Clásico piquetero – El obrero y la nación

en El Aromo n° 88

joseph-strasser.jpgJosef Strasser nace en Cracovia. Ya en su juventud, se incorpora a la socialdemocracia alemana. No obstante, sus posiciones contrarias a la “Gran Alemania”, a la federalización del partido y a la conciliación con el nacionalismo, provocan una serie de discusiones con la derecha (Pernerstrorfer, Bauer, Renner) y el centro (Kautsky), que lo llevan a radicarse en Viena. Durante la guerra, mantiene posiciones internacionalistas y, en 1919, se integra al Partido Comunista de Austria. Lenin lo consideraba uno de los mejores escritores en lengua alemana. En 1923, es invitado a Moscú para trabajar en el gobierno revolucionario. En conflicto con la dirección stalinista, vuelve a Viena a hacerse cargo del órgano del PC austríaco, pero debe dimitir, acusado de trotskista.

El artículo, del cual ofrecemos un extracto, fue escrito en 1912, en polémica con la obra de Otto Bauer, quien intentaba compatibilizar la conciencia nacional con la de clase; o, en su defecto, mostrar la relativa autonomía de ambas. Strasser concentra su crítica en dos puntos: el antagonismo entre ambas concepciones y la importancia de la labor educativa del partido. Este escrito, editado como folleto, agotó su tirada a la segunda semana de su publicación.


Por Josef Strasser (1870-1935)

Los nacionalistas sostienen que a nosotros nos importa un maldito diablo la grandeza de la nación alemana. Ahora bien, este reproche mortificó incluso a compañeros que de ordinario parecen ser impermeables a impulsos nacionales o nacionalistas[1], y que se esmeran por discutirlo (según creen, como socialdemócratas y no -¡ni por asomo!- como nacionalistas). Ellos ya encuentran trazada la senda de esa refutación en el tratamiento del problema de la religión. Allí donde la ideología religiosa seguía siendo tan fuerte en las masas que obstaculizaba nuestra agitación, inventivos compañeros descubrieron que, en propiedad, los socialdemócratas somos mucho mejores cristianos que la gente que anda constantemente con el nombre de Cristo en la boca, y que el cristianismo –el verdadero cristianismo- tiene mucho más en común con el socialismo que con el cristianismo oficial. Ahora bien, con este método también se “mata” a los nacionalistas. Se les opone el hecho de que con nuestro trabajo político, sindical y de otra índole hacemos mucho más por el proletariado alemán y, de ese modo, por la nación alemana, que todos los partidos nacionales juntos; o sea que podemos denominarnos buenos alemanes y, en rigor, hasta -¡vean!- mejores alemanes que los nacionalistas, que somos nacionalistas en el más noble sentido de la palabra.

Los compañeros que se defienden con tanto celo de los ataques de los nacionalistas contra nuestra insuficiente germanidad y nos quieren hacer aparecer desde todo punto de vista como buenos alemanes, presuponen –si no, en rigor, su empresa sería plenamente ininteligible- que para un socialdemócrata la grandeza y el poder de su nación no pueden ser indiferentes. Nos queda, entonces, esta duda: ¿qué interés tiene la clase obrera alemana en que la nación se vuelva lo más grande y poderosa posible? Se solicita respuesta.

Hasta que se presente esa respuesta, supongamos que exista tal interés. Entonces encaramos una nueva cuestión. Si los socialdemócratas de cada nación deben desear tener la mayor cantidad de paisanos posibles, ¿cómo se ha de comportar entonces el proletariado de una nación ante el crecimiento y el afán de poder de las demás naciones? Hay dos posibilidades: o los socialdemócratas alemanes tienen interés en que también se desarrollen las demás naciones, y entonces resulta un enigma por qué hemos de recalcar precisamente nuestro interés por el desarrollo del pueblo alemán; o el crecimiento de las demás naciones nos perjudica a los socialdemócratas alemanes, y entonces los obreros de diferentes naciones deben combatirse unos a otros; entonces el “¡Proletarios de todos los países, uníos!” es un sin sentido incurable.

