El «vamos viendo» como política de Estado

en Novedades/Prensa-escrita

Por Eduardo Sartelli

Por enésima vez, la Argentina ha recurrido al FMI. La casa se incendia y se requiere la ayuda de un salvador incómodo, cuya propuesta salvífica es un nuevo plan de ajuste de la economía. Habría que recordar, entonces, cuatro conceptos: “enésimo”, “incendio”, “incomodidad”, “ajuste”.

Enésimo: cuando usted recurre a un prestamista en forma recurrente, sistemática y a lo largo de décadas y décadas, la conclusión es sencilla: su problema no es un simple estrangulamiento momentáneo que se resuelve con un auxilio financiero; su problema está en el corazón de su negocio.

Incendio: cuando, en forma recurrente, sistemática y a largo plazo, su economía estalla cada siete o diez años (1975-1982-1989-2001-2008-2018, solo por ver los últimos cincuenta años), la conclusión es sencilla: el país está fundido irremisiblemente.

Incomodidad: cuando cada vez que recae en una situación de ese tipo, a usted le resulta francamente molesto apelar al prestamista de siempre, la conclusión es sencilla: usted no puede resolver el problema, pero tampoco aceptar la solución, es decir, que tiene que tomar decisiones que la mayoría no va a aceptar y que, en última instancia, resultan inaplicables.

Ajuste: cuando en forma repetitiva usted toma las mismas medidas, que consisten básicamente en salir del paso, y la solución resulta peor que la enfermedad, la conclusión es sencilla: la receta no sirve.

No hace falta mucho para darse cuenta de que este breve resumen sintetiza la historia argentina del último medio siglo y ayuda a sacar más conclusiones: a lo largo de estas cinco décadas, ya gobernaron todos (liberales, keynesianos, desarrollistas, peronistas, radicales, kirchneristas, macristas, civiles, militares) y aplicaron todo lo esperable a este arco político: tipo de cambio alto, tipo de cambio bajo, flotación libre, flotación sucia, paridad fija, tablita, regulación de la economía, desregulación de la economía, alineamiento con EE.UU., enfrentamiento con EE.UU., Estado interventor, Estado ausente, belicosidad con los vecinos, Mercosur, ALBA, endeudamiento, “vivir con lo nuestro”, sustitución de importaciones, fomento a la exportación, disminución de retenciones, elevación de retenciones, etc., etc. Ya se hizo todo lo que este arco puede ofrecer y fracasó. Algunos tuvieron más suerte (“viento de cola”) o menos (“deterioro de los términos de intercambio”), pero todos terminaron en un estallido o se lo dejaron de regalo al siguiente.

Se podría decir que el mal radica en la falta de continuidad de estas políticas, que el problema es esta pendularidad eterna. Pero eso es faltar a la verdad: el pasaje de una a otra simplemente es una obligación de la realidad, no se produce por un capricho del gobierno que sigue, sino por imposición de los hechos, porque no hay otro remedio. La prueba está en que este tipo de movimientos se produce incluso dentro del mismo equipo gobernante, desde el primero de todos, el que separa el primer y segundo gobierno de Perón (1945-52/1952-55), hasta el actual.

Habría que preguntarse, entonces, qué es lo permanente detrás de este caos. Y la respuesta es sencilla: devaluación, endeudamiento, inflación. Que es la forma que asume la única solución a mano: el empobrecimiento generalizado de las masas, para abaratar por la vía de la miseria, los costos internos y compensar así la brecha creciente entre la productividad local y la que impera en el mercado mundial.

La siguiente pregunta es qué impide una solución distinta. La respuesta es sencilla: el sujeto que tiene que implementarla, la burguesía argentina (incluyendo aquí al capital extranjero que opera en el país) no encuentra rentable otra cosa, porque el problema es ella misma. En la Argentina, los que sobran no son los “planeros”, lo que sobra son capitales inútiles, rubro en el que caben casi todas las empresas que operan en el país, otra vez, incluyendo a las extranjeras. Se dirá que los “libertarios” no estarían en desacuerdo con esta perspectiva, en tanto pretenderían atacar al “club de la obra pública” y otras versiones similares de burgueses “choriplaneros”. Pero esa solución es inviable. No solo porque esa burguesía va a resistir, sino porque los costos sociales de esa estrategia no pueden ser resueltos en un plazo razonable y a un precio aceptable por el mercado. Luego, solo es viable Pinochet o Videla mediante. Y como muestra la experiencia de Chile y Argentina, el simple hecho de destruir capital inviable no construye una sociedad mejor, ni económica ni socialmente, incluso aunque esa estrategia se prolongue durante décadas.

