Juan Flores sobre el Bicentenario de la Independencia Argentina. En Revista Histórica Huellas de la Historia, Julio 2016, ISSN: 2524-9959

en Prensa-escrita

Huellas de la historiaDos siglos de hegemonía burguesa

Juan Flores

Razón y Revolución

El Bicentenario de la Independencia marcará por estos días una agenda de intenso debate histórico y político. Es un momento adecuado para formular un balance sobre los 200 años de la hegemonía de la burguesía nacional, una clase que por aquellos años batallaba por construir su propio espacio de acumulación. En el presente artículo intentaremos vislumbrar en qué consistió la Declaración de la Independencia, así como procuraremos comprender su contexto histórico y los intereses de clase ocultos tras el Congreso.

 

El Congreso según los historiadores

 

En primer lugar, ¿qué fue el Congreso y qué importancia tuvo? Esta pregunta que parece tan simple, en realidad es motivo de fuertes discusiones. El sentido común dirá que la función del Congreso fue declarar la Independencia de la Argentina, suponiendo la existencia de un mapa similar al del siglo XX y de un Estado nacional más o menos consolidado. Sin embargo, hace ya unos años, como resultado de una reacción en el plano historiográfico, la autodenominada “renovación historiográfica” comenzó a colocar en el centro de la escena el problema de las “identidades” y los “discursos” en la década revolucionaria. ¿Qué se concluyó? La ausencia de una nacionalidad argentina preexistente al derrumbe de la monarquía, y por lo tanto, de una comunidad nacional que constituyera la base de un nuevo Estado:

 

“Lo que traducen estos textos es la decisión de constituir la nueva Nación, sin invocar ninguna Nación o nacionalidad preexistente. Lo preexistente son esas provincias, a veces denominados “Pueblos”, que conocían sí, otro tipo de antecedente nacional, el de la nación española. Estamos, entonces, ante un uso del vocablo nación como “sujeto de imputación de la soberanía”, pero no como denotando la existencia previa de una nacionalidad, de una Nación como entidad histórico-cultural.” (Chiaramonte, 1989: 83).

 

Detrás de esta idea se esconden dos problemas: en primer lugar, la validez implícita del supuesto culturalista en el que una nación surge a partir de la voluntad de un grupo con rasgos culturales comunes. En segundo lugar, la caracterización negativa del proceso revolucionario. En efecto, para estos historiadores, la Revolución no fue un proceso de transformaciones guiado por intereses de clase concretos. En su lugar, diversos grupos facciosos –es decir, grupos sin diferencias programáticas sustanciales- se amoldaban ante un “vacío de poder”, adaptándose a las nuevas oportunidades, y amparándose en una serie de cambios de la “legitimidad” discursiva del poder político (Halperin Donghi, 1972; Chiaramonte, 1989; Goldman; 2005). Por otra parte, la guerra independentista era un acto irracional: como señala Halperin Donghi, se había vuelto una “lucha por la supervivencia” en un contexto de barbarización (Halperin Donghi, 1972: 239). Entendido de este modo, el Congreso parece ser un espacio especialmente destinado a discutir sobre las “bases legítimas” de un poder político. Ello equivale a sobreestimar discusiones abstractas, fuera de los verdaderos problemas.

En otra vereda, gran parte del revisionismo y la izquierda argentina consideran que las políticas del Congreso fueron profundamente antinacionales. Un claro ejemplo fue Rodolfo Puigróss:

 

“Por más que el acta de Independencia firmada en Tucumán el 9 de julio de 1816 y la fórmula del juramento de la misma se refirieran a las Provincias Unidas en Sudamérica, es evidente que ese momento histórico marca el abandono por el gobierno de Buenos Aires del proyecto de unir a todo el continente o, por lo menos, a las partes del que fuera el Virreinato del Río de la Plata. Desde entonces, en adelante, se invirtió el proceso iniciado por la Revolución de Mayo. A través de la Junta Grande, de los Triunviratos y del Directorio, la política de expansión revolucionaria de la Primera Junta se había ido diluyendo hasta desembocar en su contraria” (Puiggrós, 1972: 353)

