Cómo se escribe la historia

en Revista RyR n˚ 6

Sobre el “Lenin” de H. Carrere d´Encausse y la crítica de L. A. Romero

El texto de Guillermo Parson examina, a partir de una nueva de biografía de Lenin de inesperada repercusión en el mercado local, la forma en que se escribe la historia de la Revolución Rusa desde un ángulo políticamente reaccionario e historiográficamente mediocre. Examina también la forma en que dicha obra es saludada por uno de los más conocidos historiadores argentinos, Luis Alberto Romero.

Por Guillermo Parson (Historiador, egresado de la UBA y miembro de Razón y Revolución)

“En cuanto al acontecimiento mismo, parece, en su obra, un rayo que cayese de un cielo sereno. No ve en él más que un acto de fuerza de un solo individuo… Cae con ello en el defecto de nuestros pretendidos historiadores objetivos”

                                Marx

                            El dieciocho Brumario

¨Ciertamente, necesitamos historia. Pero la necesitamos de una manera distinta de como la necesita el refinado ocioso que se pasea por el jardin del saber, aunque él mire con condescendencia nuestras groseras y torpes necesidades y miserias¨

Nietzsche

                      “Sobre la utilidad y perjuicio de la historia”


Maldición eterna a quien lea estas páginas

            El acopio de información (“los hechos desnudos y toscos”) son condición necesaria, pero no suficiente, para emprender una investigación histórica; a éste hay que abordarlo desde una teoría, e inclusive la misma, puede ser explicitada o no por el historiador (es más, algunos plantean adolecer de ella, lo cual tampoco se sostiene: como decía un personaje de teatro contempòráneo “un hecho es como un saco, no se tiene en pie más que si metemos algo adentro).

            El libro que nos ocupa[1], escrito por una historiadora que pertenece a la Academia Francesa y especialista en la historia rusa, complementa de alguna manera otra biografía anterior(la de Nicolás II también traducida al castellano) y en ambos queda implícita una toma de posición y una manera de mirar la historia: por un lado el peso decisivo que cumple el individuo (entendido éste más que nada desde su personalidad y psicología) en el acaecer histórico y una manifiesta inclinación por ensalzar y embellecer el zarismo ruso, especie de sociedad civilizada comparado con el régimen soviético que va desde el ‘17 hasta el ‘91.

El discreto encanto del zarismo

            En su Lenin, D´Encausse, entre otras características de la monarquía de los Romanoff, señala: “Los enemigos del régimen son tratados con una asombrosa mansedumbre y hasta con deferencia; sobre este punto, abundan los testimonios … No será el zarismo debilitado, y por lo tanto más civilizado de fines del siglo XIX quien haya enseñado a los bolcheviques en el poder su crueldad y su violencia sin freno” (pag. 30). Es una lástima que la autora no utilice los abundantes testimonios con los que dice contar, para que nos conmuevan con los relatos de las “mansas y cálidas estadías” en las prisiones siberianas. Ya volveremos nuevamente sobre la presunta “objetividad y ecuanimidad” que ostentaría nuestra historiadora (ella misma reconoce que su “bibliografía selecta” fueron básicamente los textos del general Volkogonov y el norteamericano Pipes, ciertamente ninguno de los dos se destacan por su imparcialidad y apego a la verdad histórica). No podían faltar en este cuadro, la referencia a “la cohabitación pacífica” que el imperio gran ruso mantuvo con todas las nacionalidades, en especial la musulmana; unido a la paciente y beatífica labor que llevó a cabo la Iglesia Ortodoxa. Serán precisamente la jerarquía eclesiástica y sus fieles (sin aclarar su pertenencia social) los sectores por los cuales D´Encausse más se conduele, catalogados como víctimas predilectas de la dictadura soviética: “En 1922, conforme a su deseo, se liquidó a casi ocho mil servidores de la iglesia… A esos mártires se suman muchos fieles abatidos en enfrentamientos en los que intentaban defender a sacerdotes y religiosos”(pag 454). Esto confirma el “recorte” que realiza sobre “los hechos”, se privilegian y seleccionan algunos, mientras que se omiten otros.

