Por Eduardo Sartelli
Primera parte
Desde un punto de vista institucionalista, existe un golpe de Estado cuando un gobierno, sea cual fuere su origen y su orientación política, es desplazado del poder por causas ajenas a su voluntad y sin que medien los mecanismos formalmente aceptados por el régimen político imperante, sea cual fuere éste. Así, el Proceso militar argentino surge de un golpe de Estado. Pero también se puede considerar golpe de Estado cuando el general Viola es desplazado por Galtieri. Obviamente, con esta definición, también es un golpe de Estado lo que está sucediendo hoy en Chile y lo que sucedió en el 2001 con De la Rúa. Va de suyo que la Revolución rusa, la francesa y cualquiera otra son golpes de Estado.
Esta idea, indudablemente, lleva a considerar de otro modo al hecho que nos convoca, la situación boliviana. En efecto, si todos los casos mencionados son golpes de Estado, no hay, en tal concepto, ninguna connotación valorativa específica en tal acción, amén de que carece de utilidad analítica en tanto coloca en la misma bolsa fenómenos completamente diversos. Y que, por lo tanto, decir que Evo cayó víctima de un golpe de estado no quiere decir nada, ni bueno ni malo. Es simplemente señalar la existencia de una alteración del orden institucional. De aquí se deduce que la caída de Evo Morales por un golpe de Estado no significaría nada a priori, puesto que no hay en el concepto nada que indique ningún juicio posible.
Por supuesto, la mirada institucionalista supone que hay golpes “buenos” y “malos” según se respete el “orden constitucional”. Lo que no deja de ser contradictorio, puesto que si un régimen dictatorial se da una constitución, que no puede sino ser dictatorial, un golpe de Estado contra una dictadura sería “malo” si esa dictadura alcanzó a darse un orden “constitucional”. Parece bastante sencillo, entonces, que la mirada institucionalista se focalice en la democracia burguesa para evitar esta contradicción: hay un golpe de Estado (y no puede sino ser “malo”), cuando se produce contra un gobierno electo en el contexto de una constitución democrático burguesa. La objeción elemental es que un texto escrito puede afirmar cosas que no existen en la realidad, como la constitución argentina de 1853, que era sistemáticamente violentada por el fraude roquista. Si esa mirada institucionalista trascendiera el papel y se afianzara como “realista”, consideraría que hay un golpe de Estado contra esa constitución por medio del fraude. Claramente entra aquí el propio Evo Morales, que buscó por cuanto medio pudo violentar su propia constitución para lograr perpetuarse en el poder. Curiosamente, entonces, los golpistas que echan a Evo, han producido un golpe a favor de la propia constitución de Evo, lo que los coloca en el campo de los campeones de la democracia. Han dado un “golpe bueno”, como señaló en su momento Cristina Kirchner con el golpe militar argentino de 1943. Con un elemento a favor de los golpistas bolivianos: ellos actuaron en medio de una rebelión popular y no fueron los militares los que se hicieron con el gobierno. Ni siquiera el elemento ideológico jugaría a favor del golpe que terminará entronizando al peronismo, porque los golpistas del ’43 eran simpatizantes de la Alemania nazi (igual que el propio Perón, por otro lado). Está claro que la mirada institucionalista nos mete en un brete inútil, entre otras cosas, porque lo que se discute hoy en torno a la expresión “golpe” no tiene nada que ver con el formalismo jurídico.
Así, es, lo que Evo y sus partidarios locales e internacionales (un arco que va desde AMLO a Alberto Fernández, pasando por el FITU) quieren decir es otra cosa. Por un lado, colocándose en relación a los años ’70, “golpe” quiere decir “ataque a la democracia por parte de las oligarquías pro-imperialistas a través de las FFAA”. “Golpe” es aquí una expresión política que ya está cargada de sentido. Ese sentido es unívoco y claro: los gobiernos que nacen de las urnas y expresan una ideología ligada al “campo popular” no pueden ser golpistas. Todo lo contrario, serán siempre blanco del “golpismo”. Desde ese punto de vista, hay un golpe de Estado cuando un gobierno que dice ubicarse en el campo “progresista” es atacado por sus enemigos políticos, dizque “la derecha”. En esta perspectiva, poco importa cuál sea la mecánica del proceso “golpista”: es un golpe el de Pinochet contra Allende, pero también la destitución por impeachment de Dilma Rousseff o por juicio político contra Lugo. También resultan “golpistas” o “destituyentes” todos aquellos que promueven acciones contra un gobierno de tales características, ya sean declaraciones, denuncias por corrupción, críticas de los medios opositores, etc. Aquí la definición es más sencilla: golpe de Estado es cualquier cosa que se haga contra “nosotros”. Obviamente, lo que aquí se silencia es todo aquello que hacen los “nosotros” porque, instalados en esta lógica, no hay nada malo que las “grandes mayorías nacionales” puedan hacer. Así, se hará silencio sobre Perón y la Triple A o sobre Maduro y el SEBIN.