 

Así, mientras los congresales declaraban la independencia, la diplomacia ofrecía el trono al mejor postor europeo y entregaba la Banda Oriental a Portugal. Difícilmente pudieran entonces explicar el esfuerzo financiero puesto en los ejércitos “libertadores”, ni las tácticas diplomáticas exhibidas. Por último, suponían mayores potencialidades para la nación en términos territoriales, más allá de las condiciones materiales que impedían una unidad como la pretendida. Es decir, si la burguesía lo hubiera querido, el capitalismo argentino tendría una magnitud símil a su par norteamericano. Su falta de voluntad, en cambio, la habría condenado a la dominación extranjera.

 

Una explicación de clase

 

Para medir correctamente la importancia del Congreso de Tucumán y la Declaración de Independencia es preciso partir de una caracterización de clase del proceso. En efecto, el Congreso no acabó con ninguna Revolución ni fue un espacio para discutir nociones abstractas. Muy por el contrario, el problema básico fue la reorganización de las tareas revolucionarias en una coyuntura apremiante. Ahora bien, ¿qué tipo de Revolución había que rescatar? Una revolución burguesa, es decir, una revolución llevada adelante por una burguesía organizada con intereses últimos de crear una nación capitalista. En efecto, la nación es una construcción burguesa, diseñada a su medida y para sus intereses: es un proceso largo de delimitación de un espacio donde una burguesía hegemoniza un conjunto de relaciones sociales. La magnitud de dicho espacio no depende meramente de la “voluntad” sino de una compleja articulación entre posibilidades materiales, guerra y política. El análisis de los hechos que nos atañen nos permitirá ver que, lejos de una postura derrotista y “entreguista”, la burguesía nacional hizo todo lo que estuvo al alcance de su mano para comenzar a crear un espacio propio.

¿Cuál era el contexto del llamado al Congreso? El retorno de Fernando VII al poder de España (mayo de 1814), la derrota napoleónica (julio de 1815) y la configuración de la Santa Alianza (septiembre de 1815) supuso un grave peligro para la Revolución en el Río de la Plata. A fines de 1814, una expedición partía a cargo de Pablo Morillo con destino de la plaza de Montevideo. La transitoria recuperación de la Banda Oriental, sin embargo, desvió a Morillo hacia Cartagena. En noviembre de 1815, el Ejército del Norte era derrotado en Sipe-Sipe. Buenos Aires resistía tambaleante. Hasta el Pronunciamiento de Riego de enero de 1820, la posibilidad de una expedición realista en el Río de la Plata continuaba vigente.

Por el flanco oriental, el artiguismo representaba un rival fuerte por la dirección regional de la revolución. En efecto, la burguesía porteña y la burguesía oriental competían por la hegemonía del proceso. Ambas tenían algo en común: su carácter burgués. Sin embargo, para 1816, Artigas dirigía el Sistema de Los Pueblos Libres. En abril provocó el derrumbe del Directorio de Álvarez Thomas. Asimismo, la presencia portuguesa al otro lado de la Banda Oriental constituía una variable sumamente compleja. Siempre en un juego de tensión y posible invasión de los ejércitos lusitanos, quien moviera sus piezas con mayor habilidad neutralizaría de modo más efectivo al rival. El propio Artigas iniciaría gestiones el 4 de noviembre de 1814 con Souza, pidiendo auxilio para combatir a los porteños, dato usualmente olvidado por sus defensores (Archivo Artigas, XVIII: 64-73). También lo haría Buenos Aires, por supuesto. En definitiva, la resolución de esta competencia suponía más guerra y diplomacia.

