Por Mariano Schlez – Hacia 1778, Pedro Andrés de Azagra, funcionario de la administración de minas de Chile, se mostraba confiado en que la llegada del Virrey Vértiz al Río de la Plata redundaría en un fomento del comercio colonial.1 Sin embargo, lanzaba una advertencia casi profética: “la guerra entre franceses e ingleses no nos será perjudicial como no nos mezclemos en ella. Dios así lo permita.” 2 Pero Don Pedro no era el único comerciante preocupado por el rumbo de sus negocios. Al año siguiente, el diputado del Consulado porteño (el tribunal de comerciantes) en Santiago, Salvador Trucios3 se quejaba de las molestias que las guerras europeas causaban al tráfico. Sus temores se convertirían en realidad tan sólo un año después, cuando la pérdida de dos buques españoles, el Buen Consejo y el Perla, le hicieron desperdiciar “6.500 pesos de cobres” que, a pesar de estar asegurados, esperaba no cobrar, ya que el seguro se había realizado en tiempos de paz.4 Al menos la experiencia le sirvió de aprendizaje: inmediatamente ordenó a su socio en Buenos Aires, Diego de Agüero, que retenga los caudales y el cobre hasta nuevo aviso, “pues no quiero hacer riesgo ninguno en tiempo de guerra”.5 Como vemos, a fines del siglo XVIII, los comerciantes sudamericanos comenzaron a inquietarse con el crecimiento del contrabando, los bloqueos navales, las guerras y las mercancías competitivas. En 1792, desde Málaga, otro de los consignatarios de Diego de Agüero le transmite estas noticias a Buenos Aires: “Los franceses están de peor ánimo que al principio, mas rebeldes que al principio. Aguardamos una gran guerra contra ella, pues los Imperiales y Prusianos le han declarado la guerra y creo seguirán todos. Según veo antes de todo esto se mataran todos los franceses, unos a otros. Me parece que sucederá con París peor que con Jerusalén, que no quedara piedra sobre piedra. Dios los ponga en paz, y se aquieten, que según veo, tendrá que hacer”.6 Del mismo modo, Miguel Fernández de Agüero, comerciante de las casas de Cádiz le escribía a su tío Diego, desde España. Allí le informaba de la detención de varios barcos ingleses. En su perspectiva, también Francia era el factor disruptivo del orden mundial: “En los cerros están cruzando varios buques de guerra ingleses y (…) dejan libre el paso de más embarcaciones sin meterse con ellas. (…) En nada se ha movido nuestra marina, ni de esta escuadra ha salido hasta hora buque alguno. Esta serenidad de resolución nos hace pensar que ni uno ni otro gabinete quieren la guerra y que si se rompe sea para mucha gente a impulso de las insinuaciones o exigencias del Directorio Francés, que para todas partes hace valer sus pretensiones”.7 Al igual que el resto de los comerciantes monopolistas, comprende el peligro de enviar mercancías a ultramar en tiempos de guerra: “Si por casualidad al recibo de esta no ha verificado usted embarque de mi dinero, que debe haber estado en su poder, no lo haga, deteniéndolo hasta las resultas de esta borrasca. Tampoco será cordura el que usted arriesgue ni un peso de mi particular”.8 Otro de los principales comerciantes ligados a Cádiz, Gaspar de Santa Coloma, manifestaba en su correspondencia la misma situación: “muchas quiebras, muchos atrasos y por último todo el giro trastornado”. 9 El pánico parecía extenderse…
El justo cambio
¿Cuál es la causa de tamañas quejas? Si consideráramos que el origen del temor de la clase monopolista es debido a las guerras, el contrabando, los bloqueos y las complicaciones en el tráfico comercial no haríamos más que mantenernos en la superficie de sus problemas. Demos un paso más y veamos las explicaciones que los mismos comerciantes dan a su miedo. Por ejemplo, los representantes de los comerciantes en el interior le informaban a sus socios, en las ciudades principales: “Con las novedades que acaecen en esa [por Buenos Aires] por el recelo de la venida de ingleses, no se si usted habrá mudado de parecer en asunto a la venta de los efectos que existen de su cuenta en mi poder. Por lo cual, no he pasado a verificar su enajenación, a los precios que me han ofrecido fiado por siete meses”. Lo que estaban explicando (en un lenguaje un poco arduo) es que habían entrado mercancías inglesas. Por lo tanto, ellos ya no podían mantener los precios astronómicos que cobraban. En consecuencia tuvieron que vender esos bienes rápido, barato y al fiado. En 1781, el apoderado del Contador del Tribunal de Cuentas, Juan Thomas Echevenz advierte a Diego de Agüero que “con ocasión de que se advierte probablemente el destino de una Fragata portuguesa desde Cádiz para ese Río de la Plata con registro de ropas y considerando que, con su llegada, atemperará el precio del paño grana y azul”.10 ¿Los portugueses también producían barato? No, pero eran los principales aliados de Inglaterra para introducir en América las mercancías fabricadas en la isla europea. En un estado avanzado de la crisis, en febrero de 1810, Santa Coloma –uno de los mayores comerciantes monopolistas- supo poner en palabras sencillas el problema: “El comercio libre con los ingleses ha puesto esta Capital en un estado deplorable para el comercio porque todas