            Lo anterior lleva “racionalmente” a la condena de todo lo que sea devenir y cambio en la historia, y si a pesar de esto, dichos intentos se realizan, conllevan la inevitable instalación de una dictadura sangrienta (esto tampoco es nuevo, entre otros, Arthur Koestler en su “Espartaco” ya teorizaba sobre la inevitabilidad de la degeneración de todo suceso revolucionario). D´Encausse, hará suyas las conclusiones del sociólogo Borkenau cuando afirma: “Las revoluciones siempre comienzan como movimientos anárquicos dirigidos contra la organización burocrática del estado, que destruyen inevitablemente. La reemplazan luego por otra organización burocrática, en general más poderosa, que suprime la libertad de todos los movimientos de masas” (pag 487). Tan arbitrario y carente de verdad, sería pues, negar la opresión y represión del régimen soviético (sólo comparable al nazi fascismo, pero con diferencias claves, que superan el marco de este comentario) como realizar la “inducción” del fatalismo determinista que llevaría ineluctablemente a la corrupción de todo intento por alterar el orden establecido.

            Todo lo expuesto, nos conduce a la problemática de cuál es el punto de vista que más se acerca a la verdad en las ciencias sociales y humanas. Lo meritorio del texto examinado es que el suyo lo hace explícito. Nosotros pensamos (siguiendo en esto a autores como Lukacs, Goldmann y Gramsci) que la verdad es historicamente variable, relacionada con la conciencia más progresista de una determinada época. Y para la actual no es otra que la del proletariado (la burguesía lo fue en su momento, de allí su mérito histórico).

Y en el principio fue el individuo

            El género biográfico (si se nos permite el uso del primer término) plantea ineludiblemente la necesidad de un pormenorizado análisis del personaje en cuestión (como todo análisis, diseca, separa, transitoriamente la parte del todo) pero se convertiría en un absurdo absolutizar determinadas características (útiles para su comprensión) convirtiéndolas en la primer causa o motor de la explicación histórica.

            Sería ocioso recordar que distintas civilizaciones humanas adjudicaban al individuo (como intérprete del designio divino) la total responsabilidad del obrar histórico. Si bien Tucídides ya alertaba sobre “los peligros” de dicha simplificación (Cfr. Placido, D.: Grecia en la época de la guerra del Peloponeso), la humanidad, y los “profesionales” de la historia, tardarían bastante en desprenderse de dicha concepción: aún en pleno siglo XIX, Carlyle situaba la figura del héroe como “causa causarum” del desarrollo histórico. Aprehender al personaje político, al dirigente, como producto histórico, condicionado por éste, pero a la vez con la potencialidad de influir sobre aquel (siempre y cuando, se “inserte” dentro de un grupo social, al cual no sólo refleja), ya era una “conquista” del método histórico. Por ejemplo, el propio Marx, recordaba que no había sido él, quien había entrevisto la existencia de las clases y la lucha entablada entre ellas, como marco explicativo del acontecer social.

            Es por ello, que resulta un verdadero “paso atrás”, encontrar en las casi quinientas páginas del libro que nos ocupa, una explicación marcadamente unicausal de casi un siglo de historia. Con la salvedad, de que no estamos ante el “héroe decimonónico” artífice iluminado del progreso, sino por el contrario, es la presencia del “inescrupuloso sediento de poder” quien trazará el destino de millones de seres humanos.

            Curiosamente, la mengua que constata la autora en los análisis de la II Internacional Socialista, le caben como anillo al dedo a su propia concepción: “La Internacional siempre consideró, y sigue haciéndolo, que las disputas rusas obedecen ante todo a las personas” (pag 160). En todo el recorrido de su trabajo, D´Encausse, va delineando una interpretación casi demoníaca y tautológica del biografiado (si el sujeto es el mismísimo diablo, el predicado no puede ser otro que el hoy “incorpóreo” infierno): extrañamente no hay sectores que luchen, ni siquiera (por tomar la “jerga” sociológica en boga) la existencia de “actores sociales” que se muevan ateniéndose a una teoría y práctica política determinada. La vida de Lenin, es pues, la lucha personal por el poder, tierra inmóvil por la cual giran infinidad de constelaciones, que carecerán de fuerza cognitiva alguna, ya que están supeditadas a dicho centro explicativo.

            En la encomiástica crítica que L.A. Romero le tributa a este trabajo, entre otros conceptos en los que luego nos detendremos, afirma (que la autora): “…hasta logra disimular la escasa simpatía que tiene por su biografiado”. Intentando ser lo más sucinto posible, pasemos revista a algunos de los juicios de valor que la historiadora emite “disimulando” sus antipatías. Por ejemplo, comienza refiriéndose al propio aspecto físico de su personaje: “Una mirada demasiado penetrante, demasiado sostenida, de un color indefinible: una mirada de lobo”(pag 27). Fisonomía que, apelando a un psicologismo de lo más prosaico, estaría recubriendo una personalidad repugnante. Ahora tomará las opiniones de un adversario de Lenin, Struve, que señala: “La brutalidad y la crueldad de Lenin, estaban indisolublemente ligadas a una irreprimible pasión por el poder… que se expresa en un odio social abstracto y una fría crueldad política” (pag 66).