En efecto, esta lógica se instala en el terreno de un binarismo inescapable que constituye toda una estafa política Perón o Lanusse; Maduro o Guaidó; Evo o Camacho. En este escenario se han eliminado actores, se ha dotado a los personajes de relatos previsibles y se ha concentrado la acción en un par de escenas convenientemente elegidas. Reducido el drama a la acción entre dos polos supuestamente opuestos, han desaparecido todos aquellos que pulseaban por una tercera alternativa, al estilo de “ni golpe ni elección, revolución”, como rezaba un famoso volante de los sindicatos clasistas argentinos en los años ’70. Se borra también el proceso previo: las manifestaciones populares y las luchas que genuinamente se oponen al gobierno “progresista” y sus políticas. Todos son golpistas. Para no ser categorizados como tales, los “protestantes” se ven obligados a plegarse, al menos discursivamente, como actores de reparto, a los acólitos del protagonista “progre”. Así es como el FITU argentino y casi toda la izquierda latinoamericana ha terminado en el campo de la burguesía. Obviamente, por esta vía se obtura una salida distinta de la “nacional y popular”. No se trata solo de un chantaje “discursivo”: la obturación de tales perspectivas de izquierda revolucionaria se produce mediante la violencia del Estado, que el gobernante “progre” no duda en usar contra quienes lo cuestionan desde ese punto del espectro político. Ya hablamos de la Triple A y de Maduro, pero podemos dar muchos ejemplos, en estos últimos días, de cómo ha procedido Morales contra las bases obreras insubordinadas a sus mandatos.
Este borramiento de la lucha social contra el campo “nac&pop” es, para usar una palabrita perversa muy usada últimamente, “funcional” a la llamada “derecha”, que busca capitalizar la oposición y apropiarse de sus resultados. La hace aparecer como la verdadera fuerza detrás y delante de la insurrección y facilita, no solo su crecimiento, sino su triunfo posterior. Esto se ha visto claramente en Bolivia: cuando el fraude se consuma, un genuino movimiento popular recorre toda Bolivia y lanza a las calles a centenares de miles de manifestantes, en un arco político que va desde los mineros de Potosí, que no quieren a Evo ni a Mesa (y mucho menos a Camacho), hasta la burguesía más reaccionaria de Santa Cruz. La acusación inmediata de golpe de Estado que denuncia Morales, una maniobra de manual, como hemos visto, que arma el campo semántico de la batalla y facilita el verdadero golpe de mano de Camacho, que logra colocarse a la cabeza de una insurrección que hasta entonces no protagonizaba. El golpe de mano se completa cuando, ante el vacío institucional gestado por la renuncia de Evo, la senadora Añez se autoproclama presidenta, con una argucia legal que no desmerece en nada a las que usó el presidente renunciante para llegar a ser candidato a la cuarta reelección.
Por último, este genuino chantaje político se completa con la disolución del contenido social de la alianza “progresista”, autodefinida como “campo del pueblo”. Así, Evo es reducido a un “campesino” y el masismo a un conjunto de indígenas pobres. Se olvida que Evo es expresión de la burguesía cocalera, de la nueva burguesía aymara, que tuvo hasta ayer acuerdos y sociedad con los hoy “fascistas” santacruceños y que fue elogiado hasta por el capital internacional. Y que, en definitiva, nunca promovió ningún cambio de relaciones sociales fundamentales. Es decir, se trata de un gobierno burgués, que ha defendido y promovido el capitalismo, incluso a costa de la represión de todo movimiento anti-capitalista o que busque independencia de clase del proletariado. Un gobierno que ha reprimido toda reacción a su política, que ha cooptado todas las organizaciones sociales y las ha corrompido de arriba abajo.
