La crisis de los migrantes sirios y la descomposición capitalista
Finalmente, ese cuerpito inmóvil, es el punto de llegada de la impotencia histórica de una clase obrera que, del nacionalismo árabe al fundamentalismo religioso, no ha podido construir un partido propio que plantee una solución revolucionaria.
Por Eduardo Sartelli (Director del CEICS)
La foto de un niño muerto en una playa hizo tambalear a toda Europa. ¿Qué tenía de peculiar, de especial, algo que de tan repetido no tendría que haber llamado la atención? Que es el punto más elevado de una crisis que no cesa de elevarse. Empezó en los ’70, como crisis de rentabilidad. Recibió un poco de aire en los ’80, con la reacción conservadora, cuyo logro más importante fue el desmantelamiento del “Segundo” Mundo, con la caída de los regímenes seudo-socialistas. Se infló a niveles de triunfalismo en los ’90, con la expansión del capital ficticio. Se escondió a duras penas, con una nueva oleada de burbujas financieras e inmobiliarias a comienzos del siglo XXI y se ilusionó, una vez que el estallido fue inevitable, con un nuevo “motor” capitalista: China. Todavía no sabemos a dónde nos lleva el próximo paso, pero sí podemos hacer un recuento, breve, de la gigantesca destrucción social que la crisis capitalista ha producido hasta el día de hoy. Se verá, entonces, que ese pequeño cuerpo se balancea, no en una playa, sino en el vértice de una gigantesca montaña de miseria y muerte.
Reacción conservadora y relocalización capitalista
La crisis que comienza a fines de los ’60 es sencilla de explicar, difícil de medir e imposible de imaginar en toda su dimensión. Se explica fácil: la larga expansión posterior a la Segunda Guerra Mundial se debió al empuje combinado sobre la tasa de ganancia de varios factores, en particular, las altas tasas de explotación dejadas por la guerra, la fantástica innovación tecnológica que ella aportó y la enorme destrucción de capital sobrante. En ese contexto, con mercados renovados, nuevos procesos tecnológicos que disparan la productividad y una fuerza de trabajo abaratada en sus componentes materiales, pero también en los histórico-sociales, la tasa de ganancia se eleva a niveles fabulosos. Los capitalistas invierten y el sistema crece sostenidamente a gran velocidad. Esa misma inversión aumenta la composición orgánica del capital (más capital, menos trabajadores) y lleva un descenso marcado de la tasa de ganancia tras más de veinte años de expansión. La crisis se inicia porque la fiebre de inversiones que caracterizó al inicio de la onda, se estanca y cae. Con ella, todo el sistema, que sólo puede recuperarse relanzando la tasa de ganancia. Como el lector puede darse cuenta, decirlo es fácil, hacerlo no: implica una nueva guerra de clases, como la que se necesitó para salir de la crisis de los ’30 (dos guerras mundiales, nazismo, fascismo, etc.).
Esta crisis es distinta de las anteriores en la forma en que se procesa. De cada una de estas crisis, el sistema puede salir y relanzarse, o caer y ser reemplazado por otro. Parcialmente, la Revolución rusa se inscribe en el comienzo del proceso de la crisis de los ’30, igual que, en el otro extremo de la onda, la Revolución China. Esta última crisis también comienza con una derrota, Vietnam. No tiene, sin embargo, la magnitud adecuada y va, además, acompañada de la derrota de todas las expresiones revolucionarias de la periferia capitalista, en particular, en América Latina, sur de Europa y África. De modo que la burguesía puede recomponerse rápidamente en términos políticos, a partir de Reagan y Thatcher, que se enfrentan a un proletariado adormecido por décadas de reformismo. No puede, sin embargo, lanzarse a grandes combates de clase: en los años ’30, una vasta base de masas pequeño-burguesas (“clase media” y “campesinado”) podía ser utilizada como ariete contra el proletariado. Ahora, luego de tres décadas de polarización social, la masa proletaria no podría ser enfrentada eficazmente si se la forzara a unirse ante un ataque violento a gran escala. De allí que la primera estrategia es el desgaste. La erosión permanente de posiciones, que va dando, lentamente, un proceso de degradación creciente en la clase obrera de los países centrales. Un elemento útil para aceitar el proceso es la inmigración, sobre todo clandestina, que crea una nueva capa proletaria en competencia con la “tradicional”.
El otro elemento sustantivo es la innovación tecnológica, que permite, robotización mediante, destruir atributos productivos y abaratar la fuerza de trabajo, al mismo tiempo que crea una masa de desocupados que se suman a la mano de obra migrante para presionar hacia abajo los salarios. Pero lo que ha estimulado más este proceso de degradación, es la relocalización del capital en los países que tienen gigantescos bolsones de mano de obra regalada, escondida bajo la forma de desocupación latente rural. La crisis, al tiempo que reconfigura a la clase obrera de los países centrales, crea una nueva periferia “próspera”: México, Brasil, China, India, Vietnam, etc. Allí, represión política y desocupación abundante recrean el paraíso de plusvalía absoluta que caracterizó a los inicios de la revolución industrial.
