Derecho y Estado

en El Aromo nº 83

 

 

Evgeni Pashukanis

(1891-1937)

 

El Estado moderno, en el sentido burgués del término, nace en el momento en que la organización de grupo o de clase engloba relaciones mercantiles suficientemente amplias. El Estado, en tanto que organización de la dominación de clase y en tanto que organización destinada a llevar a cabo las guerras con el exterior, no necesita interpretación e incluso sustancialmente no la permite. Es un dominio en el que reina la llamada raison d´etát que no es otra cosa que el principio de la simple conformidad con el fin. La autoridad como garante del cambio mercantil, por el contrario, puede no solamente ser expresada en términos jurídicos, sino que se presenta ella misma como derecho y solamente como derecho, es decir, se confunde totalmente con la norma abstracta objetiva.

Por esto toda teoría jurídica del Estado que quiera comprender todas las funciones del mismo es necesariamente inadecuada. No puede ser el reflejo fiel de todos los hechos de la vida del Estado y no da sino una representación ideológica, es decir, deformada, de la realidad.

La dominación de clase, tenga o no una forma organizada, está mucho más extendida que el dominio de aquella región a la que podemos denominar esfera oficial del poder estatal. La dominación de la burguesía se expresa tanto en la dependencia del gobierno frente a los bancos y agrupaciones capitalistas como en la dependencia de cada trabajador particular frente a su patrón, y en el hecho, en fin, de que el personal del aparato del Estado está íntimamente ligado a la clase dominante. Todos estos hechos, cuyo número podría multiplicarse hasta el infinito, no tienen ninguna especie de expresión jurídica oficial, pero concuerdan exactamente en su significación con los hechos que encuentran una expresión jurídica muy oficial, tales como, por ejemplo, la subordinación de los mismos obreros a las leyes del Estado burgués, a las órdenes y decretos de sus organismos, a las sentencias de sus tribunales, etc. Al lado de la dominación inmediata de clase se constituye una dominación indirecta, refleja, bajo la forma del poder del Estado en tanto que fuerza particular separada de la sociedad. Surge así el problema del Estado que causa tantas dificultades al análisis como el problema de la mercancía.

¿Por qué la dominación de clase no continúa siendo lo que es, a saber, la sumisión de una parte de la población a la otra? ¿Por qué reviste la forma de un poder estatal oficial, o lo que es lo mismo, por qué el apara­to de coacción estatal no se constituye como aparato privado de la clase dominante? ¿Por qué se separa aquél de esta última y reviste la forma de un aparato de poder público impersonal, separado de la sociedad?

No podemos contentarnos con la explicación según la cual le conviene a la clase dominante erigir una pantalla ideológica y ocultar su dominación de clase detrás de la mampara del Estado. Porque, aunque tal explicación sea, sin duda, correcta, no nos dice por qué ha podido nacer tal ideología y, por consiguiente, por qué la clase dominante también puede servirse de ella. Si queremos descubrir las raíces de una ideología dada debemos buscar las relaciones reales de las que es expresión. Nos toparemos, por otra parte, con la diferencia fundamental que existe entre la interpretación teológica y la interpretación jurídica del poder del Estado. En el primer caso –el poder de origen divino- se trata de un fetichismo en el estado puro: por esto no conseguimos descubrir en las representaciones y los conceptos correspondientes otra cosa que el desdoblamiento ideológico de la realidad, es decir, de estas mismas relaciones efectivas de dominación y de servidumbre. La concepción jurídica, por el contrario, es una concepción unilateral cuyas abstracciones expresan solamente uno de los aspectos del sujeto real, es decir, la sociedad que produce mercancías.

La cuestión es, por el contrario, clara y simple: el someti­miento al señor feudal fue la consecuencia directa e inmediata del hecho de que el señor feudal fuera un gran propietario terrateniente y dispusiera de una fuerza armada. Esta dependencia inmediata, esta relación de dominación de hecho, reviste progresivamente un velo ideológico: el poder del señor feudal fue progresivamente deducido de una autoridad divina suprahumana. La subordinación y dependencia del obrero asalariado del capitalista existe igualmente de una forma inmediata: el trabajo muerto acumulado domina aquí al trabajo vivo. Pero la subordinación de este mismo obrero al Estado capitalista no es idéntica a su dependencia respecto al capitalista individual, ni está disfrazado bajo una forma ideológica desdoblada. No es la misma cosa, en primer lugar, porque hay aquí un aparato particular sepa­rado de los representantes de la clase dominante, situado por encima de cada capitalista individual y que aparece como una fuerza impersonal. No es lo mismo, en segundo lugar, porque esta fuerza impersonal no media cada relación de explotación, puesto que el asalariado no está obligado política y jurídicamente a trabajar para un patrón determinado, sino que vende formalmente su fuerza de trabajo por medio de un libre contrato. Porque la relación de explotación actúa formalmente como relación entre dos propietarios de mercancías “independientes” e “iguales”, de los cuales uno, el proletariado, vende su fuerza de trabajo y el otro, el capitalista, compra ésta, el poder político de clase puede revestir la forma de un poder público.