            Este Lenin joven, ya tiene su norte totalmente claro: es el deseo irrefrenable por llegar al poder. D´Encausse ejemplificará esto con la constatación del abandono de la práctica de ajedrez, el trato poco menos que irascible con sus compañeros de partido, y el rencor hacia aquellos que osan contrariar sus posiciones (es para ella, entonces, una cualidad innata atribuible a una personalidad resentida y rencorosa, lo que explica sus polémicas con su ex maestro Kautsky o Rosa Luxemburgo, por ejemplo). Ni rastros de una discordancia basada en apreciaciones teórica políticas que cada uno de ellos pudiesen sustentar. Otro sí digo: es una pena que la autora, que coloca en las antípodas de la brutalidad de Lenin, la delicadeza y elegancia de Plejanov, no leyera (o si lo hizo, no lo aplique) el trabajo de este último sobre el papel del individuo en la historia. Mal no le hubiese venido.

            No podía faltar en su análisis “disimulado” las sanciones morales: durante seis páginas probará la confiscación indebida que hiciera Lenin de una herencia, no ya para las arcas del partido, sino para su solaz personal. En honor a la verdad, obligatorio es decir que si bien con cierta perplejidad, constata que dicho monstruo es capaz de ser extremadamente afectuoso con su esposa, aunque de inmediato se apresura en mencionar relaciones adúlteras y hasta la existencia de un hijo no reconocido en la vida del jefe bolchevique.

            El fatídico año 17, encuentra a Lenin volviendo a Rusia y dando un golpe de timón a la política que hasta allí venía realizando su partido en relación al gobierno provisional. Por supuesto, no existe “racionalidad” en dicha actitud, ni mucho menos análisis de una situación concreta en donde intervienenfuerzas sociales objetivas, la “lúcida interpretación”, como no podía ser de otra manera, es la “ambición” del individuo: “Las brutales palabras de Lenin a su regreso, están muy poco de acuerdo con el comportamiento moderado y la voluntad unitaria de sus partidarios… Defiende la opinión contraria al proyecto con una rara violencia”(pag 209). El “interregno” entre febrero y octubre, es entonces, la preparación de un hombre agazapado, que espera el momento propicio para dar el zarpazo que lo catapultará a la cima: “El partido ya no escapará a su presencia y sus presiones. Entre Viborg y Petrogrado, el camino es corto. En algunos días, va a decidir reunir a los suyos y, con la ayuda de Trotsky, pondrá en marcha la última fase de sus proyectos, la que dará sentido al combate de toda su vida y, por lo tanto, a su vida entera: la conquista del poder”(pag 238). Para decirlo con más claridad, páginas más adelante reafirmará: “Para realizar ese designio con el que soñaba desde tanto tiempo atrás, había tenido que someter a los suyos, a menudo reticentes; desacreditar y eliminar a sus adversarios; usar alternativa o simultánemente la astucia, la manipulación y la violencia. Había puesto al servicio del proyecto que dominaba toda su vida un genio político que no debe subestimarse y un cinismo incomparable que, con frecuencia, chocaba incluso a quienes eran allegados a él” (pag. 296).

            Esta concepción que venimos desarrollando, es “omnicomprensiva”, ella servirá de “deux ex machina” no solamente para explicar a Lenin. Por ejemplo, el enfrentamiento con Trotsky, y la negativa de éste para unirse a las filas bolcheviques, obedece fundamentalmente al “amor propio” del posterior creador del Ejército Rojo (pag 215). También los integrantes del gobierno socialrevolucionario, serán explicados así: “Kerenski es de un temperamento irresoluto, incapaz de llevar adelante de manera consecuente un designio. En las horas más dificiles vacila, cambia de opinión, dilata las cosas y agrega a esa indecisión un cinismo indudable en sus relaciones con los otros. Así sucede con el general Kornilov, a quien utiliza y engaña, lo que enajena definitivamente del ejército” (pag 265). Causalidad o casualidad, lo concreto es que el mencionado “designio” le permite a la autora, como ya vimos en más de una ocasión, sortear el escollo de explicaciones más profundas.

            Para Lenin quedan el reconocimiento a dos de sus virtudes: su apego a cierta occidentalización, que lo alejaría de un provincianismo gran ruso y por otro lado, la concepción arraigada en cuanto a que la revolución iniciada en terreno soviético debía culminar en el marco mundial. Lo cierto, es que dichas apreciaciones quedan empequeñecidas dentro del contexto en el cual se formulan; es más uno está tentado a preguntar, si en verdad, esto último no obedecerá a un deseo de Ulianov por convertirse en una especie de emperador interplanetario cumpliendo un mandato (¿designio?) dictado por ambiciones inescrutables.

