La Argentina se debate en una sala de espera sin perspectiva cierta. El gobierno perdió en la pandemia, en la economía y en las urnas. No puede ser reelegido y no se sabe si llega a 2023. Está prácticamente acabado, pero todavía le faltan dos años. La oposición no quiere asumir antes de la explosión, porque carece de liderazgo, ni apoyar a Alberto, abandonando un enfrentamiento que le da su razón de ser. El directorio del FMI, cuya titularidad está en discusión, se debate entre ayudar a un gobierno sin poder (es decir, repetir la experiencia De la Rúa) o esperar al derrumbe y al recambio, con las consecuencias que podría acarrear para el continente la caída del país. A todo esto, se espera una pauperización muy notable, de la cual se desconoce (y discute) su dosificación y al agente que la va a seguir ejecutando y al que la deberá contener políticamente. Un estallido terminaría con esa espera, pero imprimiría a la política una dinámica caótica, por la cual se suele repartir y dar de nuevo. Ergo, estamos ante un impasse dramático (no se sabe si el recambio gubernamental será antes o después de 2023) e innecesario (porque este gobierno está terminado).
En ese escenario, no es ilógico que la burguesía esté dirimiendo su dirección política. De allí vemos a los diferentes “candidatos” a puestos que importan: ministros de Economía (Melconian, Cavallo) o presidentes del BCRA (Redrado). Allí, donde se instrumentan los programas. Un contexto, además, de apatía electoral, que produce una extremada fragmentación y alienta la formación de nuevos dirigentes.
En cualquier otra situación, ningún partido podría darse el lujo de dirimir sus diferencias abiertamente y mediante sendas movilizaciones. Pero el peronismo lo hace. No con una, sino con tres plazas: la del PJ, la de Cristina y la del FITU. Lo puede hacer porque no tiene que enfrentar ningún movimiento de clase que lo impugne políticamente. Quien se supone que debería hacerlo, un frente de organizaciones que se reclaman “socialistas” y “revolucionarias”, decidió intervenir como fracción interna del peronismo, para intentar fortalecer el ala más debilitada de la coalición, la que llevó al país al colapso y la que acaba de sufrir una paliza electoral histórica: el kirchnerismo. Una decisión que se remonta al pasaje del peronismo a la oposición, a fines de 2015.
La elección de las movilizaciones expresa un estado de situación en la que las diferencias ya no pueden dirimirse simplemente sentándose en una mesa. O, dicho de otra forma, ahora hay que tener otras cosas a la hora de sentarse. Pero, también, esas plazas muestran la ambigüedad del momento, en el que nadie toma decisiones importantes: el PJ no la echa a Cristina, ella no se va y el FITU no la elige, ni se integra formalmente al gobierno. Las tres plazas se fueron encadenando. La primera, organizada con el PJ en el que se lo unge a Alberto, quiera o no, con alguna participación de gente de Ella. Una demostración de poder de la CGT y los intendentes. La segunda, armada por La Cámpora, organizada por Cristina, en la que Él es parte (porque lo obligan, o porque es suficientemente astuto y valiente para estar ahí). La tercera, del FITU, pero con una dirección política clara (Ella) y la presencia de organizaciones peronistas, que habían ido el día anterior (Barrios de Pie). Una cadena de plazas que muestra el espectro del peronismo y una continuidad. Sin embargo, programáticamente, solo fueron dos: la del PJ, que recomienda una estrategia más “liberal” y las otras dos: la keyesiana.
La primera plaza, la más numerosa de las tres, amenazaba con dejar a Cristina fuera de juego. Ante la encrucijada del acuerdo y la posibilidad de un desbarranque en el corto plazo, la Jefa levantó la apuesta. Nada de cartas: una movilización y el llamado a un Gran Acuerdo Nacional Argentino, para poner un límite al FMI, al que por ahora solo acudió el FITU al otro día (y uno puede legítimamente sospechar que sus dirigentes ya lo sabían). Un acto donde ella obtuvo el protagonismo (habló media hora contra 15 minutos del mandatario y los fuegos artificiales se tiraron luego de su discurso) y llevó a Pepe Mujica y a Lula como aliados y testigos. Cristina está jugando a varias puntas: monitorea el acuerdo con el FMI a través de conversaciones directas con Guzmán y se muestra con Alberto por si todo sale bien, despotrica contra el fondo y prepara candidaturas para las PASO 2023, y arma una tercera plaza con el FITU por si sale muy mal y hay que romper.
Lo curioso es que para dar un discurso en contra del fondo, trajo a dos de los mejores alumnos del continente: Lula y Pepe. Lo que es un detalle, en un intento de marcarle la cancha a Alberto en la política en el MERCOSUR, también. Lo cierto es que las figuras de Lula, de Milagro Sala y de Evo (reivindicado por Alberto en la Cumbre por la Democracia, organizada por Biden) marcan la continuidad entre esa plaza y la del día siguiente. Los tres son dirigentes burgueses asesinos de obreros y corruptos (o sea, ladrones a la clase obrera). Pero los tres son reivindicados por todo el arco trotskista argentino. Hay que señalar que cuando Cristina comparó a ella y a Lula con los desaparecidos, equiparando la revolución al enriquecimiento y a la corrupción, ninguna organización de DDHH dijo absolutamente nada. Ninguna. Ni las que fueron un día, ni las que fueron el otro. Se ve que la orden es no confrontar.
