Celeste, blanco y rojo. Democracia, nacionalismo y clase obrera en la crisis hegemónica (1912-22)

en Revista RyR n˚ 2

Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en las  V Jornadas Inter Escuelas-Departamentos de Historia y I Jornadas Rioplatenses Universitarias de Historia, Montevideo, Uruguay, 1995

Por Eduardo Sartelli

Qué ves?
Qué ves cuando me ves?
Cuando la mentira es la verdad
Divididos

El agudo conflicto entre la forma y el contenido de las instituciones capitalistas, entre la libertad abstracta, la igualdad y el individualismo del intercambio capitalista y la coerción concreta, la opresión y el automatismo de la producción capitalista, resulta del hecho de que en esta sociedad la fuerza de trabajo es una mercancía. No puede resolverse mientras la fuerza de trabajo siga siendo una mercancía: un justo salario diario por un justo trabajo diario. Sólo puede alcanzarse según el principio revolucionario: Abolición del sistema salarial. Lo que el capitalismo promete, sólo el socialismo lo puede
conseguir.
Stanley Moore: Crítica de la democracia capitalista

  1. Introducción

a) La necesidad de una historia de la hegemonía burguesa

            En momentos en que este trabajo sea publicado, la sociedad argentina habrá visto pasar el vigésimo aniversario del golpe militar del 24 de marzo de 1976. Veinte años después del inicio de la dictadura más sangrienta que haya sufrido, esa misma sociedad puede ya festejar trece años de democracia. Quienes creyeron que era posible encontrarse, a la salida de la dictadura, con algo más que unos mecanismos regulados y públicos de renovación de autoridades y la posibilidad de decir y hacer algunas cosas más, podrían sentirse hoy tentados a realizar un balance más crítico que la alegre cantinela con la que imaginaban saludar la llegada del paraíso terrenal. Sin embargo, pocos son los que se animan a discutir «la democracia»: estigmatizados como violentos o enloquecidos atrapados en el tiempo, cualquier cuestionamiento a las formas políticas convierte a los audaces en outsiders. La crítica debe restringirse a los marcos establecidos por el sistema mismo y sólo puede ejercerse como medio de perfeccionar lo existente: lucha contra la corrupción, por la independencia de la justicia, por la ley de cuotas, por la elección popular del intendente de Buenos Aires, contra los abusos de las empresas privatizadas, etc., etc..

            A la hora de explicar por qué la avanzada más feroz contra las condiciones de vida de las masas se produce con su propio consentimiento, al menos tal como éste se expresa en las urnas, los «cientistas políticos», ese invento socialdemócrata-radical para gestionar las «transiciones’, enmudecen. 0 peor aún, apelan a las teorías más reaccionarias. En sus escritos la democracia aparece como un bien preciado cuya existencia y reproducción se antepone a todo. Para ellos, la democracia surgió de la «caída» de la dictadura, no fue el producto de la lucha victoriosa del pueblo argentino sino del desastre político del gobierno militar. Esta visión lleva fácilmente a hacer de Haig y Thatcher los héroes de la jornada, como Carter lo fue de la resistencia. Una imagen creada más a la izquierda considera que la dictadura no cayó, fue «volteada». La democracia aparece aquí como el resultado de una clase obrera triunfante e intacta tras los años negros. Cómo, en nombre de una democracia fruto de la victoria popular o de las virtudes del imperialismo, el pueblo argentino se degrada cada vez más en la miseria material y moral, es algo que ninguna de las dos posiciones puede explicar. Porque lo que está mal en sus planteos es la concepción misma de la democracia, las ilusiones que con ella se tejen y las perspectivas que creen poder desarrollar en el juego que ella impone. Esta democracia no es una forma «adherida»a un régimen social con un grado casi infinito de indeterminación y autonomía. Por el contrario, esta democracia, la única posible en la sociedad capitalista, la democracia «burguesa», está en el centro de los mecanismos de dominación social, es ella misma el eje de todos los instrumentos de opresión política y social. Democracia burguesa es el nombre de la dictadura de la burguesía en momentos de plena hegemonía. Tambalea y se cae con ella misma pero jamás constituye el mecanismo privilegiado por el que el pueblo llega al poder. En este sentido y, malgrado de las efímeras victorias momentáneas que puedan representar la caída de un régimen político y sus representantes, la instauración de la democracia burguesa es siempre el resultado de una derrota a largo plazo de la clase obrera en tanto ella procede a confiscar políticamente las energías desarrolladas por el avance popular.[1]

            La «caída» de la dictadura fue una victoria a medias: no puede negarse que la rebelión popular estaba en marcha mucho antes de Malvinas y que ésta constituyó una fuga hacía adelante. Tampoco puede negarse que la forma en que se resolvió la crisis dejó al descubierto los límites de dicha rebelión: cayó la dictadura, no su base social. Un elenco político fue sacrificado en aras de la continuidad de la burguesía y es completamente cierto que la fuerza de la clase obrera no dió para más. Está todavía por verse por qué la rebelión contra el régimen político no se transformó en rebelión contra el capital, pero lo cierto es que éste emergió finalmente victorioso reimponiendo su dictadura bajo otra forma: la democracia burguesa. No entender esta compleja situación es lo que lleva a enredarse en planteos confusos acerca de la «victoria» o la «derrota» y, por supuesto, a no comprender los alcances de una y otra. No ayuda ni a entender la fragilidad de la primera ni la profundidad de la segunda.  

            Hoy, entonces, no está de más recordar en qué consiste la democracia burguesa, entenderla no como concepto abstracto sino como realidad operante. Dado que, a pesar de su carácter más o menos universal en los países capitalistas, el contenido concreto es siempre el resultado de un proceso histórico, entender cuál es ese contenido implica abandonar las fórmulas y apelar a la investigación empírica.[2] En el caso argentino, está aún por hacerse una historia de la hegemonía burguesa, de la cual la historia de la democracia no es más que un capítulo. Aquí nos limitaremos a rastrear sus orígenes y su primera crisis, mostrando como en ella nace ella la democracia burguesa. Al mismo tiempo, en la crisis se hacen visibles aquellos aspectos del problema que en momentos de «normalidad» parecen desaparecer.

b) El problema de las identidades

            En la sociedad capitalista, la lucha de clases se libra en todos los planos. Uno de esos campos de batalla opera en el universo de las identidades sociales. Precisamente, el problema de la transparencia de las relaciones sociales alude a este conjunto de temas: para que los seres humanos puedan observar la realidad de las relaciones en las que viven es necesario despejar el panorama construido por la clase dominante, interesada en oscurecer al máximo la visión.[3] Las «identidades» son producto de esta tensión y no un mero «invento» sino una transmutación de lo real que conserva algunos elementos con exclusión de otros o todos con alteración de las relaciones que los unen. Así, clase, nación, género, etnía, ciudadanía, etc., son categorías que definen identidades de modo conflictivo y complejo, implicando subordinaciones y rebeldías (la separación analítica no debe hacernos olvidar que todas estas categorías actúan juntas en cada persona, lo que constituye la dificultad más importante). De todas, nos interesan, a los efectos de entender los orígenes de la hegemonía burguesa en Argentina, las que constituyen la nacionalidad y la ciudadanía como procesos de subordinación simbólica. Estos procesos tienen un marco general en el que se mezcla desde una relación material entre fuerzas sociales, hasta el desarrollo de la economía en un contexto específico, el despliegue de formas políticas que se modifican al compás de las necesidades hegemónicas y el surgimiento y desarrollo de nuevas constelaciones de poder social.

            Como todo conflicto, el resultado depende de las capacidades y habilidades de las fuerzas en pugna y no, como quisiera una visión reproductivista, del producto de las iniciativas de un estado omnipotente ni, como desearía una orientación populista, la demostración de la inmutable independencia de la «cultura popular».[4]Resultado del conflicto, sigue también sus vaivenes y adopta las armas que la coyuntura le impone. La irrupción de la conciencia de clase significa la aparición de una categoría identitaria fuertemente disruptiva, en tanto cuestiona el credo central de la sociedad burguesa, la igualdad política absoluta entre sus miembros. Aparece, para la burguesía, un problema mayor: reducir al orden la situación eliminando la conciencia de clase o subordinándola a otras categorías. Nación y ciudadanía son las principales armas de la burguesía en esta lucha simbólica.

            Para conseguir la instalación de su hegemonía la burguesía terrateniente tuvo que centralizar el poder del estado dando fin al caos de una clase dominante aún en formación. Los años dorados del roquismo fueron los años de oro del «pacto desarrollista», la primera formación hegemónica instaurada por la burguesía argentina. Pero una vez que esta empezó a resquebrajarse se hizo patente la necesidad de reconstruir las formas de la hegemonía: la crisis del «pacto desarrollista» deja paso a la construcción de la democracia burguesa. Pero una democracia necesita ciudadanos. Y no ciudadanos abstractos sino munidos de cierta penetración del espacio social dominado por esa burguesía: la Nación. La creación de la democracia burguesa implicaba, simultáneamente, la de los argentinos, destruyendo y/o subordinando toda otra identidad. El proceso de creación de los «argentinos» arranca a comienzos del roquismo y llega a su climax en las sangrientas luchas obreras bajo el gobierno de Yrigoyen. Implicó el intento de subordinar la identidad clasista que se desarrollaba desde comienzos de siglo, oponiéndole, entre otras cosas, el desarrollo de la ciudadanía política, es decir, la democracia burguesa. Si la nación y la ciudadanía se imponen a la conciencia de clase, en esa subordinación consiste la derrota de la clase obrera: la pérdida de su identidad de clase y, por lo tanto, de su independencia política. Pero para la burguesía es siempre una victoria efímera: dado que la identidad de clase surge directamente desde la fábrica y la vida cotidiana, el clasismo es siempre una identidad latente, a diferencia de la nación o la ciudadanía que son impuestos desde fuera. En cuanto la crisis se desata, el clasismo irrumpe con menor o mayor fuerza, sobreponiéndose a toda otra identidad. Es lo que veremos en las jornadas más críticas del gobierno de Yrigoyen.

c. Hegemonía como violencia material e ideológica

            Desde una perspectiva reformista, la formulación del concepto gramsciano de hegemonía deviene una justificación de la aceptación de los límites de la democracia burguesa como democracia «a secas»[5]. No pretendemos aquí desarrollar ningún comentario sobre Gramsci sino sólo señalar las premisas teóricas con las que nos movemos. En nuestra perspectiva, hegemonía es la forma específica de la dominación de clase en aquellos momentos en que no es desafiada abiertamente sino que aparece bajo formas «consensuales». La hegemonía es una forma de dominación, al mismo tiempo, más poderosa y más frágil: más poderosa porque los dominados parecen sostenerla, más frágil porque en ese sostén están implicadas lecturas diferentes de lo que ha sido consensuado. La primera desaveniencia en torno al carácter del «pacto» deja ver la ficción que lo constituye y abre paso a una crisis de hegemonía. Sobre todo, deja ver hasta qué punto el «consenso» no es tal. La hegemonía es casi siempre una mezcla de coerción y consenso pero la forma y la relación específica entre ambos es cambiante. Lo que debe queda claro es que, como señala Perry Anderson, la hegemonía se asienta, en última instancia, en el uso o la amenaza de medios coercitivos. Y como él, creemos que existe una asimetría fundamental en la hegemonía característica de los países capitalistas: la coerción es propia y exclusiva del Estado, mientras el consenso se da tanto en este como en la sociedad civil (entendida esta como el conjunto de instituciones fuera del aparato estatal)[6].

             Además, las formas hegemónicas no son resultado momentáneo de circunstancias políticas de corto plazo. Por el contrario, una verdadera formación hegemónica[7] es un factor de larga duración, asentada en bases sólidas que generan una «estabilidad» duradera y su contenido particular sólo puede ser expuesto por la investigación histórica. Agotadas las bases materiales e ideológicas que sustentaban una formación hegemónica se abre paso una crisis cuya profundidad depende de las circunstancias.

            Según dijimos, la hegemonía implica coerción y consenso. Sin embargo, es necesario añadir a lo señalado anteriormente sobre el respaldo último del consenso (la coerción explícita o su amenaza), que este mismo es el resultado de la violencia. Lo que los seres humanos llegan a aceptar no se basa en la libre elección sino en el resultado de los conflictos en los que intervienen. Se ven forzados a elegir entre posibilidades acotadas por ese resultado[8]. De allí que toda formación hegemónica se abre con un momento previo de excepcional violencia material e ideológica (lo que no implica que la violencia material o ideológica no sea contínua, sino que se institucionaliza y el tiempo la transforma en costumbre). Dado que la violencia y la elección forzada son fenómenos externos, el «consentimiento» es siempre provisorio.

            En consecuencia, es necesario siempre un acto de violencia previo para gestar las condiciones de posibilidad de la hegemonía, momento creador de sus condiciones de existencia, que se diferencia del ejercicio continuado e institucionalizado, «normal», de la violencia y la coerción. Tales momentos constitutivos son excepcionales, pero expresan la exacerbación de la normalidad burguesa: la violencia inusitada concentrada en tales etapas son la manifestación súbita de aquello que ocurre cotidianamente en dosis «homeopáticas». Este momento, celosamente oculto en los más recónditos pliegues de la memoria burguesa, sólo se puede recuperar a partir del análisis histórico, única instancia que permite aclarar los orígenes oscuros de la hegemonía. En el caso argentino, la conformación de la hegemonía de la Burguesía terrateniente fue posible por una particular conjunción histórica en la que los momentos de coerción y consenso se encuentran parcialmente separados temporal y geográficamente. En la Argentina la clase obrera surge a partir de dos fuentes: la desestructuración de sociedades precapitalistas locales y la oleada inmigratoria. En el primer caso, los mecanismos de «consenso» son casi nulos: la eliminación violenta de la población indígena o la destrucción no menos violenta de sus condiciones de vida que la fuerza a incorporarse al mercado de trabajo cuando no a desaparecer lisa y llanamente; también la eliminación de las condiciones de vida propias de otros tipos de población local (gauchos, campesinos, etc.)[9].En el segundo caso, el momento de coerción se realiza en los países de origen de la población migrante, como Italia o España. Allí, los procesos de acumulación originaria expulsan a la población campesina, colocándola ante la opción de la emigración o la miseria. Esta situación traslada la esperanza por la revolución social en el país de origen a la «revolución» individual allende las fronteras[10].

            Precisamente, en el núcleo que constituirá la clase obrera argentina, el momento de coerción se da temporalmente antes y geográficamente fuera de la formación social receptora. Esto es lo que permite a la Argentina presentarse como «tierra de promisión y libertad», donde la coerción y la violencia están ausentes, por oposición a las realidades dejadas atrás. Esta ventaja es crucial en experiencias como la argentina (o la norteamericano-canadiense, por dar otros ejemplos) a la hora de construir la hegemonía: la clase dominante aparece con las manos «limpias», a diferencia de la europea, que ha debido realizar ella misma el trabajo sucio contra una extensa población precapitalista a la que debe «convertir» a las nuevas relaciones sociales. La migración conlleva la esperanza por una oportunidad de ascenso social, es decir, una confusa aspiración por hacer la América, «aburguesarse». Surgen de esta manera, a partir de la violencia las condiciones para la gestación del consenso que caracterizará la edad de oro de la Argentina agroexportadora, el consenso «desarrollista».

d) La democracia y la crisis hegemónica

            La sociedad burguesa se caracteriza por la separación entre economía y política consumada en la igualdad establecida entre individuos desiguales. La democracia burguesa consagra la desigualdad bajo la forma de la falsa igualdad de los ciudadanos. Y es este el principal elemento constitutivo de la hegemonía burguesa, que radica en el estado y no en la sociedad civil. Es la forma misma del estado parlamentario la que constituye la «sintaxis permanente del consenso inculcado por el estado capitalista»[11]. En palabras del mismo Anderson,

… el estado burgués «representa» por definición a la totalidad de la población abstraída de su distribución en clases sociales, como ciudadanos individuales e iguales. En otras palabras, presenta a hombres y mujeres sus posiciones desiguales en la sociedad civil como si fuesen iguales en el estado. El parlamento, elegido cada cuatro o cinco años como la expresión soberana de la voluntad popular, refleja ante las masas la unidad ficticia de la nación como si fuera su propio autogobierno… Esta separación es, pues, constantemente presentada y representada ante las masas como la encarnación última de la libertad: la «democracia» como el punto final de la historia.

