Clásico Piquetero. El año 1 de la Revolución Rusa. Víctor Serge. (Biblioteca Militante. Ediciones RyR 2011)

en Aromo/El Aromo n° 120/Novedades

Los debates acerca de las tareas que deben realizar una revolución deben expresar de manera “concreta en la situación concreta” como tanto nos gusta decir, a las clases sociales, y el nivel de desarrollo de cada una de ellas, en el espacio nacional en el que se juega la revolución. Las tareas que ya han cumplido o las que restan por realizar, y la capacidad de cada clase de hacerla. Es lo que brevemente expresa el primer fragmento que publicamos hoy del libro de Serge, publicado originalmente en 1930. El siguiente expone la relación directa aunque no automática, entre esas clases y sus dirigentes, mediatizada por las organizaciones respectivas. Allí se señala como una clase destaca a sus mejores componentes, los más audaces y clarividentes, para realizar la tarea de conducirla con audacia y clarividencia. De manera que los dirigentes de la estatura de la conducción de la Revolución Rusa se forjan con el aporte de los combates de la clase obrera y su vanguardia, y con la convicción y confianza de esa vanguardia en desarrollar una estrategia socialista sin componendas. Si un siglo atrás la burguesía y la pequeña burguesía no merecían confianza, ni exponían fortaleza, hoy en día esa condición es mucho más marcada y mucho más necesaria la delimitación respecto de sus políticas. Es imperioso evadir cualquier intento de la burguesía decadente y degradada, de arrastrarnos en su caída.


La burguesía y la pequeña burguesía son derrotadas por separado.

De los hechos examinados en este capítulo se desprenden algunas observaciones teóricas.

1. La primera fase de la revolución proletaria y campesina se cierra en enero con la marcha triunfal a través de todo el país. Por todas partes, desde el mar Báltico al océano Pacífico, las masas hacen la revolución, la aclaman, la defienden, la imponen irresistiblemente. Su victoria es completa; pero ya entonces, y al mismo tiempo, choca con las dos coaliciones imperialistas beligerantes: la de los Imperios centrales y la de los aliados.

La guerra civil va a continuar, o más exactamente, va a renovarse, atizada por la intervención extranjera. La revolución, victoriosa en el interior, se encuentra frente a frente del mundo capitalista.

En el interior, su victoria -que se ha repetido en las más diversas circunstancias en Petrogrado, en el Gran Cuartel General, en el Ural, en el Don, en el Kuban, en Ucrania, en Besarabia, en Crimea, en Siberia- ha resultado asombrosa y fácil, a pesar de las resistencias encarnizadas que ha encontrado. Las causas están a la vista; la revolución es obra del elemento más activo, del más enérgico, del mejor armado de la población; en una palabra, de la mayoría del proletariado y de la mayoría del ejército; cuenta con la simpatía de la gran mayoría de la gente del campo. Este concurso extraordinario de circunstancias es debido a que coincide el final de la revolución burguesa -que da satisfacción a las masas rurales al suprimir el feudalismo de la tierra- y el comienzo de la revolución proletaria. El proletariado da fin de una manera consciente a la tarea comenzada por la burguesía en sus luchas con el antiguo régimen para conseguir el libre desarrollo del capitalismo. Al completar esa obra la supera, como es natural, aunque con cierta lentitud. La incompatibilidad del ejercicio del poder político y de no disponer de los medios de producción se deja sentir poco a poco durante la lucha, y es puesta de relieve por la resistencia que ofrece la burguesía. La guerra civil, más bien que el propósito de realizar una rápida transformación socialista, impondrá, al cabo de algunos meses, las grandes medidas de nacionalización. La realidad superará a la teoría, es decir, a la conciencia proletaria, que desearía que la conquista de la producción se llevase de una manera progresiva, más racional, menos apresurada, menos brutal. Durante el período que acabamos de estudiar se ve cómo se dibuja netamente esta pugna y su solución.

2. La burguesía rusa, por temor al proletariado, no ha sido capaz de lograr por sí su propia revolución (que consistía en satisfacer a las masas campesinas, sacrificando el feudalismo de los terratenientes), y en esto ha de verse una de las causas profundas de su desaparición. Por temor a los campesinos, demoró, bajo Kerenski, la reunión de la Asamblea Constituyente y formó bloque con los terratenientes, que eran el elemento más reaccionario de la antigua sociedad rusa. Desde aquel momento quedaban condenados a la impopularidad los partidos socialistas que se colocaban a remolque. La educación revolucionaria que debían a la autocracia y el poderoso influjo ejercido sobre ellos por el proletariado sustraían demasiado a estos partidos a la influencia directa de la burguesía, y no era posible que se decidiesen a apoyar a ésta sin reservas. Víctimas de sus ilusiones

democráticas, intentaron muy pronto, desarrollar una política propia y fundar una república democrática calcada casi por completo sobre el modelo francés. La burguesía, más clarividente, más conocedora de la potencia obrera, aspiró a implantar una dictadura de clase (Kornilov); pero le faltó, a último momento, el apoyo de las clases medias. Entregada a sí misma, numéricamente muy débil -como lo ha sido siempre y en todas partes, por la enorme desproporción entre el número de capitalistas y su fuerza económica-, era fatal que la burguesía rusa sucumbiese. Desde noviembre de 1917 hasta la primavera de 1918 la vemos aplastada, reducida casi por completo a la impotencia. No tiene un jefe, ni un hombre político de valía, ni es un partido serio. u desconcierto es absoluto. Apenas si algunos millares de hombres, casi todos ellos oficiales, dirigidos por un puñado de generales, salen a la defensa de su causa, solos, a la desesperada. La burguesía aterrada de las ciudades no acierta siquiera a apoyar eficazmente la empresa descabellada de Kaledin, Alexeiev, Kornilov. Éstos, que despiertan los recelos de las clases medias democráticas, son derrotados en todos los encuentros por las guardias rojas. Pongamos de relieve el hecho de que, si su derrota es tan fácil, es debido a que la pequeña burguesía “avanzada” les niega su apoyo.