En esa tercera marcha, Cristina mostró un triunfo sumamente importante para el oficialismo y para todo el régimen. En términos inmediatos, impedir que el elemento descontento más dinámico apunte directamente al gobierno en un momento de mucha fragilidad. En términos de mediano plazo: obstaculizar la formación de una nueva dirección revolucionaria, en un contexto similar al 2001. Es ella la que está conteniendo a todo ese universo.
En el contexto de un gobierno sumamente débil, dividido y sin apoyo popular, no pedir ninguna renuncia, no llamar a su expulsión equivale directamente a un apoyo. Lo dicho: ante un escenario de desbarranque económico, un ajuste que supera el de Macri y un repudio generalizado de la población, en esa marcha solo se enfrentó al FMI. Es decir, a un ente extranjero sin mayor peso político local. Un disparate que omite que durante estos dos años no hubo ningún acuerdo y, sin embargo, un ajuste bestial y una degradación de todas las condiciones sociales. Cualquier fuerza que represente los intereses obreros, ya no digamos revolucionaria, debería pedir que se vayan con o sin acuerdo. En cambio, el FITU, por mandato de Cristina, llama a soportar al gobierno y, en todo caso, a votar dentro de dos años. Y lo peor de todo: no hubo una sola idea de cómo sacar al país de su crisis histórica. Lo que se pide es que venga otro y nos salve. No hay una idea de poder porque no saben qué hacer con él.
Mientras históricamente la izquierda cantó “Fuera Menem” (durante diez años), “Fuera De la Rúa-Cavallo” y “Fuera Duhalde”, aquí fue solo “Fuera el FMI”, en consonancia con el discurso de Cristina. Incluso, cuando se tuvo que cantar un “¡Fuera!” fue por Berni, un ministro provincial. Sí, tal como se lee: ni siquiera se repudió al gobernador Axel, su responsable inmediato…
Pero hubo una defección más importante, más definitiva: la apelación al “pueblo” y la consigna de un “Frente de Defensa Nacional” (en un guiño al acuerdo de Cristina). Es decir, el FITU y sus partidos dejaron de buscar representar a la clase obrera. Ahora son la expresión del conjunto de las clases y buscan la unidad nacional. Detrás del “anticapitalismo” hay, en realidad, “antineoliberalismo”, una muestra de que la integración al peronismo no es solo en la acción política, sino también en el aspecto programático.
En esta claudicación histórica entra también la Tendencia, que no firmó el documento simplemente porque exigía que se cambiara la carátula de la CGT y la CTA de “pasivos” a “cómplices”.
Dentro del peronismo, entonces, se debaten las dos alianzas históricas de la burguesía: la liberal-desarrollista (que busca administrar el ajuste y vaciar a la oposición) y la mercado-internista (cuyo destino final es algo parecido a Venezuela). Pero hay alguien que todavía no habló, o no con propiedad y abiertamente: esa clase obrera disgustada con todos, incluso con sus propios dirigentes. Ya no es peronista. No la conmueven los retratos de Perón, ni de Evita ni de Néstor. Para nada. Mira todo el desfile con rabia y espera agazapada. No vota o vota en blanco. Se moviliza por planes, por aumentos salariales o contra los despidos mientras mastica bronca. Claro, es poco, muy poco para lo que se juega. A ellos les debemos algo más que la miseria cotidiana y la idea de que hay que elegir siempre a algún burgués. Les debemos, primero, una izquierda que se anime a enfrentar a sus explotadores. Segundo, un instrumento de debate y lucha: una asamblea nacional. Y los revolucionarios, nos debemos un congreso para discutir cómo sacar a la Argentina de su crisis, cómo es el Socialismo aquí y ahora. Dicho de otra forma: para qué vamos a tomar el poder. Si no dejamos atrás la idea de que el poder llegará del cielo en otra era y que hay que pensar en problemas concretos e inmediatos, la palabra revolucionarios nos va a quedar demasiado grande.
La convocatoria de la Plaza que hizo la izquierda fue la mayor movilización opositora a un gobierno peronista de los últimos años. La Plaza de Mayo llena en toda su extensión y la avenida de mayo con varias cuadras del Polo Obrero no se ve hace mucho cuando se habla de gobiernos peronistas. Este dato histórico es el más importante de todo el análisis.
El nivel del delirio es inversamente proporcional a su impotencia e inutilidad histórica: si ustedes convocan a marchar, no llenan ni el sector de toboganes para niñes de la plazoleta más chica de la ciudad.