Por Ellen Meiksins Wood
Tomado de New Left Review n° 195
[Traducido por Sandra Barani]
Recurrir a la historia para justificar el capitalismo siempre ha requerido una delicada acción de equilibrio. Por un lado, estamos obligados a aceptar que la modernización capitalista transformó completamente el mundo hacia el inequívoco beneficio de la humanidad. Por otro lado, debemos admitir que nada más ocurrió en este proceso de transformación. No hubo momentos revolucionarios, ni profundos conflictos sociales, ni penosos trastornos. No existió ningún «siglo de la revolución» en Inglaterra, y ni la Guerra Civil ni 1688 tuvieron nada que ver ‑ya sea como causa o efecto‑ con los cambios en las relaciones sociales de propiedad. Si, en el siglo siguiente y/o en el posterior, hubo algo así como una «revolución industrial» -y un creciente número de historiadores negaría que la industrialización fue algo parecido a una «revolución»‑ esta no molestó a nadie en forma esencial y simplemente mejoró los niveles de vida del trabajador pobre. Cualesquiera hayan sido los males que acompañaron a la «modernización» en el siglo veinte, el proceso original de transformación (que nunca sucedió verdaderamente) fue, en general, favorable (como debiera serlo hoy en los nuevos capitalismos emergentes si no estuvieran corrompidos por su pasado comunista). De hecho, si el colapso del comunismo no hubiera revitalizado ideológicamente el concepto de «capitalismo», se habría seguido negando su existencia como una expresión diferente de «el mundo moderno» o «la sociedad industrial».
E. P. Thompson se transforma en un obstáculo casi a cada paso de la construcción de estas defensas. Su más famoso e influyente trabajo The Making of the English Working Class (La Formación de la Clase Obrera Inglesa), no es sólo un esfuerzo por rescatar al trabajador pobre, su cultura y su protagonismo histórico, «de la enorme condescendencia de la posteridad», sino también una demostración viva, en la experiencia cotidiana del pueblo trabajador, de las transformaciones y dislocaciones estructurales que produjo el capitalismo industrial, sus modos de expropiación y explotación manifestados en los cambios de pautas de trabajo, tiempo libre y solidaridad comunal, junto con las respuestas políticas y culturales engendradas por ellos. Sus escritos sobre la ley, las costumbres y las relaciones sociales del siglo dieciocho y comienzos del diecinueve en Inglaterra han remarcado tanto la consolidación de como la resistencia a una economía de mercado, los cambios en los conceptos de propiedad y de organización del trabajo, que han constituido el ascenso del capitalismo. Dentro de las especificidades detalladas de la historia social, él ha trazado en relieve destacado los principios generales del modo de producción capitalista y el gran proceso de transformación que ha llevado a ser, y ha convertido a un modelo teórico en una experiencia viva.
Nadie ha transmitido con más efectividad la sutil capacidad‑de‑ser‑otro del capitalismo, la especificidad de su sistema lógico, la irracionalidad de sus principios desde la posición ventajosa del pueblo trabajador, la dificultad de implantar sus prácticas económicas, valores y racionalidad de mercado, su idea de propiedad, su concepción del tiempo y el régimen de disciplina laboral. La inimitable habilidad de Thompson en distanciarnos de las premisas del capitalismo y revelar su estructura en las transacciones cotidianas de la vida social, es particularmente evidente en su colección de ensayos de reciente publicación, Customs in Common[1]. Este volumen verdaderamente importante reúne algunos de sus ya clásicos ensayos sobre la historia inglesa del siglo dieciocho y principios del diecinueve, «The Moral Economy of the English Crowd in the Eighteenth Century» and «Time, Work‑Discipline and Industrial Capitalism», con algunas nuevas reflexiones sobre la «economía moral» y una respuesta a las críticas, versiones extensamente revisadas de estudios tempranos en «The Patricians and the Plebs» y «Rough Music», junto con otros nuevos sobre «Custom, Law and Common Right» y «The Sale of Wives», y una introducción que los vincula en una tesis común sobre «Custom and Culture». Cada uno de estos ensayos recoge y desarrolla temas familiares de Thompson: el «desciframiento» de costumbres populares, su oposición a principios de mercado e ideologías predominantes; la paradoja del siglo dieciocho, «una cultura tradicional rebelde» en la cual las costumbres (reales o inventadas) se convertían en un vehículo de resistencia; el conflicto entre la ley y los derechos comunes; la recusación a los historiadores triunfalistas de la revolución agrícola; y juntamente, estos estudios adelantan su proyecto de toda la vida de dar una voz a la multitud trabajadora. Pero hay más en este volumen que una «historia desde abajo», que ha inspirado una generación completa de historiadores dedicados al estudio de la sociedad y la clase obrera. Hay aquí, nuevamente, una poderosa demostración de la «gran transformación» en el trabajo, el modo capitalista de producción que viene a realizarse.
