Rosana López Rodríguez
Trece Rosas
Hace unos días propuse una reflexión en mi muro de Facebook acerca de la condena de Mariana Gómez por resistencia a la autoridad y lesiones leves, acompañada de un video donde se la veía contando el episodio en el mismo momento en que se produjo, avalando con sus dichos el resultado legal. Mi argumento era sencillo: no se trata de un caso de lesbofobia y, por lo tanto, era contraproducente para el movimiento feminista exponerlo de esa manera. Durante un par de días tuve que soportar una andanada de insultos de todo tipo y acusaciones de las más variadas, incluyendo amenazas de violencia física por parte de supuestas “militantes” feministas. Me tomé unos días para hacer un balance con la cabeza fría. He aquí mis reflexiones sobre una forma de hacer política que domina en el movimiento feminista, una forma que habría que erradicar.
El problema
“La condenaron por besar a su esposa”. Más o menos ese fue el titular en los medios y así fue reproducido, demagógicamente, por casi todas las agrupaciones de izquierda. Así fue agitado por grupos de feministas y feministas “sueltas”, casi todas kirchneristas. Abundaron relatos no sustentados en los hechos de gente que, evidentemente, no sabía de qué hablaba, desde los que daban por ciertos hechos inexistentes (“la torturaron”, se llegó a decir), hasta los que se apoyaban en relatos de las protagonistas posteriores a los hechos. Los periodistas de “la derecha”, por su parte, desde Feinmann a Lanata, se hicieron un festín mostrando los videos en los cuales se veía “resistencia a la autoridad” y se confesaban las “lesiones”. Basta ver el alegato de la defensa, para darse cuenta de que el problema radicaba aquí y no en el “beso”. El abogado defensor se concentró en mostrar que el procedimiento era incorrecto (porque debía regirse por una ley que no ameritaba detención alguna), la resistencia era razonable (en tanto se le exigía a Mariana algo que no se le pedía al resto de los presentes –dejar de fumar) y las lesiones podrían haber sido consecuencia involuntaria del erróneo accionar del policía varón (el mechón de pelo de la policía mujer, que podría haber sido arrancado en un intento de aferrarse a algo mientras Mariana caía). En ningún momento hace alusión a la cuestión de la “lesbofobia”. La jueza se limita a examinar la evidencia presentada y a considerar las circunstancias atenuantes presentadas por la defensa (el pasado de violencia sufrido por la joven imputada) y falla una condena en suspenso (porque es menor a tres años) más baja que la requerida por la fiscal. Un detalle significativo, sobre el que habría mucho para decir, es la negativa de aceptar una probation, algo que hubiera terminado con toda esta historia sin mayores consecuencias mediáticas.
Un examen más detenido del caso muestra que todos los que hablan de “lesbofobia” se concentran en la orientación sexual de las protagonistas, en la presencia de la policía, en el trato que recibió Mariana diciéndole “pibe” y en el aparentemente arbitrario pedido de no fumar por el empleado de la estación y el policía (en un lugar donde no hay carteles que indiquen la prohibición y donde sería habitual la presencia de fumadores, incluso en ese mismo momento). Otro conjunto de argumentos a favor de esta interpretación se basan en realidad, en lo que podrían ser explicaciones para la conducta de Mariana que de hecho fueron esgrimidos como atenuantes por la defensa.
El problema con esta perspectiva es que no está respaldada por las evidencias (como la idea de que “a los otros que estaban fumando no les dijeron nada”) o se apoyan en prejuicios (“así actúa siempre la cana”, “los empleados del ferrocarril son peores que la gorra”). Pero aún cuando aceptáramos que estos prejuicios puedan ser correctos en este caso, eso no dice nada acerca de la condena, que no tuvo nada que ver con la orientación sexual de las chicas, sino con la negativa a aceptar una norma para nada disparatada. Norma que, de haber sido cumplida, habilitaba a las chicas a protestar por el trato diferencial y podría haber aclarado la intención real del empleado y el policía. Y aquí está el punto: que una mujer diga, sienta, piense, cree, que los hechos sucedieron en tal o cual sentido, es su derecho. Pero no estamos aquí juzgando una actitud individual, sino una política.
En efecto, cuando un caso particular se hace “viral”, es decir, cuando alcanza relevancia pública y se transforma en la base de una intervención política, el asunto compete, atañe, importa, en forma directa, a todos los que militamos en ese campo. ¿Por qué? Porque nos compromete a todas, a todas las que tenemos que dar la cara, solidarizarnos, marchar, debatir, poner el cuerpo, etc., etc. De modo que pretender que no se pueda opinar sobre el tema, que no se pueda disentir y que ese disenso se haga público, es un acto de censura política.
