, aislar los casos y sus contactos, aislar poblaciones, aislar y tratar al que enfermó, y aislar (del contagio) al personal de salud. Todas las diversas estrategias seguidas por cada país no son más que la combinación particular de estos cuatro elementos.
El control en las fronteras es el mecanismo de menor costo. Para los capitalistas no es una decisión fácil. ¿Por qué? De nuevo: porque duele en el bolsillo. Su costo económico es cortar el chorro de los negocios del turismo, deportes, hotelería, cruceros y aerolíneas. Eso los lleva a dudar, a tenerlo como segunda opción. Y ahí aparece el gran problema: si no se toma de manera rápida y rigurosa se vuelve inútil. Los países asiáticos lo tomaron bastante rápido. En un momento, el año nuevo lunar, en que se realizan millones de viajes. Eso explica el éxito parcial que tuvieron. No fue nuestro caso: el virus ingresó desde Italia el 1 de marzo. Una fecha muy tardía. Se podría haber evitado. Punto para el coronavirus.
Sigamos. Un testeo amplio permite detectar los casos, reconstruir su red de contactos y aislarlos si dan positivo. Obviamente, esto depende de la existencia de reactivos para hacer los tests. Y ahí aparecen dos problemas: certificación y cantidad. EE.UU. se enredó en su propio laberinto de certificaciones, algo que Corea resolvió de antemano con un trato excepcional para epidemias. En el caso de nuestro país, no los elaboramos ni los compramos a tiempo. Ahora el mercado, en quien confió el gobierno, impone condiciones y costos altos. Punto para el coronavirus.
Ante el fracaso de las dos herramientas anteriores, queda la cuarentena. Si las dos anteriores no fueron bien efectuadas, si se perdió el trayecto de los focos, es necesario detener los contagios, aminorar su velocidad. La cuarentena tiene un alto costo para los trabajadores y sobre todo para los más pobres y precarizados. Lo tiene en una sociedad capitalista. Si no se asiste económicamente a las familias más expuestas, y en primer lugar al escaso, empobrecido y descuidado personal de salud, la avalancha desborda al sistema sanitario. Llegados a este punto es necesario que sea el mismo virus el que se termine agotando, porque se han perdido todas las oportunidades.
El gobierno de Fernández llegó tarde y mal a todas las instancias. Y hace de su accionar una épica, una causa nacional, que no es más que la asunción del fracaso. Una sociedad organizada no necesitaría héroes sino previsión. El capitalismo, al contrario, compensa su incapacidad y la defensa de la ganancia a la vida humana, con una alta cuota de sacrificios y heroísmo. La que se les pide ahora a los trabajadores.