            La clave de esta forma hegemónica consiste en que adopta «la forma fundamental de una creencia por las masas de que ellas ejercen una autodeterminación definitiva en el interior del orden social existente»[12].Este es el factor que hace de la democracia burguesa la matriz de la confusión en la que caen todos los reformistas: una vez aceptados los límites, el propio sistema impone la derrota por mano propia: el esclavo le saca el látigo al amo y se golpea solo. Así, la desmoralización sucede a los momentos de auge democrático y la dispersión y la crisis de las organizaciones que habían liderado el proceso son el paso previo a la apatía generalizada. El mundo ha vuelto a la normalidad … burguesa. Y con ella se acaban las promesas y las ilusiones:

La pregunta por la democracia probablemente es hoy la más pertinente para organizar una lectura del más cercano pasado político de la Argentina. Imperiosa y angustiante a la vez, para quienes aquí vivimos, remite a una compleja cuestión: por qué si sus valores se hallan tan sólidamente instalados en el imaginario político argentino, sus realizaciones prácticas han sido siempre insatisfactorias, esporádicas, llenas de promesas incumplidas, entre las que se cuentan, a mi juicio, las del presente.[13]

            Así comienza uno de los textos con los que desde la centroizquierda se intenta pensar hoy el problema. Y es el resultado de una experiencia y una decepción: es la experiencia de la intelectualidad socialdemócrata y su apuesta por el alfonsinismo. Ese fracaso fue coronado por el triunfo menemista que, con las mismas armas con las que se suponía se crearía una nueva sociedad progresista, dio a luz la miseria en que vivimos. Habiendo soñado con Sarmiento y Juan B. Justo y despertado con Menen y CavaIlo, Romero se pregunta por esta particular desgracia de la democracia en la Argentina. Objeción primera y crucial: ¿por qué en Argentina? ¿Acaso la democracia cumplió sus promesas en algún lugar del mundo? Dada la radical novedad de la democracia burguesa en casi todo el tercer mundo y la similitud que con la experiencia argentina se podría encontrar en buena parte de la periferia capitalista, la pregunta de Romero debiera buscar su respuesta en un marco más amplio. Repitiendo la insularidad y el provincialismo que caracteriza a la actual historiografía argentina, demasiado preocupada por hurgar puertas adentro en lugar de observar procesos globales allende las fronteras, Romero no encontrará nunca la clave: ni siquiera en los países centrales puede hablarse de promesas cumplidas por la democracia hasta después de la 2da. Guerra Mundial. Y aún después, es fácil argüir que el conjunto de promesas que la socialdemocracia europea formuló en reemplazo de la revolución socialista nunca llegó ni por aproximación a los sueños más modestos. Y también es muy conocido que ese remedo de «democracia social» llamado estado de bienestar fue el precio que la burguesía debió pagar para contener el poder del trabajo, keynesianismo mediante[14].El precio valió la pena, porque lo que se compró fue el ‘compromiso histórico» con el cual socialistas y comunistas cedieron su deber revolucionario. No menos cierto es, digámoslo, que la victoria contra el nazismo y el fascismo fue también una victoria a medias: aprisionada entre la barbarie estalinista y la ocupación norteamericana, la clase obrera europeo-occidental hizo, de todos modos, pagar su precio al capital. Por eso, más que buscar alguna desviación en el camino ascendente que Romero imagina para la democracia argentina hasta la caída de Perón, lo que debiera intentar comprender es la profunda e inconciliable contradicción que enfrenta burguesía a democracia, aquí y en cualquier lugar en que el capitalismo exista.

            En lugar de esta realidad subyacente al apacible escenario en el que muchos imaginan que existe la «democracia», Romero prefiere creer que ella es ese escenario mismo. En consecuencia, a la hora de dar cuenta del fracaso de la democracia argentina, desecha el análisis global y apela a explicaciones de orden coyuntural: la gravedad de la crisis de 1917-21, con la consiguiente retracción de la burguesía a posiciones antidemocráticas es considerada tan importante como «la escasa vocación republicana» de los dos líderes elegidos popularmente, Yrigoyen y Perón, cuyas prácticas políticas eran la perpetuación de los estilos del «régimen oligárquico’ no barridos por la ola democratizadora». La contradicción salta pocas líneas después cuando el mismo Romero señala que el peronismo produce el «arrasamiento de cuanto elemento quedara de «antiguo régimen»». Entonces, ¿por qué se detuvo la marcha ascendente?. Ad hoc interviene y la clave parece ser ahora la proscripción del peronismo y la crisis social y política surgida de los intentos empresarios de desandar las concesiones que el movimiento creado por el «primer trabajador» había entregado. A lo que se le suma «el descrédito en el que la democracia había caído», sobre todo entre quienes creían poder ofrecer una alternativa, cediendo la conducción del movimiento democrático surgido del cordobazo «a las organizaciones armadas.» El alfonsinismo significó la revalorización de la democracia por el conjunto de la sociedad. Entonces, ¿por qué fracasa ahora? Ad hoc retorna y el problema resulta ser que «la civilidad» chocó esta vez con los militares y este «fue el punto de inflexión de la ilusión democrática».

            En toda esta reconstrucción, Romero ha bordeado la verdad pero la ha esquivado eludiendo preguntas claves: ¿por qué los «sectores propietarios» pasan a posiciones «antidemocráticas»? ¿Qué hay en la crisis de 1917-22, es decir, en la emergencia de la clase obrera, que se les hace intolerable? ¿Por qué se proscribe al peronismo, es decir, a la clase obrera? ¿Quién estuvo detrás del proceso militar responsable de la mayor sangría contra la clase obrera argentina? Pero ¿esto es resultado de una peculiaridad argentina? ¿Hace falta recordar quién construyó el nazismo y el fascismo? Romero no quiere sacar la conclusión lógica que se desprende de su propio análisis: que es imposible conciliar burguesía y democracia sin mediar una derrota de la clase obrera. Que esta democracia que él prefiere imaginar sin adjetivos es la conclusión de mantener irresuelta la contradicción que funda la sociedad capitalista: la falsa igualdad de los ciudadanos montada sobre la real desigualdad de la población distribuida en clases sociales.

            Romero, seamos honestos, difícilmente se mostraría satisfecho con el resultado actual. No hay razón para dudar de su vocación genuinamente democrática. Pero la forma en que elige pensar el problema corre pareja con una lectura de la historia que elude sistemáticamente identificar la existencia de un conflicto irresoluble en el marco de la presente sociedad, que se niega a tomar partido por una de las fuerzas en lucha y que prefiere ponerse por fuera o por encima distribuyendo a diestra y siniestra amonestaciones a los exaltados de uno y otro bando. Así, Romero desdibuja los crímenes de la burguesía y sus representantes mientras recarga los errores del proletariado y su vanguardia: la crisis de 1917-22 «superó las buenas intenciones y la capacidad de Yrigoyen para administrar democráticamente los conflictos y lo llevó a tolerar una represión más dura que la tradicional»; la Liga Patriótica y la Asociación Nacional del Trabajo son transformados en «foros» donde los «sectores propietarios discutieron»; «las libertades y garantías individuales» habrían sido «fundamentales» para Yrigoyen; el general Justo «aunque falseando la expresión de la voluntad popular, mantenía sus formas, así como el respeto a la tradición liberal»; la «Revolución Libertadora … se había propuesto reconstruir la democracia»; los grupos económicos simplemente «aprovecharon» la ausencia de control de «un gobierno democrático». Del otro lado, la indolencia general de la «sociedad’ hacia la democracia, el escaso fervor cívico de algunos de sus expresiones sociales más importantes o las pretenciones revolucionarias de otras, parecen ser los crímenes que permitieron la ausencia de una propuesta democrática entre los «sectores populares», dejando la puerta abierta al otro demonio: el anarquismo y la izquierda sesentista no son mencionados por el autor pero sus fantasmas se reconocen a la distancia.

             Así, en vez de enfrentar el problema, en lugar de pensar siquiera por un momento que la indolencia o las pretenciones pueden no ser más que expresión de las limitaciones incurables de la democracia burguesa, Romero prefiere recoger la imagen que los radicales inventaron como forma de autoexculpar su traición a la justicia y la verdad, y hacerla extensible al conjunto de la historia argentina: dos demonios dos. Demostrado hasta el hartazgo por esta necesidad suya de distribuir las culpas al conjunto de la sociedad, diluyendo la responsabilidad de la clase dominante y sus gobiernos dictatoriales o democráticos: Yrigoyen es responsable por los más de 200 muertos de la Patagonia, los seguramente más de 100 de la Semana Trágica, más de una decena durante las huelgas rurales pampeanas de 1917-22, los más de 50? de la huelga de La Forestal, del apoyo implícito a la actuación de la ANT y La Liga, vertebradoras de  verdaderas organizaciones parapoliciales cuya calificación como «foros» habría que explicar a los muertos por sus balas, de enviar al ejército a reprimir las huelgas de Córdoba y Santa Fe de 1928, de descabezar al movimiento obrero durante la huelga general de 1921, etc. etc.. ¿Sostenía alguna tradición liberal la policía inventora de la picana eléctrica apañada por el gobierno de Justo? Vuotto, Mainini y De Diago preguntan. El carácter infame de la década que su gobierno inicia, ¿responde también a la tradición liberal? ¿Y la miseria que la burguesía descargó sobre los trabajadores con la política económica que se jacta de instalar en el país el ministro Pinedo? La Libertadora quiso instalar la democracia: ¿no leyó Romero Operación Masacre?. ¿Es necesario recordar lo que sigue? ¿los grandes grupos económicos simplemente se «aprovecharon», no tienen ninguna responsabilidad mayor?

            Visión acrítica de la democracia burguesa, Romero concluye su análisis señalando la necesidad de una investigación cuyos resultados ya están expuestos en el mismo texto en el que llama a buscarlos. Por qué si sus valores se hallan tan sólidamente instalados en el imaginario político argentino, sus realizaciones prácticas han sido siempre insatisfactorias, era la pregunta que Romero había elegido como punto de partida. ¿Por qué? Ya lo dijimos hasta el hartazgo: no hay conciliación posible entre burguesía y democracia real. Pero, ¿por qué ni siquiera funcionó la democracia burguesa? En principio, no es exactamente así: la democracia burguesa fue la forma del régimen político argentino entre 1916 y 1930, 1945 y 1955, 1973 y 1976 y 1983 y el presente. Unos 40 años sobre un total de 80 contando a partir del primer presidente electo por la Ley Sáenz Peña. Y la clave de cada período pasa por los resultados de la lucha de clases: cuando la clase obrera se desarrolló hasta cuestionar las bases de la sociedad capitalista (o al menos así le pareció a la clase dominante) y presionó la democracia más allá de los límites que puede alcanzar bajo el dominio de la burguesía, fue ésta la que la repudió. Y sólo la aceptó cuando por el terror o por la concesión forzada se aseguró que nada sustancial cambiara: la democracia de Alvear sólo se entiende a partir de la derrota de la clase obrera de 1917-22; lo que el 17 de octubre inauguró duró todo lo que la burguesía tardó en desarmarlo 10 años después; la tragedia se repite como tragedia en el tercer gobierno peronista; la democracia actual es hija directa de la dictadura militar y si la burguesía la respeta se debe sólo a la profundidad de la derrota de la clase obrera.

e) La lucha por el sentido: nacionalismo y clase obrera

            Mucho se ha escrito sobre el nacionalismo y desde posiciones políticas muy diferentes. Por un lado, el concepto tiene un sentido variable. Por otro, la construcción de naciones es un proceso universal[15].No obstante, cada nación y cada nacionalismo tienen su propia historia. Definimos, con Benedict Anderson, a la nación como una «comunidad imaginada»[16]. En un sentido un tanto contradictorio, una nación es una universalidad acotada. La nacionalidad implica un movimiento doble de inclusión y exclusión, de igualdad y desigualdad: iguales los que son diferentes los que no. En un aspecto estrecho, una nación no es más que el coto de caza exclusivo de una burguesía concreta. En una visión más amplia, constituye la matriz vital de la vida contemporánea, en tanto organiza todos los aspectos generales de la existencia, incluidos el espacio y el tiempo. La Nación no sólo se piensa sino que, sobre todo, se vive y se siente[17]. La nación y el nacionalismo son un invento burgués, pero la noción de «invento» no puede aceptarse sólo como una mentira convenida. Ella no se entiende sino a partir de un hecho real. Si el padre de los estudios sobre la nación, Renan, declaraba que, «… la esencia de una nación está en que todos los individuos tengan muchas cosas en común y también que todos hayan olvidado muchas cosas»[18], no es menos cierto que la selección implica la existencia de lo seleccionable. Como demuestra Benedict Anderson, la nación constituye una realidad palpable. Lo importante es que la idea misma de nación implica la de igualdad. No puede haber una sin la otra, aunque sea reducidas a un grado mínimo. Nación y ciudadanía se implican:

Si el káiser Guillermo II se daba el título de «El alemán número uno», implícitamente, reconocía que era uno entre muchos iguales a él, de modo que en un principio podía ser un traidor a sus compatriotas alemanes (algo inconcebible en la época de oro de la dinastía. (¿Traidor a quién o a qué?). Tras el desastre sufrido por Alemania en 1918, se le tomó la palabra. Actuando en nombre de la nación alemana, ciertos políticos civiles (en público) y el Estado Mayor (con su valor habitual, en secreto) lo hicieron empacar y salir de la patria rumbo a un oscuro suburbio holandés. Lo mismo ocurrió con Mohamed Reza Pahlevi, quien no se presentaba como sha sino como sha de Irán, de modo que fue calificado de traidor.[19]

             No extraña entonces, que la burguesía con el mayor ejercicio continuado e ininterrumpido de hegemonía indiscutida sea la burguesía yanqui: allí es donde alcanza, al mismo tiempo, su mayor verosimilitud la ficción democrática, es decir, la apología de la igualdad política. El nacionalismo alcanza su mayor solidez cuando la democracia también lo hace: la universalidad acotada que es la nación, aparece como una comunidad de pares sin fisuras. De hecho, el nacionalismo yanqui no es más que la apología de la democracia burguesa. Las masas no sólo creen que se autogobiernan sino que además administran su propia casa. Otra vez, con el látigo del amo…[20]

            Dado el ocaso de la historiografía revisionista argentina, la reivindicación del nacionalismo no está de moda en el mundo de la historia, predominando una tendencia crítica. Sin embargo, ha retornado por la vía de los estudios sobre la inmigración. Los estudiosos del fenómeno migratorio tienen en general una muy fuerte tendencia a adoptar formas de pensamiento nacionalista, sobre todo por su pertinaz intento de «inventar» la categoría «inmigrante» como sujeto social. Incluso hasta el extremo de tratar de demostrar su preeminencia sobre otras formas de conciencia. El ataque se centra sobre la conciencia de clase. Así, Fernando Devoto ha señalado que, a principios de siglo, la «conciencia étnica» era más importante que la de clase. En sus palabras, «la predilección por la solidaridad étnica era probablemente más fuerte que la predilección por la solidaridad de clase»[21].  Las pruebas son notablemente endebles:

En 1907 el frustrado Congreso de unificación de las dos centrales obreras (FORA y UGT) reunirá la no igualada cifra de 180 delegaciones de otras tantas sociedades de toda la república. En 1908 un censo realizado por las autoridades italianas en Argentina señala la existencia de alrededor de 320 instituciones mutualísticas solamente italianas en todo el país.

            Es decir, porque hay más asociaciones «étnicas» que delegados a un congreso sindical, los «inmigrantes» no se sienten otra cosa que hijos de su terruño. Devoto supone demasiadas cosas para poder arribar a este resultado: 1) que todos los miembros de las «sociedades étnicas» se nucleaban tras ellas por solidaridad «étnica»; 2) que todos los miembros son obreros; 3) que aún habiendo miembros no obreros priva una «pax interclasista»; 4) que los sindicatos son la única forma de expresión de «solidaridad de clase» y que la única forma de medir la importancia del movimiento obrero es contar la cantidad de asociaciones; 5) que ambas se movían en igualdad de condiciones.

            Veamos: 1) Las sociedades de ayuda mutua daban «servicios» sociales en un país como la Argentina de 1900 donde reinaba la más absoluta indefensión en materia de salud, vivienda, educación, etc.  Tal vez sólo en el último punto el Estado reconocía la necesidad de actuar con intensidad y recién a comienzos de siglo. ¿Es difícil suponer que la pertenencia a este tipo de asociaciones tuviera que ver más con estos aspectos que con la «solidaridad étnica»? No hay forma de «descontar» de la cuenta «solidaridad étnica» a todos los miembros que sólo buscaban servicios sociales, pero un indicio lo puede dar el misérrimo nivel de participación en la vida interna de estas sociedades: según cuentas del mismo Devoto, apenas alcanzaba al 12% la participación de asistentes a las asambleas de la más movilizada de las asociaciones que examina en el artículo citado, la San Cristóbal. En las otras tres los porcentajes son 2,3, 3,5 y 10,7 respectivamente. Con razón concluye Devoto: «salvo excepciones la vida de las sociedades italianas transcurría en el más profundo desinterés de sus miembros» porque «los mismos no buscaban en dicho tipo de entidades nada más que una cobertura médico asistencial.» A confesión de parte, relevo de pruebas. Una objeción sería que, de todos modos, buscaban ese servicio en las sociedades étnicas y no en los sindicatos. Volveremos sobre este punto.

            2) Devoto no supone que todos son obreros, al contrario, examina la composición interna de las organizaciones. Pero al comparar directamente instituciones en la que sólo participan obreros (los sindicatos) con otras en las que estos forman sólo una parte (las sociedades étnicas) tiende a magnificar el efecto que busca destacar. Nuevamente, es difícil «descontar» los miembros no burgueses y obtener entonces el peso real de estas asociaciones en el mundo de las organizaciones obreras. Pero otro indicio está en las propias cuentas de Devoto, cuentas que no nos permiten observar la realidad puesto que examina la composición interna basándose en el análisis de las «ocupaciones» y no por clases. Así, aparecen categorías como «empleados», «artesanos», «agricultores», etc. Devoto distingue «obreros» de «jornaleros» como si estos no fueran obreros y mete en una sóla bolsa a los «agricultores» cuya característica parece ser simplemente trabajar la tierra. Es imposible, con esta forma de mirar la realidad ver más allá de lo que las fuentes dicen. Tratando de transformar categorías ocupacionales a algo cercano a «clases», lo que sus cifras muestran es que la participación burguesa es por lo menos de entre el 20 o el 30%, cifra muy conservadora porque quien sabe qué realidad se esconde tras la categoría Artesanos y obreros calificados y semicalificados (¿cuantos de ellos serían pequeños patrones, es decir, no obreros?). Imposible saberlo. Lo que está claro es que borrando las clases desde el inicio del análisis es muy difícil encontrarlas al final…

            3) ¿Había una «fuerte solidaridad interclasista en estas asociaciones»? Como veremos más adelante citando en extenso el muy interesante trabajo de Romolo Gandolfo, es verdaderamente audaz responder afirmativamente.

