Por Mariano Schlez – Los gobiernos reformistas dan la impresión de satisfacer los intereses del conjunto de la sociedad. Aún hoy, la historiografía argentina no ha ofrecido una explicación acabada sobre este problema. Cegada por las coyunturas del siglo XX (populismos latinoamericanos, por ejemplo), no avanza en una caracterización científica del problema. El reformismo no es un problema exclusivo del régimen capitalista y podemos acercarnos a su estudio en sistemas anteriores. La polémica desatada al interior del marxismo sobre la caracterización del Estado Absolutista es un excelente ejemplo. Engels lo consideraba como un régimen bonapartista, es decir, un Estado que, por una equiparación en las relaciones de fuerza, se elevaba por sobre las clases para reproducir al conjunto del sistema. Años después, Trotsky profundizó esta hipótesis. Sin embargo, pasada la mitad del siglo XX, Perry Anderson, historiador inglés, comenzó a discutir estas afirmaciones. Para él, el absolutismo no representaba un equilibrio entre las clases, sino un reforzamiento del poder de la nobleza.1 El estudio del Imperio Español nos permitirá acercarnos a la verdadera naturaleza del reformismo bonapartista.
Los borbones: un reformismo audaz
A fines del siglo XVII y principios del XVIII, la nobleza española entró en una profunda crisis.2 Una fuerte caída demográfica, la inflación, la proliferación de pestes y el abandono de la agricultura expresaban la descomposición del feudalismo. La crisis económica produjo la debacle de la casa de los Austrias. La muerte del Rey, Carlos II, desató en Europa una guerra generalizada por la sucesión del trono español.3 La derrota de los Habsburgo a manos de los borbones franceses instauró en España a una dinastía que planteó un largo proceso de reformas. El objetivo fue el intento de resucitar al sistema feudal en España. En primer lugar, la Monarquía eliminó a las fracciones nobles más débiles. La expulsión de los Jesuitas de América es expresión de este enfrentamiento. Con el ataque a la Iglesia y a los comerciantes monopolistas de Cádiz intentó recomponer su autoridad disciplinando a los sectores más poderosos. Al Santo Oficio de la Inquisición le prohibió publicar índices expurgatorios sin licencia real, realizar denuncias públicas de magistrados del rey sin previo permiso del soberano y encarcelar sin pruebas de herejía. Además, la Justicia Real trasladó a la competencia civil los crímenes de adulterio y bigamia, antiguamente bajo jurisdicción eclesiástica. El absolutismo borbónico no sólo es el producto de la crisis de la clase feudal. Este fenómeno está acompañado –y acicateado- por otro: el ascenso de la burguesía en acumulación y en organización política. Así, la nobleza se vio obligada a incorporar al Estado intereses secundarios de clases subalternas. Parte de la burocracia real sufrió las reformas, cuando los burgueses comenzaron a ocupar cargos públicos en detrimento de los nobles. Los borbones posibilitaron que intelectuales burgueses reformistas accedan a la administración estatal. En 1765, Campomanes publicaba el Tratado de la regalía de amortización, donde defiende la expropiación y puesta en circulación de tierras pertenecientes al clero. El famoso decreto del Comercio libre, de 1778, no sólo disminuyó el poder de Cádiz, sino que abrió el juego a burguesías competidoras, con la apertura de los puertos españoles al comercio con América. El conjunto de las medidas cobra sentido, entonces, al observar el proceso histórico más general. Ubicar correctamente al fenómeno nos permite comprender que las reformas borbónicas son el resultado de la crisis de un sistema social (el feudalismo), combinado con el ascenso de una nueva clase revolucionaria (la burguesía). La nobleza intenta resolver la crisis incorporando al Estado los intereses de esta clase en ascenso. Pero estas mismas medidas terminaron por profundizar la crisis. El absolutismo provocó la formación de un Estado demasiado grande y pesado, en relación a su fuerza material. Su mantenimiento le costará a España su propia existencia. Las reformas también se implementaron en América. En el caso del Río de la Plata, la reorganización del Estado colonial promovió una estrategia reformista en el seno de los intereses burgueses nacientes y el reforzamiento de las clases aliadas al feudalismo.
Tomás Antonio Romero, el empresario reformista
Tomás Antonio Romero fue un comerciante rioplatense que apostó al proyecto reformista borbónico y todos sus negocios se implementaron con la protección del más alto poder político.4 El comercio de negros, el traslado de azogues y la explotación pesquera y saladeril expresaron, al mismo tiempo, los planes reformistas de la Corona y el espíritu innovador de Romero. En su concepción, sus negocios podían prosperar progresivamente sin transformar radicalmente el sistema. La nobleza y la burguesía comercial se necesitaban mutuamente. Claro que, en su camino, se batió a duelo con dos enemigos: los sectores dominantes golpeados, que pretendían una vuelta a las condiciones anteriores a las reformas, y los sectores revolucionarios, que pugnaban por una radicalización del proceso. Es así como Romero se enfrentó, en una primera instancia, con burócratas y comerciantes monopolistas rioplatenses. El nivel de conflictividad llegó a tal punto que, en un caso de contrabando que lo llevaría a la cárcel, un fiscal llegó a exigir la pena de muerte. Pero también peleó contra otra fracción comercial: en 1805 formó parte del Consulado y atacó al comercio extranjero, reivindicando el monopolio del tráfico de esclavos. Esta fluctuación expresa los límites del reformismo borbónico. El comercio colonial se hallaba en una encrucijada. Su desarrollo se encuentraba limitado, en primer lugar, por la ausencia de relaciones capitalistas que empujen sus fronteras a partir de una transformación de su naturaleza. El comercio seguía siendo, bajo el régimen feudal, una actividad parasitaria de la nobleza, sostenida en base a sus privilegios. La contracara de esta situación es Inglaterra. La producción bajo relaciones sociales capitalistas ofrecía al mercado la totalidad de sus mercancías. La situación exigía una salida definitiva.