Enfrentando al capitalismo
El siglo dieciocho proporciona un campo de pruebas particularmente significativo. Hubo un momento en el que el período entre 1688 y las últimas décadas del siglo dieciocho fue considerado como un interludio tranquilo y, en términos generales, poco interesante de la historia inglesa, intercalado entre dos momentos revolucionarios, la Gloriosa Revolución y la Revolución Industrial (por supuesto con una interrupción desconcertante dada por la Guerra Americana de Independencia). Más recientemente, mientras estos dos límites de época han tendido a perder sus condiciones revolucionarias, el período entre ellos se ha convertido en un importante campo de batalla historiográfico. ¿Fue ésta simplemente una era de prosperidad y consumismo para «gente culta y dedicada al comercio»?[2] ¿Fue éste el ancien regime de Inglaterra, la edad dorada del Anglicanismo, del monarquismo y la condescendencia?[3] ¿O fue éste un momento de consolidación para la propiedad capitalista y las relaciones de mercado, de represión estatal por un lado, y crimen y protesta por el otro, de criminales transportados de a miles, de cercamientos autorizados por el Parlamento y la extinción de los derechos consuetudinarios, de la proliferación de estatutos capitales que definían nuevas categorías de crímenes contra la propiedad, castigados con la muerte?
La pregunta sobre la prosperidad de Inglaterra y el grado en que ésta se filtró hacía abajo hasta el trabajador pobre, es sólo parte de la cuestión, y no el tema que concierne principalmente a Thompson en este volumen, aunque en el pasado él se ha ocupado del debate sobre el «nivel de vida» en relación con la historia de la «industrialización» inglesa. Los optimistas de la historiografía del siglo dieciocho, ocupados por la indiscutible prosperidad comercial de Inglaterra en el período posterior a 1688, sin duda han tendido a menospreciar la extensión de la pobreza tanto rural como urbana; pero el punto de discusión entre ellos y Edward Thompson no puede resolverse midiendo el PBI o el ingreso per‑capita. Tampoco es, a pesar de toda la urgencia moral de los argumentos de Thompson, simplemente un asunto de diferentes juicios éticos. En realidad, el debate tiene que ver con el hecho de si la historia inglesa del siglo dieciocho representa un enfrentamiento no exactamente entre clases sino entre diferentes principios de orden social, entre los principios ascendentes del capitalismo y la resistencia popular a ellos.
Más aún, se ha confundido al asunto por una tendencia de parte de un bando en el debate a encerrarse completamente dentro de la premisa del orden capitalista y a encontrar la controversia de esas hipótesis, más allá de su especificidad histórica, literalmente inconcebibles. Esto hace que sea especialmente difícil tratar con argumentos como los de Edward Thompson, los que más que otros requieren de una capacidad para mantenerse fuera de las premisas del capitalismo, para verlas desde una distancia antropológica, no como el orden natural de las cosas sino como las prácticas y valores de un tiempo y un lugar específicos.
Así, por ejemplo, las típicas críticas al trabajo de Thompson sostienen algo así como: él ve protestas y conflictos de clases por todas partes, él es muy propenso a ver rebeliones, no está lo suficientemente dispuesto a ver condescendencia y colaboración. El trabajador pobre fue con frecuencia conservador ‑patriótico, monárquico, religioso. La experiencia plebeya fue más variada de lo que Thompson admite, y la sociedad inglesa menos bipolar. Por lo tanto, es probable que Thompson sea demasiado proclive a favorecer el lado rebelde de la cultura plebeya a expensas de sus otras manifestaciones. Pero ésto es algo que sus críticos juzgan a menudo desde una posición equivocada. Reconocer la actitud contestataria y la resistencia -especialmente en una sociedad donde las relaciones de poder fueron disfrazadas por «rituales de paternalismo y deferencia», donde la oposición a las nuevas definiciones de propiedad a la racionalidad del mercado fue formulada en el lenguaje conservador de la costumbre‑ presupone una apreciación de que hay algo a lo que oponerse.
