La profundización de la actual crisis mundial revivió una vieja propuesta en materia asistencial: la Renta Básica Universal. Solucionar todos los problemas con una varita mágica es una ilusión recurrente que entusiasma con diferente éxito a los encargados de administrar la miseria. En nuestro país la discusión tuvo cierto eco, pero se tapó con el IFE. Hoy, en la peor crisis de la historia argentina, el ajuste de los Fernández ni siquiera contempla aquella versión devaluada del 2020.
Pablo Estere
OES-CEICS
En julio de 2020, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) presentó un informe en el que proponía que durante la pandemia los gobiernos de los denominados “países en desarrollo” garantizaran una renta básica temporal para que las personas más pobres pudiesen realizar el confinamiento y evitar salir a trabajar. Si bien el documento resalta el carácter temporal y excepcional de la propuesta, ésta se monta sobre un proyecto de larga data que suele aparecer en momentos de crisis profundas: la Renta Básica Universal (RBU). La posibilidad de solucionar todos los problemas con una varita mágica es una obsesión constante de los ideólogos de las políticas asistenciales, que entusiasma con diferente éxito a los encargados de administrar la miseria. En nuestro país la discusión tuvo cierto eco, pero se tapó con el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE). Este tipo de propuestas suelen consistir en la entrega de migajas que no resuelven los problemas de la clase obrera. Aquí analizamos el impacto de esa “renta”, su versión peronista en Argentina y sus límites.
Frente al virus del capitalismo
El término Renta Básica Universal se utiliza para referirse a decenas de propuestas diferentes. La noción más difundida consiste en la asignación dineraria por parte del Estado a sus ciudadanos de manera incondicional e igualitaria. Se trata entonces de una renta porque presupone el pago de un monto dinerario de manera periódica, por ejemplo, todos los meses. Luego, es una renta básica porque la cantidad de dinero de la que se trata es muy poca en relación con los salarios promedio de la economía en la que se quiere implementar. Es decir, no elimina la necesidad de trabajar. Y a la vez supone la idea de un consumo “mínimo” e “indispensable” para vivir. Por último, es universal porque está fundamentada como un derecho y debe asignarse a cualquier ciudadano, sin importar su condición económica.
Dentro del campo de los teóricos de la burguesía encontramos defensores y detractores de la RBU. Entre quienes la promueven como la solución al desempleo tanto en países “en vías de desarrollo” como en las economías más poderosas, suelen repetirse cuatro argumentos. Dicen que la RBU: 1) mejoraría la distribución de la riqueza al tiempo que sería garantía de necesidades básicas satisfechas para todos, 2) otorgaría mayor libertad a los individuos en qué gastar su dinero, 3) los trabajadores contarían con mayor libertad para elegir un empleo y no aceptar lo primero que aparezca, lo que los volvería más productivos, y 4) ayudaría a reducir el decrecimiento poblacional en los países más desarrollados, porque se reduciría el costo de la vida y la población tendría mayor descendencia. Como ya estará sospechando quien lee estos argumentos, de este lado se ubica todo el abanico de reformistas, progresistas, socialdemócratas y partidos verdes. Con una mínima asignación pretenden contrarrestar todas las consecuencias sociales que provoca el capitalismo y “hacerlo más humano”. Nos quieren convencer de que no está todo perdido bajo el capitalismo y que la pobreza, la indigencia y el hambre tienen arreglo con unos pocos pesos en la mano.
Sin embargo, aquí se confunden muchas cosas que nada tienen que ver con el poder de compra de esa renta. Por empezar la idea de una “distribución de la riqueza” es completamente falsa, toda vez que buena parte de la política social se yergue sobre la base de una redistribución de plusvalía: el Estado le quita mediante impuestos a los obreros mejor pagos para entregar a los desocupados, pobres o informales. A su vez, estos argumentos en defensa de la RBU suponen una idea falsa de “libertad” para “elegir” qué alimentos consumir o en qué trabajo emplearse. Bajo el capitalismo, el obrero sólo es “libre” de ser explotado y su vida transcurre dictaminada por el reino de la necesidad. Por eso debe entrar sí o sí, es decir, forzadamente en una relación con un patrón. De lo contrario, no obtendría fuentes de ingreso y, consecuentemente, no podría comprar en el mercado lo que se necesita para poder vivir.
