Los números que arroja el continente son escalofriantes: 400.000. Son los muertos por COVID en América Latina. Con este horizonte, ningún cierre y una vacunación irregular, no están tan lejos de la verdad quienes hablan de esta pandemia como una “guerra”. No lo es todavía en sentido estricto, claro está, pero se le parece. “Masacre” o “crimen social” serían los términos más adecuados. Este último, porque no se busca deliberadamente matar en un enfrentamiento, sino que es la consecuencia de la búsqueda de ganancias. El primero, porque, en última instancia, la burguesía ya es muy consciente que está matando. Entonces, no es una “guerra” en un sentido teórico, pero sí en un sentido más general, porque esta crisis enfrenta a las clases sociales con la vida de por medio. La vida en un sentido literal y la vida en un sentido económico: la pandemia aceleró un ajuste brutal en las condiciones de la clase obrera: desempleo, reducciones de salarios, mayor precarización y caída de la actividad económica en general. Hasta ahora, unos (la burguesía) mataban y otros (la clase obrera) se dejaban matar. Las cuarentenas y la grave situación permitieron “congelar” las consecuencias, pero fue la propia burguesía que los “descongeló”, liberando todo. Así como aceleró la matanza, abrió las condiciones para la respuesta. Eso es lo que estamos viendo en Colombia: la primera respuesta obrera a la crisis y a la ofensiva burguesa vía pandemia. Como primera respuesta, tiene sus ventajas y sus límites. Toma desprevenido a su enemigo, lo obliga a retroceder y se erige en ejemplo para sus vecinos, pero también carece de perspectiva política y debe cargar con aliados muy incómodos (toda la burguesía pequeña) y esas ideas posmodernas, tan ajenas a sus intereses (indigenismo, populismo, política de género, etc.).
Si había algún lugar donde la burguesía sentía segura su dominación era en Chile y en Colombia. Si había algún ejemplo de capitalismo latinoamericano “que funciona”, de institucionalidad respetada y ausencia de protestas sociales era, precisamente, allí. Dos países “modelos” para cualquier burguesía. Pero, también, dos perfectos pretextos del progresismo y el reformismo de lo que se conoce como “izquierda” (el trotskismo), para apoyar burgueses de todo tipo (Lula, Evo, etc.) en virtud del combate contra “el fascismo”, en un continente dividido entre la “derecha” y las fuerzas “progresistas”.
Eso se cayó, en ambos lugares. En Chile, como sabemos, la intervención de la clase obrera provocó una crisis que obliga a una reformulación de la dominación política. En Colombia, asistimos a una rebelión generalizada que apela a métodos obreros de forma más distinguida: nueve días de una huelga general con piquetes en las rutas más importantes. De cualquier manera, ahora se han caído los dioses de unos y otros. Y, con eso, las excusas para apoyar a Lula, Evo, etc. Eso traerá una crisis en el campo populista-trotskista.
¿Por qué estalla Colombia?
En cuatro años, Colombia recorrió rápidamente el camino de Brasil y el que está recorriendo la Argentina. Primero, el agotamiento del ciclo de las commodities, que el país cafetero sufrió casi más que nadie: a la caída de los precios del petróleo y el retroceso en el mercado cafetero, hay que agregar la quiebra de Venezuela, que le compraba los productos agrarios y manufacturados que el país no podía vender al mercado mundial (con sobreprecios). Es decir, Chávez y Uribe pactaban una estafa a los trabajadores venezolanos en nombre de la unidad bolivariana. A todo esto, se suma la crisis norteamericana y la política de Trump de poca preocupación por la política exterior.
La idea de que Colombia ha sido “neoliberal” es un mito muy difícil de sustentar por los datos. El Partido Conservador fue quien dotó a Colombia de instituciones económicas estatales y, durante los ’90, durante dominio del Partido Liberal, bajo la presidencia de César Gaviria, aumentaron los impuestos al consumo y a las grandes fortunas, las protecciones arancelarias e incrementó el gasto público. De hecho, frente a la pandemia, el “neoliberal” Duque gastó el 5,7% del PBI en ayudas sociales frente al “progresista” Alberto, que gastó el 3,9% (muy lejos del “ultraliberal” Brasil, con el 8,8%). En un país históricamente sin déficits, este llegó al 7,8% del PBI. Lo cierto es que la crisis no se explica por las políticas “liberales”, ni por la pandemia. En 2019, el déficit fiscal alcanzaba el 4% del PBI. En 2020, frente a una caída mundial del 5%, Colombia cayó el 6,8%, con una deuda que, ya este año, representa el 64,8% de su PBI. Este año, la caída es ya del 4,6%. La desocupación llegó al 17% y se comenzó a vivir un fenómeno inflacionario y de devaluación de la moneda. A eso se agregan 76.000 muertos por COVID. Mientras en enero, tenía 90,1 muertos cada 100.000 habitantes (debajo de Argentina y Chile), las aperturas llevaron al país a una tasa de 153,11 (por encima de ambos). En este panorama, el gobierno decide realizar un ataque en toda la regla: una serie de reformas económicas de ajuste severo.