El principio de la competencia que reina en el mundo burgués­ capitalista no permite, como hemos dicho ya, ninguna posibilidad de enlazar el poder político con el empresario individual (como en el feudalismo en el que este poder está unido al gran propietario terri­torial). La libre competencia, la libertad de la propiedad privada, la “igualdad de derechos” sobre el mercado y la garantía de la existencia conferida únicamente a la clase como tal, crean una nueva forma de poder del Estado: la democracia que hace acceder al poder a una clase colectivamente.

En primer lugar, el poder, incluso si no está unido al empresario individual, sigue siendo un asunto privado de la organización capitalista. Las asociaciones de industriales con su reserva financiera en caso de conflicto, sus listas negras, sus lock-out y sus cuerpos de esquiroles son indudablemente órganos de poder del Estado. En segundo lugar la autoridad en el interior de la empresa constituye un asunto privado de cada capitalista individual. La instauración de normas internas es un acto de legislación privada, es decir, un elemento auténtico de feudalismo, aunque los juristas burgueses tratan de ocultarlo para dar a la cuestión un sesgo moderno construyendo para ello la ficción de un pretendido contrato de adhesión o reconduciéndolo a la particular potestad que el propietario capitalista recibiría de los órganos del poder público para desarrollar con éxito las funciones de la empresa, necesarias y socialmente útiles. En el caso presente, sin embargo, la analogía con las relaciones feudales no es exacta.

En la medida en que la sociedad constituye un mercado, la máquina del Estado se realiza efectivamente como “la voluntad general” im­personal, como “la autoridad del derecho”, etc. Sobre el mercado, como ya hemos visto, cada comprador y cada vendedor es un sujeto jurídico par excellence. Allí donde las categorías de valor y de valor de cambio entran en escena, la voluntad autónoma de los que cambian es una condición indispensable. La coerción en tanto que mandato basado en la violencia y dirigido a otro individuo, contradice las premisas fundamentales de las relaciones entre poseedores de mercancías. Por esto, en una sociedad de poseedores de mercancías y en el interior de los límites del acto de cambio, la función de la coacción no puede aparecer como una función social, sin ser abstracta ni impersonal. La subordinación a un hombre como tal, en tanto que individuo concreto, significa en la sociedad de producción mercantil la subordinación de un propietario de mercancías a otro. Por esto tampoco la coacción puede operar en forma directa como simple acto de instrumentalidad. Debe aparecer más bien como una coacción que proviene de una persona colectiva abstracta y general y que no es ejercida en interés del individuo del que proviene –porque en una sociedad de producción mercantil cada hombre es un hombre egoísta-, sino en interés de todos los miembros que participan en las relaciones jurídicas. El poder de un hombre sobre otro se efectúa como poder del derecho, es decir, como el poder de una norma objetiva e imparcial.

El pensamiento burgués, que considera el cuadro de la producción mercantil como el cuadro eterno y natural de toda la sociedad, considera así el poder abstracto del Estado como un elemento que pertenece a toda sociedad en general. El Estado de derecho es un espejismo. Pero un espejismo que es muy conveniente para la burguesía, porque hace las veces de una ideología religiosa moderna y oculta la dominación de la burguesía a los ojos de las masas. La Ideología del Estado de derecho conviene aún más que la ideología religiosa porque no refleja completamente la realidad objetiva, a pesar de que se apoya sobre ella. La autoridad como “voluntad general”, como “autoridad del derecho” se realiza en la sociedad burguesa en la medida en que ésta se estructura como mercado.

Además: la vida del Estado se articula en las luchas de diferentes fuerzas políticas, es decir. de clases, de partidos y grupos: aquí es donde se ocultan los verdaderos resortes del mecanismo del Estado. Estos siguen siendo tan incomprensibles para la teoría jurídica como las relaciones mencionadas anteriormente.

La burguesía, en efecto, no ha perdido nunca de vista, en nombre de la pureza teórica, el otro aspecto de la cuestión; a saber, que la sociedad de clases no es solamente un mercado donde se encuentran poseedores de mercancías independientes, sino también, al mismo tiempo, el campo de batalla de una guerra de clases encar­nizada en la que el aparato del Estado representa un arma muy pode­rosa. El Estado como factor de fuerza en la política interior y ex­terior: tal es la corrección que la burguesía debe aportar a su teoría y a su práctica del “Estado de derecho”. Cuanto más inestable se volvía la dominación de la burguesía, las correcciones se hicieron más comprometedoras y tanto más rápidamente “el Estado de derecho” se transformó en una sombra inmaterial hasta que al fin la agravación extraordinaria de la lucha de clases forzó a la burguesía a quitar la máscara del Estado de derecho y a develar la esencia del poder como violencia de una clase sobre la otra.

 

*Extracto de: Teoría general del derecho marxista, Ed. Labor, Barcelona, 1976, Cap. V.

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