¿Videla antiimperialista? La supuesta “dependencia” argentina a la luz de la política exterior durante la última dictadura

en El Aromo n° 109/Novedades

Las relaciones internacionales de la última dictadura militar con la URSS y las hostilidades de Carter por las violaciones a los derechos humanos sirven para repensar una de las premisas incuestionables del credo trotskista y de la izquierda nacionalista: el supuesto carácter semicolonial y dependiente de la Argentina.


Matías Chávez – Grupo de Investigación sobre la Historia de la Burguesía


Las relaciones internacionales de la Argentina durante la última dictadura militar son un tema conocido. La izquierda, en particular, conoce los vínculos comerciales del gobierno militar con la URSS (de hecho, suele utilizarlo para criticar al PC Argentino), y las hostilidades de Carter por las violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, estos hechos no sirvieron para repensar una de las premisas incuestionables del credo trotskista y de la izquierda nacionalista: el supuesto carácter semicolonial y dependiente de la Argentina. En este artículo volveremos sobre los hechos históricos para ver qué nos dicen sobre el problema de la dependencia.

El socio menos pensado

Difícil encontrar en la historia reciente argentina un gobierno más alineado, política, económica e ideológicamente, con los dictados internacionales de los EE.UU. La última dictadura militar se propuso terminar a como dé lugar con la militancia revolucionaria dentro de sus fronteras, colaboró con la represión de la insurgencia en todo el Cono Sur y propuso una política económica “anti-populista” que, al menos en lo discursivo, coincidía con la que promovían los organismos multilaterales de crédito. Se trataba, sin duda, de un bastión de la lucha anticomunista y un promotor de las ideas liberales en medio de la Guerra Fría.

Sin embargo, esto no impidió que la Argentina trazara estrechos vínculos económicos y políticos con quien sería identificado como el “enemigo” del mundo occidental, la Unión Soviética. En los años previos al golpe, esta había incrementado notablemente las compras de productos argentinos, especialmente cereales. La URSS era, y siguió siendo durante la dictadura, el principal comprador de los granos producidos en la Argentina. Pero eso no es todo. La Cámara de Comercio Argentino-Soviética retomaría sus reuniones durante la dictadura con el propósito de incrementar el intercambio comercial, científico y técnico entre ambos países. A fines de 1976, la URSS colaboró en la activación de la industria pesquera, con la instalación de una fábrica de harina de pescado y brindando asesoramiento para la construcción de un puerto pesquero en la Patagonia. Se firmó, a su vez, un importante acuerdo que habilitaba la pesca e industrialización del krill. El Atlántico Sur se llenó de pesqueros soviéticos y de otros países del bloque.

Asimismo, las ejecuciones de obras hidroeléctricas, como Salto Grande, contaron con participación soviética. También realizaron estudios relacionados con el Complejo Hidroeléctrico del Paraná Medio, para la construcción de una represa. Al mismo tiempo, se pactó el suministro de turbinas para otras centrales hidroeléctricas. En 1977, el “Convenio de Suministro de Maquinaria y equipos de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas a la Argentina” habilitaba a la Argentina la compra de maquinaria y equipos. Estos acuerdos permitieron la finalización de centrales hidro y termoeléctricas, así como otras obras de infraestructura para la producción de carbón, gas y petróleo. Además, en 1978, volvió a regir el “Convenio de cooperación científico-tecnológica”, que promovía reuniones y conferencias, y también el intercambio de científicos y técnicos. En materia nuclear, la URSS también prestó colaboración, proveyendo toneladas de agua pesada para la central nuclear Atucha I.[1]

Los cuestionamientos norteamericanos

Hasta 1977, el comercio con la URSS convivió con una excelente relación con los EE.UU. El golpe fue bien recibido y Gerald Ford, entonces presidente norteamericano, lo caracterizó como una “salida necesaria” al caos. La prensa yanqui y los organismos oficiales emitieron gestos favorables. El FMI saludó al nuevo régimen y le concedió créditos en 1976 y 1977, que permitieron sortear las urgencias financieras. A su vez, Ford recomendó el envío de 49 millones de dólares en asistencia militar. Estos gestos demostraban la positiva repercusión que tuvo el plan del ministro Martínez de Hoz y la política represiva emprendida por la Junta Militar en las autoridades y los empresarios norteamericanos.