El tema puede ilustrarse con un intercambio que tuvo lugar recientemente entre uno de los colaboradores de Thompson, Peter Linebaugh, y un crítico de su brillante si bien algo indisciplinado libro, The London Hanged: Crime and Civil Society in the Eighteenth Century.[4] Tomando como punto de partida la historia de crímenes capitales y de sus perpetradores en el Londres del siglo dieciocho, Linebaugh describe un cuadro detallado y eficaz no sólo del crimen y del castigo, o de personalidades precisas como el legendario ladrón, asaltante de caminos y maestro de la fuga, Jack Sheppard, sino también de una sociedad entera que confronta, y en gran medida resiste, un nuevo orden social. El también pone en clara exhibición la clase de pobreza urbana de la que prefieren apartar sus ojos los optimistas históricos. Este libro ‑que ilustra la continua y fructífera influencia de Thompson y del proyecto que él preparó‑ probablemente no sea superado en su capacidad de transmitir la estructura existencial de una sociedad de mercado en sus primeros años, cómo ésta penetra aún más profundo dentro de las vidas cotidianas de las personas todavía motivadas por otros valores y expectativas, por concepciones de propiedad y del derecho a subsistir contrarias a la racionalidad del mercado.
Pero donde Linebaugh ve resistencia a la expropiación urbana y a la lógica del mercado, su crítico, el historiador de la ley John H. Langbein, ve sólo crimen, puro y simple. «En la medida en que transcurría el siglo dieciocho,» escribe Langbein, por ejemplo, «se fueron tomando medidas para mejorar la eficiencia, reducir el gasto, y proteger contra el robo. Estos cambios limitaron las ganancias realizadas en el lugar de trabajo en base a restos, sobrantes y desperdicios. Linebaugh observa que los trabajadores vieron a algunas de éstas como extras del empleo, y desecha la evidencia de la preocupación manifestada por parte de los empleadores para reprimir tales practicas, como opresión de clase. El argumento, en pocas palabras, es que el crimen era costumbre.»[5]
La respuesta de Linebaugh resume el tema con precisión: «Langbein pone el carro delante del caballo: mi razonamiento no es que «el crimen era costumbre». Por el contrario, es /acerca/ de la criminalización de las costumbres…: «La ley encarcela al hombre o mujer │ Que roba al ganso de la propiedad común │ Pero deja libre al mayor criminal │ Que roba la propiedad común del ganso.»» Las ganancias obtenidas en el lugar de trabajo a las que se refiere Langbein no son, dice Linebaugh, simplemente «extras», como la ocasional llamada telefónica privada de larga distancia realizada desde la oficina. Aquéllas eran esenciales para el presupuesto de la familia pobre, y en el siglo dieciocho «los trabajadores esperaban tener acceso a los medios de vida, si no por costumbre, sí por derecho».[6]
Si quitar el ganso a la propiedad común es un crimen mayor que cercar a dicha propiedad es, precisamente, lo que constituía el punto de discusión en el conflicto entre las costumbres y la propiedad capitalista. Nadie que comience con la cuestión ya resuelta en favor del capital y los principios del mercado, está en posición alguna de juzgar si allí existe siquiera alguna lucha, menos aún si algún agravio en particular contra la propiedad ‑definido como un crimen por la ideología dominante‑ constituye también una protesta. Cada palabra en el informe de Langbein es una insensible traición: la propiedad de los medios de producción del capital implica que el acceso del trabajador a los medios de subsistencia, lejos de existir por costumbre o derecho, sea una dádiva del empleador, y los «extras» pueden impedirse en interés de la «eficiencia» ‑léase productividad y beneficio. El derecho a «los sobrantes» no es un derecho consuetudinario, es en realidad, propiedad del trabajador, pero el «rateo», es un crimen contra la propiedad de otro. No es lucha.
Un momento transitorio
Lo que además complica el cuadro, es una peculiar ambigüedad en la sociedad inglesa del siglo dieciocho. Por un lado, no puede decirse que éste fue un «siglo de revolución» como el diecisiete. No hubo momentos trascendentales de confrontación política como la Guerra Civil. Ni hubo, no obstante la existencia de una «plebe» notoriamente bulliciosa, una sucesión de graves levantamientos del tipo de los que habían marcado la historia de la Inglaterra de los Tudor. Y mientras la mejor época del capitalismo industrial estaba aún en el futuro, las relaciones sociales de propiedad del capitalismo se encontraban ya firmemente instaladas. Por otro lado, mucho parecía estar aún desordenado, indeterminado, abierto. En retrospectiva puede verse con claridad que la dirección del desarrollo capitalista estaba, para entonces, muy firmemente establecida como para ser desbaratada, pero había algo singularmente transitorio, para usar una palabra de Thompson, con respecto a aquella fase particular en la evolución del capitalismo.