            4) ¿Son los sindicatos la única forma de expresión de clase? Parece mentira que tras tanta historiografía «social» sea necesario explicar esto. Convengamos que el texto de Devoto es viejo (1984), pero no tanto como para justificar una expresión como la que citamos más arriba. Menos si uno ha investigado la vida social de la Argentina de comienzos de siglo: mientras «una ínfima minoría» se movilizaba a pacíficas e insípidas asambleas, por motivos completamente inocentes, sin peligro alguno, centenares de miles de seres humanos se lanzaban a las calles, arriesgando sus vidas en nombre de intereses de clase. Mientras una «infima minoría» que, para colmo, como reconoce Devoto, eran «comerciantes y empresarios», es decir, burgueses para cualquiera que guste hablar el lenguaje de las ciencias sociales y rehuya del empirismo ingenuo, participaba de tontas reuniones estilo «sociedad de fomento», centenares de miles agitaban el país en nombre de los derechos más elementales de todo ser humano. Y estos eran obreros. ¿Estoy exagerando?  Durante la Semana Roja de 1909 entre 250 y 300.000 obreros (la mitad de la población obrera de la capital del país) participaron de la huelga más grave e importante antes de la Semana Trágica, a sólo dos años del «frustrado congreso» y apenas un año después del censo que justifica colocar a las «sociedades étnicas» en el centro de la vida social argentina. Y entre 50 y 80.000 se movilizaron el 4 de mayo de 1909 al funeral de los muertos el día anterior, probablemente la mayor concentración de cualquier tipo vista en la Argentina hasta el momento[22]. Y estos eran obreros. ¿Un tipo de «solidaridad» calculada según organizaciones que no pueden reunir al 10% de sus afiliados (cifra que se reduce a nada si se la compara con el total potencialmente movilizable, es decir, el conjunto de los inmigrantes) puede compararse con otra que, dotada de instituciones minúsculas e inestables, es capaz, sin embargo, de conmover al conjunto de la sociedad? Y eso que sólo tomamos en cuenta como prueba de la fuerza del «clasismo» una de sus posibles formas de manifestación. No puede calcularse matemáticamente la resistencia al trabajo, la emigración, los sabotajes, los boicots espontáneos, el odio de clase que se ve en la literatura y el arte popular: ¿cómo se mide en cifras los músculos tensos, las gargantas enronquecidas de proferir insultos y los gestos de venganza contra el actor que simula matar a un Juan Moreira también simulado en las salas de teatro atestadas de un público «popular», que llega a subir al escenario a rescatar a su héroe en lucha contra el estado? ¿Cuándo el conjunto de la clase dominante tembló por una manifestación de «etnicidad»? Habría que extremar la imaginación más allá de límites razonables…

            5) Los sindicatos del período, como lo demuestra Edgardo Bilsky, eran pequeños, inestables, dirigidos por militantes muy consecuentes, con una dotación burocrático-administrativa mínima[23]. Pero además eran objeto de persecución permanente, vivían a mitad de camino de la clandestinidad y el protagonismo social. ¿Por qué muchos obreros preferían buscar «seguridad social» en las «sociedades étnicas»? Porque ellas eran respetadas por el estado, estimuladas, aplaudidas. Es más, como veremos más adelante, eran un arma en manos de la burguesía contra la clase obrera. Un sindicato que perdía una huelga importante desaparecía: ¿cómo podía ofrecer continuadamente algún tipo de servicio? Con obreros inmigrantes, altamente inestables, obreros transitorios que hablaban más de cuatro lenguas diferentes[24], dirigentes deportados, es realmente increíble que algún tipo de actividad sindical fuera posible. El que instituciones tan débiles pudieran movilizar amplísimos sectores de la sociedad sólo puede explicarse de una manera: por la existencia de una poderosísima conciencia de clase. Un sindicalismo débil tiene por contracara un clasismo fuerte. Que puede retroceder, aquietarse hasta casi desaparecer. Pero en cuanto las condiciones cambian se pone en marcha como un ejército secretamente organizado en las sombras, sorprendiendo a todos los que hasta ese momento habían decretado alegremente su muerte. No por alguna cuestión metafísica: simplemente porque la realidad de la producción social y su apropiación privada es la contradicción que domina la vida humana por lo menos desde que el capitalismo existe.

            Negar la existencia de la clase obrera, proclamar su muerte  en nombre de los «nuevos movimientos sociales» u otro tipo de «identidades» es un tópico común que adoptó el antimarxismo desencadenado desde el fracaso de los movimientos revolucionarios de los años `70. Devoto no desentona escribiendo en los primeros años del «renacimiento» democrático. Ni él ni los que prefieren hablar de «sectores populares»[25]. Reivindicar la «nacionalidad» aún bajo la forma de «inmigración», es una manera de ayudar a la confusión que impone el caos superficial de la realidad. El «inmigrante» no existió jamás: es un invento reaccionario de la burguesía argentina y extranjera, repetido hasta el cansancio por quienes creen y pretenden hablar en nombre de la ciencia, incapaz de servir para explicar la realidad. Eduardo Míguez llega a una conclusión similar cuando señala que

Páginas atrás nos preguntábamos sobre la cuota de poder de que dispusieron los inmigrantes. Vemos ahora que la pregunta no está bien formulada (…) dentro de las reglas del juego que operaron en la época, entonces, la estratificación social fue un factor mucho más condicionante de la posibilidad de acceso a una cuota de poder que el país de origen.[26]

            Aunque para mi gusto de historiador formular correctamente una pregunta es el punto de partida de la investigación y no el de llegada, el resultado es correcto. Claro que, hace mucho tiempo ya, la siempre inteligente Ofelia Pianetto había señalado la conveniencia de focalizar el análisis en «el trabajador» y no «el inmigrante»[27]. «El inmigrante» no existió jamás: la inmigración es un fenómeno de clase, hecho que atravieza toda la vida social. ¿Los inmigrantes participaban? Depende del lugar que ocuparan en la sociedad. ¿Los inmigrantes se asociaban? ¿Con qué fines? ¿Tenían conciencia étnica? Depende del lugar que ocuparan en la vida social: «el inmigrante» es un invento de la burguesía «pionera», una de las formas en que esta decidió agruparse con un doble fin: controlar a los trabajadores, por un lado, mejorar las condiciones específicas para la evolución de su capital, por otro. Los investigadores actuales han tendido a ser víctimas de esta ilusión a la que los obreros de principios de siglo supieron escapar… Y este descubrimiento redundó en un avance del conocimiento social: entender las relaciones reales que unen a las personas rechazando las formas fantasmáticas de la ideología. Los sindicalistas de la UOCRA harían bien en aprender de los pioneros del movimiento obrero antes de echar las culpas a paraguayos y bolivianos por la desocupación pavorosa en que vivimos.

2. La historia de la hegemonía burguesa en Argentina

a) La primera formación hegemónica burguesa en Argentina y su crisis: el pacto desarrollista

            Soldados de la Industria! Obreros de la riqueza nacional! Elejidos y electores! Venid con el viajero a contemplar esas tierras en que cuaja la simiente del engrandecimiento económico! Venid a admirar con entusiasmo sincero las inmensas praderas de trigos ondulantes, que parecen girones de la túnica del sol tendidos sobre los grandes pliegues del terreno! Sufrid el aturdimiento de la vocinglería de las máquinas, que animadas por el aliento irresistible de la inteligencia humana, parecen legiones de gigantes afanados en transformar la faz del Universo! Venid, y amaréis más a vuestra Patria![28]

            El pacto desarrollista se nutrió de una doble ilusión: la de la mano de obra inmigrante (la promoción de clase: hacer la América es hacerse burgués), a la que se sumó la propia de la burguesía terrateniente (el poder expansivo de la economía borra todas las contradicciones). Paz y Administración era la fórmula para designar al pacto «desarrollista». Las pruebas del pacto: los extranjeros tienen todos los beneficios de la ciudadanía sin ninguna obligación; los mismos gestos que producen la destrucción de las condiciones de vida de la población local, crean las de los recién llegados, que colaboran en las tareas represivas, como cuando los colonos santafesinos se dedican al exterminio de indios en la frontera u ocupan lugares de privilegio en el marco de las viejas estructuras de dominación, como los pulperos en el sistema de comercialización pampeano. Las reacciones no faltaron, pero los que las protagonizaron debieron enfrentarse a una alianza muy poderosa: la burguesía terrateniente y la emergente burguesía pionera[29].

            Es necesario apuntar algo más: las posibilidades expansivas tienen que ver con la promoción de clase y no con la mejora de las condiciones de vida[30]. La sociedad burguesa yace sobre una contradicción central: mientras la política ordena una igualdad general, la economía sanciona una desigualdad grupal. En momentos en que el desarrollo capitalista no ha alcanzado todavía el nivel en que la diferenciación social se hace notoria (o al menos parece disminuir aceleradamente), la ilusión de una sociedad de productores propietarios, es decir, la utopía burguesa de un mundo puramente burgués, suena posible aunque más no sea como promesa. Esto quiere decir que mientras las posibilidades de promoción se mantengan, toda otra forma de conciencia será pospuesta frente a la conciencia de «pionero» (que es la conciencia propia de la burguesía naciente en contextos como el argentino). Como lo señaló en una carta a Marx Raymond Wilmart, el corresponsal de la Primera Internacional en Argentina:

Hay demasiadas posibilidades de hacerse pequeño patrón y de explotar a los obreros recién desembarcados como para que se piense en actuar de alguna manera.[31]

            Wilmart no hace más que repetir aquello que Engels señalaba en La situación de la clase obrera inglesa, a saber, que mientras existan posibilidades ciertas de «promoción» la conciencia de clase obrera tardará en emerger[32]. Se trata de explicitar, entonces, la base material del fenómeno subjetivo. Y no basta, en ese caso, con señalar la expansión, puesto que no toda expansión gesta esas posibilidades. La clave se encuentra en el surgimiento de actividades nuevas en un contexto de debilidad general del capital. Estas actividades creaban nichos en los que pequeños ahorros podían transformarse en pequeños capitales. En tanto el capital tuviera problemas para ocupar esos nichos, sobreviviría allí una pequeña burguesía ‘pionera» siempre a mitad de camino entre el cielo burgués y el fango proletario. La expansión lanar primero, la de la agricultura después y la inexistencia de gran industria en las ciudades fueron las bases materiales de esta pequeña burguesía «pionera». Hasta 1900 estas vías estuvieron más o menos abiertas y es lo que explica la lenta expansión del movimiento obrero, a pesar de que las condiciones generales podrían haberlo propiciado mucho antes[33].

b) La crisis del pacto, la emergencia de la clase obrera y la división de la burguesía

             Como dijimos, hacia 1900 estaban dadas las condiciones para la ruptura del pacto desarrollista. El anarquismo expresará el desencanto y su expansión estará ligada al descubrimiento de la mentira: no es cierto que el mundo esté abierto a todas las posibilidades, que el ahorro se realiza fácil y rápidamente se transforma en capital. La crisis «existencial» empuja el surgimiento de nuevas identidades, entre ellas, (y sobre todo) la obrera:

Sobre las huelgas: El trabajador argentino asoma. En los últimos cinco años desarrolló realmente una capacidad de huelga, pero esa capacidad ha sido organizada por  gente llegada de Europa… Hubo muchos lugares en este país donde las relaciones semipatriarcales entre el hombre y el superior se conservaban intactas. Pero las huelgas les han puesto punto final. El proceso es inevitable, aunque en cierto sentido, se lo puede deplorar.[34]

            El estado reconoce el surgimiento de esta identidad y Roca es el primer encargado de lidiar con ella. Hacia 1910, si una década de feroz expansión económica limita la explosión social, no puede ocultar que toda una época de confianza ilimitada ha terminado. El movimiento obrero se expande a pasos agigantados en la década de mayor crecimiento económico del modelo agroexportador. La clave de la paradoja es que el capitalismo pampeano se ha perfeccionado, cerrando vías de promoción. La contradicción central de la sociedad burguesa surge a simple vista y esa conciencia todavía borrosa se expresa con fuerza en el anarquismo[35].La crisis del pacto se manifiesta de muchas maneras, pero sobre todo en la «demonización» del extranjero, en la inversión de la laudatoria permanente que la burguesía argentina había compuesto como infalible canto de sirena para atraer a la inmigración europea. No sólo se invierte el lenguaje, se invierte también la acción: de protegido contra «naturales» indeseables (gauchos «malos», campesinos mesiánicos, etc.) se transforma en objeto de cacería. La Ley de Residencia inaugura la crisis del pacto desarrollista.

            Para la burguesía la tarea consiste ahora en mantener políticamente una ficción que carece ya de base material. Roca mismo desarrolla la primera acción lógica de todo estadista: conocer. Un conjunto de funcionarios son comisionados a aquellos nuevos lugares sociales, desconocidos para el Estado: Bialet Massé recorre el país preguntando por la clase obrera; Raña, Girola, Huergo y Miatello se sumergen en la pampa en busca del chacarero; González negocia con el Partido Socialista leyes de reforma electoral y social. El resultado de todo este gigantesco movimiento de reconocimiento estatal de la sociedad culmina en la organización del DNT y el avance de las perspectivas políticas modernistas. Sin embargo, la crisis en ciernes no puede ser aplacada fácilmente, haciéndose cada vez más evidente la necesidad de estructurar nuevas formas hegemónicas. El Estado Burgués debe ser transformado para probar que todos son iguales, aunque más no sea en la política. Es hora de la reforma electoral.

            En Argentina, la consagración del voto universal masculino data de l821. Sin embargo, el desarrollo de la ciudadanía política no coincide necesariamente con la formalización del voto universal. Mientras legalmente todos los argentinos podían votar, la inmensa mayoría estaba fuera de la realidad electoral, ocupada por los mecanismos de fraude. No obstante, tal situación no creaba ninguna inquietud explosiva. La indiferencia de la población en general se explica por la existencia de otros mecanismos de participación política pero, sobre todo, por el funcionamiento del pacto desarrollista[36]. Los mecanismos de la democracia burguesa actuaban, a pesar de su nulidad general, como parte del pacto, en tanto garantizaban otros aspectos de la ciudadanía política. Si la llegada del roquismo altera las condiciones en las que se desarrolla la vida política, hasta el ’90 los carriles tendidos treinta años antes siguen funcionando. El ’90 inaugura una nueva forma de hacer política. Es tanto un momento de crisis en el régimen político como la manifestación del desarrollo de nuevas realidades sociales. La división política de la burguesía inaugurada por el ’90 es un dato de importancia mayor. Por división de la burguesía entendemos la aparición de movimientos autónomos en su seno correspondientes a fracciones y capas que se identifican con intereses secundarios. Así, el surgimiento de movimientos de pequeña y mediana burguesía (rural en principio) está mostrando una tendencia a la acción política independiente. A largo plazo, la confluencia de una nueva dinámica política intraburguesa con la emergencia obrera crea el clima de malestar que desemboca en la Ley Sáenz Peña. La crisis del pacto desarrollista se manifiesta en una erupción social que busca, por caminos diferentes, darle un nuevo contenido social al Estado. Finalmente se producirá, no porque deje de estar en manos burguesas sino porque el estado yrigoyenista expresa el reconocimiento del poder del trabajo, por un lado, y la fragmentación política de la burguesía, por otro.

c) La miseria nacionalista en acción

            El surgimiento de la identidad clasista motivó el desarrollo de una verdadera «carrera armamentista» burguesa preocupada por negarla primero y por diluirla después. Si la democracia burguesa era el instrumento ideal para la reunificación política de la burguesía y la creación del «ciudadano», es decir, el encubrimiento de la contradicción central de la sociedad capitalista, necesitaba, al mismo tiempo que se asentaba, de la creación de los «argentinos».

            En la Argentina, la idea de nación es un producto de las luchas de independencia. Pero es una ilusión en las cabezas de unos pocos intelectuales[37]y algunos sectores burgueses de vanguardia. Se mantiene en ese reducto hasta muy avanzado el siglo XIX, pero recibe un nuevo impulso ante la oleada inmigratoria. La presión del imperialismo naciente sobre varias áreas del mundo colonial gesta un movimiento de «reconstrucción» nacional que toma las fiestas patrias y a la educación como eje de acción. Hasta aquí es aún un problema entre burguesías: la burguesía italiana utiliza la misma población que expulsa como masa de choque contra la burguesía argentina. La posibilidad de una Italia «en el Plata» es dulcemente acariciada por los sectores más expansionistas del imperialismo itálico. La estancia se siente amenazada y reacciona[38].Sin embargo, el desafío más importante lo va a constituir la creciente estructuración de la clase obrera. Contra ella se van a descargar los más poderosos disolventes: la democracia burguesa y el nacionalismo[39].Este último aparece como la necesidad de separar y segregar determinadas ideologías en el interior del movimiento obrero, al mismo tiempo que constituir un nuevo sujeto, el ciudadano argentino. Los positivistas se erigieron en los cancerberos de la ciudadela burguesa en crisis: si Ingenieros terminará siendo el teórico de la Ley de Residencia, Ramos Mejía será el encargado del lavado patriótico de cerebros:

Sistemáticamente y con obligada insistencia se les habla de la patria, de la bandera, de las glorias nacionales y de los episodios heroicos de la historia, oyen el himno y lo cantan y lo recitan con ceño y ardores de cómica epopeya, lo comentan a su modo con hechicera ingenuidad, y en su verba accionada demuestran cómo es de propicia la edad para echar la semilla de tan noble sentimiento.[40]

            No curiosamente, la tarea litúrgica de Ramos Mejía se inicia en 1908, al llegar a la presidencia del Consejo Nacional de Educación, fijando como directiva central «la educación patriótica»[41]. La epopeya patria encarnada en una historia oficial despunta en el Centenario, de la mano de la represión violenta del movimiento obrero y el festejo jactancioso del 25 de Mayo[42].