Sin embargo, todo cambió desde la asunción de James Carter, el 20 de enero de 1977. La nueva administración demócrata condenó abiertamente las violaciones a los derechos humanos e impulsó sanciones. En febrero de 1977, anunció la reducción de la ayuda militar a la Argentina. La Junta Militar lo consideró una intromisión indebida en los asuntos internos y rechazó toda la ayuda crediticia norteamericana.

Durante la Séptima Asamblea General de la OEA, en junio de 1977, Carter impulsó una condena a la política represiva de la dictadura. La tesis sostenida por los Estados Unidos señalaba que eran los gobiernos los únicos responsables de las violaciones a los derechos humanos. El delegado argentino, Juan Carlos Arliz, denunció esta tesis como una “concepción liberal obsoleta”. Por el contrario, sostuvo que la OEA debía ocuparse de las violaciones a los derechos humanos cometidas “por individuos o grupos terroristas”, y que esta debía cooperar “con los gobiernos que enfrentan al terrorismo”. Sin embargo, terminó imponiéndose una resolución que establecía que ninguna circunstancia justificaba “la tortura, la ejecución sumaria o la detención prolongada, sin juicio, en forma contraria a la ley”, sostenida por Estados Unidos, Costa Rica y Venezuela. Mientras tanto, en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, la URSS impidió sistemáticamente la inclusión de la Argentina como país investigado. Recién en 1980 se aprobó un procedimiento para el país, a pesar de que ese año (y el siguiente), la URSS también votó en contra. Recién en 1982 la URSS realizó la primera crítica abierta a la Junta Militar. Su opinión pesaba fuerte a la hora de que los partidos comunistas y socialistas europeos se hicieran eco de las denuncias de los exiliados argentinos. Para la dirigencia soviética, los cereales argentinos valían más que las vidas de miles de militantes que estaban siendo torturados en los sótanos de la dictadura.[2] Esas vidas tampoco valían mucho para el gobierno norteamericano. Cabe destacar que la política norteamericana de defensa de los derechos humanos en un país como la Argentina, irrelevante en términos estratégicos para Washington, podía aplicarse sin mayores consecuencias. La misma vara no se utilizaba para países como Arabia Saudita o Corea, mucho más importantes en términos estratégicos, donde se silenciaron crímenes y abusos.

Aún así, la administración Carter denunció la represión en la Argentina, aunque su política no gozó de un sólido consenso en el país del norte. Mientras los sectores liberales del gobierno se lanzaron como “cruzados” frente a los crímenes de la dictadura, hubo también sectores “pragmáticos” que no acompañaron dicha política, que ponía en cuestión un régimen que no solo era abiertamente anticomunista, sino que además favorecía las inversiones norteamericanas. Esto llevó a que las sanciones impulsadas por Carter no siempre pudieran aplicarse sin problemas. Una muestra de que la política imperialista es mucho más compleja de lo que quiere creer nuestra izquierda. Un claro ejemplo de estas dificultades fue el frustrado intento del Departamento de Estado norteamericano, en 1978, de castigar a la Argentina vetando los créditos del Eximbank. A pesar de los esfuerzos de Carter, los “pragmáticos” impusieron su influencia, y el Eximbank continuó sus operaciones con la Argentina. El gobierno norteamericano tampoco pudo bloquear los créditos de entidades privadas, que hicieron caso omiso de la condena que pesaba sobre el régimen dictatorial. Aún así, el gobierno argentino se abstuvo de solicitar asistencia al FMI entre 1977 y 1983. Por las violaciones a los derechos humanos, el representante norteamericano en el Fondo tenía instrucciones de votar en contra de cualquier pedido de la Argentina. Sin ese voto, era imposible conseguir créditos en el organismo.[3]