Más aún: nosotros los socialdemócratas no solo no queremos conservar los actuales caracteres de las naciones sino que trabajamos directamente por su destrucción. Y ello no solo porque queramos eliminar sus presupuestos sociales: el capitalismo y los restos de los modos de producción precapitalistas. De ninguna manera aceptamos que la destrucción del actual carácter de la nación sea una consecuencia no querida pero inevitable de nuestra acción revolucionaria. Trabajamos por ella de modo consiente e intencional. ¿Qué significa entonces la frase: la socialdemocracia quiere educar al proletariado? Nada más que el hecho de que la socialdemocracia de cada país combate las insuficiencias y vicios específicos de su proletariado. (…)

Pero ¿cómo dirigiremos el proceso de su concientización, cómo agitaremos? ¡Qué grande es para el agitador la tentación de combatir los prejuicios burgueses dándoles una interpretación proletaria, y propagar las concepciones proletarias interpretándolas burguesamente, o sea educar al indiferente no para que entienda, sino para que malentienda el socialismo! Pues parece ser difícil y, en rigor, imposible llegar a la meta por otro camino.

Pero hay otro camino. Pongamos por caso que queremos esclarecer a un estrato obrero totalmente indiferente, ortodoxo y, en general, prisionero de todos los prejuicios de la gente pobre. ¿Hemos de plantearle –cosa que por ejemplo nuestros librepensadores consideran lo más conveniente- las refutaciones a las pruebas de la existencia de Dios? Nos iría como el mencionado esclarecedor de campesinos; solo podríamos cosechar desconfianza y golpes. ¿O hemos de agarrar la cosa por la otra punta y contarle a la gente que Cristo fue “propiamente” socialista y que el “verdadero” cristianismo está estrechamente emparentado con el socialismo? Eso equivaldría a malinterpretar el socialismo. ¿Qué hacemos entonces? Confrontaremos la teoría y la práctica de los explotadores. Mostraremos que los actos de estos cristianos contradicen las concepciones cristianas, que para ellos el cristianismo entero solo es un medio de dominio. Luego mostraremos con hechos al proletario ingenuo que su creencia en la eternidad de la sociedad burguesa (pues no otra cosa es su creencia de que la tierra es un valle de lágrimas) descansa en presupuestos falsos. Sin lesionarlo inútilmente en sus sentimientos, pero tampoco sin hacer concesión alguna a sus prejuicios, lo pondremos de este modo en un estado de ánimo que lo vuelva receptivo a nuestra doctrina económica y lo empuje a nuestra organización. A partir del conflicto en que entra ese estado de ánimo proletario con su ideología de gente pobre, debe desarrollarse por último su autoconciencia proletaria.

Debemos tratar al nacionalismo exactamente igual que cualquier otra ideología no proletaria. Debemos mostrar que los actos de los nacionalistas están en contradicción con sus discursos. Debemos mostrar que el obrero que tiene un ideal nacional no solo no puede alcanzar jamás ese ideal sino tampoco las metas que le indica su situación de clase.

¿Cómo se ha de cortar la furiosa embestida del nacionalismo? Entre nuestros conspicuos compañeros, más de uno parece ser de la opinión de que el internacionalismo intransigente no es capaz de resistir al nacionalismo; de que solo el nacionalismo puede batir al nacionalismo. Así, formalmente y en un periquete, nos hemos vuelto buenos alemanes por respeto a los nacionalistas. Ellos lograron arrancarnos una concesión (…) “¿Ustedes nos inculpan de traicionar a la nación? Ridículo. Nosotros somos buenos alemanes y, en rigor, mirándolo bien, hasta mejores alemanes que ustedes”. Así una vez más, se vuelve a expulsar al diablo con Belcebú.