Por otra parte, un obrero no es ni dejaría de ser productivo por aceptar o no empleos precarios. Un obrero productivo es aquel que produce plusvalía. Y eso no depende exclusivamente del obrero, sino de la relación social entre trabajo y capital, de la composición orgánica y de las condiciones técnicas de producción de la industria. Justamente, el avance y desarrollo de esta última, que es una tendencia mundial y que opera en mayor o menos medida en todos los países por la competencia entre capitales, es la que provoca desempleo y el pasaje a ocupaciones superfluas y precarias. Para sintetizar: el hecho de que tenga dos pesos más o dos pesos menos por cobrar una RBU no modifica la condición de explotado del obrero y mucho menos la necesidad de trabajar en las condiciones que sea para poder vivir.
Entre quienes alzan sus voces contra la RBU se encuentran principalmente los liberales y conservadores, con estos argumentos: 1) al ser universal, la recibirían personas que no la necesitan, 2) muchas personas serían incentivadas a no trabajar y esto valdría el enojo de los contribuyentes que sí trabajan, 3) muchos empresarios no aumentarán salarios y/o los reducirán, sabiendo que los trabajadores cuentan con un colchón garantizado por el Estado, 4) el financiamiento sería a expensas de más impuestos, lo que atenta contra la propiedad privada y los estímulos para las inversiones.
En resumen, se oponen a cualquier intervención “ajena” al mercado porque, según sostienen, ese accionar estatal sería contraproducente a la libre demanda y oferta de empleo. Esto redundaría en la pérdida de la “cultura del trabajo”, lo que supone la creencia de una sociedad con pleno empleo inexistente hoy en día. Además, en la fantasía del mundo liberal, la entrega de un subsidio estatal al bolsillo incentivaría a empresarios a reducir salario, algo que ya se hace más allá de la asistencia social del Estado. Estos argumentos de los liberales suponen un mundo fantástico en el cual conviven individuos racionales persiguiendo su propio interés, y quienes sin interferencias tenderían a la armonía social.
Tanto reformistas como liberales y conservadores ponen en evidencia con sus argumentaciones una representación totalmente distorsionada de la realidad donde, según sus criterios, no existirían las clases sociales, ni las relaciones sociales entre ellas, ni antagonismos entre ellas, ni intereses contrapuestos. Los primeros explican que se trataría de un “problema de distribución”, mientras que los segundos aducen manipulaciones a “la naturaleza de las cosas”.
Hay que decir que en ningún país se aplicó una RBU en los términos en los que acabamos de reseñar. Los experimentos que vamos a describir a continuación se amparan filosóficamente en aquellos principios, pero terminan implementando programas de transferencia de ingresos focalizados. Y hay que decir que no podría ser de otra manera. Todos estos proyectos parten de una utopía irrealizable: corregir con una ley la naturaleza del sistema capitalista.
Podemos encontrar el antecedente más lejano en cuanto a implementación en Canadá, en 1974. No fue un plan nacional sino de alcance local, circunscrito al poblado rural de Dauphin de poco más de 10 mil habitantes. Se trataba de un experimento impulsado por el gobierno federal y el de la provincia de Manitoba, con la intención de evaluar el comportamiento laboral de los beneficiarios de un ingreso garantizado. El pago se efectivizó sin una contraprestación laboral y de manera incondicional. Luego de 4 años, las nuevas autoridades políticas lo descontinuaron sin evaluar sus resultados.