La división de la burguesía y de la pequeña burguesía pone de manifiesto la impotencia de la clase de los capitalistas y de los terratenientes, cuando se ve entregada a sí misma. Aquella clase, una vez vencida, no es capaz de levantarse por sus propios medios.

3. Tan verdad resulta esto que estamos viendo cómo se realiza ante nuestros ojos un curioso reagrupamiento de fuerzas sociales: la burguesía, incapaz ya de arrastrar a las clases medias, cuyo antagonismo con el proletariado se va agravando, se coloca a remolque de aquéllas.

Durante la insurrección, la pequeña burguesía de las ciudades, con los socialistas a la cabeza, se suma resueltamente a la contrarrevolución. Pero la de los campos, formada por campesinos de mediana posición y de posición desahogada, a los que satisface la revolución, no sigue aquel impulso. La pequeña burguesía de las ciudades, que se tiene por revolucionaria por el hecho de odiar el antiguo régimen y por creer en la democracia, al verse derrotada se aferra a sus ilusiones gubernamentales, pero sin atreverse a recurrir de nuevo a las armas; la experiencia de lo que le ha sucedido a fines de octubre y en los comienzos de noviembre ha sido demasiado elocuente. El derrumbamiento de la Asamblea Constituyente nos demuestra estrepitosamente la absoluta incapacidad política de las clases medias, y nos confirma en nuestra convicción de que las únicas clases que están llamadas a decidir los destinos de las sociedades modernas son el proletariado y la burguesía.

(…)

El partido y los hombres.

Detrás de estas grandes figuras de primer plano hay, sin duda, multitud de otras prontas a remplazarlas si llegasen a desaparecer; figuras activas, enérgicas, grandes también. La revolución tiene abundancia de hombres porque ha despertado a la actividad creadora las masas incontables de las clases sociales, rebosantes de savia joven que antes se perdía. Las figuras de segundo plano son numerosas y dignas de estudio. Entre ellas abundan también las que sólo esperan la ocasión propicia para erguirse con una grandeza todavía mayor. Sin embargo, la selección de jefes que se ha realizado no tiene nada de arbitrario ni de injusto; el paso de los años nos permite juzgarla. Esa selección la han impuesto veinte años de preparación revolucionaria y dieciocho meses de tormentas; no es obra de la arbitrariedad de un congreso ni de componendas electorales.

Sin duda alguna que la grandeza y fuerza de estos hombres se debe a la grandeza y fuerza del partido, que es, a su vez, grande y fuerte cuando lo son las masas y las clases sociales.

No vamos aquí a profundizar en el problema del papel que la personalidad desempeña en la historia. Las clases, las masas, el partido, actúan a través de los individuos, demostrando precisamente su aptitud para la victoria en la elección que hacen de individuos. De haber sido asesinados Lenin y Trotski en septiembre de 1917, ¿no se habrían reducido en una proporción inconmensurable las probabilidades de victoria de la revolución? De haber desaparecido en las circunstancias actuales, en los meses de julio y agosto de 1918, ¿no podría compararse su desaparición a la del lobo de mar experimentado que, a bordo de un navío zarandeado por la tempestad en pleno océano, resume en su cerebro el máximum de probabilidades de salvación? Lenin tenía este temor. “Dígame – preguntaba cierto día a Trotski-, si los blancos nos matan a usted y a mí, ¿serán capaces Bujarin y Sverdlov de salir adelante?” La frase inglesa, de una extraordinaria exactitud en los negocios: the right man in the right place (el hombre que conviene en el cargo que conviene) puede aplicarse más exactamente aún a la lucha de clases. Y es seriamente significativo que el antiguo régimen, primero, la burguesía rusa luego, no hayan acertado a dar con los hombres que les hubieran hecho falta, ni hayan sabido colocarlos en el lugar que les correspondía, mientras que el proletariado dio con ellos en el acto; también es significativo que, en todo el mundo, y cada vez más, se vea la burguesía en la necesidad de pedir prestados jefes políticos y estadistas, si no al proletariado, por lo menos al socialismo.

Ya hemos visto cómo Lenin, al poner de relieve la importancia salvadora de la autoridad individual, demostraba la compatibilidad de la dictadura personal con la dictadura del proletariado. En efecto, la fuerza inmensa de las clases revolucionarias se nos representa como una fuerza elemental que es necesario canalizar, encauzar, dirigir, organizar, para que sea capaz de vencer a las fuerzas ya organizadas de las clases contrarrevolucionarias. Una clase social bien organizada, bien dirigida, acabara por imponer su ley a otras clases mucho más fuertes que ella, pero desprovistas de organización y de dirección. Es una diferencia parecida a la que existe entre un pequeño ejército y una turba numerosa. El partido es, dentro de las masas obreras y campesinas, el fermento organizador. En tales momentos su función es múltiple: es la expresión de las aspiraciones más generales y más urgentes de las multitudes, las traduce en actos conscientes; atrae, moviliza, encuadra y disciplina a los elementos más activos de las clases que representa; elige entre ellos administradores, agitadores, jefes; establece entre los jefes y las masas una cantidad de contactos y de continuos intercambios recíprocos en las grandes asambleas, en los congresos, en los mítines o en el trabajo cotidiano; asegura, en fin, en el seno de la clase obrera, el predominio del elemento consciente sobre los elementos retrasados, la victoria de la inteligencia y de los instintos superiores sobre las influencias extrañas, las taras hereditarias, los instintos inferiores.

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