En paralelo a la crisis económica, se desarrolla una crisis política que sale a la superficie nada menos que por los casos de Odebrecht, que habría robado al Estado 50 millones de dólares, solo entre 2009 y 2017. Ante la indignación general y las protestas, en 2018, el gobierno junto con la Alianza Verde (oposición), lanzan una consulta popular sobre los delitos de este tipo. El resultado es un repudio generalizado a ambos partidos con una asistencia del 33% del padrón electoral, con lo que ninguna de las 10 cláusulas propuestas fue aprobada.
Poco después, en enero de 2019, diversas organizaciones de DDHH, estudiantiles, docentes y de jubilados llaman a una “Marcha de las linternas” para exigir la salida del Fiscal General de la Nación, Néstor Humberto Gutiérrez, que fue grabado en sus conversaciones con, justamente, Odebrecht. No hace falta decir que el trotskismo, que se solidarizó con todos los corruptos en el continente, hubiera repudiado la manifestación, como un golpe de la “derecha”.
El 5 de noviembre, la población sale a la calle en repudio de dos masacres en zonas rurales con un saldo de 55 muertos. El 21, se inicia el proceso cuya continuidad fue congelada por la pandemia: la huelga general o “Paro Nacional” convocada por las centrales obreras, sindicatos docentes y federaciones estudiantiles, que duró intermitentemente, hasta febrero de 2020. Allí se empieza a formar el Comité Nacional por el Paro, que hoy dirige las acciones, con las tres centrales sindicales, los sindicatos docentes de todos los niveles, las federaciones estudiantiles, las organizaciones de jubilados y pensionados y el órgano que nuclea a las diversas agrupaciones que se dedican al trabajo territorial (COS, Coordinadora de Organizaciones Sociales). A eso se suman organizaciones “indígenas” (una mezcla de pequeños propietarios y clase obrera rural), la pequeño burguesía liberal (Plataforma DDHH, que pone la perspectiva de la “diversidad”) y agrupaciones patronales ligadas al agro en crisis (Cumbre Agraria y Dignidad Agropecuaria). Como vemos, es un proceso de lucha largo, que sufre cuatro muertes y un policía que se suicida porque no lo dejan participar de la movilización. El paro, las manifestaciones y los piquetes van a estar acompañados de cacerolazos a la noche, evidenciando el carácter de alianza entre la clase obrera y la pequeño burguesía. Para calibrar la importancia del hecho, hay que tener en cuenta que en Colombia no se llamaba a una huelga general desde 1977…
En 2020, a pesar de las restricciones, se vivió una semana de furia en septiembre, a partir del asesinato Javier Ordóñez, en Bogotá. Las protestas se extendieron a las ciudades más importantes y dejaron un saldo de doce asesinados por las fuerzas represivas.
En ese escenario, el 15 de abril de este año, el gobierno de Iván Duque levantó la apuesta e ingresó al Congreso un proyecto de reforma tributaria, denominado Ley de Solidaridad Sostenible. La medida fue presentada en el escenario de la profunda crisis económica y sanitaria que atraviesa el país. El proyecto de reforma impulsado por el ministro de hacienda, Alberto Carrasquilla, tenía como propósito recomponer el equilibrio fiscal. La nueva Ley buscaba recaudar el equivalente a 6.300 millones de dólares en los próximos diez años (2022-2031), los cuales se obtendrían mediante la ampliación y el aumento de impuestos que afectan principalmente a la clase obrera. Por un lado, se propuso introducir el Impuesto del Valor Agregado (IVA) a servicios y productos de consumo básico que hasta ahora estaban exentos de la carga, como los servicios públicos (agua, luz y gas), combustibles, artículos de la canasta familiar y objetos electrónicos. Por otro lado, la medida intentaba ampliar la base impositiva del impuesto a la renta, extendiendo la carga a todas las personas con un ingreso superior a los 663 dólares mensuales. Y como si ello no bastara, en 2023 ya se preveía extender este mismo impuesto a todos aquellos que percibieran ingresos por encima de los 470 dólares. Actualmente, en grandes ciudades como Bogotá y Medellín, esos montos apenas alcanzan para que una familia de cuatro personas supere la línea de pobreza. El proyecto que intentaba imponer Duque constituía una auténtica expropiación del salario por parte del Estado. Y, si bien se contemplaba un impuesto a los “grandes patrimonios”, la carga era insignificante en relación con la sangría que debían soportar los trabajadores.
Con algunos matices, la medida tenía el apoyo de un sector importante de la burguesía, como lo expresó el Consejo Gremial Nacional, la Confederación Colombiana de Cámaras de Comercio (Confecámaras) y la Asociación Bancaria y de Entidades Financieras de Colombia (Asobancaria). Estas organizaciones exigen medidas que garanticen el equilibrio fiscal y eviten la pérdida de reputación ante las calificadoras de riesgo, puesto que ello podría afectar las inversiones y las tasas de interés de la deuda. El presidente colombiano reconoció la demanda e impulsó lo que constituía la tercera reforma tributaria desde el inicio de su mandato. Lo que no previó, claro está, es la reacción de la clase obrera. El resultado son nueve días de huelga (por el momento), varias ciudades literalmente tomadas (el barrio obrero de Puerto Rellena, en Cali, fue rebautizado “Puerto Resistencia”), una clase obrera envalentonada, que enfrenta en las calles a una masacre generalizada (al menos 30 muertos, 88 desaparecidos, más de 800 heridos y cuatro delitos sexuales contra mujeres), el retiro del proyecto inicial, la renuncia del ministro de Economía y un gobierno que perdió el apoyo local y de la comunidad internacional (la ONU y EE.UU. salieron a criticarlo abiertamente).