Las tensiones se relajaron a mediados de 1978. Las presiones del Departamento del Tesoro, los militares y algunas empresas llevaron al gobierno norteamericano a aceptar que había un mejoramiento relativo de la situación de los derechos humanos en la Argentina. Videla, por su parte, evitó criticar al gobierno norteamericano, explicando los cruces como producto de una falta de “comprensión mutua”. Así llegó a concretarse una entrevista en Roma, donde se alcanzó un acuerdo: el Departamento de Estado prometía rever su política de no autorizar al Eximbank la financiación del proyecto hidroeléctrico de Yaciretá, en tanto Videla se comprometía a permitir el ingreso de una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA. Sin embargo, las presiones de los “cruzados” causaron nuevas fricciones. En octubre de 1978 el Congreso decidió poner en vigencia la enmienda Humphrey-Kennedy, que suspendía toda ayuda militar a la Argentina bajo la forma de créditos, donaciones, garantías de préstamos, ventas y licencias para exportación. El dictamen negativo de la CIDH, en 1980, empeoró la situación.  El gobierno de Videla se vio obligado a responder con un extenso documento que acusaba al informe de no guardar “los requisitos de ecuanimidad y objetividad que deberían ser indispensables en un documento de tanta importancia”. Asimismo, sostenía que dicho informe utilizaba “elementos distorsionantes de la verdad”, ignorando “la realidad argentina de la última década, sin cuyo conocimiento acabado es imposible la comprensión de la situación actual y del pasado reciente”.

Durante la Décima Asamblea General de la OEA, en noviembre de 1980, el presidente de la CIDH, Tom Ferrer, leyó el informe sobre la situación de derechos humanos en la Argentina. En la asamblea estuvieron presentes las Madres de Plaza de Mayo. El contenido del informe fue drásticamente rechazado por Quijano, embajador argentino ante el organismo, quien señaló: “la OEA debe ser un foro para promover la cooperación entre nuestros países y no un campo de confrontación”. El choque llegó a tal punto que la delegación oficial argentina amenazó con retirarse de la OEA.

Negocios son negocios

El análisis de las relaciones internacionales de la Argentina durante la última dictadura muestra cabalmente que la tesis que considera al país una semi-colonia subordinada al imperialismo norteamericano no es más que una ilusión. Como vimos, el personal menos propenso a tales alineamientos, la dictadura argentina, no solo mantuvo sus relaciones comerciales (y políticas) con la URSS a pesar del enfrentamiento de esta con los Estados Unidos, sino que desoyó cada una de las advertencias del gobierno norteamericano en relación a las violaciones a los derechos humanos, al punto de renunciar, durante cinco años, a pedir asistencia al FMI. Pero si lo expuesto hasta aquí no le parece suficiente para asumir que es la burguesía argentina la que controla su Estado, que no hay nada parecido a una “dependencia”, y que tanto la política interna como las relaciones internacionales responden a los intereses de esta clase, lo invitamos a considerar un último ejemplo.

En diciembre de 1979 la URSS invadió Afganistán. En enero de 1980, en respuesta, la administración Carter anunció una serie de sanciones para los soviéticos. Entre ellas, decidió impulsar el embargo comercial de las 17 millones de toneladas de cereales demandadas por las autoridades de Moscú. A los pocos días, la administración norteamericana convocó a los grandes productores mundiales de granos (Argentina, Australia, Canadá y la Comunidad Económica Europea) a reunirse en Washington para poner en marcha el boicot. Según sostuvo, el objetivo de la reunión sería poner en pie un “frente occidental” de repudio a las acciones militares soviéticas en Kabul.

La propuesta norteamericana y sus efectos en el comercio exterior fueron evaluados en el Ministerio de Economía argentino. Allí se resolvió recomendar la no participación en el boicot cerealero, y enviar a Washington una delegación más técnica que política, para dejar claro que no era negociable su adhesión al embargo. El ministro Martínez de Hoz propuso a Videla asumir una posición “pragmática”, que rechazara el embargo a la vez que condenara la invasión soviética a Afganistán. La propuesta fue aceptada y respaldada por el canciller Pastor. En un comunicado de Cancillería se anunció la posición adoptada. Allí se reafirmaba la pertenencia de la Argentina a Occidente “por vocación y destino” y se condenaba la intervención militar soviética “con absoluto menoscabo de toda norma o principio”. Pero respecto del embargo, el comunicado sostenía la negativa del gobierno a “participar en decisiones o actitudes punitorias que se hayan adoptado sin nuestra intervención previa y que surjan de centros de decisión ajenos al país”. Asimismo, destacaba que “es una constante de la política exterior argentina la no utilización de sanciones económicas como forma de presión o punición en el ámbito de las relaciones políticas entre los países”.