La línea de defensa que reconoce la naturaleza burguesa del masismo, establece una prioridad electiva: esta burguesía es “progresista” y “nacional”, frente a la otra, que resulta “reaccionaria” y “fascista”. La política del mal menor aparece, entonces, como una solución a guatemala y guatepeor. Sin embargo, la experiencia del peronismo en los ’70 no demuestra que Perón era una opción mejor que Lanusse, ni que Maduro sea mejor que Guaidó. Si alguno protestara afirmando que Evo no llevó a Bolivia a la situación venezolana y que cualquier insinuación en tal sentido es un disparate, le recuerdo que lo mismo se decía de Chávez hasta su muerte.
La función central de la maniobra de definir como “golpe” los sucesos bolivianos consiste, entonces, en ocultar el carácter de clase del masismo, eliminar toda discusión sobre las bases mismas del sistema social, y cortar de raíz toda posible rebelión sistémica. La política del “golpe” es una fórmula para encapsular la rebelión popular y colocarla en el campo de la dominación de una de las fracciones burguesas en pugna. Es una maniobra con la que son solidarios todos los “progres” latinoamericanos, en particular, el muy activo Alberto Fernández, listo ya para ajustar brutalmente, más de lo que ya lo está haciendo junto con Macri, y preparado para acusar de golpistas y fascistas a todos los que reaccionen contra sus políticas. La acusación, por supuesto, irá acompañada de disciplinamiento por medio de la violencia estatal y para-estatal. Eso ya lo hemos visto.
Segunda parte
En la primera parte de este texto, abordamos las contradicciones de la mirada institucionalista del golpe de Estado. Desde esa perspectiva, cualquier alteración del contenido político del Estado es un “golpe”. También señalamos que la mirada institucionalista era acompañada de una perspectiva puramente oportunista que sostiene que sólo hay golpe de Estado cuando “nos lo hacen a nosotros” y explicamos que ese “nosotros” es el populismo latinoamericano. Así, en Chile no hay golpe (porque se lo hacen a Piñera) y en Venezuela y Bolivia sí (porque se lo hacen a Evo y Maduro). En el primer caso, se exalta la actividad de las masas y se ignora a las fuerzas políticas que capitalizan, al menos por ahora, la acción de las masas (la oposición burguesa y pequeño burguesa a Piñera); en el segundo, se hace énfasis en la conducción política de los hechos más importantes (Guaidó y Camacho), tratando de ocultar la acción de las masas. En este cuadro, la llegada de Macri al poder se debe a un “golpe” de otro tipo, “mediático”, y la “insurrección” de las masas es también “de nuevo tipo”: electoral. El mismo criterio se ha utilizado para juzgar la situación en Brasil. En estos dos últimos casos, se hace silencio sobre verdades incómodas: que Macri ganó todas las elecciones menos la última; que Bolsonaro derrotó abrumadoramente al PT. Es decir, se esconde la acción “electoral” de las masas que votan “en contra”.
Esta descripción de los hechos va acompañada de una caracterización ideológica ad hoc. En el primer escenario (Chile, Argentina, Brasil), se trata de la lucha contra el neoliberalismo fascista. En el segundo (Bolivia y Venezuela), se trata de la reacción fascista neoliberal contra la democracia progresista. Ha quedado diseñado, de ese modo, un campo de batalla en la que hay solo dos contendientes y, lo que es más importante, no puede haber más. O se está con uno o se está con el otro. Los partidarios de Evo Morales y Nicolás Maduro, un arco que va desde el kirchnerismo al FITU en la Argentina, apostrofan de “fascista” no solo a todo aquel que ose poner en dudas las características de ese escenario, sino incluso a aquellos que plantean una alternativa independiente de la clase obrera.