Por su parte, en 1982 el estado de Alaska (EEUU) implementó una renta permanente, incondicional e individual, que persiste hasta el día de hoy. Mediante un fondo de inversión, se distribuye el 25% de las ganancias de la actividad petrolera local. Los 700 mil alaskeños reciben todos los años un cheque que oscila los 2.000 dólares por persona, una suma insignificante en un país donde se necesitan más de 13.000 dólares al año para no ser considerado pobre. Como vemos, este programa tampoco se ajusta al tipo ideal de RBU porque constituye un reparto de una porción de los beneficios de una actividad económica, que como tal tiene oscilaciones. No garantiza un monto constante todos los años ni tampoco un salario mínimo.
Entre 2017 y 2018 se llevó a cabo una prueba piloto en Finlandia para la cual se seleccionaron de manera aleatoria a 2.000 personas desempleadas a las que se les otorgó una asignación mensual de 605 euros sin ninguna contraprestación. Este monto equivalía a la mitad del ingreso mínimo para no ser considerado oficialmente pobre. El experimento se descontinuó en 2019 y la evaluación de su impacto sigue en discusión.
También encontramos exploraciones desde el sector privado en el mismo sentido. En Kenia está en marcha desde 2016 un programa de la ONG Give Directly que asiste a 20 mil personas y tiene el objetivo de evaluar en el largo plazo los efectos de la RBU: promete durar 12 años y es financiado por donaciones de empresas y particulares. La diferencia con los anteriores es que se ajusta al presupuesto africano: sólo se asignan 22,5 dólares por mes a cada beneficiario. Un monto que equivale a menos de la mitad del umbral con el que el Banco Mundial estima la pobreza extrema en el mundo.
Por último, hay toda una serie de experiencias que se asocian a los fundamentos de la RBU, pero cuyo horizonte apunta a la compensación para garantizar un ingreso mínimo. Tales experiencias se focalizan en personas desempleadas y/o con ingresos bajos. En este sentido, en el mes de mayo de 2020 se aprobó en España una versión llamada Ingreso Mínimo Vital (IMV) que busca alcanzar a 850 mil hogares “vulnerables”. Se trata de una prestación mensual a la que pueden acceder hogares “en riesgo de pobreza extrema”, lo que aquí en Argentina conocemos como indigencia. La prestación cubre aproximadamente el 60% del monto para no ser considerado pobre: 460 euros para un adulto que vive solo y 1.000 euros para un hogar compuesto por dos adultos y dos menores. Es decir, mantiene a la población por debajo de la línea de la pobreza. Para calificar al IMV la persona interesada debe solicitarlo y pasar la prueba de patrimonio e ingresos que se compone de una fórmula que determina un umbral de “situación de vulnerabilidad económica”.
Como vemos, ya desde su soporte teórico como en su aplicación práctica en diversos países, la renta básica o subsidio dirigido a la población más vulnerable no resuelve el problema de la pobreza. Teóricamente, porque la concepción de la renta básica no encuentra las casusas de la pobreza en el propio desarrollo del capitalismo, sino en supuestos “desequilibrios” de éste, o bien, en la intervención estatal en el mercado. Prácticamente, porque lo que se ofrece con esa renta es paupérrimo. La pauperización es una consecuencia del avance del capitalismo. Su erradicación supone la construcción de otro tipo de sociedad.
El plan de las Naciones Unidas en pandemia
Según algunos funcionarios del PNUD, entre 70 y 100 millones de personas podrían caer en la miseria extrema (que ellos definen como aquellas personas que viven con menos de 1,9 dólares al día) durante esta pandemia. Se refiere concretamente a 132 países de ingresos bajos y medios donde la informalidad sería mayor al 70% y la red de asistencia estatal, muy débil. Por ello, el PNUD lanzó una propuesta a mediados de 2020 para “enfrentar” a la pobreza. La propuesta supuso una renta temporal, es decir, no sería un subsidio permanente sino tan sólo por el lapso de la pandemia o hasta que llegasen las vacunas. La propuesta del PNUD sugiere que los gobiernos de cada país complementen los ingresos de las familias para superar el umbral de la pobreza o directamente que asignen un monto fijo para ello. Si bien cada país tiene sus propias mediciones oficiales acerca de la “línea de pobreza”, los funcionarios de Naciones Unidas acuerdan que si se superan los 5,5 dólares al día sería suficiente.