Somos buenos alemanes pero no sabemos qué es eso. Y difícilmente lo averigüemos nunca, pues parece que el ominoso término puede asumir todos los significados posibles, solo que no uno socialista, precisamente. Si ha de designar a los poseedores de aquellos méritos que, según los nacionalistas, aventajan al pueblo alemán sobre todos los demás pueblos de la tierra, entonces los obreros alemanes no son buenos alemanes, pues el capitalismo los ha hundido físicamente, los ha excluido del goce de la cultura alemana, ni siquiera les ha hecho aprender en debida forma la lengua materna. ¿Cómo se les puede llamar buenos alemanes? Pero quizás ese término signifique algo distinto, quizás quiera decir: tenemos simpatías por los alemanes. Más esto, ¿a qué equivale? ¿Quién tiene simpatías por los alemanes? ¿Quién habla bien del pueblo alemán? Nosotros no hablamos bien en absoluto de clases enteras del pueblo alemán, de todos los explotadores y opresores. Y aunque solo hubiese que considerar como pueblo alemán a los alemanes explotados y oprimidos, faltaría mucho para que nos pudiésemos llamar buenos alemanes simplemente porque representamos sus intereses, pues no solo combatimos la explotación y la opresión porque y en la medida en que las padecen los alemanes: también luchamos contra la explotación y la opresión de checos, rutenos e italianos. O sea que según la lógica de nuestros buenos alemanes los socialdemócratas alemanes, no solo seríamos buenos alemanes sino también buenos checos, buenos rutenos y buenos italianos. ¿Por qué, pues, habríamos de recalcar precisamente nuestra germanidad? ¿Acaso porque tenemos que ver más que nada con alemanes? El zapatero organizado trabaja naturalmente en la organización de zapateros: ¿se llamará por eso buen zapatero, zapatero convencido?

El compañero Renner, en su folleto El obrero alemán y el nacionalismo, consiguió en setenta páginas, sino explicarla, al menos fundamentarla. Ese escrito contiene muchísimo de valioso. Renner muestra cuán en contradicción está la práctica de los nacionales con su ideología, muestra que detrás de las frases nacionales se esconden intereses burgueses. Pero piensa: cuanto más, mejor, y así, junto a una refutación absolutamente socialista del nacionalismo, hace correr una absolutamente no socialista. Opina, por supuesto, que solo se sirve de una “terminología inhabitual”, que solo se ha “adaptado algo” al “tono” de la ideología del adversario a quien se dirige. Pero ha hecho más. Ha querido equiparar la ideología nacionalista y la socialista. Ha vertido vino en la letrina, pero no por eso ennobleció la letrina, tal cual sería, sino que solo echó a perder el vino.

Una vez más: ¿qué tiene que hacer la frase que dice que somos buenos alemanes? A quien piense con criterio nacional, vale decir burgués, tampoco lo convenceremos con las apasionadas protestas de nuestra germanidad; ese solo se divertirá con nosotros. O sea que nada tenemos que ganar como buenos alemanes. Pero sí que perder. Confundimos al obrero cuando de golpe le descubrimos que es “un fiel hijo de su pueblo”, pero no hay por dónde agarrar al adversario con nuestra germanidad. Así como a ellos les sirve de poco hacerse los socialistas, también a nosotros nos sirve de poco hacernos los nacionalistas. No podemos dejar fuera de combate a los nacionalistas buscando emparejarnos con ellos o bien sobrepujarlos. Solo podemos hacer una cosa: contraponer a la ideología nacionalista la ideología del internacionalismo intransigente.


[1]La diferencia entre sentimientos nacionales y nacionalistas me parece demasiado sutil. Encuentro que nacionales y nacionalistas no tienen diferencias esenciales entre sí: el nacional solo es un nacionalista recortado, mesurado, pero al fin y al cabo un nacionalista.

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