Los trabajadores en el siglo dieciocho tenían «muy poco control sobre el mercado para sus productos o sobre los precios de las materias primas o de los alimentos «, lo que cuenta para ciertas formas características de resistencia popular tales como los desórdenes por la alimentación, o los crímenes descriptos por Linebaugh. Pero éste también fue un momento en que los obreros aún gozaban de algún grado de control sobre «sus propias e inmediatas relaciones y modos de trabajo.»[7] En verdad, señala Thompson, éste fue en algunos aspectos, un momento de libertad sin precedentes. «Este», escribe él, «es el siglo del ascenso del trabajo «libre»»,[8] un período en el cual se desgastaron las formas semi‑libres de trabajo, marcadas por «la declinación de los medios de vida, la desaparición final de la servidumbre y el avance del trabajo libre, móvil, y asalariado», mientras que las nuevas disciplinas de la fábrica aún tenían que surtir efecto.[9] Por un momento breve, transitorio, «una proporción substancial de la fuerza de trabajo se volvió verdaderamente más libre con respecto a la disciplina en su trabajo diario, más libre para elegir entre empleadores, entre trabajo y ocio, menos situada en una posición en la que su día de vida dependiese del trabajo, tal como lo habían estado antes o iban a estarlo en las primeras décadas de la disciplina de la fábrica y del reloj.»[10]
Desde la situación ventajosa de la clase dirigente, esta fase transitoria tuvo sus ambigüedades y contradicciones. Habiendo obtenido las ventajas de una fuerza de trabajo móvil a la cual ya no debían más la reciprocidad que implicaba la relación señor‑siervo, ellos eran reacios a abandonar los beneficios de la dependencia y la deferencia de los siervos.[11] Como se desgastaron las formas más antiguas de control señorial o paternalista sobre la entera vida del trabajador, las clases propietarias se vieron obligadas a encontrar nuevas formas de poder y hegemonía para penetrar a fondo las extensiones más profundas de las vidas de sus trabajadores. Como las viejas formas de autoridad se debilitaban, y en tanto las nuevas disciplinas del capitalismo industrial, junto con las modernas autoridades de las escuelas y de los medios de comunicación de masas, no se encontraban aún en su lugar apropiado, hubo, argumenta Thompson, un interludio en el cual el simbolismo ‑y afecta a las costumbres y tradiciones para ambos, dirigentes y dirigidos‑ tuvo un lugar especial, tanto en el ejercicio de la hegemonía de la clase dirigente como en las formas de resistencia y protesta.
No fue el factor menos importante en este simbolismo la «majestad y el terror», el «teatro» y el ritual, de la ley, desplegada no sólo como un medio de coerción sino también como un instrumento de hegemonía. Si el terror a la ley se ejercitó a través de la amenaza del castigo capital en un número de crímenes enormemente multiplicado que implicaban la pena de muerte, especialmente delitos contra la propiedad, el teatro hegemónico de la ley a menudo utilizó sus efectos haciendo una demostración de debilidad al llevar a la práctica aquella amenaza. Y, en verdad, dependía en parte de ser vista no sólo para reprimir sino a veces también para beneficiar al trabajador pobre.[12]
Thompson pinta un sutil cuadro de las interacciones entre las clases dirigentes y las subordinadas, en un balance a menudo delicado que requería tanto concesiones como severas represiones por parte de la clase dominante. Aquí entra en juego un aspecto particularmente polémico de su concepción del estado inglés. Si el equilibrio social en la Inglaterra del siglo dieciocho era especialmente delicado, él sugiere que lo era en gran medida a causa de la debilidad interna del estado. Externamente, era un poderoso instrumento de guerra e imperialismo, afirma. El estado «de adentro» era «costoso y excesivamente ineficiente». Más efectivo en lo que dejaba de hacer ‑o sea, detener a las clases propietarias‑ que en lo que hacía.[13] Esta debilidad era estructural, arraigada en la función del estado como una «formación política secundaria», operando menos como un efectivo aparato político y administrativo o un instrumento de poder de clase, que como un parásito, un instrumento de corrupción, por medio del cual una fracción de la clase dirigente podía valerse de prebendas, gangas, y la oportunidad de obtener riquezas producidas en otra parte.