El fin del reformismo: la Revolución
A pesar de enfrentarse coyunturalmente con los comerciantes gaditanos, Romero obtenía su ganancia a partir de los privilegios que le otorgaba la monarquía española. Por lo tanto, cuando su situación se vio jaqueada por el avance de la revolución, no dudó en defenderla. Luego de 1810, la persecución a los comerciantes españoles no le permitió a Romero adaptarse al gobierno independiente: “los canales habituales de comercialización y la gravitación de sus influencias metropolitanas habían cesado”.5 La suerte de las reformas en el Río de la Plata dependía de las potencialidades de expansión de la economía en los marcos del sistema feudal. Sin embargo, este sistema imponía ciertos límites al desarrollo. En primer lugar, el tan mentado Comercio Libre de 1778 sólo permitía que todos los puertos principales de la península pudieran comerciar con las colonias americanas. La consecuencia real de esta medida fue reforzar el comercio gaditano, permitiéndole un crecimiento del 420% entre 1778 y 1788. Pero este crecimiento tampoco es síntoma de un éxito reformista. Para ese entonces, la burguesía inglesa era la verdadera dueña del comercio mundial: de las mercancías enviadas desde Cádiz, sólo entre un 17% y un 50% fueron españolas. La guerra con Inglaterra quebró a la reforma y la obligó a concesiones no dispuestas en principio. Una de ellas fue la autorización al “comercio con neutrales”, en realidad, la posibilidad de naves Inglesas de comerciar con Buenos Aires y Montevideo. El problema mayor de las reformas era que el desarrollo burgués exigía algo más que la ampliación del campo de acumulación: hacía falta la transformación de las relaciones sociales y el dominio capitalista del conjunto de la sociedad. La hegemonía burguesa -y el desarrollo consecuente- tuvo por epicentro Inglaterra, EE.UU. y Francia. Pero allí, el fundamento de ese proceso no fueron las reformas sino la revolución.
Lo mismo y lo otro
El Estado bonapartista surge en un período de agudización profunda de la lucha de clases que obliga a la clase dominante, para mantenerse en el poder, a incorporar intereses secundarios de clases antagónicas. Comprender su naturaleza nos permite superar la concepción mecanicista que identifica al estado con el régimen político. Mientras el primero expresa la naturaleza social de la dominación política, el segundo se refiere a su forma. Por lo tanto, el régimen varía de acuerdo con las relaciones de fuerza entre las clases. Eso no quiere decir que se altere el estado. Es más, no lo hace, porque el régimen es parte de él. Ambos conforman una unidad, donde uno (el estado) determina al otro (el régimen). Son lo mismo, pero no son iguales. Esto nos permite explicar porqué aparecen intereses burgueses en un Estado feudal y que, al mismo tiempo, no estemos en presencia de ninguna “elite”: el antagonismo, no se resuelve, sino que estalla (tarde o temprano). Cobran sentido, así, los ataques que realiza la clase dominante contra elementos que parecen constituir las bases mismas de su dominación mientras, al mismo tiempo, toma medidas que parecen fortalecer a la clase antagónica. La realidad nos obliga a concluir que ningún bonapartismo puede extenderse ad eternum (ni siquiera durante un período histórico considerable). Justamente, como surge ante una crisis estructural y una agudización de la lucha de clases, su permanencia en el poder dura en tanto ninguno de los contendientes le pueda imprimir su salida al conjunto. Las reformas borbónicas fueron, entonces, un intento desesperado del bonapartismo español por cerrar la crisis y detener el avance de la revolución. Su fracaso expresa los límites de toda salida reformista ante la agudización de los enfrentamientos de clase y el desarrollo de la crisis. Quienes depositaron sus esperanzas en esta salida fueron derrotados por la realidad. Sólo la revolución posibilitó la superación de un sistema enfermo y moribundo.
Notas
1Sobre este debate véase, de Friedrich Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. El aporte de León Trotsky se encuentra en su clásico, Historia de la revolución Rusa y las criticas de Anderson se desarrollan en El Estado Absolutista, México, Siglo XXI, 1998.
2Para una profundización de la crisis del siglo XVII véase Vilar, Pierre: Historia de España, Barcelona, Crítica, 2002 o AA.VV.: 1640: La monarquía en crisis, Barcelona, Crítica, 1992.
3Ver Brading, David: “La España de los Borbones y su Imperio Americano”, en AA.VV.: Historia de América Latina, Tomo 2, Barcelona, Crítica, 1998.
4Ver Galmarini, Hugo: Los negocios del poder. Reforma y crisis del estado 1776/1826, Buenos Aires, Corregidor, 2000.
5Galmarini, op. cit. p. 115