De errores estratégicos y errores programáticos
El movimiento de mujeres, como todo movimiento de masas, está no solo dividido en programas rivales, sino que está abierto a todos los partidos y orientaciones políticas que ocupan el escenario nacional. Todos dicen hacer política en y con el feminismo, incluso aquellas que se consideran “independientes”. Incluso las que niegan el feminismo en nombre del socialismo u otra cosa. Es por ello que las iniciativas en su seno pueden surgir de cualquier lugar del amplio espectro que hemos descripto. Como se trata de un espacio, de un campo, más que de una totalidad orgánica, no hay centralización alguna de toma de decisiones y de debate previo a las acciones. Dicho de otro modo: cada uno de los actores del campo piensa los problemas como quiere y no somete a la compulsa de nadie las acciones e iniciativas que lleva adelante. No hay, entonces, posibilidad de opinar y oponerse a tales o cuales iniciativas ex ante. Ello no impide que esas acciones e iniciativas tengan consecuencias para todo el campo feminista. Solo queda, entonces, la crítica ex post.
Un curioso conjunto de “feministas” pretende, sin embargo, que ese único recurso que queda para intercambiar y debatir acerca de la validez o no de ciertas acciones que nos involucran a todas, debe ser eliminado. Criticar una acción sería, entonces, un atentado contra la “sororidad” y todo lo que haga una mujer está bien y debe ser defendido como tal. Incluso contra toda evidencia. «Nahir Galarza se defendió.» Y si no hay pruebas, no importa. Porque lo que está detrás de esta pretensión es el imperio del principio subjetivo. Es así porque yo lo digo. Ante cualquier intento de interponer un mínimo de objetividad y distancia aparece una acusación ad hoc: fascismo.
Más allá de la ilustración con casos, que nos sirven para plantear la importancia de la estrategia y de la táctica a utilizar, sucede que el queer se ha instalado como una teoría válida dentro del campo del feminismo. Sucede también que no es una teoría más, sino que lo queer ha llegado para imponer su programa, lo cual es mucho más peligroso. De una buena teoría, como hemos visto, pueden derivar males estratégicos. Sin embargo, cuando la teoría es inadecuada, solo podrá generar errores prácticos en toda la línea de acción.
Veamos cómo el queer ha venido a ser una deriva política que nos perjudica a todas. Rápida para el insulto, la militante queer pretende que tiene el derecho de hacer lo que le venga en gana, sin consultar a nadie, y que nadie puede decirle nada. Se trata de censura, autoritarismo y hegemonía. Curiosa consecuencia con gente que se jacta de ser lo contrario: inclusiva, tolerante, sorora. Como si fuera poco, se agrega la amenaza de violencia, incluso la muerte, bajo la forma de “deseo”. A este paso, voy a proponer un nuevo emoticón, el “ojalá te mueras”, con tres variantes: “y no jodás más”, “con mucho sufrimiento” y “pronto”.
Este discurso queer asienta esta pretensión de censura en la pura subjetividad. Una subjetividad que se plasma en una serie de categorías represivas que encasillan, al mejor estilo nazi, crean “especies”, cuadriculan el “mal” y llaman a su exterminio. Basta que una discuta algún aspecto, alguna política o alguna expresión política particular para que se nos acuse de “TERFS”, basta que una cuestione algo donde interviene una lesbiana para que ya se nos trate de “lesbófobas”; es suficiente con que se afirme una elemental verdad acerca de la biología de los cuerpos humanos para que se hable de “biologiCISta”. Por si faltara poco, el discurso queer apela al pobrismo y acusa a sus críticas de ser “académicas”, como si el corazón del movimiento queer no hubiera sido motorizado precisamente por “académicas” de las principales universidades yanquis y europeas. El punto culminante, verdaderamente fascista, es la racialización del enemigo. Entre los insultos más comunes, que pretenden pasar por “argumentos”, es el de “blanca”. No hace falta mucho para explicar que acusar a alguien por su condición racial es racismo. En este caso, un racismo invertido, pero no menos racista. Se entiende que este conjunto de “arguinsultos” o “insulmentos”, no va al núcleo de los problemas, no los examina, sino que, por el contrario, se concentra en descalificar a la oponente. Pero es una descalificación no simplemente individual, sino categorial: este tipo de gente (“TERF”, “cis”, “fóbica”, “académica”, “blanca”) no puede hablar. Y no puede hablar, entre otras cosas, porque ha sido colocada fuera de la ley.