El estado parasitario
Thompson ha sido criticado por no reconocer la fortaleza y eficiencia del estado inglés, el cual, se ha sostenido, era el más avanzado y efectivo en Europa, con no sólo una maquinaria imperial sumamente eficiente, sino también un aparato fiscal altamente «racionalizado».[14] Su enfoque sobre la criminalidad de la «Antigua Corrupción» y el parasitismo del régimen Liberal, sostienen algunos crítícos, le ha impedido comprender el verdadero sentido del estado inglés.[15]
Aunque Thompson reconoce que la organización fiscal y la burocracia impositiva se hallaban más libres de corrupción que otros servicios del estado, es la función parasitaria la que cobra mayor importancia en su provecho; y quizás puede sostenerse que él exagera la debilidad del estado en lo interno, tanto como el grado en que la riqueza de la aristocracia dependía del estado. Pero si el aparato fiscal de Inglaterra era, como sostiene John Brewer, el rasgo distintivo del estado más moderno de Europa, quizás la primera burocracia verdaderamente «racional», entonces, hay un sentido en el cual la descripción del estado parasitario de Thompson explica los fundamentos sociales de este fenómeno polítíco/administrativo de una forma que Brewer mismo no lo hace.
El aparato fiscal del estado inglés era «racional» por las mismas razones que la «Antigua Corrupción» era una «formación secundaria», un crecimiento parasitario. En la formación clásica del ancien regime en Francia, el sistema tributario era un instrumento directo de apropiación de los productores primarios, el campesinado. La función del estado era una forma de propiedad privada, y la burocracia era en este aspecto «pre‑moderna», una forma centralizada de explotación «extra‑económica», rivalizando con otros reclamos de obtención de excedente laboral de los productores‑campesinos. En este sentido, la apropiación privada era una función «primaria» del estado, no un crecimiento extraño, no simplemente una corrupción, no sólo un parasitismo, sino su objetivo final. En Inglaterra, por contraste, si el estado sirvió como un medio de llenar los bolsillos privados, no fue principalmente como un medio de apropiación inmediata de los productores directos sino, precisamente, como un crecimiento parasitario secundario, basado en una economía en la cual la apropiación de los productores directos tomó una forma puramente «económica», una explotación capitalista en mayor grado que en cualquier otro lugar de Europa; y el sistema tributario fue adoptando su forma moderna no como medio de explotación directa sino como imposición de contribuciones sobre la riqueza ya apropiada en la esfera económica. La «racionalidad» del aparato fiscal inglés, en otras palabras, se arraigó en las relaciones sociales de propiedad del capitalismo.
Mientras que la exención de impuestos fue una característica de los estados privilegiados en la Francia del ancien regime, en Inglaterra la clase terrateniente, cada vez más satisfecha de obtener riquezas en la esfera «privada» de la agricultura capitalista, se resistía menos a la tributación misma, aún por sanción parlamentaria ‑como en el Impuesto a la Tierra introducido inicialmente en 1690. Pero ésto también significaba que la «Antigua Corrupción», cuando se alimentaba del estado, era parásito de su propia clase. Thompson aclara ésto (e incluso está aún más claro en un ensayo original no incluído en este volumen, «The Peculiarities of the English»[16]) que el estado era parasitario en este sentido exactamente, como una excrecencia del capitalismo agrario, especialmente resentido por la nobleza provinciana por aquella misma razón. Su polémica formulación, entonces, puede ayudar a explicar ciertas características de la sociedad inglesa ‑notablemente conflictivas dentro de la clase dirigente‑ de un modo más sistemático de lo que es posible por otros medios.
Aquí y en otras partes, Thompson se niega a tratar a la «modernización» capitalista como un proceso técnico neutral, impersonal y transhistórico, la «racionalización» del estado, o la «industrialización» de la economía, como algo distinto del desarrollo y la transformación de las relaciones sociales. Cada aspecto de su razonamiento está guiado por una insuperable profundización dentro de la especificidad histórica del capitalismo como un sistema económico, social y moral; y esta penetración dentro de la particularidad de sus leyes de funcionamiento, sus soportes éticos e ideologías sustentantes, como algo experimentado y con frecuencia resistido por hombres mujeres vivos, implica, también, un reconocimiento de su carácter controversial.