El atroz redentor Luis A. Romero

            Párrafos atrás, hacíamos referencia a algunos de los comentarios elogiosos que uno de los más prestigiosos historiadores actuales vertía sobre la obra examinada. Se parte de la afirmación, en cuanto a que trabajos como el de Deutscher, por ejemplo, ya han caducado: “El clásico modelo de historia de la revolución, escrito a partir de los supuestos mismos de los revolucionarios, se ha agotado y más allá de la calidad y belleza intrínsecas de ellas, son insatisfactorios”. Llenar ese vacío es la tarea, y el Lenin de D´Encausse cumple acabadamente con esa posiblilidad: “… es admirable la precisión y objetividad con que reconstruye paso a paso cuestiones que han apasionado a quienes, científicos o militantes, trataron de entender la dinámica de la política soviética o de encontrar el momento del error o la desviación. No es ése el propósito de la autora que, con ecuanimidad atribuye con exactitud a cada uno méritos y responsabilidades”.

            Dicha “ecuanimidad”, “precisión” y “exactitud”, como no podía ser de otra manera, llevarán a desatar el “nudo gordiano” de grandes temas del siglo XX, como el de la sociedad, el estado, el poder, etc. Y la respuesta es la consabida ambición mesiánica leninista. Romerolo expresará con claridad: “… la política de Lenin, nos dice HDE, apunta desde el primer día al poder, a la destrucción del poder enemigo y la conquista del estado primero, y de inmediato a la conservación del poder y la reconstrucción del estado”.

            La reflexión citada no aporta en realidad nada novedoso para el desciframiento y la comprensión científica de la primera revolución obrera triunfante y su posterior degeneración. La “objetividad” con la cual logra “disimular” la poca simpatía hacia su personaje, según Romero, vimos que no es tal. Siguiendo los pasos de su amigo Volkogonov, D´Encausse hace muy poco por ocultar su animadversación para con el político socialista, aunque sus críticos argentinos la pretendan cubrir con el aurea de una cientificidad inexistente. En eso nos traen a la memoria los juicios críticos que Popperle brindaba a Hegel en “La sociedad abierta”; en realidad no eran otra cosa, que la repetición de los epítetos morales y psicologistas que le endilgará su contemporáneo Schopenhauer.

            El procedimiento entonces, cierra sin fisuras: el stalinismo es la perfecta y evolutiva continuación del así entendido leninismo. A la “construcción mitica”, que observa Romero, realizada por las corrientes de izquierda adversas a Stalin, dando a luz un “Lenin verdade-ramente revolucionario”; se le contrapone una no menos construcción mitica (el de anti-héroe, en realidad) que encarna la personalidad “oscura” de Lenin. La conclusión de D´Encausse, que Romero saluda alborozado, tampoco se destaca por su originalidad, ni mucho menos por constituir una novedad teórica: “Así Helene D´Encausse nos convence con la abrumadora contundencia de las citas del propio Lenin que en él ya estaba todo Stalin. `Probablemente con más finura táctica, su principal reproche a Stalin es la grosería, pero con idéntica claridad acerca de los fines y los medios”.

A modo de conclusión: honestidad brutal

            Si como postula D´Encausse en el prólogo: “La ambición de este libro es contribuir a arrancar a Lenin de las pasiones ideológicas para inscribirlo en la historia del siglo que termina y que, quiérase o no, habrá estado dominado ante todo por sus ideas y su voluntad”(pag 12) dicho propósito no ha sido logrado. En primer lugar, porque “arrancar de la pasión” a cualquier actividad que desarrollemos (aún, o mejor, más aún) en las ciencias sociales, es tarea inútil. No se pueden escindir los juicios de hecho de los juicios de valor (y sobre estos últimos recae la pasión).Gramsci lo dirá con meridiana claridad: “El error del intelectual consiste en creer que se pueda saber sin comprender y especialmente sin sentir ni ser apasionado (no sólo del saber en sí, sino del objeto del saber ), esto es, que el intelectual pueda ser tal (y no un puro pedante) si se halla separado del pueblo-nación, o sea, sin sentir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas y, por lo tanto, explicándolas y justificándolas por la situación histórica determinada; vinculándolas dialéticamente a las leyes de la historia, a una superior concepción del mundo, científica y coherentemente elaborada: el saber. No se hace política-historia sin esta pasión, sin esta vinculación sentimental entre intelectuales y pueblo-nación. En ausencia de tal nexo, las relaciones entre el intelectual y el pueblo-nación son o se reducen a relaciones de orden puramente burocrático, formal; los intelectuales se convierten en una casta o un sacerdocio”(Cuadernos de la Cárcel, Tomo IV).