Con este arsenal categorial propio del doctor Lombroso, rápidamente se abre la caza de brujas en las redes y se multiplican por cientos las intervenciones en Twitter, Instagram, Facebook. Pero la militancia queer no solo amenaza y estigmatiza. Pasa de los dichos a los hechos.[1]
¿De dónde viene tanta violencia? Finalmente, el discurso queer es insostenible, tanto desde el punto de su coherencia interna, como desde el soporte empírico que debiera exigirse a sus afirmaciones. Hablan contra las feministas “blancas” y “académicas” como si Butler fuera una negra pobre africana. Niegan el “biologiCISmo” pero demandan de la sociedad el soporte de cuanto capricho de modificación anatómica se le ocurra a cualquiera. Mientras rechazan que otros opinen sobre su “identidad”, no tienen ningún problema en exigir la redefinición identitaria del resto del mundo, en particular, de las mujeres. Las mujeres, que ya no podemos reivindicar nuestra “identidad”, puesto que cualquiera puede considerarse tal, perdemos nuestros propios espacios (como por ejemplo, el Encuentro Nacional de Mujeres). Perdemos nuestras reivindicaciones históricas (que debemos “compartir” con “otres”, nos desdibujan y nuestros reclamos carecen de sentido). Somos disminuidas a otra “identidad” más (como si no fuéramos más de la mitad de la humanidad). No podemos reivindicar la mitad del vocabulario (porque ahora quedamos ocultas tras la “e”). Ni siquiera somos “mujeres”, sino “cis”. Para peor, dentro del mundo queer existen y son válidas “identidades” que construyen y naturalizan imágenes de mujer completamente patriarcales, es decir, que trabajan para el enemigo porque reproducen y refuerzan todos los estereotipos bajo los cuales el patriarcado nos subordina. Y todavía hay gente que cree que las reivindicaciones de las “identidades” son neutras o que no resultan contradictorias…
El mundo queer es el mundo del principio subjetivo, por lo tanto, de lo que no puede ser objeto de discusión pública. Se trata de una ontología esencialmente autoritaria: yo soy yo, tengo derecho a serlo y que nadie me pregunte por qué, ni cómo ni cuándo. Si lo hace es un fascista. Esa apelación al “sentimiento” (“yo me siento” tal o cual cosa) instaura el dualismo religioso, al dar por sentado que lo que se “siente” no tiene vínculo alguno con lo que se es, porque lo que se es, es lo que se siente. Surge así la ideología del “cuerpo equivocado”, como si un hecho pudiera “equivocarse”. Un hecho es. Sin embargo, en la imaginería queer no queda otra cosa que aceptar que existe una “esencia” pre-social y pre-biológica, que en la historia humana tiene nombre: alma. La ontología queer es profundamente reaccionaria, al punto de retrotraernos a los más oscuros tiempos de la Inquisición. Una ontología que autoriza a los padres a “descubrir” en los “cuerpos equivocados” de sus hijos “almas” contrariadas, a edades en que los individuos no han salido todavía del proceso de individuación.
Este desborde delirante del subjetivismo más ramplón justifica cualquier ataque contra el cuerpo, sostenido en banalidades estilo Haraway o Preciado. En Cyborglandia, mientras se niega la biología al punto de suponer que cualquier cosa puede hacerse sobre el cuerpo, se exalta esa misma transformación corporal cuyas consecuencias reales todavía no podemos medir seriamente. Alegremente se festejan amputaciones, transplantes y hormonizaciones de por vida, como si fuera absolutamente gratuito en términos de salud y calidad de vida. Que los seres humanos tenemos una segunda naturaleza (la cultura), significa que siempre hemos sido “cyborgs”, pero se asienta y es producto de la “primera”. La biología es la base de nuestra libertad, entendida esta como lo que es: la posibilidad de elegir entre alternativas reales, es decir, soportadas materialmente. Paradoja de las paradojas, en el mundo queer, donde se desprecia el cuerpo como sustancia real, es decir, como base hasta cierto punto no modificable, se nos hace creer que sin esas transformaciones en última instancia cosméticas, no se puede ser feliz, no existe “realización alguna”. Esta ontología queer no solo carece de fundamento, carece de límites. Por ende, no hay razón para no abrir las puertas al relativismo amoral más profundo: no es un violador, tiene una “identidad” diferente; no es un pederasta, tiene una “identidad” diferente; no es un femicida, tiene una “identidad” diferente. Amén de que nunca sabremos qué identidad mató a quién ni en virtud de qué clase de subordinación sistémica lo hizo.
Mientras tanto, un «investigador de Conicet», que a fuer de «académico» (¡ojo que solo las que debemos callar somos las que cuestionamos la teoría queer!) y varón instigó en las redes sociales a que quien esto escribe fuera objeto de una golpiza. Si se llevará a cabo o no, no es algo que estemos planteando. Estamos planteando que queremos un feminismo que no sea una reivindicación del deseo particularista antisocial, estamos planteando un feminismo que nos permita discutir nuestra agenda, nuestras estrategias y caracterizar políticamente a nuestros aliados/as y, en consecuencia, conocer a nuestros adversarios. A todas nos involucra y nos afecta. No aceptaremos que ningún sector se arrogue el derecho de hacernos callar. No tenemos «fobias», sino que queremos hacer política sobre la base de hechos sociales reales. El feminismo no es censura.