            Hay un punto más en el que la nación aparece en combate contra la clase y es en el interior mismo de las comunidades inmigrantes. En efecto, en las columnas vertebrales de tales comunidades, las Sociedades de Ayuda Mutua (SAM), se reproduce el mismo tipo de conflicto que en el conjunto de la sociedad: la conciencia «étnica» es una emanación de los intereses propios de la burguesía «comunal» disolviendo diferencias entre los miembros de la misma, diferencias que retornan permanentemente porque obedecen a la misma separación clasista que hace imposible la soldadura del conjunto social más amplio. Con claridad lo señalaba La Vanguardia:

A la burguesía no le conviene que los trabajadores se den cuenta del dualismo de clase, porque entonces se emancipan de la tutela moral de ella, que no sólo los explota y los oprime, sino que les enseña y les inculca por distinguidos medios que esa explotación es algo bueno, necesario, o por lo menos irremediable (…) Responden muy bien al interés burgués de evitar o retardar esta emancipación moral, las sociedades de socorros mutuos, de recreo, etc., donde están unidos pobre y ricos, y en las que éstos, que son los iniciadores, son también a título de protectores privilegiados, los que manipulan y en muchos casos, roban, haciendo siempre negocios productivos. Los trabajadores que pertenecen a estas sociedades instituidas y dominadas por elementos burgueses, no pierden ni un instante el sentimiento de sumisión y respeto a los patrones, a quienes creen superiores porque bajo ellos viven eternamente en la política, en el taller, en los centros sociales.[43]

            Las SAM son instituciones burguesas (por composición, dirección e intereses centrales)[44] y funcionan con finalidades cambiantes: como clave de la sociabilidad burguesa (fomentando la constitución de redes de intereses entre los miembros); como instrumento de presión burgués contra otros burgueses (como cuando la «comunidad» reclama ante el estado argentino); como instrumento del control sindical (con la contratación de rompehuelgas, por ejemplo); como elemento de disolución del conflicto (como cuando se forman SAM para los obreros de una fábrica como concesión patronal); como instituciones generadoras de la hegemonía burguesa en el seno de la sociedad civil. Esta última función fue muy importante en el caso argentino, como señala Gandolfo:

De muchas maneras, las sociedades italianas representaban la visión del mundo de los artesanos convertidos en pequeños industriales. Tanto las sociedades como los pequeños industriales hablaban la lengua del «self-help» e invariablemente enfatizaban la importancia del trabajo duro, de la fuerza de voluntad, del ahorro y la educación. «Volere e potere», «querer es poder»: este era el lema inequívoco de las sociedades italianas; un lema aparentemente validado por el éxito económico mismo de los industriales que las dirigían. Mientras los artesanos calificados y trabajadores tuvieran esperanzas de establecer su propio negocio, los industriales podrían seguir evocan do el origen común para apaciguar conflictos de clase.

            Las SAM, señalaba Emilio Zuccarini, anarquista devenido en nacionalista, habían «…forzado en el ámbito del socorro mutuo, a los trabajadores y jornaleros que se encontraban antes desorganizados, disciplinándolos y enarbolándolos como ejemplo de moderación y ahorro»[45].Esta realidad es la que permite explicar la siguiente paradoja:  ¿Cómo es posible que la Burguesía Terrateniente lograra asimilar una enorme masa inmigrante sin graves problemas? Es decir, ¿por qué el país que mayor cantidad de inmigrantes recibió en relación a su población original nunca tuvo seriamente una «cuestión étnica»? La respuesta sólo puede pasar por las características propias del pacto desarrollista: la burguesía pampeana apostó a una estructuración capitalista abierta. En ningún momento intentó limitar jurídicamente o por mecanismos análogos la aparición de «hombres nuevos», hecho que hizo posible la emergencia rápida de nuevos ricos producto de la expansión económica. El proceso tiene muy larga data pero se vuelve vertiginoso con la inmigración irlandesa. De tal manera, la inmigración pudo ubicarse allí donde el proceso mismo de acumulación se lo permitiera. Nuevamente, se hace más difícil a medida que avanza la constitución del capitalismo.

            La burguesía argentina, por su propia debilidad (frente al capital extranjero) pero también por su propia fuerza (frente a la masa inmigrante), apostó al capitalismo más abierto: el proceso de acumulación era imposible sin la apertura al capital extranjero y sin mano de obra. Esto transforma al capital imperialista y a la mano de obra inmigrante en actores con enorme poder de negociación. Pero el hecho mismo que cuando la expansión se hace arrolladora la burguesía argentina ya está establecida, le confiere toda la ventaja frente a los inmigrantes sin capital que deben empezar de cero. Y aún más: la llegada de los nuevos no constituye un peligro sino una excelente oportunidad para ampliar sus negocios. ¿Por qué iban a establecerse trabas de orden no económico, sobre todo con la dificultad adicional que significa la ausencia de instituciones que sirvieran de apoyo, destruidas ellas por el proceso revolucionario pero además siempre débiles en el Río de la Plata, a diferencia de Perú o México, si no harían sino molestar? Esta situación es la que le permitió encontrar dentro mismo de la masa inmigrante aliados burgueses: el clivaje clasista del fenómeno inmigratorio, el hecho de que en la práctica «el inmigrante» no existió jamás como sujeto social, es lo que hizo que el establecimiento de la hegemonía burguesa basada en el pacto desarrollista contara con un aliado fundamental: la burguesía «pionera». Nuevamente, la clase se impone a la nacionalidad.

            Si era un aliado central, la burguesía «pionera» también podía resultar un peligro. Esto quedó claro frente a las manifestaciones de ‘italianidad» propias de las veleidades imperiales de algunos grupos de la «comunidad». Sin embargo, cuando el estado argentino sale a la palestra en defensa de la «argentinidad», no encuentra verdadera resistencia. Por el contrario, encuentra apoyo y aplausos. Y esto porque el resultado está digitado de antemano: la burguesía «pionera» puede perderlo todo en una confrontación donde carece de un apoyo poderoso en su propio país. La burguesía «italiana» tiene en claro que su utilización del factor étnico sirve para emplear en provecho propio a la masa de inmigrantes italianos. Y sus intereses no consisten en la «grandeza» de Italia sino en la suya propia[46]. Por eso colaborará con la burguesía «argentina» en el establecimiento de la hegemonía burguesa y en la represión de la conciencia de clase obrera, represión ideológica y material.

3) Bandera contra bandera, clase contra clase: coerción y consenso en la resolución de la

crisis hegemónica

a) El resurgimiento del movimiento obrero y el estallido de la crisis de hegemonía

            Crisis se dice de muchas maneras. Crisis, ¿qué crisis?. La cúpula de la burguesía argentina enfrenta una crisis de legitimidad. Es decir, una crisis de hegemonía desde al menos comienzos de siglo. Su apuesta es compleja y sencilla a la vez: abrir y cerrar. Abrir el sistema político, es decir, el manejo del Estado a otros miembros de la cofradía burguesa. Cerrar el camino a cualquier desborde. El radicalismo no califica como oposición despiadada: desde sus orígenes ha ocupado el lugar del «recambio moral del sistema». Igual que los conservadores, los radicales son burgueses. E igual que los conservadores son burgueses cuya base está en el agro (o ligada estrechamente a su desarrollo). Una cuestión de tamaños (relativos) los separa. En consecuencia, más allá de la suerte de tal o cual personal político, la continuidad está asegurada. Lo único que hay que evitar es el desborde: el radicalismo concita un público no completamente burgués y las exigencias que su trato conlleva no dejan de inquietar. La pelea es, entonces, por el presupuesto: a la «chusma radical» hay que pagarle. Y también a esos aliados incómodos en el movimiento obrero. La oposición al primer punto nunca pasará de la queja rezongona a los pasillos atestados de la Casa Rosada y el carácter plebeyo de su habitante. Pero el segundo es todo un problema. Es el problema desde que la crisis del capital aquí y en todo el mundo levanta polvaredas rojas, hoces y martillos amenazantes. Y que resucita a ese muerto mal muerto: el anarquismo. Que para peor se acompaña del crecimiento gigantesco del movimiento obrero canalizado en su mayoría por «dialoguistas» que tienen poco que dialogar en medio del hambre, la caída de los salarios y la desocupación. La estrategia burguesa va a enfrentar el reto más importante desde que entregó el gobierno al hombre que hablaba poco.

            El programa de contención burguesa imaginado desde fines de los años 90, que parecía dar buenos resultados y había atravezado más o menos incólume el Grito de Alcorta, se va a ver frustrado por la crisis de la guerra, la más profunda que haya vivido la Argentina hasta entonces. La represión del Centenario había sido el broche de oro para una década de violencia estatal sistematizada en la leyes de Residencia y de Defensa Social[47]. La primera consecuencia fue el debilitamiento del anarquismo que parecía iniciar un declive perdurable. El comienzo de la Primera Guerra Mundial, el encauzamiento de la protesta chacarera y el rápido realineamiento de las fuerzas políticas parecía augurar que, se ganara o se  perdiera, la continuidad estaba asegurada y que el proceso de reforma sería coronado con el éxito. Sin embargo, tras un bache de cuatro o cinco años el movimiento obrero comienza a resurgir de sus cenizas.

            El proceso de lucha arranca con las exitosas huelgas de la FOM y la constitución de la FORA IX, en 1916 y 1917, como la central sindical más importante de la historia nacional. El crecimiento del movimiento obrero es notable, especialmente en su vertiente sindicalista: de la mano de la FOM, la FORA IX se transformará en la primera central sindical de alcance verdaderamente nacional[48].Del Chaco a la Patagonia sin excluir Tucumán y Mendoza. Pero es en la pampa húmeda donde penetra con profundidad inédita. No por casualidad, la mayor imagen del peligro revolucionario está asociada en la destrucción de las cosechas por la «marea roja»[49]. Cada pueblo de la campaña tendrá su sindicato de estibadores u oficios varios y desarrollará una intensa actividad en los años ’19, ’20 y ’21. La constitución de una serie de entidades sindicales de peso mayor será otro de los aspectos centrales del período: FOM, FOF, UTA, FORP, intentan aglutinar al núcleo de 1a clase obrera del modelo agroexportador (marítimos, ferroviarios, peones rurales y estibadores). A esta movilización de fuerzas obreras se suma la de los chacareros, que desde 1910 vienen protagonizando manifestaciones casi anuales y que en 1920 firman un pacto de asistencia mutua con la FORA IX[50]. El ascenso del anarquismo agrega un plus de dramatismo al proceso, azuzado por la poderosísima impresión que causa en la burguesía la Revolución Rusa. El clima llega a su paroxismo en la Semana Trágica pero el énfasis excesivo en este hecho central en la historia de la clase obrera hace que se pierda de vista la segunda parte del proceso. Porque el ascenso del movimiento obrero se prolonga luego de las jornadas de enero, pero también porque el proceso de desarme material y moral de esa fuerza social comienza luego de los episodios en los talleres Vasena. El ciclo recién termina con la fracasada huelga general de 1921, con la que se inicia la desorganización del movimiento obrero[51].

            ¿Qué significa esta enorme movilización social? Que la ley Sáenz Peña y todo el programa de «nacionalización» y «normalización» han fracasado en su objetivo de máxima: diluir la conciencia de clase en la categoría «ciudadano argentino». Ella se abre paso a través del entramado tejido para contenerla, no en virtud de ninguna cuestión metafísica sino como respuesta a las condiciones reales de vida de la clase misma. La contradicción central del capitalismo, la producción social y su apropiación privada, aflora sin respetar absolutamente nada. Es el retorno de lo reprimido. Entonces, sólo cabe apelar a la defensa última de la ciudadela burguesa: la violencia. Pero nadie puede ejercerla sin pagar un precio, por lo que, aunque más no sea para conseguir aliados y dormir bien por las noches, es necesario enmascararla. Este enmascaramiento se observa en dos planos, en el de la «democracia’ y en el del «nacionalismo». En el de la democracia, porque la violenta represión de la que será objeto el movimiento obrero se realizará bajo sus auspicios. En el del nacionalismo, porque este será el bálsamo que calmará la conciencia burguesa y le permitirá tejer alianzas para una política completamente reaccionaria llevada a cabo en el seno de la sociedad civil. La unidad de la burguesía que buscaba recuperar el radicalismo en plano estatal es también objeto de la Liga Patriótica en el plano de la sociedad civil. Se trata, entonces, de examinar el par coerción-consenso en medio del despliegue material de fuerzas burguesas en el seno del Estado y de la sociedad civil.

b) El estado y la gestación del consenso: La ley Sáenz Peña o el guante de seda de la mano de hierro

            ¿Por qué un sector del grupo gobernante propuso y llevó adelante una reforma del sistema político que iba a trastornar los mecanismos con los que esos mismos grupos habían acostumbrado a  distribuirse el poder durante los 50 años previos? La Ley Sáenz Peña ha sido interpretada de diversas maneras: para la versión clásica (Rock, Romero, Germani, etc.) es el resultado de la irrupción de la clase media (con mayor peso de la clase obrera en la explicación de Rock); Natalio Botana prefiere verla como un movimiento interno de la élite, una especie de autorregeneración; una imagen similar es la de Hilda Sabato, que parece sugerir que el motivo de la transformación fue una autodemanda moral de la élite o la sensación de que los mecanismos de la política se le escapaban de las manos (votaba cualquiera). Esta última critica la versión Germani-Romero pero desdibujando sus posiciones: ni Germani ni Rock ni Romero asimilan el caso argentino al inglés. Ninguno señala que existe una ciudadanía restrictiva censitaria que se va ampliando. De ahí que el recordar el original caracter universal del voto desde 1821 no constituye una objeción importante. La interpretación clásica señala que: 1) hay un sistema político formal que acepta el voto universal; 2) hay un sistema político «real» que limita la ciudadanía «real» a quienes son los dueños de la maquinaria electoral; 3) hay otras formas de influir en las decisiones pero no son equivalentes al sistema político formal; 4) la persistencia del sistema sólo es posible por a) los mecanismos de fraude; b) la preferencia de la población por intereses económicos («hacer la América»); 5) la reforma aparece como efecto de una presión desde abajo por el surgimiento de la clase media. En consecuencia, la divergencia con la versión impulsada por Sabato pasa por la noción de «participación»: para ella los inmigrantes «participaban», se preocupaban por la política, sólo que por otros canales. Para Germani los inmigrantes también participaban sólo que no por los canales ‘importantes» (el sistema político formal). Si Sabato minimiza la importancia de éste último, Germani hace lo mismo con las formas de acción política que su crítica engloba en la esfera pública. Lo que hace más sólida la posición de Germani es que da una explicación a la «indiferencia» por el sistema político formal más convincente que la que ofrece Sabato: «hacer la América».

            Se pueden hacer dos críticas válidas la versión germaniana: 1) Germani no responde por qué se pasa de la apatía a la acción; 2) No está claro quién pasa a la acción: ¿qué es la «clase media»? Nuestra respuesta a la primer pregunta es: por el agotamiento de las condiciones materiales que permitieron la expansión de una burguesía constantemente renovada. La segunda pregunta es evacuada por la tradición germaniana apelando al funcionalismo: el desarrollo del proceso de modernización gesta una estructura de clases más compleja que a la corta o a la larga exige «participa­ción». La complejidad de esa estructura se manifiesta en la aparición de una «clase» que ni es obrera ni terrateniente. De ahí su carácter «medio’: empleados estatales, profesionales liberales, pequeña y mediana burguesía industrial. Es un rejunte de todo lo que carece de identidad definida. En nuestra óptica, se trata de capas de la burguesía que actúan ahora en forma crecientemente independiente porque el proceso de clausura capitalista comienza a cobrar sus primeras víctimas. Estas capas de la burguesía se encuentran en la región pampeana tanto como en las zonas con mayor desarrollo capitalista del interior, en el agro tanto como en las ciudades. El radicalismo expresó buena parte de esta división creciente de la burguesía pero no con exclusividad[52].

            Examinando el sentido de la Ley Sáenz Peña vemos que también en la política la capa dominante de la burguesía argentina en lugar de abroquelarse, optó por abrirse y ello no es más que el resultado de la conciencia de su inmenso poder hegemónico. Pero es también un resultado del conflicto: había que ser más que ciego para no entender los peligros que planteaba la división de la burguesía en un contexto de creciente activación de la clase obrera[53]. Utilizando el concepto que Hilda Sabato importó a la historia política argentina, podríamos decir que la transformación del sistema político se vuelve la única forma de contener una posible rebelión de la Esfera Pública: si esta era el lugar donde la burguesía realizaba los acuerdos más puntuales y los retoques necesarios al pacto desarrollista, también podía ser subvertida traspasando los límites establecidos. Esta tarea subversiva podía ser protagonizada por sectores de la misma burguesía (la «revolución» del 93, por ejemplo) o por otros actores (la naciente clase obrera) pero lo que significaba esta rebelión era que el pacto se había roto.

            Se podrá decir que la idea y la iniciativa de la reforma surgen en la clase dominante o, aún más específicamente, en su propia clase política.  Pero lo que hay que responder es por qué la reforma recién se corporiza en 1912 y no antes, ya que propuestas e iniciativas hubo. La única respuesta posible es que mientras se trató sólo de iniciativas de los perdedores en el juego político faccional, las posibilidades eran remotas: simplemente, el que perdía impugnaba el fraude hasta el momento en que le tocara ganar (por fraude). Si es cierto que, como señalan Halperín y Sabato, la aparición del roquismo significa para las viejas facciones, sobre todo las bonaerenses, el fin de un juego en el que ellas manejaban las cartas, no porque las reglas hubieran cambiado sino porque ahora uno de los jugadores las repartía a su antojo, también es cierto que hacia fin de siglo todos los miembros del exclusivo club de la política argentina comienzan a ser cuestionados en conjunto por nuevos actores.

            Y nuevos actores imponen otra dinámica a ese mismo juego hasta el punto en que se hace claro que no puede seguir de esa manera, como si la vieja maquinaria impulsada a una velocidad superior mostrara signos de desgaste y peligro de rotura. Fue esa presión nueva la que empujó la reforma. Y no era necesariamente presión por la reforma: era muchas cosas al mismo tiempo y desde intereses distintos. Lo que unificó todas esas presiones dispersas fue la solución que la burguesía imaginó para enfrentarla: la reforma electoral. Más que el objetivo buscado por un amplio movimiento democratico-burgués, la Ley Sáenz Peña fue el resultado objetivo de una estrategia de control y conservación contra una creciente demanda de democracia real expresada por el proletariado en el contexto de una división creciente de la burguesía.

            La Ley Sáenz Peña entrega el poder a Yrigoyen y el Estado se recarga socialmente. Toda la burguesía argentina se encuentra representada allí. El radicalismo mitad pulpo mitad ameba, expresa esa condensación social inédita. De ahí que su programa no pueda ser otro que la constitución del 53. En esencia, el radicalismo intenta renovar el pacto desarrollista pero, como veremos más adelante, las condiciones en las que se produce su experimento político son diferentes: una clase obrera acrecida y con un poder de estructuración mucho mayor; una crisis mundial que se agrava; el sector más pobre de la burguesía rural en graves problemas, producto del propio proceso de acumulación capitalista.