A su vez, la propuesta consiste en adaptar a los umbrales de cada país el monto de la ayuda: si el umbral nacional de pobreza es de 1,9 dólares al día, se debería garantizar un ingreso de 3,2 dólares. Si el umbral es de 3,2 dólares diarios, cada persona debería obtener un mínimo de 5,5 dólares. Y allí donde la pobreza oficial supone vivir con un equivalente a 5,5 dólares o más, como la mayoría de los países de América Latina o Europa, entonces habría que garantizar un aporte de hasta 13 dólares al día. Esta medida costaría aproximadamente 200 mil millones de dólares al mes. Mientras que, la ayuda uniforme de 5,5 dólares al día para 2.780 millones de personas supondría un costo mensual de unos 465 mil millones de dólares mensuales.
Según la ONU, el financiamiento de este subsidio temporal podría proceder de tres fuentes. Una de ellas sería que los países más pobres del mundo aplacen los pagos de sus deudas externas y utilicen esa plata para subsidios. Sería una especie de moratoria o refinanciamiento que, lógicamente, no exime a los países del pago de su deuda. Otra fuente de financiamiento sería reasignar subsidios pagados a combustibles y redirigidos a las personas. Finalmente, la ONU promueve como alternativa una especie de autofinanciación de las ayudas sociales: básicamente sería el cobro y reorientación de impuestos al consumo que la propia población pobre realizaría por el subsidio cobrado.
Sin embargo, en los hechos la mayoría de los países financiaron las “ayudas sociales” en pandemia con emisión de billetes, lo que provocó un gigantesco déficit fiscal sobre todo en los países pobres en general y en América Latina en particular. Varios países, como el caso de la Argentina, fueron resolviendo ese déficit con la vieja receta burguesa: el ajuste contra la clase obrera. Por lo tanto, lo que se dio en 2020 se quitó en 2021. O bien, hubo intentos que fueron rechazados por la movilización de la clase obrera, como ocurrió en Colombia. Ahora bien, más allá de lo limitada de estas fuentes de recursos, lo cierto es que en ningún momento se propuso como alternativa un impuesto permanente a la burguesía para paliar el problema de la agudización de la pobreza en plena pandemia.
La ONU se excusa en la pandemia y reconoce la miseria en la que se sumerge buena parte de la humanidad. Sin embargo, como buena representante de la burguesía a nivel mundial, el organismo no reconoce las verdaderas causas, a saber, el capitalismo. También se desnudan las limitaciones de la asistencia propuesta: pagar lo mínimo para subsidiar la indigencia. No sea cosa que parezca un derroche. Pero el miedo no es zonzo. La burguesía apela a esta estrategia porque su preocupación principal es la rebelión mundial de la población sobrante. Por eso impulsa estos subsidios, para intentar poner un freno a mayores descontentos y estallidos sociales.
La versión argenta y peronista
A la orden del día con estas tendencias mundiales que no revierten la degradación de la vida obrera, algunos funcionarios del gobierno nacional pusieron en agenda a la RBU. Comenzó de manera recortada y temporal al estilo de la propuesta del PNUD. Fue lo que se conoció como Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), el cual se pagó nada más que 3 veces en todo el año 2020.
El ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo, es partidario de la RBU. Ya en 2018 expresaba que era algo “inevitable” en nuestra sociedad debido a las condiciones del mercado de trabajo actual y a la situación social. Su único reparo era sobre la implementación, ya que como promotor de “la cultura del trabajo” sostenía que el subsidio debía estar vinculado a una ocupación, ya que el trabajo “da identidad”. De movida entonces, quiere mandar a trabajar a los desocupados por una miseria. No está en sus preocupaciones lo limitada que son estas asignaciones para afrontar el costo de vida, sino la permanencia de una supuesta “identidad”. Pero Arroyo no es un pionero. Estas ideas se debaten por lo menos desde hace 20 años en nuestro país.