Algunos críticos de Customs in Common han adoptado, no para expresar condescendencia, un tono de despedida, como si éste marcase el fin de la tradición historiográfica que ha sobrevivido a su utilidad. Aparte de la duradera importancia el propio trabajo de Thompson, el de Peter Linebaugh y otros como Marcus Rediker, Douglas Hay, Jeanette Neeson o Nicholas Roger ‑para nombrar sólo a algunos pocos historiadores que han continuado y llevado adelante el proyecto de Thompson en sus variadas formas‑ ilustra qué vacía es aquella opinión y con qué riqueza perdura la veta abierta por Thompson. Es difícil pensar sobre otro historiador cuyo trabajo haya sido tan fértil como éste.
Pero hay un sentido más general según el cual el proyecto de Thompson recién está comenzando. El abandono de la fe en lo controversial del capitalismo se encuentra entre los aspectos más prominentes de nuestra situación actual. La Izquierda no menos que otros parece cada vez más inclinada a perder de vista la especificidad histórica del capitalismo y a aceptar los reclamos del «mercado» como una ley universal. Esto hace que la invocación histórica de Thompson a las costumbres populares contra la hegemonía capitalista sea más actual que nunca. «Nosotros nunca volveremos a la naturaleza humana precapitalista», escribe él, «más aún un recordatorio de esta alternativa necesita, expectativas y códigos que puedan renovar nuestro sentido de la escala de posibilidades de nuestra naturaleza.»[17]
Notas
[1]E. P. Thompson: Custom in Common, Merlin Press, Londres, 1992
[2]Ver, por ejemplo, P. Langdorf: A Polite and Commercial People: England 1727-1783, Oxford, 1989.
[3]Esta es una caracterización más bien de idiosincracia ofrecida por J. C. D. Clark en sus varios escritos sobre el «ancien régime» de Inglaterra entre 1688 y 1832.
[4]Peter Linebaugh, The London Hanged: Crime and Civil Society in the Eighteenth Century, Allen Lane, Penguin Press, Londres, 1991.
[5]John H. Langbein: «Culprits and Victims», Times Literary Supplement, II Octubre, 1991, p. 27.
[6]Peter Linebaugh: «Carta al editor», TLS, Noviembre 15, 1991, p. 17
[7]Thompson, op. cit., p. 74
[8]Ibid. p. 73.
[9]Ibid., p. 36.
[10]Ibid., p. 38.
[11]La tenacidad de los viejos principios amo-siervo, en las relaciones entre el capital y el trabajo «libre» asalariado, aún en el caso de los EEUU, el que se supone ha estado libre de esos remanentes antiguos, la ha descripto Karen Orren en su estudio que abre nuevos horizontes. Belated Feudalism: Labor, the Law, and Liberalism in American Political Development, Cambridge, 1991.
[12]Teniendo en cuenta este matiz de Thompson sobre el rol de la ley en su aspecto dual, el que desarrolla particularmente en la conclusión de Whigs and Hunters: Black Act (Londres, 1975, con una nueva posdata, Harmondsworth, 1977) es especialmente incomprensible la crítica reciente de John Brewer a Thompson (en su reflexión sobre Custom in Common, TLS, 13 de marzo de 1992) por descuidar «las formas en que la ley … podría beneficiar tanto como perjudicar tanto como perjudicar a los intereses del trabajador pobre» (p. 15) -aunque debe decirse que un sistema legal notorio, entre otras cosas, por su inventiva en definir los crímenes contra la propiedad como delitos capitales, resulta seguramente más perjudicial que beneficioso a los intereses del trabajador pobre.
[13]Thompson, Custom in Common, p. 30
[14]Ver John Brewer: The Sinews of Powers: War, Money and the English State 1688-1783, New York, 1989.
[15]Perry Anderson ha criticado el trabajo de Thompson sobre estos temas en Arguments Within English Marxism, Londres, 1980. Aunque sus críticas se cruzan en algunos puntos con las de Brewer (quien se refiere a ésto en su propia revisión de Custom in Common), generalmente Anderson se ha inclinado a acentuar más el atraso que la modernidad del estado inglés.
[16]Thompson, «The Peculiarities of the English», originalmente publicado en Socialist Register, 1965. V. reimpreso en The Poverty of Theory and Other Essays, Londres, 1978.
[17]Thompson, Custom in Common, p. 15