            Esto no quita, sino por el contrario presupone, la objetividad de parte del sujeto que conoce (que no invalida, su necesaria “parcialidad”), entendida ésta como honestidad intelectual: todo recorte y selección de información es legítimo, no siendo así el ocultamiento deliberado de algunos que no se “amoldan” a la teoría a la que uno adscribe. Esto se observa en el análisis de la guerra civil que realiza D´Encausse, en él la intervención extranjera imperialista queda difuminada, y ni que decir la omisión de infinidad de rasgos que conforman el régimen zarista, y hasta afirmaciones sin real sustento empírico. Ya lo señalaba el propio Lenin: “!Qué dificil es hallar un adversario honesto!”.

            La autora entonces, no debe (ni tampoco puede) “no tomar partido” cuando posa la mirada sobre su objeto de estudio. El inconveniente es que lo hace desde “arriba”, instalada comodamente en el “jardin del saber” de las clases dominantes, y todas sus lecturas están mediadas por dicho “puesto de observación”. Dicha mirada está al servicio del orden imperante, como algo estático y dado para siempre, en donde todo intento de violentarlo está condenado, de antemano, al más siniestro fracaso: “el desquite de la realidad” dirá doctoralmente Romero.

            Además, y como también vimos, la figura de Lenin y luego la de Stalin; al igual que la de sus opuestos Martov o Kerensky se explican por sí mismos: temperamentos fuertes vs temperamentos débiles, voluntad firme o voluntad irresoluta, capacidad de dirección política o carencia de ella; ambición de poder, entendida ésta como un ansia milenarista y meramente individual. No es que neguemos la importancia de elementos tales como la personalidad, la tenacidad en la prosecución de fines, y si se quiere, hasta cierta ambición en la acción consciente de los seres humanos. Sería de necios, no tomarlos en cuenta, lo que afirmamos es que  que hay que ver qué “jerarquía” le asigna el investigador en la explicación de esa realidad histórica en constante devenir, y a su vez, ubicarlo en una totalidad mayor que los engloba y que, por ende, permite obtener una imagen más rica (y más fiel) del personaje estudiado.

            En D´Encausse estos rasgos individuales están brutalmente (para tomar un adverbio grato a la autora) sobredimensionados, convirtiéndose así en explicación excluyente (es más, es propiamente la única) del proceso histórico en toda su rica vastedad: la situación social rusa, las luchas entre sectores y partidos, la revolución, etc; son simples expresiones de la acción de caracteres fuertes y resolutivos frente a otros más opacados y sin sed de venganza: la historia es pues, la cíclica repetición del enfrentamiento entre el asesino rey Claudio y su heredero sobrino Hamlet.

            Si realmente quisiésemos saber el porqué las ideas (que por otra parte, nunca son explicitadas por su biógrafa) y la voluntad de Lenin dominaron la historia de este siglo, como afirmaba el Prólogo; nos encontramos enteramente huérfanos. Partimos de un Lenin que estudia abogacía movido por la obsesión de poder y concluímos con el mismo personaje, muerto al frente de un estado sangriento, que no es otra cosa que la materialización de dicha ambición personal y egoísta. Giramos infinitamente en círculo y terminamos exhaustos, como perro que intenta vanamente morderse la cola.

                D´Encausse atinadamente, y acorde a la exposición que va a comenzar, utiliza una sentencia de Trotsky como epígrafe de su trabajo; en la cual la persona de Lenin es considerada “providencial”. Amerita, entonces, cerrar este escrito, con otra cita del referido autor: “El papel de la personalidad cobra aquí ante nosotros proporciones verdaderamente gigantescas. Hay que saber comprender ese papel, considerando a la personalidad como un eslabón de la cadena histórica. Lenin no era ningún elemento accidental en la evolución histórica, sino el producto de todo el pasado de la historia rusa. Tenía en ella sus raíces más profundas. Había luchado al lado de los obreros de vanguardia durante todo el cuarto siglo precedente. La llegada de Lenin sólo acelera el proceso. De todos modos, el materialismo dialético no tiene nada en común con el fatalismo”. Palabras tomadas de la Historia de la Revolución Rusa, obra, que como diría Romero, no está exenta de calidad y belleza literarias… pero para Historia, los libros de Helene Carrere d´Encausse.


Notas

[1]Lenin deH. Carrere d´Encausse, FCE, 1999. La crítica de L. A. Romero apareció en Clarín, 20-6-99

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