Exacerbada la competencia por la crisis, los bloques capitalistas buscan aumentar su parte en el mercado mundial. Se reproduce, entonces, aunque bajo otras formas menos abiertas, una creciente disputa interimperialista. No se trata del escenario de 1914, en el que cada uno aspira al dominio, en un contexto de relativa paridad de fuerzas. Hoy está claro que EE.UU. no puede ser desafiado por nadie, pero también que su poder económico respalda cada vez menos un poder militar menguante. No hay una confrontación abierta, pero ello no logra ocultar que, detrás de una apariencia de acuerdos de “caballeros”, se extiende una guerra sorda por el control de áreas claves, como Medio Oriente y su petróleo. EE.UU, Europa, Rusia y China están metidos en un proceso que comenzó con la guerra entre Iraq e Irán y culminó con la caída de Sadam Husseim, proceso por el cual el imperialismo yanqui se garantizó allí una presencia dominante mediante una victoria a lo Pirro, en la que está empantanado. Luego de dos décadas de intervención permanente, el resultado de la política yanqui fue la destrucción de dos estados (Afganistán e Iraq) y el debilitamiento de otros dos (Turquía y Pakistán), amén de la crisis que introduce en su relación con dos más (Israel y Arabia Saudita). En ese mar revuelto es en el que intentan pescar, desde hace una década al menos, chinos y rusos. Este cuadro ya complejo, vino a estallar por una de las consecuencias de la crisis capitalista en la periferia: la primavera árabe.
El fin de una experiencia nacional y la implosión estatal
Todo el arco que va desde Siria hasta Marruecos protagonizó, después de la Segunda Guerra Mundial, un proceso de constitución/consolidación de estados nacionales, dominados por la idea del pan-arabismo. Héroes nacionales que llegaron a coquetear con el socialismo y que le dieron incluso nombre a variantes de nacionalismo tercermundista (el nasserismo, por ejemplo), lograron construir, sobre todo a través del petróleo, coaliciones políticas inestables pero duraderas, donde las fuerzas armadas resultaban un eje inevitable, dada la debilidad de las burguesías locales y el carácter necesariamente represivo de cara a las masas. Su posición en la Guerra Fría les aseguraba, además, cierta importancia geopolítica. Cincuenta años después, la crisis encuentra a estas experiencias en estado de agotamiento: sociedades que se expandieron al estímulo de una renta (la petrolera), que encuentra un límite en su capacidad de compensación del atraso relativo, que sufren duramente la expansión de otra (la agrícola) bajo la forma de aumento del precio de los alimentos que son importados, y que termina por explotar cuando Europa, el desagote de la creciente masa de desocupados, entra ella misma en crisis.
La rebelión de las masas en ese enorme arco del que hablamos, dio por resultado la caída no sólo de regímenes políticos enteros, sino un proceso de debilitamiento estatal que, en algunos casos, llega a su descomposición: Siria. El proceso de “desestatalización” de Medio Oriente, provocado por el imperialismo viene, entonces, a sumarse a este otro, que proviene desde los confines africanos. En ese escenario aparece Isis, para coronar la descomposición estatal generalizada.
El imperialismo en el pantano de Medio Oriente
Esta descomposición generalizada coloca, tanto al imperialismo como a la clase obrera en un pantano. La destrucción estatal operada por el imperialismo yanqui liberó enormes masas de personal político militar a la aventura, desde Al Qaeda hasta Isis, pasando por los restos del ejército iraquí fiel a Sadam. Esos restos estatales descompuestos y dispersos, entraron en las pugnas interburguesas de Medio Oriente, recibiendo financiamiento para operar como ejércitos mercenarios, tanto por los cuatro imperialismos que intentan controlar la zona, como por las burguesías locales más poderosas, desde la israelí hasta la saudita. La expansión de la “desestatalización” provocada por la crisis siria aumentó las posibilidades de aventura y la autonomía de estos grupos, a los que nadie puede (ni quiere) ponerles freno.
La primavera árabe libera masas que se transforman, a la corta o a la larga, en base política de estos emprendimientos seudo-estatales, como Isis, generando un caos completo. Isis se expande con una política básicamente depredatoria, que no construye ni puede construir un estado que estabilice las relaciones sociales. Es expresión de la descomposición general, más que de su superación. Los turcos no pueden ponerle freno, atrapados entre su crisis interna y el problema kurdo. Los kurdos no tienen con qué, por más recursos norteamericanos que reciban. Israel no puede meterse, so pena de unificar a todos en su contra. Siria ya no existe. Iraq y Afganistán tampoco. Arabia Saudita no tiene interés ni puede, por su composición de clase, establecer relaciones con las masas de Medio Oriente. Se entiende por qué EE.UU busca una alianza con Irán, el único estado que queda en la zona y que tiene relaciones con las masas de la región.
Socialismo o barbarie
Las masas de Medio Oriente y del norte de África, hasta ahora no han hecho otra cosa que servir de base de masas del proceso de descomposición estatal. La clase obrera de ese arco que hemos trazado, no ha podido organizar una política propia, independiente de la burguesía. El resultado es sencillo: se trata de plegarse a una de las infinitas facciones que se disputan sin fin la hegemonía en la región o, lisa y llanamente, huir. De allí que la última oleada de fugitivos tenga su origen en el punto de la región donde todo se expresa más agudamente: Siria. Finalmente, ese cuerpito inmóvil, es el punto de llegada de la impotencia histórica de una clase obrera que, del nacionalismo árabe al fundamentalismo religioso, no ha podido construir un partido propio que plantee una solución revolucionaria.
La consecuencia la trazó hace mucho tiempo Rosa Luxemburgo, en una disyuntiva que ha sido interpretada muchas veces como una exageración romántica. Sin embargo, es tan real como lo que estamos viendo todos los días: en ausencia de una salida socialista, el problema de los inmigrantes es la expresión de la barbarie que emerge cuando el capitalismo se agota. Quien crea que esto solo se limita a Medio Oriente, se equivoca.