            En estas condiciones, Yrigoyen ensaya la conciliación de clases y la unidad de la burguesía como tareas centrales de su gobierno. Para ello encuentra un campo propicio abierto por la «democracia». Los efectos de la «democracia» sobre el movimiento obrero son importantísimos: el socialismo, resucitado por la ley Sáenz Peña, aparece como la única opción «política»; el anarquismo en retirada, completamente descolocado por la «democracia» y víctima central de la represión del Centenario; el sindicalismo «revolucionario» autotransformado en sindicalismo «independiente» apostando a una relación pacífica con el radicalismo[54]; una porción no menor de la clase incorporada a las redes clientelares del partido de Yrigoyen[55]. La maniobra no podía ser más inteligente, como lo prueban las ilusiones que sobre ella se hace el sindicalista más importante del período, Francisco García, jefe del sindicato más grande y más influyente, alma mater de la FORA IX, la FOM. Con motivo del 1ro. de mayo de 1918, el secretario general de la FOM realiza un esbozo de historia de su gremio. En ella rememorando la huelga general de 1910, critica las propuestas «rimbombantes» de los anarquistas que, a su juicio, sólo sirven para estimular la represión estatal:

El proyecto de huelga general y las rimbombantes amenazas de los revolucionarios de «doublé», habían sacado de quicio a la burguesía, y el hecho es que, aparentando un pánico más fingido que real, exacerbando los bastardos sentimientos patrioteros de ciertos grupos de chauvinistas, el gobierno azuzó a los esbirros de todo orden para que estos dieran cuenta de todo lo que representara un valor moral del proletariado. La ola reaccionaria se desencadenó y los que tanto alarde habían hecho de revolucionarismo, se entregaron mansamente, sin un gesto ni una actitud que justificara por lo menos la prédica incendiaria que diariamente habían sostenido, dando lugar a la agitación que fracasó tan lamentablemente.

            Durante los días que siguen a las acciones más importantes, la mayor parte de los militantes navales es expulsada y, si no interpretamos demasiado malévolamente a García, la represión sirvió para «depurar» la organización de aquellos «revolucionarios de pacotilla»: luego de la huelga de diciembre de 1910, lanzada para reconstituir la organización y terminada sin conseguir mejoras de ninguna índole, salvo reinstalar la actividad sindical, queda «purificado el gremio de los malos elementos». Si la conclusión del ciclo represivo del Centenario es que la revolución es imposible, se entiende que lo que queda por hacer es utilizar la fuerza creciente del movimiento obrero para objetivos de menor alcance pero más seguros. Y esto es posible porque para García y sus adláteres, el Estado es una institución que puede (y debe) ser neutral. Los obreros tienen el derecho a exigir del Estado su independencia frente a los conflictos, como cualquier ciudadano tiene derecho a exigir igualdad ante la ley. Su reformismo es una demanda democrática en tanto exige el cumplimiento de la promesa que la ideología liberal y el Estado burgués parlamentario realizan con su sola presencia: la igualdad de derechos políticos:

Adujeron en este sentido los obreros, que no pedían el apoyo del Estado, pues ellos se consideran suficientes para vencer; pero consideran también que el apoyo a los capitalistas era una evidente injusticia puesto que ellos que negaban importancia a la huelga debian luchar con sus propios recursos. Sostenida por los huelguistas la tesis de la prescindencia del Estado nacional en el conflicto marítimo, para que quedara librado al juego de las fuerzas en lucha la vigilancia de los propios intereses, los obreros afirmaban la confianza en sí mismos.

            Estas palabras de García, que intentan explicar la posición de la FOM durante la huelga de diciembre de 1916, sirven para concluir: si los anarquistas interpretaban al Estado como un instrumento de clase al servicio de la burguesía, negando toda posibilidad de obtener algo de él o con él, el sindicalismo independiente le ha quitado toda connotación clasista: el Estado puede ser neutral. La confluencia ideológica del sindicalismo independiente con el radicalismo es más que obvia.

            Sin embargo, el principal beneficiario de la ley Sáenz Peña fue el Partido Socialista: si en 1896 sacó 134 votos y 204 en 1902, hasta 1912 no cuenta como fuerza política aunque con 1257 votos haya obtenido el primer diputado socialista de América en 1904. Todavía en 1908 no alcanzaba a los 8.000 votos. Pero la llegada del sufragio universal le reporta dos nuevos diputados (con 35 y 23.000 votos cada uno) y tres más en 1913 (con 48.000). En 1920 sus 86.420 votos lo colocan en posición de fuerza política de primera magnitud en la capital del país, donde tiene a Del Valle Iberlucea en el senado desde 1913 (perderá la banca, detalle importante, por defender la Revolución Rusa). Desde que Juan B. Justo asumió el control del partido, en el congreso de 1898, el curso reformista del socialismo no hace más que acentuarse permanentemente, incrementándose también la dosis de nacionalismo y burocratismo necesarios tanto para adecuar el discurso al paladar burgués como para eliminar las tendencias izquierdistas que surgían recurrentemente en su seno, desde la subordinación de los «internacionalistas» del 90 hasta los «comunistas» del 18, pasando por los sindicalistas revolucionarios de 1906 (y descontando, por supuesto, la payasada de Palacios de 1915…)[56]. Con el Partido Socialista se completa el tríptico burgués en el seno de la clase obrera: el Sindicalismo Independiente, el Partido Socialista y el radicalismo.

c) El estado y la implementacion de la coerción abierta: órdenes no escritas y funcionarios aplicados

            La ideología confluyente de radicales y sindicalistas independientes había imaginado la posible neutralidad del Estado como base de una nueva relación burguesía-clase obrera. Sin embargo, la crisis mostrará los estrechos márgenes por los que podía transitar una ilusión de este tipo. Yrigoyen encarna la primera estrategia de la burguesía ante la emergencia obrera: limitar los aspectos represivos del Estado y llamar a negociar permanentemente. No es una muestra de su «astucia» sino una necesidad política general de la burguesía: mantener la ficción democrática como instrumento de separación de las fracciones más radicales del movimiento obrero, aislarlas de aquellas que aceptan el marco general de la legalidad burguesa, el socialismo y el sindicalismo. Aquí se revela la lógica de la Ley Sáenz Peña: ha sabido crear una forma de dominio social que permite la fractura de las fuerzas sociales potencialmente antisistémicas. Si no pudo crear el ciudadano argentino sí pudo transformar en opciones políticas válidas a orientaciones de la clase obrera que antes carecían de realismo. El sindicalismo independiente y el socialismo se transforman en los pilares de la democracia burguesa (es decir, de la hegemonía burguesa) en el seno de la clase obrera.

            Ahora bien, esta estrategia dura poco: luego de las huelgas navales y ferroviarias de 1916-18 la patronal portuaria entiende necesario «cartelizar» el frente burgués contra un sindicato que muestra una capacidad de estructuración notable y una dinámica combativa imparable, la FOM. La Asociación Nacional del Trabajo es hija de este reconocimiento. Pero será la Semana Trágica la divisoria de aguas de una actitud estatal hacia el movimiento obrero[57].A partir de aquí, el Estado, tanto nacional como provincial, tendrá vía libre para cualquier atropello, ya sea mediante el empleo de las fuerzas policiales exclusivamente o auxiliadas por «policías privadas», o enviando al ejército como instrumento represivo de magnitud incontestable. La última acción del presidente para quien «las libertades y garantías individuales» habían sido «fundamentales» en pro de esas libertades fue la represión de la huelga general de 1921. Veamos algunos de los muchos ejemplos que se podrían dar.

            A fines de 1919 se desata en la provincia de Buenos Aires la mayor oleada de huelgas rurales que haya visto la región pampeana, antes y después. La acción del Estado ta a careaer de cualquier característica negociadora. Se trate de la policía de Yrigoyen o la de Crotto, el gobernador que pasa por benefactor de los obreros estacionales, la impunidad es total e incluso tiene su propia cobertura legal:

Con motivo de los contínuos movimientos huelguísticos que se producen en la provincia, en su mayoría propiciados por elementos ácratas los cuales con su constante propaganda basada en el pretexto del mejoramiento de la clase obrera, incitan al lanzamiento contra el orden de los gobiernos, la constitución de la república, ejército, armada y leyes nacionales, sancionados por el honorable Congreso, prédica que en algunos casos al comprobarla los señores comisarios limitan su procedimiento al mero hecho de guardar el orden, durante las asambleas y conferencias que realizan, dando lugar con su temperamento a que impunemente escapen con su insidia delictuosa a la acción de la justicia, el jefe de policía resuelve:  Hacer saber a los señores comisarios que en lo sucesivo, en los casos a que se refieren las citas enunciadas en el considerando anterior y que no sean expresamente encuadradas en la ley de defensa social deberán ajustar sus procederes a lo que establece la ley nro. 49 en su artículo 14 sobre jurisdicción y competencia de los tribunales federales bastando tan sólo para que sea debidamente llenado el objeto de la instrucción la comparencia de dos o más testigos que depongan el acto que oportunamente debe librarse como base de sumario, vale decir, que como la policía es el guardián del orden en los actos que esas asociaciones efectúan, la constatación de que sus oradores se pronuncien contra la constitución, etc…, da lugar a la instrucción de un sumario, con la intervención de la justicia federal y adoptando para con los acusados las medidas que la ley de forma respectiva les indica. Que igual temperamento deberán observar para con aquellas personas que, a base de propaganda, circulan diarios, periódicos pasquines o volantes, en los cuales se haga campaña subversiva o se ataque a la constitución de la república y demás poderes del sistema federal, base de nuestra organización nacional, debiendo proceder al secuestro de dichas publicaciones, dando cuenta a la superioridad de las medidas que al efecto se adopten. Firmado: E. Solari.[58]

            Con esta «carta blanca» la policía de la provincia de Buenos Aires logrará el interesante record de centenares de detenidos y más de una decena de muertos sólo en la cosecha de 1919-20. En otros casos, las «órdenes» eran destruídas por indicación de la «superioridad», como relata Romariz[59]. Muchas veces, la policía actuaba con «gendarmerías volantes» o auxiliadas por población local, por lo general, de extracción pequeño burguesa:

Ayer la policía local ha realizado una campaña enérgica contra gentes de ideas avanzadas que se hallaba entregada estos últimos días a activos trabajos en pro de la huelga de varios gremios y sobre todo en las tareas agrícolas, para lo cual contaban con el paro de todas las trillaodras con objeto de que se malogre la cosecha. Personal de investigaciones secundó eficazmente esta campaña logrando detener ayer a los sindicatos como dirigentes del pretendido movimiento maximalista, hallándose en el número de éstos además de conocidos ácratas, a algunos caftens; a propósito de estos aprontes, numerosos vecinos y comerciantes han ofrecido a la autoridad policial su cooperación personal y material, habiéndose constituido una policía civil que en caso necesario concurrirá a mantener el orden público y la seguridad de los intereses del vecindario.[60]

            La participación del ejército en las tareas represivas tiene como ejemplo insustituible a los sucesos de la Patagonia. No hay mucho que decir aquí que pueda agregar algo al magnifico texto de Osvaldo Bayer: centenares de muertos por balas perdidas que, milagrosamente, siempre se encontraban en cuerpos de obreros. Y aquí la responsabilidad más que directa es de Yrigoyen, el presidente para quien «las libertades y garantías individuales» habrían sido «fundamentales»: Vaya y cumpla con su deber! Como un coronel Kurz del sur argentino, Varela cumplió[61].

            El golpe de gracia a un movimiento obrero agotado luego de cinco años de combate desigual llega con la huelga general de 1921. Desde al menos mediados de 1920 se hizo notar entre las diferentes tendencias del movimiento obrero la necesidad de convocar a una huelga general contra la Liga y la actividad represiva estatal y paraestatal. Sin embargo, tal tarea se postergaba a medida que las fuerzas gremiales iban siendo diezmadas por la acción persistente de las fuerzas patronales amparadas por el gobierno. Cuando, hacia mayo-junio de 1921 el gobierno decide abrir el puerto y permitir la acción de la ANT y la Liga contra los estibadores y se suceden los enfrentamientos entre estas y los obreros, Yrigoyen ya tiene su opción tomada: los dirigentes de la FORA son detenidos en plena reunión de delegados y la mayoría de ellos «alojados» en la terraza de la vieja cárcel de Azcuénaga. A la intemperie, Bartolomé Senra Pacheco, uno de los más importantes dirigentes del sindicalismo independiente, enfermará de neumonía y morirá a los pocos días[62]. La huelga general resulta un fracaso que culmina en tres o cuatro días. Ya era tarde. David Rock atribuye el fracaso a los efectos de la depresión económic[63]a pero la razón más profunda radica en las ilusiones de neutralidad estatal que los dirigentes sindicales habían desarrollado en los años previos. Confiados en su propia fuerza mientras el estado se mantuviera al margen, dejaron de lado las evidencias cada vez mayores que mostraban la profunda unidad de acción de la burguesía y su «brazo armado»: mientras los obreros son reprimidos, la Liga, la ANT y las empresas en general no son molestadas. El caso de las huelgas de La Forestal, cuya narración es mejor dejar a cargo de Gastón Gori y su insustituible libro es sólo un ejemplo[64]. Sería difícil encontrar un policía, militar o burgués que hay ido preso por los crímenes gigantescos que se cometieron en todo el gobierno de Yrigoyen, el presidente para el cual… Y si hubiera algún caso, la «justicia» concedida no guarda proporción con la magnitud de lo sucedido (baste con leer el relato del comisario Romariz, para ver el grado de impunidad con que actúan las fuerzas policiales). Y aunque su mano no estuviera presente en forma directa él era el único responsable de lo que pasaba en el país: si hubiera querido evitar las masacres o al menos hacer justicia, nadie podría habérselo impedido. Si no lo hizo fue porque era un digno representante de su clase, utilizando el estado como lo que realmente es: un instrumento al servicio de la dominación social, un instrumento burgués, sea cual sea la forma del régimen político.

d) La aristocracia mancha sus manos con sangre: el papel de la sociedad civil en la resolución de la crisis

            En las jornadas que arrancan hacia 1917, el otro eje del combate pasa por la sociedad civil. Es en su seno que la burguesía encuentra, momentáneamente, la unidad perdida. El enfrentamiento con la clase obrera es el factor unificador general. De las asociaciones patronales que ocuparán un rol protagónico, la Liga Patriótica y la Asociación Nacional del Trabajo[65], la primera es la más importante, porque además de los elementos crudamente represivos, elaborará la justificación general de la masacre: el nacionalismo. La Liga será la encargada no sólo de exaltar y justificar aquellas tareas represivas que el Estado no quiere asumir abiertamente (pero que promueve, protege y enmascara) sino también de llevar a cabo el programa de «nacionalización» fracasado. La bandera con sangre entra. La función de la Liga tiene los dos aspectos, el represivo, el más conocido, y el de consenso, es decir, la gestación del nacionalismo bélico. La Liga no reemplaza al estado en las tareas represivas sino que actúa creando las condiciones que justifiquen la represión estatal: a) interviniendo en conflictos en apoyo de la patronal con crumiros y armas; b) provocando desórdenes en las manifestaciones obreras; c) informando y controlando la llegada de «individuos de ideas avanzadas».

a) Intervención en conflictos: La llegada de la Liga solía complicar aún más situaciones ya de por sí complejas. En medio de una huelga la Liga solía aparecer, a veces sin que mediara pedido de auxilio por el burgués acosado, con personal armado y rompehuelgas. Es fácil imaginar el resultado: los obreros se enfrentan con los «carneros» protegidos por las armas liguistas. Intercambio de disparos. La policía interviene para «resguardar» el «orden» y, por supuesto, los únicos presos son los representantes sindicales. En Jacinto Aráuz, la Federación Obrera Regional Portuaria, FORP, organización anarquista que intentaba nuclear a todos los estibadores de campaña, llevaba más de un año controlando los trabajos de estiba, sin capataz. La Liga trae «carneros» que son protegidos por la policía mientras encierra a los obreros «sindicados» y provoca una verdadera «masacre», como con justicia ha denominado Osvaldo Bayer a este miserable episodio[66].

b) Provocación de desórdenes en manifestaciones obreras: Villaguay, febrero de 1921. Acto sindical en apoyo del conflicto de obreros rurales contra dueños de maquinaria y colonos. Pocos días después, José Azentoff, militante socialista, es «asaltado, golpeado y herido por miembros de la Liga» lo que provoca una nueva manifestación. Nuevas provocaciones liguistas y muerte del hijo de un senador. Los socialistas envían desde Buenos Aires al diputado De Andreis quien constata que la Liga actúa «en perfecto acuerdo con la policía» y con «la aprobación incondicional del gobernador», de extracción radical[67].

            El grado de provocación inútil llegaba a tales extremos que incluso el estado debía intervenir para evitar enfrentamientos sin motivo: en Bahía Blanca el intendente municipal dictó un decreto «dejando sin efecto la autorización» concedida a la Liga para «hacer circular carteles titulados «Defensa del fruto del trabajo» por «considerar que los términos en que está redactado» produciría «efectos lamentables»[68].

c) Informando y controlando:

En la provincia de Buenos Aires las brigadas han formado comisiones vecinales que se turnan en la tarea de vigilar la llegada de trenes para descubrir a los perturbadores del trabajo agrícola… En tanto, la policía de las localidades está advertida de la llegada de los perturbadores para impedirles la obra maléfica que intentan.[69]

            La Liga, en su guerra santa contra el mal, actúa como sindicato «amarillo» denunciando y entregando información sobre la acción gremial a los representantes estatales. Este ejemplo, uno de tantos, muestra el grado de colusión entre el estado y la Liga, pero también la forma en que actúa, sin reemplazar al estado sino «apoyando». Sólo en un contexto de extrema descomposición estatal la «sociedad civil» puede suplantar al estado en su rol coercitivo. No era este el caso, razón de más para responsabilizar a su conductor por todos los «excesos» que «debió tolerar» el presidente…: en cuanto quisiera podía eliminar a la Liga y todas las policías privadas. Si no lo hizo fue porque la «sociedad civil» asume el lugar de la «derecha» dejándole al gobierno la posibilidad de colocarse en el lugar que más le gusta: el centro. Aunque su actividad sea más reprochable que la de la propia Liga.