La Declaración de Independencia del 9 de julio de 1816 y la sanción de una Constitución en 1819 –finalmente rechazada-, fueron entonces parte de las tareas que la burguesía rioplatense –en alianza con los gobiernos del Interior- debió llevar a cabo si tenía intención de continuar con sus pretensiones revolucionarias. En efecto, el Congreso debía desenmascarar su táctica ante el mundo: la Revolución ya no podía proclamarse fiel a Fernando, sino constitutiva de una nueva entidad política. De este modo, la Declaración de Independencia tuvo la virtud de haber proclamado ante el mundo la intención de delimitar un espacio nacional por parte de la burguesía rioplatense. A través de ella, la burguesía manifestaba su pretensión de explotar a sus peones y esclavos, de la forma más autónoma posible y sin intervención de burguesías extranjeras.

Por otra parte el carácter de clase del Congreso quedaba evidenciado incluso por su composición social.  ¿Quiénes votaban allí? Hacendados, comerciantes y religiosos –estos dos últimos, asociados a los primeros-. Es decir, todos sujetos que disponían de la propiedad de los medios de producción: estancias y ganado. Es más, según el Estatuto Provisional sancionado por la Junta de Observación en 1815, la ciudadanía misma era una condición que se suspendía “por ser doméstico asalariado; por no tener propiedad u oficio lucrativo y útil al país” (Estatuto Provisional; Sección Primera, Cap. V, art. 2º). Es decir, ser propietario era una condición ineludible. El Congreso, y luego el Directorio, revalidarían este condicionante en el Reglamento Provisorio para la Dirección y Administración del Estado de 1817.

Ahora bien, la Declaración de Independencia adoleció de ciertas limitaciones. Aunque procuró abarcar a todo el territorio, el Congreso no integró a todo lo que hoy es Argentina. No concurrieron diputados del Litoral (Entre Ríos, Santa Fe, Corrientes), que adherían al artiguismo. El actual sur, La Pampa, Formosa y el Chaco no estaban controlados por los criollos. A eso debemos agregar que concurrieron diputados de Charcas (hoy Sucre), Cochabamba y Mizque. Tampoco supuso una nación reconocida formalmente en un esquema de relaciones internacionales de Estados. De hecho, ninguna potencia reconoció la Independencia en lo inmediato, para lo cual las Provincias debieron esperar algunos años. Tampoco fue reconocida en el acto por el Litoral. Incluso muchos diputados –tal es el caso de Pueyrredón, diputado por San Luis- eran en realidad partidarios porteños, lo cual expresaba la debilidad del vínculo que Buenos Aires trazaba con las provincias.

El principal problema de la Independencia de las Provincias Unidas era que se hallaba supeditada al orden posterior de los hechos. El curso mismo de la Revolución debía refrendar de facto, lo que se firmaba en el papel. Y así lo terminó haciendo, aunque por etapas. En efecto, en lo inmediato, la Independencia y la discusión congresal permitieron continuar con la eliminación del enemigo realista en un vasto espacio, a partir de nuevas tácticas militares. Es decir, permitió delimitar ese espacio contra su antiguo dueño. Para eso debió reorganizar el aparato financiero de la revolución y hacer la mayor cantidad de esfuerzos posibles. Ello explica que la mayoría de las discusiones se resumieron en cómo obtener fondos y apoyos para continuar la guerra. La Revolución dependía de ello.

 

La diplomacia revolucionaria

 

Un soporte fundamental de esta iniciativa de delimitar un espacio nacional fue la política diplomática de los revolucionarios en Europa. Una lectura común –aquella del revisionismo- sugiere que estas negociaciones fueron profundamente inconsecuentes y particularmente concesivas con Gran Bretaña y España (Puiggrós, 1972: 217). Sin embargo, esta explicación adolece de dos problemas. En primer lugar, minimiza las situaciones apremiantes que envolvían a la Revolución. Segundo, desconoce la naturaleza de las tácticas diplomáticas. En efecto, la diplomacia constituye un juego de intrigas y mentiras, donde aquello que se omite posee tanta o más importancia que aquello que se dice. Veamos de cerca.