sus manufacturas están en sumo grado baratos los géneros, y no nos ha de quedar aquí un peso ni plata labrada”.11 La llegada de mercancías inglesas y francesas, entonces, provocaba una profunda depreciación de los productos de la ruta de Cádiz. Se trataba, evidentemente, de bienes más baratos. El menor precio era la consecuencia de la mayor productividad del trabajo inglés o francés sobre el español y de la ausencia de intermediación (recordemos que España revendía mercancías europeas merced a su dominio político). Es que en Francia e Inglaterra predominaban o comenzaban a predominar las relaciones capitalistas, mientras que en la península regía el régimen feudal. Durante siglos, el Río de la Plata estuvo sometido a dicho sistema. Una de sus características es que las mercancías no suelen venderse a su valor. ¿Por qué? Porque los mercados no estaban integrados y el comercio estaba en manos de privilegiados políticos. Es decir regían los monopolios. Así, el comerciante podía pagar una mercancía por debajo de su valor y venderla por encima de él, quedándose con la diferencia. Esto era lo que sucedía en estas tierras en épocas de la colonia. El capitalismo, por el contrario, instaura la ley del valor: cada mercancía se vende a valores sociales. Las telas deben su valor al tiempo que la sociedad juzgue necesario para realizarlas y no a los caprichos del comerciante avalado por la autoridad. Pero, para eso, debe existir la competencia a gran escala. Así se hizo en Francia e Inglaterra, revolución de por medio. La invasión de mercancías inglesas y francesas es entonces el intento de introducir la ley del valor en la región. El “abaratamiento” de las mercancías peninsulares no es más que el reconocimiento que fueron hechas en un marco de relaciones más atrasadas. El terror a la imposición de la ley del valor trabajo de la mano de la expansión de las mercancías inglesas clarifican, no sólo el resquemor de los comerciantes monopolistas hacia la revolución francesa y las guerras que provocó, sino el origen de su organización gremial, política y militar para resistir a su avance. El triunfo de la revolución en un lugar del mundo trastocó al conjunto del “Antiguo Régimen”. Incluso, repercutiendo en el lejano Río de la Plata. Al feudalismo lo destruyeron las espadas, los cañones y los ejércitos nacionales. Pero éstos no hacían otra cosa que abrir, a sangre y fuego, el camino que garantizaría un nuevo modo de producción.
Las esquirlas
La ley del valor, entonces, no es un estado “natural” ni eterna, sino social e histórica. Tuvo que abrirse paso a cañonazos y mediante la destrucción de quienes se le oponían porque en ello se le iba la vida. La burguesía la impuso mediante la violencia, más específicamente, mediante una revolución. Toda transformación revolucionaria produce conmociones en la lucha de clases a nivel mundial. La Revolución Rusa, por ejemplo, provocó una serie de estallidos revolucionarios e insurrecciones a lo largo del globo. En Argentina, uno de sus coletazos más visibles fue la Semana Trágica. No debería parecer extraño que la revolución burguesa en Europa y la crisis de la nobleza provoquen una crisis en el Río de la Plata. La repercusión tiene dos vías. La primera más general: es la abolición del feudalismo en gran parte de Europa, lo que provoca una crisis terminal en el sistema que domina también aquí. Pero también hay un sentido más particular. La nobleza española toma parte en ese enfrentamiento, del que sale derrotada una y otra vez. En 1805, su flota es destruida en Trafalgar y pierde así su capacidad de enviar buques por el Océano Atlántico. Es esa crisis la que permite la entrada de la burguesía criolla con una política independiente.
Notas
1Véase Méndez Beltrán, Luz María: “La política minera en Chile, 1770-1818”, avance del proyecto “La política minera de Chile, 1770-1884”, patrocinado por el Fondo Nacional de Investigación Científica y Tecnológica de Chile (FONDECYT).
2Carta de Pedro Andrés de Azagra a Diego de Agüero, Santiago de Chile, 13 de Agosto de 1778. En Archivo General de la Nación (AGN), Sala VII, Leg. 761. Todas las citas han sido actualizadas al castellano moderno, con el objetivo de facilitar la comprensión por parte de los lectores.
3Véase Couyomdjian, Juan Ricardo: “Los Magnates chilenos del siglo XVIII”, en Revista Chilena de Historia y Geografía (Santiago de Chile), 136, 1968, pp. 217-323, citado en Saguier, Eduardo: Un debate histórico inconcluso en la América Latina (1600- 2000). Cuatro siglos de lucha en el Espacio Colonial Peruano y Rioplatense y en la Argentina Moderna y Contemporánea, en www.er-saguier.org/.
4Carta de Salvador de Trucios a Diego de Agüero, Santiago de Chile, 6 de Mayo de 1780, AGN, Sala VII, leg. 761.
5Idem.
6Carta de Rafael Mazón a Diego de Agüero, Málaga, 30 de Junio de 1792, en AGN, op. cit.
7Carta de Miguel Fernández de Agüero a Diego de Agüero, Cádiz, 3 de Febrero de 1796, AGN op. cit.
8Idem.
9Véase Socolow, Susan: Los mercaderes del Buenos Aires virreinal: familia y comercio, De la Flor, Buenos Aires, 1991, p. 184.
10Carta de Juan Thomas de Echevenz a Diego de Agüero, Santiago de Chile, 5 de Agosto de 1781. 11Idem.