La teoría queer y sus seguidoras/es constituyen un ataque al corazón del feminismo y una afrenta para los trescientos años de lucha que llevamos las mujeres sobre nuestras espaldas.
- Basta de violencia contra las mujeres, provenga de donde proviniere.
- Basta de censura queer. Tenemos el derecho a discutir abiertamente.
- Reivindicamos el sujeto político del feminismo: las mujeres, en el marco de la lucha de clases.
Notas
[1]El último y sonado caso a nivel internacional es el sucedido luego de la realización de las XVI jornadas de la Escuela Rosario de Acuña en Gijón, durante las cuales su directora, Amelia Valcárcel, y otras feministas de larga trayectoria en defensa de los derechos de la mujer, como Ángeles Álvarez, Alicia Miyares y Rosa María Rodríguez Magda, fueron hostigadas duramente en todos los medios. Además, que organizaciones LGBTTQ emitieron comunicados de repudio en los cuales requerían que las participantes de las jornadas se retractaran de sus posiciones.
Al otro lado del Atlántico, en EE.UU., los Monólogos de la vagina, de Eve Ensler, una obra que se ha constituido en el emblema de la lucha contra la violencia hacia las mujeres, ya no se representa o se impiden sus representaciones porque se la considera transfóbica. https://haztequeer.com/son-transfobicos-los-monologos-de-la-vagina/
Tal es la condescendencia que hemos de tener las mujeres para albergar en nuestro amable seno feminista a «todes», que en Uruguay se hizo una puesta que incluyó a una activista trans quien presentó «un monólogo con un texto original que habla(ba) sobre qué implica sentirse mujer y luchar por serlo.» https://www.elobservador.com.uy/nota/estas-son-las-nuevas-protagonistas-de-los-monologos-de-la-vagina-la-obra-que-lucha-contra-la-violencia-de-genero-2018719500 No abundaré en ejemplos porque con que una trans nos explique a las mujeres lo que «implica sentirse mujer», ya creo que tenemos bastante.
Excelente nota, da al menos la impresión que el mundo no se ha vuelto «loco», al menos en su totalidad. Y que existen feministas que se basan en los hechos y no en las ilusiones que nos hacen creer que soy Alejandro Magno y puedo convertirme en él, por mi propia autpercepción.
Hoy parece que todo es posible, que todo puede cambiarse, hasta las condiciones naturales de la biología, a tal punto que podemos construir un mundo de fantasías, donde puedo convertirme en mujer de la noche a la mañana -siendo un hombre- compartir un baño público para que otro no se sienta discriminado, pero ¿dónde quedó la seguridad y la intimidad de las mujeres?
Así estamos, parece que puedo atopercibirme lo que yo quiero, a tan punto de cambiar de género, ahora la ley ampara que me haga tratamientos carísimos de hormonas sin saber cuan perjudicial pueden ser para la salud. Puedo autopercibirme lo que quiera y hace lo que quiera, ¡menos autopercibirme «burgués»!, claro, cualquier cosa menos los verdaderos intereses que se esconden detrás de todo este mundo lleno de locura.
Transfóbicos al palo, y encima bobos.
Cómo la autora mezcla identidad sexual o de género con crímenes con la violación está ya por fuera de cualquier comprensión. Cómo piensa en las operaciones de cambio de sexo y la disforia como caprichos, cómo bastardea cualquier crítica al género y la idea de sexo… Además de enarbolar la bandera de la reacción al plantear áreas supuestamente «intocables», «por fuera de los límites» como lo sería el cuerpo… quizá detrás sólo haya una represión y una duda existencial sobre lo que implica para ella el ser mujer. Quizá descubra que en realidad no significa nada.
El debate actual del feminismo es una cuestion de liberalotes: dueña de mi cuerpo, de mi futuro, de un lenguaje jeingoso y de mi autopercepcion. Lo social queda al margen. Discutimos cosas como si vivieramos en un califato o en el SXIX, mientras los jodidos y olvidadados del sistema (pobres, niños, discapacitados, marginados, etc) la siguen pasando horrible y son invisibilizados por la derecha, la progresia y la izquierda. El actual slogan del FIT es prueba de ello:»por las mujeres, los jovenes y los trabajadores».
Lamentable.
Augusto, la nota no plantea al cuerpo como «intocable» en el sentido de un tabú cultural, sino que el hecho de que aceptes tan pasivamente que el discurso medico releve toda ontología, planteando que el único modo de construirse el ser es en el cuerpo vivo real, puede hacerte perder la salud, condición necesaria para estar vivo y, por ejemplo, debatir el tema de la nota en cuestión, debate que transcurre por fuera del cuerpo de los participantes y que, sin embargo, existe.