            En su tarea como gestora de «consenso», la Liga se dedica a: a) la captación de la burguesía y pequeña burguesía rural; b) la represión del 1ro. de Mayo (la transformación de su sentido o la oposición al 25 de mayo o el 9 de julio); c) el repudio a la bandera roja; d) el programa de difusión patriótica; e) la defensa del «trabajo libre».

a) La captación de la burguesía rural: La masa de maniobra del «nacionalismo bélico» estaba integrada por la pequeña y no tan pequeña burguesía rural. La Liga es muy inteligente en este aspecto, al oponer a chacareros, patrones de trilladoras y cerealistas a peones y estibadores. Veamos la composición de la Liga de San Salvador, Entre Ríos:

… presidente, coronel retirado Miguel Malaria; presidente comisión de defensa, Cristino Bordoy (propietario de trilladoras y colonizador); presidente de la comisión de arbitraje, Bortagaray (agricultor); presidente comisión de hacienda, Angel Ravaggio (propietario de trilladoras); presidente de la villa, Antonio Gallo (propietario de hornos de ladrillos); vocales: Modesto Martín (tambero), Francisco Ledesma (ganadero); Miguel Ríos (jornalero rural), Crispín Fernández (emparvador), Salustiano González (maquinista de segadoras), Onésimo Narváez (Carrero), secretario general, Abdón Floro (agricultor).[70]

            A despecho de alguna presencia obrera, la composición refleja la presencia de toda la burguesía rural. Por esta cercanía de los chacareros y la Liga, los sindicatos eran reticentes a buscar aliados entre la pequeña y media burguesía rural. Si los anarquistas eran los más  remisos, los sindicalistas independientes logran la firma de un pacto con la Federación Agraria que, no obstante, no es aceptado en la FORA IX sin oposición. El principal argumento en pro del acuerdo, lo desarrolla Marotta: «En Argentina, país esencialmente agrario, no puede en manera alguna prescindirse de los colonos y repudiarlos» porque «si esto hiciéramos, contribuiríamos a crear un lastre conservador que pesaría gravemente sobre los intereses revolucionarios del proletariado». Un miembro de la FOD de Gualeguaychú, en forma clarividente, sostuvo la necesidad de aceptar el acuerdo y «sustraerlos (a los chacareros) a la influencia de las liguistas.»[71]

            b) La represión del 1ro. de mayo: la constitución de un día específico del año en el que la clase obrera se celebra a sí misma era algo que desde temprano preocupaba a la burguesía. La enorme preocupación por transformar el sentido de la fecha es temprana y se remonta hasta hoy: día del trabajo (en lugar de del trabajador) o día de la Constitución (en una implícita oposición entre clase y ciudadano, entre identidad clasista y democracia burguesa). El 1ro. de Mayo es un momento de condensación simbólica propia de la identidad del nuevo sujeto social, al mismo tiempo demostración de fuerza, autoidenti­ficación y delimitación de un «nosotros» por remisión a una historia y a una experiencia, un instrumento de ampliación, de incitación a la identificación de aquellos que aún no lo hicieron. En el 1ro. de Mayo de 1920 en Firmat tenemos un buen ejemplo:

En esta localidad se conmemoró el 1ro. de Mayo con un éxito insuperable. A pesar de todas las trabas opuestas por las autoridades policiales, por un lado y las difamaciones de algunos compañeros siempre con sus miras políticas e ideológicas por otro, los trabajadores de la localidad hemos demostrado a propios y extraños que sólo seremos capaces de afrontar la lucha por nuestra total emancipación. Así se demostró con la paralización de la máquina productiva; el martillo yacía inmóvil sobre el yunque; la garlopa sobre el banco, aguardaba el momento para volver a la vida productiva, los proletarios del campo, abandonaron también sus faenas. La aurora del 1ro. de Mayo fue saludada con una salva de bombas. A las 9 la banda de música recorrió las principales calles de la localidad, tocando diversos himnos revoluciona­rios. A las 11, la estación del ferrocarril ya se hallaba completamente invadida de trabajadores, quienes esperaban ansiosos la llegada del compañero Emilio Márcico, delegado de la FORA, entidad que agrupa a los trabajadores organizados sindicalmente del país. A las 12 en punto, los compañeros ferroviarios hicieron abandono del trabajo durante cinco minutos … cantando durante ese corto tiempo Hijos del pueblo. A las 14, realizóse la manifestación encabezada por la banda de música y dos banderas rojas. También habían varios carteles alusivos, conteniendo algunos pensamien­tos de Carlos Marx. En esa forma la manifestación recorrió las calles de la localidad por espacio de una hora y media en manifestación muda de protesta y repudio por las bárbaras leyes de excepción denomnadas de «residencia» y «defensa social», en virtud de las cuales y por su participación en las luchas obreras muchos compañeros sufren condenas en las cárceles capitalistas…. Llegada la manifestación a la plaza pública, punto de conferencia, el compañero Vasconi … presentó al compañero Mársico, quien disertó sobre el significado histórico del 1ro. de Mayo y el alcance que le daba este año la clase trabajadora… Grandes núcleos de trabajadores que estaban apostados en las esquinas contemplando el espectáculo que ofrecía la manifestación al oir las primeras palabras del orador, se apresuraron a engrosar las filas para escuchar mejor.[72]

            La acción violenta contra la reunión obrera era una de las actividades predilectas de los miembros de la Liga y se entiende: la reunión, la parali­zación, los himnos, la ocupación de los centros públicos (la plaza, la estación del ferrocarril, las calles), el nombre del demonio en los carteles, la solidaridad de clase (los compañeros presos), la denuncia de la barbarie (las leyes represivas), la palabra, la bandera roja, todo anuncia un proceso de inclusión y autosuficiencia inquietante.

            El 1ro. de Mayo de 1921 en Gualeguaychú demuestra como reacciona la burguesía frente a esta realidad insoportable. La Liga provoca a la manifes­tación generando un serio incidente, con muertos y heridos, que sirve de excusa a la represión generalizada al movimiento obrero entrerriano.  La Liga había festejado allí el 2 de febrero, como aniversario de la batalla de Caseros y festeja ahora el 1ro. de Mayo del trabajo libre, con las organiza­ciones de rompehuelgas formadas por ella como punta de lanza de la represión. Ocupar el día simbólico por excelencia era la forma de rematar en el plano ideal el desplazamiento que operaba desde abajo:

El éxito más satisfactorio coronó la obra civilizadora. El día de hoy es la consagración definitiva del primero de mayo argentino. Si media República saluda a las brigadas entrerrianas en el día de su triunfo definitivo contra el desorden del sindicalismo revoluciona­rio, se puede afirmar que dentro de una año, el primero de mayo de 1922, toda la República campesina, constituída por la población útil de esta tierra, con la bandera nacional y bajo la égida de la Constitución, saludará el día del trabajo libre en la República Argentina.[73]

            El primero de mayo «argentino» es casi una contradicción en sus propios términos: la violencia verbal expresa la violencia material. El vector de la ciudadanía y la nación es la «brigada», que «triunfa» contra el «desorden». La represión de la identidad clasista es una necesidad imperiosa: ciudadanos sí, obreros no. Argentinos sí, obreros no. En el peor de los casos, ciudadanos argentinos obreros pero obreros sólo, no. «Obrero» independiente, obrero nada más, eso es «desorden». Y es correcto: es el caos del mundo burgués, la revolución. Arcádicamente, el proletariado es transformado en «república campesina», población «útil»: trabaja y no protesta. La «bandera nacional» y la «constitución» son los marcos reordenadores del orden burgués desquiciado. El «trabajo libre» es su logro mayor: obreros transformados en átomos, negada la posibilidad de una representación colectiva, este obrero contra este patrón, individuo frente a individuo. Nación y democracia burguesa son la máxima expresión de la individualización y desorganización de la clase obrera. Trabajo libre, flexibilidad laboral, no son otra cosa que la fuerza bruta del mercado, es decir, de la burguesía, atropellando individuos indefensos. Destruir, cortar, tronchar, despedazar: objetivos clave de la burguesía ayer y hoy.

            c) El repudio a la bandera roja: de todos los símbolos obreros, el que más disgustaba al nacionalismo bélico era la bandera roja, probablemente porque la bandera es el símbolo más visible de toda identidad nacional. La Liga adhiere «entusiastamente a la prohibición que había formulado el gobernador de Córdoba para que se exhibiera la bandera roja», sus brigadas promueven, como en Olavarría, ante las autoridades locales el retiro de las banderas rojas (con éxito), y hasta un miembro de la institución se permitió teorizar sobre el asunto:

En el Cuarto Congreso, un expositor hizo un extenso análisis de la historia argentina para demostrar que la bandera roja era la antítesis de la civilización argentina. En consecuencia su uso debía prohibirse como no fuera en locales cerrados, y presentó un proyecto en tal sentido para que la Liga intentara su inmediata sanción por el gobierno nacional.[74]

            Luego de la represión de la huelga de Tres Arroyos, en el verano de 1919-20, el juez Núñez Monasterio «colmó de vejámenes» a los 170 detenidos obligándolos a «hincarse y pedir perdón a la bandera nacional».[75]

            d) El programa de difusión patriótica: destruir los símbolos del enemigo no vasta, es necesario implantar en la conciencia una nueva construc­ción simbólica. La patria (burguesa), la propiedad (burguesa), la democracia (burguesa) y la familia (cristiana) son la clave de esta contrucción simbóli­ca:

… defender el orden social fundado en la familia cristiana, en el trabajo que produce la propiedad, en la democracia, en la verdadera democracia argentina, que no consiste en antagonismos exóticos entre obreros, propietarios y burgueses, para que todos continuemos siendo hijos de la patria…[76]

            Estos bellos designios no eran exclusivos de la Liga. En realidad es el «programa» del conjunto de la burguesía. Así, las «fuerzas vivas» de toda la república se ponen de acuerdo para este tipo de exaltaciones:

Esta noche en el salón de la Avenida se llevará a cabo una magna asmblea patriótica con el fin de constituir la comisión que correrá con todo lo relativo a la gran manifestación patriótica que se proyecta celebrar en la noche del 24 de mayo, en ocasión del glorioso aniversario patrio. La obra de argentinismo debe ser secundada con toda virilidad precisamente en estos momentos en que nuestra querida enseña, las tradiciones que representa, pretenden ser manoseada por la turba anárquica que nos han volcado los puertos extranjeros.[77]

            Ni siquiera en un pueblo tan pequeño como Chacabuco el patriarcado se daba el lujo de estar ausente: la virilidad patria al servicio de la «querida enseña» y sus tradiciones… Y las tradiciones que la Liga reivindica no son las del nacionalismo «antidemocrático». Su «patriotismo» se autodefine como «cívico» y «liberal». No por casualidad el héroe de su «nacionalismo» no es Rosas sino Urquiza. Su prédica tiene por finalidad la defensa de la «democracia» (burguesa) contra la «dictadura roja».

            e) La defensa del trabajo libre: Una de las principales tareas de la Liga era la defensa del «trabajo libre», que no consistía en otra cosa que en la destrucción de los sindicatos obreros. Sin embargo, no dejaba de estar en consonancia con la ideología liberal y con los derechos del «ciudadano», es decir, con la democracia burguesa: en última instancia, el sindicato aparece como un monopolio que atenta contra la libertad de «trabajo». Obviamente, esto no es más que la cobertura ideológica para ocultar la realidad: la clase obrera sólo puede actuar en conjunto ya que, individualmente considerado, todo obrero está aislado frente a otros individuos con mucho más poder social que él. Todo burgués tiene tras sí el capital y todo el aparato del estado en defensa de la propiedad privada. En esto consiste la libertad de «trabajo»: un obrero frente a un patrón. No estaría mal si ambos tuvieran los mismos recursos a mano. Pero no es así ni aunque la legislación estuviera del lado del obrero: el poder social del burgués deviene de su cuota parte monopólica de los medios que confieren la producción y reproducción de la vida social. De ahí que esa ventaja opera sola sin necesidad de aditamentos mientras su oponente no recurra a estrategias que transformen su aislamiento individual en poder de clase, el poder del trabajo.  Por eso chilla cuando los obreros «hacen trampa» al atomismo individualista burgués nucleándose tras instituciones que representan el poder colectivo de la clase. Por eso los sindicatos actúan contra los rompehuelgas: porque traicionan a su clase haciendo posible que actúe con eficacia el instrumento clave de la burguesía: la división. Los obreros, al actuar contra los «carneros» no hacen más que afilar su propio instrumento, la unidad. Ayer se llamaba «defensa del trabajo libre». Hoy se llama «flexibilidad». Ejemplo: San Pedro, cosecha 1919-1920. Un largo conflicto envuelve a las casas cerealistas de la región contra una de las glorias desconocidas del sindicalismo argentino, el Centro Cosmopolita de Trabajadores de San Pedro, de orientación socialista. Las casas cerealistas se niegan a trabajar con personal «federado», organizan un sindicato paralelo («amarillo») y traen crumiros. El dirigente del «sindicato amarillo» Domingo Spagnolo es, oh casualidad!, puntero radical del diputado provincial Alejandro Maino y miembro (oh, casualidad?) de la Liga Patriótica. Nueve meses lleva al CCT destruir la organización sindical amarilla y reimponer el control sobre los puertos del litoral. En el medio, varios muertos, detenciones a granel, intervención de la ANT, la Liga, el radicalismo, etc., etc.. Sin embargo, un año después todo el norte de la provincia de Buenos Aires se ve invadido de sindicatos amarillos:

Informes del delegado Pongratz (en Bartolomé Mitre). Allí donde fracase una huelga surge, por lo regular, un centro patronal, anulando la acción revolucionaria de los trabajadores y robusteciendo las filas de la Liga Patriótica, embruteciendo a los obreros en el metífico ambiente de intrigas en que se desarrolla la rancia politiquería criolla. Por otra parte, las organizaciones amarillas constituyen un serio peligro para los obreros sindicados de las localidades vecinas, quienes no pueden desarrollar eficazmente acciones reivindicativas, por cuanto aquellas se ciernen constantemente, como aspectos fatídicos dispuestos a traicionar allí donde se requiere su concurso.[78]

            El ejemplo de San Pedro se repite en toda la región pampeana (y fuera de ella) con persistencia. Con acciones de este tipo, a lo largo de 1920 y 1921 las fuerzas patronales (entre las que destaca en su rol organizacional la Liga) van desarmando la compleja trama sindical tejida tras años de arduos combates. Una huelga general contra la Liga y las leyes represivas sólo hubiera tenido éxito antes de que toda esta estructura se desmoronara, no después. Pero, un sindicalismo que había abandonado el recurso a «sus propias fuerzas» para entregarse al patrocinio estatal, no podía sino llegar tarde.

Conclusión

…no es buena obra socialista, la que tienda o se oriente en el sentido de acallar o disminuir la percepción de las desigualdades sociales y, por lo tanto, de las clases que forman la sociedad, o hacer menor la evidencia de la lucha que se libra entre proletariado y burguesía, buscando establecer cuerpos mixtos de individuos de las dos clases en pugna...[79]

            Toda la acción de la Liga Patriótica hubiera carecido de verosimilitud de no ser por la Ley Sáenz Peña. En este sentido, como sostiene un comentarista contemporáneo excesivamente benevolente, la Liga era democrática[80]. Su accionar tenía como finalidad eliminar todo posible desborde del marco institucional constituido por la democracia burguesa. Esa finalidad es clara en el accionar de la Liga y es coherente con el programa de nacionalización, la creación del ciudadano argentino. Que el proceso conllevara una inusitada violencia estatal y paraestatal demuestra tanto que el poder burgués descansa en última instancia en el poder coercitivo del Estado, como que la gestación del «consenso» exige  la utilización de la violencia. Esa violencia se ejerció material e idealmen­te con el objetivo de destruir las instituciones y los símbolos que represen­taban una identidad distinta. Aunque no logró el objetivo de máxima, la eliminación de la identidad de clase, sí logró limitar y acotar, al menos por un tiempo, sus aristas más preocupantes. La «pax alvearista» no fue el resultado del aumento de los salarios ni de la mejora de las condiciones generales. La primera década de democracia burguesa genuina no se entiende si se olvida el mayor período de violencia estatal y paraestatal contra la clase obrera que se haya vivido en la Argentina antes del Proceso militar.