En un mundo de capitales gigantescos, la única forma de alcanzar la productividad mundial es con una concentración industrial inédita. Pero esto no basta. Es necesario que esa concentración sea selectiva, a unas pocas ramas, cuyo núcleo lo ocupen las más elevadas en términos tecnológicos, que son las que pagan mejores salarios. Esta solución implica una planificación muy extendida y muy dinámica. Luego, un centro planificador. Para que esa planificación sea factible, ese centro debe tener una participación relevante en la propiedad de las empresas. O lo que es lo mismo, un Estado productor. El país requiere pasar de un Estado subsidiador de una burguesía “choriplanera” cuya función consiste en rescatar permanentemente de la quiebra a empresas inviables, a un Estado productor cuya tarea consista en concentrar la economía, seleccionar las mejores ramas, invertir a gran escala y apuntar a la productividad mundial con una política centrada en la exportación. Es una versión radicalizada de una estrategia probada por las economías más pobres del mundo, que se transformaron en las más productivas del mundo: Japón, Corea del Sur, China.

Implica transformaciones sociales sustantivas. Y eso es lo que este acuerdo con el FMI no hace. Se diga lo que se diga, solo con lo poco que se conoce y con lo que se sabe que vendrá en marzo, el Gobierno acaba de destruir su propio “milagro”: la recuperación ficticia a fuerza de emisión del mercado interno paralizado por la pandemia. Reducir la brecha cambiaria, congelar jubilaciones y salarios en un contexto de alta inflación, elevar tarifas, son todas medidas que van en el mismo sentido de siempre: reducir los ingresos de la mayoría de la población. Como siempre, van a dar el mismo resultado.  

*Publicado en Perfil, 12/02/22

1 Comentario

  1. «En un mundo de capitales gigantescos, la única forma de alcanzar la productividad mundial es con una concentración industrial inédita. Pero esto no basta. Es necesario que esa concentración sea selectiva, a unas pocas ramas, cuyo núcleo lo ocupen las más elevadas en términos tecnológicos, que son las que pagan mejores salarios. Esta solución implica una planificación muy extendida y muy dinámica. Luego, un centro planificador. Para que esa planificación sea factible, ese centro debe tener una participación relevante en la propiedad de las empresas. O lo que es lo mismo, un Estado productor. El país requiere pasar de un Estado subsidiador de una burguesía “choriplanera” cuya función consiste en rescatar permanentemente de la quiebra a empresas inviables, a un Estado productor cuya tarea consista en concentrar la economía, seleccionar las mejores ramas, invertir a gran escala y apuntar a la productividad mundial con una política centrada en la exportación. Es una versión radicalizada de una estrategia probada por las economías más pobres del mundo, que se transformaron en las más productivas del mundo: Japón, Corea del Sur, China.»

    Se cruzó una barrera de la que no se puede volver. Este párrafo rompe con la tradición socialista-comunista construida desde 1848. La Liga Comunista, la 1era Internacional, la 2da Internacional, la 3ra y la 4ta, todas ellas suponían como premisa dada (ni sujeta a discusión) el hecho de la vinculación internacional de las luchas de la clase obrera. Esta visión de «integrar la nación al mercado mundial mediante un Estado productor y productivo» es calcada a la Friedrich List de los 1840s, precisamente contra la cual nació Marx en los 1840s, después el marxismo de Plekhanov en los 1880s. Lo de Sartelli no es muy distinto de lo que proponía Zavaleta Mercado cuando había hecho ya la transición desde el populismo al PC boliviano (1970s). Todo esto demuestra que «la teoría es implacable» (como dijo en 1978-9 el mismo Adolfo Gilly): la adopción de la teoría stalinista de «socialismo en un solo país» en 2016-2017 por Sartelli (vía el poco riguroso y superficial Deutscher), fue la adopción del reformismo, el abandono de toda teoría revolucionaria. Esto fue reconocido por Trotsky y toda la Oposición de Izquierda desde 1928: que la esencia de la teoría stalinista era la reedición del antiguo reformismo bajo nuevos ropajes. Y esto debiera saberlo muy bien Sartelli, quien en 1993 citaba a Boglich (el cual sustancia la misma tesis, y sin necesidad de citar a Trotsky).

    Para explicar por qué el nuevo reformismo sartelliano no es reformismo obrero, sino reformismo burgués (clásico desarrollismo), hay que tener en cuenta que no existen organizaciones obreras de masas, que el reformismo obrero no existe ya. Éste nació solo como transición desde el campo socialista obrero al campo burgués demócrata que hacían dirigentes de partidos obreros de masas (y se quedó en esa etapa de transición por la fuerza del marxismo, el clasismo, la misma existencia de la organizaciones obreras de masas, después por la vigencia de la revolución de octubre aún en su etapa «degenerada», etc).

    Sartelli se ha olvidado a sí mismo, RyR está muy lejos de los tiempos en que Kornbhlitt criticaba al «socialismo liberal» en los 1990s o al guevarismo del PTS en los 2000s. Claro que esta degeneración no es exclusiva de RyR, sino que expresa una degeneración profunda, irreversible y sin retorno, de toda la izquierda argentina que en su momento reivindicó el clasismo. De ahí que tenga mucha validez el principio de Goethe recogido por Plekhanov en los 1880s y después por Trotsky hacia el final de su vida y que el trotskysmo (incluido el argentino) puso como bandera:

    “El hombre que en tiempos inciertos tiene el espíritu incierto, mutiplica el mal y lo agrava cada vez más. Pero aquel que mantiene firmemente una idea, hace un mundo nuevo” (Goethe).

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