En efecto, el Frente Nacional Contra la Pobreza (FRENAPO) fue una coalición que se armó ante la debacle del gobierno de De La Rúa. Tenía en la CTA su principal núcleo militante, pero la integraban políticos y partidos del más diverso pelaje: desde Luis D’Elía (FTV), Claudio Lozano y Elisa Carrió hasta Patricio Echegaray (PC), Alfredo Bravo (PS), Graciela Ocaña y la CCC. En el 2001 inició una campaña por el “Salario Ciudadano” que consistía en tres tipos de subsidios: a) un seguro de empleo y formación para cada jefa o jefe de hogar desocupado, b) una asignación universal por cada hija o hijo de hasta 18 años y, c) una asignación para los mayores de 65 años que no perciban jubilación ni pensión. Justificados de distinta manera y atendiendo a particularidades, los tres subsidios recogían el espíritu de la RBU: garantizar un ingreso mínimo con el verso de que así se combatía la pobreza y la desigualdad.
La CTA presentó en 2002 a través de su Instituto de Estudios y Formación un documento en el que argumentaba en favor de la necesidad de garantizar un ingreso mínimo para el conjunto de los hogares, entendiendo a “ingreso mínimo” como los valores correspondientes a la canasta que define la línea de pobreza establecida por el INDEC. Esto tendría el efecto de “nivelar hacia arriba” el salario mínimo, ya que se atienden los ingresos tanto de los desocupados como de los ocupados. Otra vez, en una situación social crítica, la propuesta se limitaba a la subsistencia.
Casi 20 años después, aunque con distintas siglas y con algunas caras nuevas, el mismo programa se hizo presente. Desde el Frente Patria Grande, Unidad Popular, Barrios de Pie y la CTA-A promovieron el #SalarioUniversal en las redes sociales. Pero esta vez el eje estuvo puesto en los trabajadores informales y en la necesidad de darle continuidad a las políticas y programas sociales como el IFE. En el mismo sentido lo expresó el Papa Francisco. El argumento es “asegurar un piso de ingresos” para “hacer realidad esa consigna tan humana y tan cristiana: ‘ningún trabajador sin derechos’”’.
Durante el año pasado, Lozano y su partido reformularon su propuesta de RBU adaptándola al nuevo escenario planteado por la pandemia. Considerando insuficientes las medidas adoptadas por el gobierno propusieron, en resumen, otorgar un IFE por individuo (no por hogar) de $17.000 (el equivalente a un salario mínimo, vital y móvil del mes de marzo de 2020) para personas entre 18 y 65 años sin salario formal. Los menores de 18 estarían alcanzados por la AUH. Así una familia tipo recibiría alrededor de $42.000 mensuales. Para esa fecha, ese era el valor de la canasta de pobreza. Comparada con el monto del IFE, la propuesta de Lozano era superlativa. Sin embargo, ponderada con el costo de vida, la propuesta no supone otra cosa que la perpetuación de la miseria.
En febrero de este año, la CTA-A publicó una reformulación de Lozano: un Ingreso Básico Universal (IBU) y un Salario Social de Empleo y Formación (SSEyF). El IBU es un ingreso destinado a población entre 18 y 65 años sin ingresos formales y equivalente a una canasta de indigencia ($6.982 a noviembre 2020). Estiman que alcanzaría a 12 millones de personas. El SSEyF, en cambio, plantea la fusión de los beneficiarios de Potenciar Trabajo y Progresar (1,8 millones en total) y el pago del equivalente a un salario mínimo vital y móvil, es decir, un monto equivalente al valor de la canasta de pobreza per cápita. Todas estas propuestas, según dicen, fijaría un “umbral de dignidad para la sociedad argentina”.