El caso del FITU es notable por su subordinación absoluta a esta polarización, incluso cuando los partidos “hermanos” en los respectivos países plantean lo contrario. El caso más esquizofrénico es el de Izquierda Socialista, cuyas contrapartes venezolana y boliviana, correctamente, plantean exactamente lo que nosotros señalamos: hay una rebelión popular contra el populismo y hay que participar de ella y tratar de dirigirla hacia una alternativa independiente de la clase obrera. O sea: Ni con Evo ni con Camacho-Mesa. Esta hostilidad a todo aquel que cuestione el campo de combate diseñado por la burguesía (a Camacho y a Evo les conviene que ese sea el campo de lucha y ellos mismos lo armaron), no solo no se detiene a distinguir entre quienes niegan el “golpe” porque están a favor de Añez (Trump, Macri, Bolsonaro, además de la propia Añez), de quienes lo hacen estando en contra del gobierno Añez, posición que sostienen numerosas organizaciones políticas de izquierda dentro y fuera de Bolivia, amén de intelectuales y dirigentes bolivianos que no pueden ser caracterizados como “fascistas”. Esa hostilidad se mantiene cuando ya está más que claro que, golpe o no golpe, el impasse político en Bolivia constituye una oportunidad para una alternativa propia de los trabajadores. Es decir, se alinean de la forma más estrecha posible al MAS. Al concentrar todas sus consignas en la “derrota del golpe”, constituyen a Evo Morales en la dirección política de las acciones. Ni siquiera esgrimen, en este contexto, la consigna “Asamblea Constituyente”, que, bien mirado, en este cuadro podría tener una función positiva: ante el descalabro institucional en el que no hay nadie “legítimo”, que el poder vuelva al pueblo boliviano y sea él el que decida. No es nuestra consigna, pero al menos les permitiría a sus defensores establecer una vía política alternativa, un canal de expresión de los que no quieren ni a Evo ni a sus opositores burgueses. No. Ni siquiera eso. Que vuelva Evo, esa es la consigna implícita en el objetivo de “derrotar el golpe”. Capitulan por completo ante la burguesía y atacan a los que defienden la independencia de la clase obrera.
Volvemos entonces, al concepto de golpe. Definido institucionalmente, el concepto de golpe significaba cualquier acción que termine en un cambio del contenido del Estado, lo que abarca la destrucción del Estado mismo. Alcanza, para que haya “golpe”, cualquier alteración de las normas vigentes por medios ajenos a esas normas. Una mirada “sociológica” abstracta concluye exactamente lo mismo solo que lo valora diferente. En efecto, desde este último punto de vista, cualquier alteración del contenido del Estado es un golpe, porque ese es, finalmente, su resultado. El golpe es aquí no la violación de una norma por métodos ajenos a esa norma, sino el resultado de una acción, sin importar el método ni la norma. Va de suyo que, paradójicamente, esta mirada que se pretende más realista, concluye en el mismo punto que la institucionalista: todo es “golpe”, porque ese es el resultado de la acción. Sin embargo, el resultado de la acción es siempre la derrota de quién ocupaba una posición y fue despojada de ella. Es decir, el resultado del movimiento contra Evo es su derrota, graficado en la imagen de la “caída” de su gobierno.
Hay, entonces, aquí una confusión entre “resultado de la acción” y el “tipo de acción”. La acción social se despliega en innumerables formas de acción: insurrección, revolución, motín, participación electoral, complot, huelga, manifestación, interrupción de la circulación, ocupación del espacio físico, toma de fábrica, bloqueos, golpes de mano, etc. Y nos limitamos solo a aquellas que tienen una manifestación física inmediata. Existen muchas otras formas de acción que no son de este tipo y suelen definirse como “sicológicas”. El contenido político de las acciones no está fijado por la acción misma. Una acción puede tener cualquier contenido político, aunque hay acciones que definen un horizonte de sentidos específico. En el mismo sentido, todas pueden ser llevadas adelante por cualquier clase social, pero algunas son más propias de una clase que de otras, por razones estructurales. Así, todo lo que tenga que ver con movilizaciones de masas es más frecuente entre el proletariado que en la burguesía. Por razones similares, el golpe de Estado tiende a ser burgués.