            No puede dejarse de insistir en la importancia crucial de la violencia material e ideológica que fue necesaria para la gestación del «ciudadano argentino» de la democracia burguesa. Ella intentó la fractura de la conciencia y su reunificación en el plano político a fin de operar la completa separación entre economía y política y bloquear con esto todo intento de pensar y actuar más allá de los límites del sistema. Su fracaso en los años 30 no fue responsabilidad de los obreros: no tenían ellos por qué salir en defensa de un presidente elegido por una ínfima minoría de la población, que enviaba al ejército a resolver «prudentemente» los conflictos sociales y que había apañado a la Liga y a otras organizaciones patronales. Cuando la clase obrera se recompuso, tras el diluvio de los años 30, gestó ella misma un nuevo movimiento democrático que fue, sin embargo, confiscado por la burguesía el mismo día de su nacimiento. El carácter contradictorio del peronismo demuestra hasta qué punto el avance popular puede ser controlado «democráticamente», pero también muestra el profundo terror que la burguesía profesa a cualquier proceso con resultado incierto y por lo tanto, su enorme desconfianza hacia la democracia de cualquier tipo. Retrocediendo espantada, cierra los ojos y da rienda suelta a las pesadillas más monstruosas. ¿Alguien va a negarlo? El Proceso es tan hijo suyo como la Liga Patriótica, la Triple A, la picana de los 30 y esta democracia cuya supervivencia sólo se explica por la profunda derrota inflingida a la clase obrera en los últimos 20 años. ¿La clase obrera se opone a la democracia? No: cuando comience otra vez a llenarla de contenido real, cuando presione reclamando hacer realidad las palabras, cuando pronuncie con fuerza otra vez libertad (real), igualdad (real), fraternidad (real), es decir, socialismo, no será ella la que llame otra vez a los cobardes señores de la noche. Mientras no se supere la base social sobre la que se asienta la democracia burguesa, nunca será una democracia real y seguirá formulando promesas que no puede ni quiere cumplir. Quien cree que esto no es verdad, bien podría escuchar a García, el de la FOM:

Otra hora de prueba se ha presentado a la clase obrera del país. Cuando se hubiera creído vivir en un sistema garantido por un gobierno imparcial; cuando por actitudes y maniobras habilidosas parecía el estado colocarse en un plano superior al de los antagonismos de clase; cuando, en fin, habría quien creía que estado y burguesía formaban dos entidades independientes, una brutal reacción que se preparaba embozada, se desencadena sobre el proletariado, con aspectos variantes de la guerra, pero con esta latente en el fondo de las acciones cuando no se manifiesta en la forma cínica que hoy presenta. Salimos del engaño de las apariencias para ver los antagonismos de clase y las instituciones que los expresan de acuerdo con la realidad económica y social de los mismos.[81]

            Son palabras pronunciadas a propósito de la huelga general de 1921 ante el evidente desmoronamiento del movimiento obrero y de la densa red sindical laboriosamente tendida desde comienzos de la guerra. Ante su propio funeral se confiesan… Nosotros preferimos, con Lallemant y contra Juan B. Justo, recordar que somos «los más fervientes partidarios de la democracia (real)» y «no participamos de ninguna» de las «ilusiones» de la democracia burguesa, porque lo que «el capitalismo promete, sólo el socialismo lo puede conseguir». Esa es la verdad que hay que rescatar hoy, «cuando la mentira es la verdad».


Notas

[1] 2. Una objeción común a esta posición es: ¿entonces, es preferible la dictadura? Cuando no se trata de la vieja chicana barata radical-socialdemócrata tan utilizada durante el alfonsinismo, vale la pena contestarla. ¿Significa esto que las formas dictatoriales de gobierno son más «transparentes» y, por lo tanto, facilitan la comprensión de las relaciones sociales por parte de la clase obrera? De ser correcta esto nunca la democracia burguesa aparecería como un objetivo defendible por la izquierda. Y no es así porque las formas dictatoriales suelen generar, por reacción, ilusiones democrático-burguesas. En estos casos, el problema suele trasladarse desde el capital y su estado a esta o aquella forma de gobierno. Esto y no otra cosa se encuentra detrás de quienes sostienen que todas las culpas por la situación actual de la Argentina tienen su origen en el Proceso Militar y no en el capitalismo. La conclusión de Alfonsín de que «con la democracia etc., etc…» era la traducción popular de estas ilusiones democrático-burguesas. Y son ilusiones no porque la democracia no sea un bien a resguardar sino porque no permiten entender en donde radica el poder dictatorial: no es en el uso arbitrario del estado por un determinado personal político sino en la clase que lo sustenta. La continuidad de la clase dominante transforma cualquier cambio en las formas y en el personal político en mera ilusión. Sólo la eliminación de la clase dominante como tal clase abre el cauce a una verdadera democracia. El problema de cómo evaluar la democracia burguesa parte de reconocer la profunda contradicción que existe entre democracia y burguesía: el capital sólo puede pactar con la democracia desfigurándola, transformándola en nada. Al contrario, la clase obrera sólo puede mejorar sus condiciones de existencia haciéndola realidad. De ahí que la burguesía ve a la democracia con profunda desconfianza y la aceptará sólo limitadamente y en tanto sirva a sus fines, es decir, sólo como democracia burguesa. Por esto, lo que se debe defender no es la democracia burguesa sino los derechos alcanzados por la clase obrera (económicos, sociales y democráticos) contra todo intento de reversión, aprovechando la situación para demostrar los límites y función de esta particular forma política y la necesidad de asegurar cualquier conquista mediante su superación. En palabras de Lallemant: «nosotros somos los partidarios más decididos de la democracia aunque no participamos de sus ilusiones.» (citado por Ratzer, José: Los marxistas argentinos del 90, Ed. Pasado y Presente, Bs. As., 1969, p. 150). Lo que constituye una cuestión de principios es que la democracia burguesa no es más que una de las tantas formas que asume la dictadura de la burguesía y que cualquier transacción de principio con ella significa una traición de principio a la lucha por la libertad y la democracia reales. Sobre la diferencia entre democracia burguesa y democracia socialista, véase Meiksins Wood, Ellen: Democracy against Capitalism, Cambridge University Press, 1994 y The Pristine Culture of Capitalism, Verso, 1993.

[2] Sobre este punto puede verse el artículo de Goran Therborn: «Dominación del capital y aparición de la democracia» en En Teoría, nro. 1, 1979

[3] Obviamente, partimos aquí de la idea planteada por Marx pero común a toda una tradición epistemológica que considera que «toda ciencia sería superflua si la forma de manifestación y la esencia de las cosas coincidiesen directamente». Que la burguesía «obscurezca» el panorama no excluye que ella misma sea parcialmente víctima de este proceso de negación de la realidad ni que el mismo sea, también parcialmente, inconsciente. Véase Moore, Stanley: Crítica de la democracia capitalista, Ed. Pasado y Presente, México, 1979, sobre todo el capítulo cuarto, «Ideología y alienación». Agregamos que este saber es social en dos sentidos: en tanto conocimiento de la sociedad, de su estructura íntima, y en tanto conocimiento por la sociedad. Y la sociedad no «conoce» en conjunto sino diferencialmente: la burguesía tiene el poder del «saber» en el primer sentido, precisamente por su poder social. La clase obrera debe conquistar ese conocimiento como parte de su lucha por el poder social. Esta conquista es un proceso histórico, con sus marchas y contramarchas. De ahí el lugar central de la historia en la lucha política.

[4] En palabras de Meiksins reseñando a Thompson: «… hegemonía no es sinónimo de dominación de una clase y sumisión de la otra. Más bien, la hegemonía encarna la lucha de clase y lleva la marca de las clases subordinadas, su autoactividad y su resistencia.» Ver Meiksins Wood, Ellen: «El concepto de clase en Thompson», en Contra la corriente, nro. 1. Preferimos citar a Meiksins, porque de todos los Thompson posibles el suyo es el más agradable.

[5] En la teorización original de su propia práctica política, la socialdemocracia de izquierda sostenía que la tarea central pasaba por la conquista de la hegemonía en la sociedad civil, dado el carácter secunda­rio del poder estatal en la dominación social en los países occidenta­les. Ver Perry Anderson: Las antinomias de Antonio Gramsci, Fonta­mara, Barcelona, 1981. En la actualidad, la formulación de la social­democracia ha eliminado toda intención socialista a su acción política, identificando la democracia con el fin de la historia. Un ejemplo muy claro de esta deriva intelectual puede verse en Portantiero, Juan Carlos: La producción de un orden, Nueva Visión, Buenos Aires, 1988. Uno  estaría tentado a enfrentar a Portantiero con el fantasma de Rosa Luxemburgo pero la crítica que esta le dirigiera a Bernstein resultaría inadecuada, no por lo vieja sino por lo avanzada, a la luz del giro intelectual de la línea de pensamiento representada por el Club de cultura socialista o revistas como Punto de Vista y La ciudad futura. En la versión bersteiniana, el reformismo socialista mantenía una fuerte ligazón con el sindicalismo y el partido obrero, amén de sostener al socialismo como un ideal a alcanzar, aunque más no sea remotamente. En la socialdemocracia local estas características están completamente ausentes. De todos modos, para ver cuán viejas son estas ideas que se presentan como «modernas», puede verse la obra del jefe del revisionismo y, para su crítica, Luxemburgo, Rosa: ¿Reforma o revolución?, Nativa Libros (Bandera Roja), Montevideo, 1971

[6] Anderson, op. cit., p. 57

[7] Definimos formación hegemónica como el conjunto material e ideológico históricamente construido, en el que se asienta el poder de clase. Incluye, por lo tanto, el contenido social específico del Estado tanto como las instituciones burguesas propias de la sociedad civil y la ideología general que las expresa. Constituye una totalidad histórica concreta, por lo que sus elementos, aunque puedan repetirse individualmente en otro tiempo y lugar, sólo tienen sentido pleno en ella.

[8] Como señala Raymond Williams, se trata de una «opción bajo presión». Meiksins aclara: «Propone (Williams) por el contrario la necesidad de entender estas respuestas como «opciones» de la gente real bajo las presiones de condiciones y contradicciones históricas reales. Entonces se vuelve posible percibir los recursos todavía disponibles en la clase trabajadora.» Meiksins, op. cit.

[9] Sobre la campaña al «desierto» no hay prácticamente nada seriamente escrito. La mayor parte de los textos que explican la expansión del modelo agroexportador olvidan que el genocidio fue la precondición del «Progreso» argentino. Una visión un tanto ingenua pero al menos libre de las vulgares y miserables apolo­gías de la masacre, puede verse en Curruhinca-Roux: Las matanzas del Neuquén, Plus Ultra, Bs. As., 1984. Aunque no se centran en la campaña al «desierto», los trabajos de Raúl Mandrini y cola­boradores son lo mejor que se ha escrito sobre los aborígenes pampeanos. El mejor acercamiento sigue siendo Viñas, David: Indios, ejército y frontera, Siglo XXI, Bs. As., 1983 Sobre el Chaco la bibliografía es más abundante. Ver sobre todo Iñigo Carrera, Nicolás: La violencia como potencia económica, Chaco, 1870-1940, CEAL, (Conflictos y Procesos, nro. 11), Bs. As., 1988. Sobre gauchos la bibliografía es extensa y conocida. Agreguemos sólo el texto de Gelman, Jorge: «El gaucho que supimos construir. Determinismo y conflictos en la Historia Argentina», en Entrepasados, año V, nro. 9, 1995

[10] Ercole Sori demuestra que la expatriación tenía una rela­ción inversa al resultado de las huelgas agrarias, las crisis y la expulsión de población. Sori, Ercole: «Las causas económicas de la emigración italiana entre los siglos XIX y XX», en Devoto, Fernando y Gianfausto Rosoli: La inmigración italiana en la Argentina, Biblos, Bs. As., 1985. Añade un dato interesante (y ciertamente bello): los obreros rurales combatían, los campesi­nos emigraban.

[11] Anderson, op. cit., p. 51

[12] Ibid., p. 52. La cita está en pág. 49. Una visión excesivamente reproductivista dejaría de ver que la práctica de la democracia burguesa contiene en sí su propia crítica en tanto genera las condiciones para contrastar la «promesa» con la realidad.

[13] Romero, Luis Alberto: «Política democrática y sociedad democrática», en Estudios sociales, año VI, nro. 10, Santa Fe, Argentina, 1r. Semestre de 1996

[14] Holloway, John: «Surgimiento y caída del keynesianismo», en Marxismo, Estado y Capital, Fichas temáticas de Cuadernos del Sur, Ed. Tierra del Fuego, 1994

[15] El texto más comprensivo es Hobsbawn, Eric: Naciones y nacionalismo desde 1780, Crítica, Barcelona, 1992

[16] Anderson, Benedict: Comunidades imaginadas, FCE, México, 1993

[17] Anderson, B. op. cit. Gavin Kitching ha remarcado la importancia de este enfoque que, a diferencia del texto de Gellner, supera el concepto de nación como mera ficción. Ver Kitchin, Gavin: «Nationalism, the instrumental passion», en Capital&Class, nro. 25, spring, 1985

[18] Anderson, B: op. cit., p. 23

[19] Ibid., p. 126. Cursivas en el original.

[20] Nuevamente, evacuemos una crítica elemental: ¿significa que todo nacionalismo es reaccionario? ¿No hay acaso movimientos nacionalistas que definen al «pueblo» con exclusión de la burguesía y que promueven la unidad de los «pueblos» oprimidos e incluso llegan a manifestar que «su problema» no es con el pueblo de los países oprimidos sino con sus gobiernos? Sí, pero eso sólo demuestra que el nacionalismo se vuelve más «progresivo» cuando más se acerca al clasismo internacionalista, que la clase, como categoría identitaria se impone a la corta o a la larga al nacionalismo y que los intelectuales harían mejor en acelerar ese proceso antes que confundir a las masas en el mismo momento en que estas comienzan a superar el problema.

[21] Devoto, Fernando: «Las sociedades italianas de ayuda mutua en Buenos Aires y Santa Fe. Ideas y problemas.», en Studi emigrazione, Centro Studi Emigrazione, Roma, anno XXI, settembre, 1984, nro. 75

[22] Ruffo, Miguel y Frydenberg, Julio: La Semana Roja de 1909, CEAL, Bs. As., 1992, t. 1, p. 44-45. También puede verse Bilsky, Edgardo: La FORA y el movimiento obrero, CEAL, Bs. As., 1985

[23] Bilsky, Edgardo: La FORA y el movimiento obrero, CEAL, Bs. As., 1985

[24] ¿Exagero? Los discursos del 1ro. de mayo de 1890 tuvieron que  repetirse en español, alemán, italiano y francés. Ratzer, op. cit., p. 7l

[25] No podemos aquí discutir a fondo este concepto que hoy ha superado las barreras de la historia para extenderse a otras ciencias penetrando incluso el lenguaje de la vida política. Estamos preparando un texto dedicado a su análisis que aparecerá en un próximo número de Razón y Revolución bajo el título «La gran bolsa de gatos y otros episodios de la lucha de clases».

[26] Míguez, Eduardo: «Política, participación y poder. Los inmigrantes en las tierras nuevas de la Provincia de Buenos Aires en la segunda mitad del siglo XIX.»

[27] Pianetto, Ofelia: «Mercado de trabajo y accion sindical en la Argentina, 1890-1922», en: Desarrollo economico, v. 24, nro. 94, (jul-set 1984)

[28] Zevallos, Estanislao: La Rejión del trigo, Hyspamérica, Bs. As., 1984

[29] Ver Goldman, Noemí: «El levantamiento de montoneras contra «gringos» y «masones» en Tucumán, 1887: tradición oral y cultura popular», en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana, Dr. Emilio Ravignani, nro. 3, 1990; Nario, Hugo: Tata Dios. El mesías de la última montonera, Plus Ultra, Bs. As., 1976. Zevallos, op. cit., Gerchunof, Gallo, Ezequiel: La Pampa Gringa, Sudamericana, Bs. As., 1983.

[30] Hay que distinguir una cualidad específica de la sociedad capitalista de un momento concreto de desarrollo del capital. La posibilidad de la promoción de clase existe siempre en la sociedad burguesa. En este sentido, es una sociedad «abierta», en tanto la burguesía sólo se sostiene por su dominio de los medios de producción, sin que exista ninguna traba que no sea específicamente «económica» a la incorporación de nuevos miem­bros a la cofradía capitalista. Cualquiera que pueda reunir capital sin violentar (al menos de modo evidente) la única valla jurídica establecida, la propiedad, es burgués. Por esta razón, la única limitación al «ascenso social» es la propia acumulación del capital. Cuanto más poderoso es el capital, menores son las posibilidades de promoción, ley que se manifiesta en el fenómeno recurrente de la proletarización de capas enteras de burguesía y pequeña burguesía.

[31] Citado por Falcón, Ricardo: Los orígenes del movimiento obrero (1857-1899), CEAL, 1984, p. 44

[32] «Al lugar de los antiguos patronos y trabajadores pasaron los grandes capitalistas y obreros, y estos últimos no tenían nunca la perspectiva de elevarse sobre su clase; los oficios fueron ejercidos como en las fábricas, la división del trabajo fue rigurosamente aplicada y los pequeños patrones, que no podían competir con los grandes, fueron empujados a la clase proletaria. Al mismo tiempo, con la supresión del artesanado, hasta entonces existente por la diferenciación de la pequeña burguesía, le fue quitada al obrero toda posibilidad de volverse él mismo burgués. Hasta entonces había tenido siempre la pers­pectiva de asentarse en cualquier lugar como patrón estable y tomar, a su vez, con el tiempo, otros trabajadores; pero, ahora, cuando los mismos patrones eran arrojados por los fabricantes, cuando para el ejercicio independiente de un trabajo eran nece­sarios grandes capitales, el proletariado llega a constituir, por primera vez, una verdadera clase, una clase fija de la población, mientras que antes había sido, a menudo, solamente un tránsito hacia la burguesía. El que ahora nacía trabajador no tenía ninguna otra perspectiva que seguir siéndolo toda la vida. Por primera vez, el proletariado estuvo entonces en condición de moverse independientemente.» Engels, Federico: La situación de la clase obrera en Inglaterra, Diáspora, Bs. As., 1974, p. 39.

[33] Varios textos prueban las crecientes dificultades para el éxito de los pequeños capitales en el lanar, la industria y la agricultura. Véase, respectivamente Sabato, Hilda: Capitalismo y ganadería en Buenos Aires: la fiebre del lanar 1850-1890, Sud­americana, Bs. As., 1989 y (con Luis A. Romero): Los trabajado­res de Buenos Aires. La experiencia del mercado (1850-1880), Sudamericana, 1992; Pucciarelli, Alfredo: El capitalismo agrario pampeano, 1880-1930, Hyspamérica, Bs. As., 1986.

[34] Review of the River Plate, 3.3.1900, citado por Oved, Iaacov: «El trasfondo histórico de la ley 3.144, de Residencia», en: Desarrollo Económico, vol. 16, nro. 61 (abril-junio, 1976), p. 128

[35] Sobre las causas de la supremacía anarquista en el surgimiento del movimiento obrero, ver Falcón, op. cit. cuyas posiciones son en lo sustancial, correctas. De todos modos, abría que investigar si en este momento no están dándose pasajes de subsunción formal a real, como parecería indicar el crecimiento de la industria. Si un obrero puede acumular salarios y, en un período de varios años, transformarlos en pequeños capitales, la subsunción es allí formal o incompleta o bien real pero temporaria. En ambos casos, la subsunción del trabajo al capital sería parcial. Si la hipótesis de una mayor definición de las relaciones capitalistas hacia comienzos de siglo es adecuada, éste sería el proceso material que, al nivel de las relaciones sociales, empuja la definición de clases. Habría que agregar, entonces, a las causas de la supremacía anarquista expresadas por Falcón, la peculiar y confusa imagen que de la sociedad se hacen los libertarios, reflejo de la confusión en el seno de una sociedad en creación. La progresiva definición de esa imagen por obra de los procesos de sumisión real daría pie a una expresión más puramente clasista de la identidad obrera y que se expresaría en el dominio sindicalista del movimiento obrero.