Como vemos, al igual que el espíritu de la propuesta de las Naciones Unidas, el peronismo y el kirchnerismo hacen lo suyo en la concepción para implementar, quien sabe cuándo, la versión argentina: un subsidio de miseria que no reconoce los problemas reales que estructuran a la población más pauperizada.
Un gobierno impotente, una propuesta superadora
En junio del año pasado, la Universidad Católica Argentina organizó un debate por Zoom sobre la RBU. Daniel Arroyo expuso junto a varios académicos del progresismo como Agustín Salvia, Fernando Gril y Laura Pautassi. Pero, además, el debate contó con la participación estelar de Eduardo Duhalde. Todos coincidieron en la necesidad de implementar la RBU en Argentina y los efectos positivos que contraería. En esta oportunidad, el ministro deslizó que nuestro país no está lejos de tener una RBU debido a que ya existe un universo grande de beneficiarios de asistencia social, refiriéndose a los titulares de la AUH y del Potenciar Trabajo.
Pero como nos tiene acostumbrados un gobierno de improvisados, ninguna idea que se proyecte más adelante de unos pocos días puede tomársela en serio. Si a principios de agosto de 2020 el ministro de Desarrollo Social manifestaba que estaba en estudio “la reconversión del IFE y otros planes sociales” en un ingreso que equivaldría a un salario mínimo vital y móvil, luego, a fines del mismo mes, se retractaba: “la Argentina no tiene condiciones fiscales en este momento para llevar adelante un ingreso universal”. Para esa época estaba confirmado el pago del tercer IFE y primaba la incertidumbre sobre su futuro. Como anticipamos, en ese entonces se debatía sobre la posibilidad de un cuarto pago o la absorción de una porción menor de sus beneficiarios mediante planes sociales con contraprestación laboral. Por su parte, en octubre del 2020, el ministro de Trabajo, Gustavo Moroni, dejaba en claro la inviabilidad de impulsar una RBU.
De este modo, quedó en evidencia una vez más la podredumbre del Estado y la incapacidad de la clase dominante para garantizar la reproducción de la vida social y las condiciones de existencia. Mientras que el gobierno no pudo seguir financiando una versión light de una renta universal como fue el IFE, estos esquemas tampoco tienen cabida desde un punto de vista político.
Tanto económica como políticamente, la alternativa viable para los gobiernos argentinos son los programas como Potenciar Trabajo (ex Hacemos Futuro, anteriormente Argentina Trabaja) que se implementan mediante redes clientelares para crear un vínculo y contener a fracciones de la clase obrera más empobrecida. A la llegada de la segunda ola de la pandemia y durante el primer semestre de 2021, la reacción del gobierno fue otorgar “refuerzos” por única vez en forma de bonos extraordinarios a los beneficiarios de estas políticas y de la Tarjeta Alimentar.
La burguesía no puede resolver nuestros problemas ni en el corto ni en el largo plazo. Las propuestas de RBU tienen como horizonte de máxima un salario mínimo y de miseria, y en nuestro país, la mitad de ese monto. Por eso, los obreros debemos contrarrestar estas tendencias a la degradación de la vida de manera urgente y batallar por un Subsidio Único a la familia desocupada equivalente a dos canastas de pobreza (al mes de mayo de 2021 sería un monto equivalente a 129 mil pesos).
No podemos aceptar propuestas que ni siquiera garantizan la subsistencia biológica. No podemos aceptar que se diga que una familia obrera no es pobre si obtiene una renta equivalente a dos salarios mínimos que apenas se acercan a la canasta de pobreza. Mucho menos podemos aceptar programas con contraprestaciones laborales por subsidios que ni siquiera se acercan al salario mínimo. Esa es la forma que tiene el Estado de reproducir el empleo precario. Si hay contraprestación laboral que sea bajo convenio, registrado, con aportes sociales, jubilatorios y obra social, con un salario inicial por obrero equivalente a dos canastas de pobreza. Si el gobierno no puede garantizar la reproducción de nuestras vidas en condiciones humanas, entonces que se vaya.