Pero, ganada la batalla por la reforma tributaria, el Comité Nacional por el Paro va por la reforma de Salud, que permite el cierre de instituciones deficitarias y la privatización de las más eficientes. El 6 de mayo, este comité expuso ante el Senado sus reivindicaciones y ya aparecen partidos opositores, como Alianza Verde o Gustavo Petro, ofreciéndose como “garantes de la paz”. Es decir, un escenario donde el gobierno perdió toda iniciativa.
La barca y el pescador
En términos estrictos, lo que vemos en Colombia es una huelga general de masas, donde la clase obrera impone sus métodos y sus reivindicaciones inmediatas, pero trae al escenario al resto de las clases (básicamente, a la pequeña burguesía y fracciones burguesas) y les impone la dinámica. Si bien se combate contra las fuerzas estatales y se moviliza hacia el Palacio Nariño (casa de gobierno) y el Capitolio, no se impugna el poder político. No se pide la renuncia de Duque ni, mucho menos, “que se vayan todos”. Simplemente, en principio, el retiro de determinados proyectos legislativos. A eso, se agrega un pliego de seis puntos que expresan el carácter de la alianza. Se rechaza la precarización laboral (“formalización”) y la expropiación del salario, se exige un subsidio para que los trabajadores más afectados no tengan que salir a trabajar, junto con la suspensión de la educación presencial, vacunación masiva y matrícula cero y gratuidad de la educación universitaria. Pero también se piden subsidios a la “producción nacional” o sea, a la burguesía local y compras a los productores agrarios. Tenemos, entonces, demandas obreras inmediatas y exigencias propias de la burguesía. Es lógico, proviniendo de un acuerdo de la burocracia sindical con agrupaciones patronales. También tenemos, como dijimos más arriba, la ausencia de una perspectiva política propia, lo que nos muestra que la clase obrera todavía se moviliza bajo otra dirección y, todavía, no ha construido una fuerza independiente. Dicho otra manera: todavía no estamos ante un proceso revolucionario. No, no lo estamos, pero se están creando las condiciones para su aparición. En Colombia o en cualquier otro país del continente. Venezuela está ahí nomás, tiene una situación explosiva y se le acaba de cerrar la válvula de escape para expulsar población. Ecuador y Perú, está en una situación parecida. En Chile, seguramente, se retomen las movilizaciones y Bolsonaro acaba de ver el derrumbe de su bloque regional con la condena de los EE.UU. al uribismo, lo que va a acentuar la crisis política en el país carioca.
Todo este panorama parece realmente alentador. Y lo es, pero no deja de ser una oportunidad sin sujeto. Sin un partido revolucionario que comience a intervenir en forma independiente, que discuta esas direcciones y que tenga una propuesta de poder para la clase obrera, toda esta ebullición es como una barca sin pescador, que se desliza por un río revuelto. Entonces, la primera tarea es darle a ese movimiento una proyección política: Duque se tiene que ir y, junto a él, todos los demás: la Alianza Verde, Gustavo Petro y siguen las firmas… Hay que discutir la dirección de la burocracia sindical y las organizaciones patronales para transformar ese movimiento en un organismo de poder obrero deliberativo: una asamblea nacional de trabajadores, en la cual la burocracia y la patronal no tengan ningún lugar. Es el momento de poner en pie organizaciones revolucionarias. Organizaciones socialistas, que se desprendan del lastre del nacionalismo (llamado antiimperialismo) y de la confluencia con el reformismo.
Todo militante revolucionario ha sufrido la chicana de ser “purista”. Es decir, pretender que los movimientos de masas sean como lo dicta la “teoría” y advertir todas las falencias que se le pueda encontrar (a lo que se agrega “desde afuera”). Esa acusación se complementa con otra, la del “aventurerismo”: plantear cosas “imposibles” cuando el movimiento está en retroceso. El trotskismo, por miedo a ser señalado, hace exageradamente lo contrario: apoya incondicionalmente todo movimiento en el que ve la revolución en pocos días y, en su ámbito, es incapaz de levantar una línea de acción clasista y ambiciosa con la excusa del “potente reflujo”. Un revolucionario serio, se templa en los malos días y cultiva la prudencia en los grandes ascensos. La necesidad de ser críticos y directos es directamente proporcional a la responsabilidad que uno asume frente a determinados eventos. Estamos en un ciclo de ascenso histórico y tenemos en nuestras manos una ocasión invaluable. Esto recién empieza.
Razón y Revolución