Un golpe de Estado es un tipo de acción. No tiene contenido político específico a priori, pero, por lo que vamos a explicar, tiende a ser una forma de acción burguesa. ¿En qué consiste esta intervención? Primero, en que se realiza contra la normativa que dirige las instituciones existentes, es decir, por fuera de los canales institucionales. Segundo, tiene por objetivo cambiar la dirección del aparato del Estado. Es decir, no se dirige contra el Estado sino contra el gobierno. Puede buscar un cambio de gobierno pero no de régimen, solo el cambio de régimen o ambas cosas. ¿Por qué no se dirige contra el Estado mismo? Porque para ello no alcanza con la energía social que concentra un golpe de Estado. Un golpe de Estado es una acción menor en la jerarquía de las formas de acción. Presupone la inexistencia de movilización de masas, en particular, presupone la ausencia de insurrección como forma de acción que busca ese resultado. Un golpe de Estado puede producirse en el contexto de una insurrección (en forma preventiva o para desviar la energía social). Puede valerse de un contexto insurreccional, incluso. Pero el golpe de Estado normalmente no realiza la insurrección, sino que la desvía. ¿Puede haber un golpe de Estado a favor de una insurrección? Sí, pero en ese caso, el golpe de Estado se transforma en un elemento de la insurrección.
La mecánica de todo golpe de Estado supone una minoría activa, con capacidad de movimiento rápido, habilidad para la conspiración y energía suficiente como para modificar rápidamente una situación institucional y sostenerse luego. Por eso supone energía “almacenada”: el control de algún elemento del aparato del Estado, normalmente aquellos capaces de desplegar violencia, en particular, las FFAA o algún tipo de organización para-militar.
¿Qué de todo esto sucedió en Bolivia? Por empezar, hay una rebelión popular, masiva y extensa, que opera sobre la pasividad relativa del aparato político del partido gobernante. Es decir, el MAS no actuó como vehículo de contención de la crisis, que se desplegó sin que hubiera una acción contraria desde el partido a la altura de lo que sucedía. Hay una masa activa en la rebelión, pero también hay una masa pasiva que deja hacer. Esto muestra el enorme desgaste interno de la coalición de gobierno de Morales, que se expresa en la renuncia de ministros, en el pasaje a la oposición de miembros de su propio partido u organizaciones dominadas (como la COB). Este vacío se incrementa cuando se rompen las alianzas que sostenían al gobierno, como la relación estrecha que unía a Morales con la burguesía aymara y con la élite cruceña. Es importante señalar esto, porque el reclamo comienza con la pequeña burguesía urbana ligada a Mesa y con los opositores a Evo en el propio movimiento de masas. Solo en la parte final del proceso aparece en forma dominante la presencia de la “derecha”, que aprovecha la situación. Este vaciamiento de la estructura de poder masista es el que provoca su caída cuando las FFAA dejan de responderle: se niegan a reprimir a gente que rechaza el fraude continuado del MAS. Evidentemente, no es una acción inocente, tiene su función política, en tanto contribuye al vacío de poder. El hecho de que el general que le “sugiere” la renuncia sea afín a su gobierno (al punto que después organizaciones masistas van a proponer que se haga cargo del Ejecutivo) demuestra que el estado de las FFAA armadas no es el que corresponde a una situación golpista y conspiratoria, sino más bien de parálisis política y división interna, que continúa hasta el día de hoy. Abona la misma conclusión la actitud del propio Evo para con las FFAA, actitud en la que nunca aparece la responsabilidad ante su caída.
En medio de un vacío completo, nadie va a echarlo, nadie lo toma preso. Morales no apela a las masas de su partido, que tampoco le responden más allá de algunos núcleos importantes (El Alto y Chapare). El resultado es el vacío de poder. La insurrección ha logrado lo que buscaba: hacer caer al gobierno. Evo renuncia y con él toda la estructura institucional que podría haber sostenido al MAS en el Ejecutivo y eventualmente organizar la resistencia. Es en ese vacío, que no es llenado por unas FFAA que evidentemente no tenían ese objetivo, que se produce un golpe de mano: una acción inmediata que coloca a alguien en donde no había nadie. Toda la línea de mando masista renuncia y Añez se hace con el control. La insurrección ha sido capitalizada por la “derecha”, la fuerza más importante y más organizada de todas las que participan de la caída de Morales. Hasta aquí, no hay golpe de Estado.