[36] Ver Hilda Sabato y Ema Cibotti: «Hacer política en Buenos Aires: Los italianos en la escena pública porteña 1860-1880», en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana, Dr. Emilio Ravignani, nro. 3, 1990. Si bien las autoras ofrecen pruebas convincentes, no se puede negar que, aunque los inmi­grantes «participaban» en «política», era, igualmente, una muy reducida forma de hacerlo. Hilda Sabato ha demostrado que la «participación» políti­ca no estaba ausente sino que se daba en otros ámbitos, especialmente en la «esfera pública» (EP). Ver Sabato, Hilda: «Ciudadanía, participación política y la formación de la esfera pública en Buenos Aires, 1850-1880», en Entrepasados, nro. 6, Bs. As., 1994. La autora rechaza la explicación germaniana a la falta de interés por la participación electoral de la mayoría de la población, que enfatiza el «hacer la América» y enumera otras posibles explicaciones: 1) para la mayoría de la población el voto parecía no significar demasiado; 2) la noción de representación es muy abstracta; 3) nadie consideraba un privilegio el votar; 4) no era una forma efectiva de ejercer presión directa sobre las autoridades; 5) había otras formas y ámbitos de participación: la esfera pública (EP). Sin embargo, la primera y la tercera son iguales: si votar no significaba nada, difícilmente podría considerarse un privilegio. Pero, además, no son explicaciones sino descripciones del «estado de ánimo» de la «gente» que dejan en pie la pregunta: ¿por qué la gente no consideraba útil votar o por qué no un privilegio?. La opción 4 deja en pie la pregunta: ¿por qué no era efectivo? No hubiera sido efectivo si una presión gigantesca por parte de una población necesitada de cambiar el rumbo de los acontecimientos se hubiera hecho presente en el acotado mundo de la política argentina? Es decir, ¿por qué la «gente» desestimaba los mecanismos formales de transmisión del poder estatal como medio para satisfacer sus demandas si las tenía? Quedan sólo las respuestas 2 y 5. Que la noción de representación sea muy «abstracta» es una expresión un tanto misteriosa: ¿significa que la «gente» no podía entenderla, como los antropólogos prejuicios suponían que los «salvajes» sólo podían captar nociones «concretas»? En todo caso, la presión de una población desesperada por ejercer el poder estatal hubiera rápidamente educado a la «gente». La única respuesta que queda es la existencia de otros canales de «participación». Sabato se pregunta por qué la población no «participaba» ni buscaba participar de la política. Su respuesta es: por la existencia de una EP en la que la población «participaba» de otra manera. Pero esta respuesta presupone: a) que «participación» en la EP equivale a «participación» en el sistema político formal (de lo contrario una no podría ser alternativa a la otra y la respuesta no sería satisfactoria: la participación en la EP no explicaría la desidia por el sistema político formal); b) que existían demandas importantes por parte de la población en general, que no podían ser satisfechas sin un cambio sustancial ni en el personal político que maneja el gobierno del estado ni de los mecanismos de transmisión del gobierno. ¿Son presupuestos válidos? No: el comando del estado no es una cuestión menor, salvo que uno considere que el poder político pasa por otro lado (por los diarios, la «opinión pública», etc.). La EP es un lugar no un instrumento. Es una arena de discusión que no puede, por su propia naturaleza constituirse en una forma de condensación de poder social. El estado sí lo es, motivo por el cual su manejo no puede quedar en cualquier mano. En consecuencia, si la «gente» no se preocupaba por los mecanismos con los cuales se erigía el gobierno es porque cualquiera daba lo mismo mientras se mantuvieran ciertas condiciones generales. Pero esto significa que el supuesto b también es falso, como se evidencia en el mismo ejemplo que Sabato eligió para mostrar la «participación» en la EP: el movimiento tiene carácter económico limitado y pacífico (se trata de protestar por una suba de impuestos), se considera a las autoridades interlocutores válidos y se peticiona bajo carteles que expresan la unidad de la burguesía. En consecuencia, no hay demandas que excedan retoques puntuales a un acuerdo general que funciona a la perfección. ¿Y cuál es ese acuerdo sino la expansión económica acelerada en un contexto de debilidad general del capital, es decir, de capitalismo naciente? En ese marco, lo único que queda por discutir son problemas menores para los que basta con presionar desde ese lugar subordinado surgido como complemento del sistema político formal, la EP.

[37] Ver Riekenberg, Michael: «El concepto de nación en la región del Plata (1810-1831)», en Entrepasados, nro. 4-5

[38] Ejemplos de tempranas acciones en este sentido pueden verse en Bertoni, Lilia Ana: «Construir la nacionalidad: héroes, estatuas y fiestas patrias, 1887-1891», en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana, Dr. Emilio Ravignani, nro. 5, 1992.

[39] Y el positivismo, el servicio militar, el hospicio, la escuela, la familia y hasta la puericultura: buenas madres crían obreros «sanos», es decir, músculos que resisten el trabajo y cerebros que repelen el anarquismo… Ver Nari, Marcela: «Con­flicto social, maternidad y «degeneración de la raza»», en Lea Fletcher (comp.), Mujeres y cultura en la Argentina del siglo XIX, Feminaria editora, Bs. As., 1994. Sobre el resto, puede verse Vezzetti, Hugo: La locura en Argentina, Paidós, Bs. As., 1985. Al igual que en el caso de la democracia burguesa y del nacionalismo, una visión reproductivista fetichizaría el problema considerando que la institución escuela es en sí perniciosa como si aprender a leer lo fuera. Sólo en condiciones capitalistas la escuela, la familia o el hospicio son instrumentos de represión y reproducción.

[40] Citado por Terán, Oscar: Positivismo y nación en la Argentina, Puntosur, Bs. As., 1987, p. 25 Ingenieros estaba preocupado por la posibilidad de realizar una tarea quirúrgica fina en el interior de la clase obrera, extirpando tumores y cánceres sociales, ocultos por la habilidad «simuladora» de sujetos propicios a la marginalidad, el delito y, sobre todo, el anarquismo…

[41] Ver Marengo, Roberto: «Estructuración y consolidación del poder normalizador: el Consejo Nacional de Educación», en Adria­na Puigrós (dirección): Sociedad civil y Estado en los orígenes del sistema educativo argentino, Galerna, Bs. As., 1991. En la misma compilación véase también «Nacionalismo, inmigración y pluralismo cultural. Polémicas educativas en torno al Centena­rio», de Rafael S. Gagliano.

[42] Bilsky, op. cit.

[43] La Vanguardia, 13/6/1896, citado por Gandolfo, Romolo: «Las sociedades italianas de soco­rros mutuos de Buenos Aires: Cuestiones de clase y etnía dentro de una comunidad de inmigrantes (1880-1920)», en Devoto, Fernan­do y Eduardo Míguez (comp.): Asociacionismo, trabajo e identidad étnica, CEMLA-CSER-IEHS, Bs. As., 1992.

[44] Gandolfo, op. cit., p. 319

[45] Zuccarini, Emilio: Il lavoro degli italiani nella Repub­blica Argentina del 1516 al 1910, Bs. As., 1910, citado por Gandolfo, op. cit., p. 319

[46] Así, a pesar de un mayoritario componente itálico, la Federación Agraria adopta una bandera con los colores celeste y blanco y su diario, La Tierra, se escribe en castellano. El mismo Piacenza se esforzaba, sin lograrlo, por hablar un castellano lo más perfecto posible. Nuevamente, la clase sobre la nacionalidad.

[47] Es cierto que, junto con la acción puramente represiva coexistía una tendencia «bismarckiana» de tratamiento político de la cuestión social, pero todos los autores coinciden en que era muy débil y que la primera predominó ampliamente. Ver Falcón, Ricardo: «La relación Estado-sindicatos en la política laboral del primer gobierno de Hipólito Yrigoyen», en Estudios Sociales, año VI, nro. 10, Santa Fe, 1r. Semestre de 1996.

[48] Bilsky, Edgardo: La semana trágica, CEAL, 1984

[49] Véase Ansaldi, Waldo (comp.): Conflictos obreros rurales pampeanos, 1900-1937, CEAL, 1993.

[50] Sartelli, Eduardo: «De estrella a estrella, de sol a sol», en Ansaldi, op. cit.

[51] No nos dedicamos en este texto a examinar las estrategias obreras sino las burguesas. De ahí que la actividad de la clase obrera ocupe un segundo lugar. Tampoco analizamos la vinculación entre ambas, es decir, el proceso de lucha mismo. No hay, hasta ahora, un relato que cumpla acabadamente con este programa, pero el texto de Rock sigue siendo el mejo acercamiento global. También puede verse un resumen muy acertado en la descripción del «clima» del período en Horowitz, Joel: «Argentina`s Failed General Strike of 1921: A Critical Moment in the Radicals` Relations with Unions», en Hispanic American Historical Review, Duke University Press, nro. 75:1, february 1995.

[52] Existe un considerable debate en torno a la «naturaleza» del radicalismo y no es este el lugar para evaluarlo. De todos modos, el radicalismo es un fenómeno complejo, que muta a medida que avanza. En nuestra caracterización hemos preferido señalar lo que constituye el corazón del partido: capas de burguesía agraria pampeana separadas por su tamaño relativo de la cúpula del poder social. A modo de hipótesis hemos avanzado en el análisis en «Los ricos y los super ricos», en colaboración con Guillermo Colombo (en trámite de publicación).

[53] La reforma, para Rock, tenía por finalidad excluir a la clase obrera mediante una alianza entre la elite y la clase media: era una alianza de «argentinos» (elite más clase media) contra «extranjeros» (obreros). La objeción más obvia es que una oposición tal, con las identificaciones que contiene, es falsa.  Más que excluir, se trataba de controlar por medio de la división. En este sentido, Rock tiene razón en decir que «el fundamento de la posición de Pellegrini, compartido por la mayoría de los reformadores era que la elite se equivocaba al confiar en una estructura política cerrada y sostenida por la represión.» Y es cierto que este no era un razonamiento que hubiera visto la luz del mundo como Atenea saliendo esta vez de la cabeza de algún político argentino: en realidad era la fómula que adoptaba en casi todo el mundo la estrategia de la burguesía ante la irrupción de la clase obrera, más temprano en algunos países, más tarde en otros. Como señala el mismo Rock: «Mucho mejor para ella sería crear un nuevo partido conservador con apoyo de masas, siguiendo así el ejemplo de otros países occidentales.» Rock, David, op. cit.

[54] Como ya señaló Hugo del Campo, el sindicalismo revolucionario se volvió rápidamente reformista. Sin embargo, debemos agregar que este reformismo del sindicalismo revolucionario excluía la pérdida de autonomía del movimiento obrero frente al Estado (aunque se acepta su existencia y no se teme en interpelarlo directamente) y a los partidos políticos, sean o no de la clase obrera. Por eso creemos necesario recalificarlo como «sindicalismo independiente» para diferenciarlo tanto del sindicalismo revolucionario como del posterior peronismo. Todas las notas sobre el sindicalismo revolucionario y García fueron tomados de otro trabajo nuestro: «Un sindicato en la tormenta: Las apuestas del movimiento obrero en la crisis de la Primera Guerra Mundial, 1914-1922», en Centro de Estudios de Historia Obrera, Boletín, nro. 5, mayo de 1993. Sobre la primera etapa del sindicalismo revolucionario ver Bertolo, Maricel: Una propuesta gremial alternativa: el sindicalismo revolucionario (1904-1916),CEAL, 1993, aunque no compartimos su idea de que la domesticación del movimiento obrero tiene que ver, entre otras cosas, con la aparición de un Estado de Bienestar en pleno régimen oligárquivo. El conjunto de «reformas» y leyes «protectoras» que la autora reseña equivalen practicamente a nada si se lo compara con el conjunto de las necesidades de la clase obrera del momento y es, por lo tanto, insuficiente para explicar el giro reformista de la mayoría del movimiento obrero.

[55] La idea (falsa) de que los radicales no tenían contacto con la clase obrera ha servido para afirmar varias cosas distintas, entre otras: 1) el carácter burgués del partido; 2) la inexistencia de clase obrera por falta de conciencia de clase. Por otro lado, la idea opuesta ha facilitado la transformación del radicalismo en un partido popular. En realidad, si por partido «popular» se entiende una formación política burguesa que es capaz de penetrar en la clase obrera y obtener apoyo en su seno, el radicalismo es popular. Que tenga relación o no con el proletariado no le quita un ápice de «naturaleza» burguesa: de hecho, todos los partidos burgueses de masas (los únicos que tienen existencia real) la tienen y ello no constituye ninguna novedad. Por el contrario, es la regla y tiene que ser así, de lo contrario no existiría la democracia burguesa, que consiste precisamente en eso. Que la clase obrera se agrupe detrás de opciones burguesas no es una excepción: si todos fuéramos el Che Guevara el capitalismo ya habría muerto. En esto consiste toda la dificultad de la política obrera: en que el sujeto se haga conciente de sí. Un planteo similar al que aquí realizamos puede verse en Raymond Williams: Hacia el año 2000, Crítica, 1984.

[56] Ver Pla, Alberto: «Orígenes del Partido Socialista Argentino (1896-1918)», en Cuadernos del Sur, nro. 4, Mayo de 1986, sobre todo para el rescate de la tendencia de izquierda, igual que Ratzer, op. cit.

[57] Horowitz sostiene que la política yrigoyenista se mantiene  hasta la huelga general de 1921, pero aún así, está claro que la Semana Trágica opera como divisoria en tanto cuestiona profundamente la viabilidad de esa política. Horowitz, Joel, op. cit.

[58] Citado en nuestro «De estrella a estrella, de sol a sol», op. cit., p. 83

[59] Romariz, La semana trágica, Hemisferio, Bs. As., 1952

[60] Ibid. p. 76-77

[61] Bayer, Osvaldo: Los vengadores de la Patagonia trágica, Galerna, Bs. As., 1972-74. En 1928-29 Yrigoyen volverá a enviar al ejército a reprimir a los peones rurales de Santa Fe y Córdoba. Se ve que se le hizo costumbre… Ver nuestro «Mecanización y conflicto social en la llanura pampeana: Santa Fe y la huelga de braceros de 1928», en Adrián Ascolani (comp.): Historia del sur santafesino, Ed. Platino, Rosario, 1993.

[62] Ver testimonio de Andrés Cabona, en Troncoso, Oscar: Fundadores del gremialismo obrero, CEAL, 1983, p. 43

[63] Rock, op. cit., p. 216. Horowitz da otra explicación: la huelga debió largarse ni bien se produjo el asesinato de los choferes, aprovechando el impacto que los crímenes habían causado. Pero aún así, esto puede interpretarse también como la consecuencia de una política sindical que hacía rato que había dejado de confiar «en sus propias fuerzas» y descansaba en un supuesto trato «especial» por parte del presidente para quien las «libertades individuales» habrían sido «fundamentales».

[64] Gori, Gastón: La Forestal, Hispamérica, Bs. As., 1988. También Borda, Angel: Perfil de un libertario, Ed. Reconstruir, Bs. As., 1987

[65] La Iglesia Católica tiene también un papel destacado en la contención del conflicto, tanto con la constitución del los Círculos de Obreros Católicos, obra del padre Grote a comienzos de siglo, como con el progresivo colonizar de los aparatos sociales del Estado, como el DNT, por intelectuales católicos (Bialet Massé, Bunge, etc.). En la coyuntura del `19 la acción más espectacula (e inútil) de la Iglesia es la organización de la Gran Colecta Nacional. Ver Anahí Ballent: «La iglesia y la vivienda popular: La Gran colecta Nacional de 1919», en Diego Armus (comp.): Mundo urbano y cultura popular, Sudamericana, 1990. Otros focos de análisis son los medios de comunicación, en la época los diarios. En nuestros trabajos en la compilación citada de Ansaldi, hemos hecho hincapié en la función de la prensa escrita burguesa en la creación del consenso represor y en la promoción del clima de «terror rojo». La influencia de La Nación o La Prensa en la definición de las acciones de guerra difícilmente pueda exagerarse. Un ejemplo gráfico lo ofrece el pánico que invade a Romariz, oficial de policía en La Boca durante la Semana Trágica, al comprobar que sólo Bandera Roja se vendía por las calles de la ciudad completamente paralizada…

[66] Los sucesos de Jacinto Aráuz pueden seguirse en las páginas de La Protesta de diciembre de 1921. El mejor relato, con entrevista a sobrevivientes de la masacre es el de Osvaldo Bayer: «La masacre de Jacinto Aráuz» en Todo es Historia, nro. 45, enero de 1971. También en Los anarquistas expropiadores, Legasa, Bs. As., 1983

[67] Caterina, op. cit., p. 140

[68] La Prensa, 10/1/20

[69] La Prensa, 15/1/21

[70] La Fronda, 16/11/20,  en  Caterina, Luis María: La Liga Patriótica Argentina, Corregidor, Bs. As., 1995

[71] Para un análisis del pacto, ver Sartelli, Eduardo: «Sindicatos obrero-rurales en la región pampeana, 1900-1922», en Ansaldi, op. cit..

[72] La Organización Obrera, 5/6/20

[73] La Prensa, 2/5/21

[74] Caterina, op. cit., p. 114

[75] La Protesta, 3/1/22

[76] Discurso de Carlés sobre las tareas de la Liga. Citado por Caterina, op. cit., p. 205

[77] Chacabuco, 14/5/19, p. 2

[78] La Organización Obrera, 11/12/20

[79] La acción socialista, 1/3/06       

[80] Caterina, op. cit.

[81] La Organización  obrera, 4/6/21, p. 1

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