Anoche fue el fin de la pertenencia de Reino Unido a la Unión Europea. La ruptura fue la respuesta a una crisis generalizada. A nivel económico, fue el rechazo a la hegemonía alemana dentro del bloque. A nivel político, el nacionalismo se adueñó de la conciencia de la clase obrera, a falta de una alternativa revolucionaria al rechazo de las políticas de los conservadores y laboristas. El Brexit se convirtió en uno de los principales problemas que la burguesía británica arrastra desde 2016 y la peor parte recién está por empezar.
La ruptura implica, por el momento, que Reino Unido pierde acceso a las instituciones europeas, sus documentos, sistemas de información y financiamiento. Deberá devolver el dinero que adeuda y, lo más importante, el mercado común seguirá en pie hasta el 31 de diciembre de 2020. Hasta ese momento, el país gozará de un período de “transición” el cual será utilizado para negociar un acuerdo de comercio con la UE.
El objetivo de la salida es fortalecer con una política nacionalista a una burguesía que no puede competir ante los capitales más grandes, como los franceses y alemanes. Sin embargo, para esto hace falta dinero, y mucho. Eso implica que deberá buscar financiamiento.
La burguesía británica viene buscando socios alternativos desde hace algún tiempo. La primera apuesta fue Estados Unidos, aunque, hasta el momento, Trump se resiste a firmar un acuerdo de libre comercio. China aparece como segunda opción, tanto para presionar a Washington como para asegurarse un salvavidas en caso de emergencia. Una muestra de ello es el anuncio de que Huawei desarrollará su 5G en Reino Unido.
De cualquier forma, esta disputa nada tiene para ofrecer a la clase obrera británica. Si la burguesía británica no consigue aliados que financien su déficit, se descargará un ajuste feroz sobre la clase obrera británica. Sin embargo, el financiamiento no cambia el panorama, en tanto pospone el estallido de la crisis de forma temporal.
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