El día previo a la reunión de países productores de granos, el presidente Carter envió una carta a su colega argentino. En ella, calificaba la invasión soviética a Afganistán como una “agresión” que afectaba “la paz y la estabilidad”, y, apelando a las tradiciones “occidentales”, sostenía que “ninguna nación comprometida con la paz y la estabilidad puede continuar haciendo negocios como siempre con la Unión Soviética”. En su respuesta, Videla reafirmó la pertenencia “fervorosa” de la Argentina a Occidente y sostuvo que su gobierno había condenado la invasión soviética a Afganistán con su voto en la ONU, pero que ello no excluía “la decisión de no secundar medidas adoptadas en forma unilateral y sin consulta”. En la reunión de productores de granos, los representantes norteamericanos presionaron reiteradamente a la delegación argentina. Manifestaron su temor de que la Argentina pudiera “sacar ventaja” de la situación, aumentando su comercio con Moscú. Ello no solo haría fracasar cualquier intento de embargo sin la Argentina, también lesionaría los intereses comerciales de quienes se sumaran a él. La delegación argentina se limitó a aceptar que el Estado argentino no incrementaría su comercio con la URSS, aunque aclararon que dejarían librado al mercado y a los exportadores privados la decisión final de incrementar sus ventas con ese país. Cabe aclarar que el Estado argentino solo intervenía en una muy pequeña parte del comercio de granos, con lo que la “promesa” era un gesto inocuo, que ni siquiera se terminó cumpliendo.

Las presiones sobre el gobierno argentino continuaron. Carter envió al general Goodpaster, pero la misión fracasó. El negociador solo obtuvo la promesa de Martínez de Hoz de que no tomaría nuevos compromisos con la URSS, aunque finalmente el intercambio comercial de la Argentina con Moscú se terminó incrementando. Incluso quienes dentro de la Junta se oponían a Videla, los “duros”, que eran también los más acérrimos anticomunistas, y que más de una vez habían cuestionado abiertamente las decisiones del presidente, respaldaron la posición oficial. Vieron en ella un gesto de política exterior independiente, al tiempo que un castigo a la administración demócrata que había cuestionado la forma en que el régimen había enfrentado el problema de la “subversión”.

Finalmente, la Argentina no se limitó solo a rechazar el boicot cerealero impulsado por los norteamericanos: terminó firmando un acuerdo con la URSS por cinco años, comprometiéndose a vender un mínimo de cuatro millones de toneladas anuales de maíz y sorgo, y medio millón de toneladas de soja. A ello se sumó la firma del Protocolo sobre Colaboración Pesquera, donde Argentina se comprometía a suministrar cien mil toneladas anuales de carne a los soviéticos. El país redujo su intercambio con los mercados tradicionales, privilegiando la relación comercial con la URSS, su principal comprador, ya que pagaba los precios más altos. Para 1981, las exportaciones de granos a ese mercado representaban un 41,8% del total. Si durante 1979 las exportaciones a la URSS fueron de 425,3 millones de dólares, para 1982 alcanzaban los 3.102 millones. El superávit comercial con Moscú alcanzó ese año los 2.985 millones de dólares.[4] Burlando una vez más el mandato imperial, el Estado argentino volvía a dar sobradas muestras de independencia política. Se imponía una política exterior a medida de los intereses de la burguesía argentina: de sus sectores agropecuarios, que multiplicaron su facturación, y de sus fracciones industriales, que captaban buena parte de esa renta vía transferencias estatales. Negocios son negocios…


[1]Escudé, Carlos y Andrés Cisneros: Historia General de las Relaciones Exteriores de la República Argentinas, Tomo XI, Cap. 54, disponible en https://bit.ly/2SfHiH3; Rapoport, Mario: Historia económica, política y social de la Argentina 1880-2000, Ediciones Macchi, Buenos Aires, 2000, p. 782; Casola, Natalia: El PC argentino y la dictadura militar: Militancia, estrategia política y represión estatal, Imago Mundi, Buenos Aires, 2015, p. 65.

[2]Casola, op. cit., p. 68.

[3]Brenta, Noemí: Historia de las relaciones entre Argentina y el FMI, Eudeba, Buenos Aires, 2013.

[4]Rapoport, op. cit.; Casola, op. cit.

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