En enero de 1815, el Director Supremo Posadas enviaría una terna diplomática compuesta por Belgrano y Rivadavia a todas las Cortes posibles, previo paso por Río de Janeiro a negociar con Lord Strangford. ¿El objetivo? Encontrar protección, ya sea con mediaciones o envío de armas, en particular de Inglaterra. En efecto, Buenos Aires debía asegurarse el favor inglés. Motivos para temer lo contrario no le faltaban: en julio de 1814, Gran Bretaña y España habían firmado un Tratado de Amistad y Alianza, del que Fernando VII esperaba apoyo militar efectivo.

En efecto, la alianza anglohispana implicaba un complejo problema: Gran Bretaña oscilaba entre respetarla (era un pilar de su hegemonía en Europa sobre Francia) y mantener la neutralidad, intrigando a favor de la Revolución de forma solapada (para cosechar los frutos comerciales de un eventual triunfo revolucionario). El resultado: numerosos comerciantes ingleses que reclamaban desechar la alianza con España, compraban materiales de guerra y los reenviaban a Buenos Aires, mientras Reino Unido mantenía su neutralidad e instaba a las otras monarquías a que tomen la misma posición  (Gallo 1994: 176; Ferns, 1979). Asimismo, muchos militares resolvieron incorporarse a los ejércitos sudamericanos. Otros armaron corsarios y despacharon armas, municiones y uniformes para la guerra en el Caribe (Muiño, 2011: 269-270).

¿Cómo se podía negociar para salvar la Revolución? Manifestando buenas intenciones y ofreciendo una Corona a todo el mundo, respetando una carta constitucional autónoma. Es decir, proponer a las Cortes la instalación de una monarquía constitucional, considerando el escenario de Restauración europeo. Sin embargo, ello no implicaba retroceder con la Revolución ni la Independencia. Por el contrario, una constitución propia significaba un fuerte condicionante para cualquiera de estas naciones. Por otro lado, las gestiones de Rivadavia iban más allá de las negociaciones con el gobierno inglés. También podía acudir a Rusia, Alemania o Francia, incluso Estados Unidos. Es decir, era común apelar a otras variables, y en muchos casos, presumir de ellas como instrumento de presión.

Sin embargo, había un problema más para resolver. Como marcan las instrucciones del 16 febrero de 1816, Rivadavia debía neutralizar todo proyecto de invasión. De este modo, Rivadavia embarcó primero a Carlos IV en las negociaciones -como lo había hecho anteriormente Sarratea- y luego al propio Fernando VII. Sus primeras instrucciones lo facultaban para ofrecer como última opción “dependencia de ellas [las Provincias] de la Corona de España, quedando la administración de todos sus ramos en manos de los Americanos”. Sin embargo, las aclaraciones previas señalaban claramente: “Buenos Aires sólo tiene por objeto la Independencia política de este continente (…) Como debe ser obra del tiempo y de la política, el diputado tratará de entretener la conclusión de este negocio todo lo que pueda” (Belgrano, Mario: 418-420). Es decir, la idea sería dilatar las negociaciones apelando a la necesidad de una “consulta con los Pueblos”. Así, se reunió con Pedro de Cevallos en mayo de 1816.

Quienes consideran esta táctica un “acto de entrega” debería preguntarse por qué no fue aceptada por Fernando VII. Precisamente, por aquello que claramente marcaban las Instrucciones reservadas: se trataba de un subterfugio, una maniobra distractiva que obviamente Fernando a la larga iba a rechazar. Incluso por ello Rivadavia fue presionado a abandonar la Corte el 15 de julio. Si bien Rivadavia no consiguió los aliados internacionales ni el apoyo efectivo inglés, logró ganar tiempo para distraer la expedición.

Para octubre de 1816, el Directorio temía una coalición europea contra la Revolución. Las Instrucciones emitidas el día 27 señalaban a Miguel de Irigoyen que debía “indagar con toda cautela si hay algunos tratados y convenciones entre los gabinetes de Brasil, España e Inglaterra para la subyugación de las Américas o de este territorio” (Ibarguren, 1961). Paralelamente, San Martín gestionaba con Robert Staples –representante de las casas comerciales británicas- un apoyo militar efectivo, amenazando con apelar a otras alianzas (Rusia o Estados Unidos, el principal apuntado por Gran Bretaña). Rivadavia al mismo tiempo realizaba sus gestiones en París, para contrabalancear la influencia británica. Incluso llegó a armar gestiones con el zar ruso para neutralizar cualquier apoyo a España.

Parte de este complejo juego diplomático fue la discusión del proyecto monárquico propuesto por Belgrano –finalmente desestimado- de coronar un “monarca inca” enlazado con la Casa de Braganza (Portugal). No se trataba de un guiño “indigenista”, sino una forma de trazar alianzas en territorio altoperuano, donde el problema indígena era una variable de apoyo para continuar la guerra. Del mismo modo, Buenos Aires se aseguraba la acción de Portugal contra el artiguismo, en la medida que aquel no invadiera Entre Ríos. Esto fue reforzado con otros enviados diplomáticos del Congreso a Río en septiembre de 1816.

Nuevamente, ¿ello implica un retroceso y una entrega de territorio como afirma el nacionalismo? Tampoco. En el marco de toda cuestión nacional abierta, este tipo de alianzas son consideradas, según las circunstancias y la posibilidad de ejercer hegemonía sobre un territorio y su población. En efecto, la burguesía porteña desestima transitoriamente la Banda Oriental no por “inconsecuente”, sino por la inviabilidad de declarar tres guerras al mismo tiempo (al Rey, Artigas y Portugal).

 

Conclusión

 

Contra lo que señalan sus detractores, existía en el Congreso una clara voluntad nacional. Contra lo que señala la academia, esa voluntad era burguesa. En efecto, la burguesía rioplatense libró una dura batalla para instaurar las relaciones capitalistas, que representaron un gran progreso, pero que hoy sufrimos. La nación argentina fue obra de nuestra burguesía nacional, pensada por y para ella. En un contexto como este, no hay ninguna “independencia” que reeditar.  Esa tarea ya fue hecha. Lo que queda pendiente es reemplazar la dirección de la sociedad y las relaciones que nos llevan a la miseria y a la descomposición. Es hora entonces, de que abolir la nación como experiencia burguesa y, lejos de la autonomía, buscar una base mucho más amplia para el despegue económico. Tarea que solo puede hacer el proletariado latinoamericano y que sólo se llevará a cabo bajo el Socialismo.

 

Juan Gabriel Flores

Juan.g.flores2014@gmail.com

 

Bibliografía

 

Belgrano, M. (1947). «La política externa con los Estados de Europa (1813-1816)», En: Academia Nacional de la Historia, Ricardo Levene (comp.), Historia de la Nación Argentina (desde los orígenes hasta la organización definitiva en 1862), vol. VI, 1ª secc.. Buenos Aires: El Ateneo

Chiaramonte, J. C. (1989). “Formas  de Identidad en el Río de la Plata luego de 1810”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. E. Ravignani”, Tercera Serie, núm. 1

Ferns, H.S. (1966). Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX. Buenos Aires: Solar Hachette

Gallo, K. (1994). De la invasión al reconocimiento. Gran Bretaña y el Río de la Plata (1806-1826). Buenos Aires: AZ Editora

Goldman, N. (comp.) (2005). Nueva Historia Argentina: Revolución, República y Confederación. Buenos Aires: Editorial Sudamericana

Halperin Donghi, T. (1972). Revolución y guerra. Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla. Buenos Aires: Siglo XXI

Ibarguren, F. (1961), Mayo en Ascuas desde 1814, Documentos.  Buenos Aires: Ediciones Teoría

Muiño, O. (2011), Buenos Aires, la colonia de nadie. Buenos Aires: Eudeba-Universidad de Buenos Aires

Puiggrós, R.(1972) [1942], Los caudillos de la Revolución de Mayo, Buenos Aires: Editorial Contrapunto

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