Lecciones de Mayo del ’68

en El Aromo n° 42

Ernest Mandel (1923-1995)

Ahora bien, no es difícil comprender las razones por las que toda radicalización de la lucha de clases tenía que desem­bocar rápidamente en una confrontación violenta con las fuer­zas represivas. Asistimos, en Europa, desde hace dos decenios, a un fortalecimiento continuo del aparato de represión, mien­tras que distintas disposiciones legales obstaculizan la acción de huelga y las manifestaciones obreras. Si bien en los períodos “normales” los trabajadores no tienen la posibilidad de rebelarse contra esas disposiciones represivas, no ocurre lo mismo cuando se produce una huelga de masas, que, repentinamente, los hace conscientes del inmenso poder que encierra su acción colectiva. De pronto, y espontáneamente, se dan cuenta de que el “orden” es un orden burgués que tiende a asfixiar la lucha emancipadora del proletariado. Adquieren conciencia del hecho de que esta lucha no puede superar un determinado nivel sin chocar cada vez más directamente con los “guardianes” de este orden, y de que esta lucha emancipadora seguirá siendo eter­namente inútil si los trabajadores siguen respetando las re­glas de juego imaginadas por sus enemigos para ahogar su re­belión. El hecho de que tan sólo una minoría de jóvenes trabaja­dores hayan sido los protagonistas de estas formas nuevas de lucha, mientras fueron embrionarias; el de que haya sido en la juventud obrera donde las barricadas de los estudiantes han provocado más reflejos de identificación; el hecho de que en Flins y en Peugeot-Sochaux hayan sido, igualmente, los jóvenes los que replicaran de forma más clara a las provocaciones de las fuerzas represivas, no invalida en nada el análisis prece­dente. En todo ascenso revolucionario, siempre es una minoría relativamente reducida la que experimenta nuevas formas de acción radicalizadas. Los dirigentes del PCF, en vez de ironizar sobre la “teoría anarquista de las minorías activas”, harían mejor en releer a Lenin al respecto. Por lo demás, es precisamente entre los jóvenes donde resulta menos pesado que entre los adultos el peso de los fracasos y decepciones del pa­sado, el peso de la deformación ideológica que se deriva de una propaganda incesante de las “vías pacíficas y parlamenta­rias”. Los acontecimientos de mayo de 1968 también demuestran que la idea de un largo período de dualidad de poder, la idea de una conquista y una institucionalización graduales del con­trol obrero o de cualquier reforma de estructura anticapita­lista, descansa en una concepción ilusoria de la lucha de cla­ses exacerbada del período prerrevolucionario y revolucio­nario. Nunca podrá hacerse temblar el poder de la burguesía me­diante una sucesión de pequeñas conquistas. Si no se da un cambio brusco y brutal de las relaciones de fuerzas, el capital encuentra, y siempre encontrará, los medios para integrar ta­les conquistas en el funcionamiento del sistema. Y cuando se produce un cambio radical de las relaciones de fuerzas, el mo­vimiento de las masas se dirige espontáneamente hacia una conmoción fundamental del poder burgués. La dualidad de poder refleja una situación en que la conquista del poder es ya objetivamente posible debido al debilitamiento de la bur­guesía, pero en la que sólo la falta de preparación política de las masas, la preponderancia de tendencias reformistas y semirreformistas en su seno, detienen momentáneamente su ac­ción en un nivel dado. Mayo del ‘68 confirma, a este respecto, la ley de todas las revoluciones, es decir, que cuando unas fuerzas sociales tan amplias entran en acción, cuando lo que está en juego es tan importante, cuando el menor error, la menor iniciativa por parte de uno u otro bando puede modificar radicalmente el sentido de los acontecimientos en el intervalo de unas pocas horas, resulta totalmente ilusorio tratar de “congelar” este equilibrio, sumamente inestable, durante varios años. La burguesía se ve obligada a tratar de reconquistar de inmediato lo que las masas le arrebatan en el terreno del poder. Las masas, si no ceden ante el adversario, se ven casi instantáneamente obliga­das a ampliar sus conquistas. Así ha ocurrido en todas las re­voluciones; así volverá a ocurrir mañana.

El problema estratégico central

La enorme debilidad, la enorme impotencia de las organi­zaciones tradicionales del movimiento obrero cuando se ven confrontadas con los problemas planteados por los ascensos revolucionarios posibles en Europa occidental, se ha manifesta­do en el modo en que Waldeck-Rochet, el secretario general del PCF, resume el dilema en el que, según él, estaba encerrado el proletariado francés en mayo de 1968: “En realidad, la opción a tomar en mayo era la siguiente: O bien actuar de modo que la huelga permitiera satisfa­cer las reivindicaciones esenciales de los trabajadores y pro­seguir, al mismo tiempo, en el plano político, la acción orien­tada a cambios democráticos necesarios en el marco de la legalidad. Esta era la posición de nuestro partido. O bien lanzarse decididamente a la prueba de fuerza, es decir, ir a la insurrección, recurriendo, incluso, a la lucha ar­mada con objeto de derribar el poder por la fuerza. Esta era la posición aventurera de algunos grupos ultraizquierdistas. Pero como las fuerzas militares y represivas estaban del lado del poder establecido, y como la inmensa masa del pueblo era absolutamente hostil a semejante aventura, es evidente que entrar en esta vía significaba, sencillamente, conducir a los trabajadores a la matanza y buscar el aplastamiento de la clase obrera y de su vanguardia, el partido comunista. ¡Pues bien! No, no caímos en la trampa. Ya que ahí estaba el verdadero plan del poder gaullista. En efecto, el cálculo del poder era sencillo: ante una cri­sis que él mismo había provocado con su política antisocial y antidemocrática, calculó utilizar esta crisis para asestar un golpe decisivo y duradero a la clase obrera, a nuestro partido, a todo movimiento democrático.” Dicho de otra forma: o bien había que limitar los objetivos de la huelga general de diez millones de trabajadores a reivindicaciones inmediatas, es decir, a tan sólo una fracción del programa mínimo; o bien había que lanzarse de golpe a la insurrección armada para la conquista revolucionaria del po­der. O lo uno o lo otro, el mínimo o el máximo. Puesto que no se estaba preparado para la insurrección inmediata, ha­bía que ir a unos nuevos acuerdos Matignon. Igual podría concluirse que, puesto que jamás se estará preparado para una insurrección armada al comienzo de una huelga general —so­bre todo si se sigue educando a las masas y al propio partido en el “respeto a la legalidad”—, jamás se librarán luchas que no estén centradas en reivindicaciones inmediatas… ¿Es concebible una actitud más alejada del marxismo, por ni siquiera citar al leninismo? Cuando el poder de la burguesía es estable y fuerte, sería absurdo lanzarse a una acción revolucionaria que tuviera por objeto el derrocamiento inmediato del capital; con ello se iría a una derrota segura. Pero, ¿cómo se pasará de ese poder fuerte y estable a un poder debilitado, resquebrajado, desagre­gado? ¿Por un salto milagroso? ¿No exige una modificación radical de las relaciones de fuerzas algunas estocadas decisi­vas? ¿No abren estas estocadas un proceso de debilitamiento progresivo de la burguesía? ¿No consiste el deber elemental de un partido que se reclame de la clase obrera —e incluso de la revolución socialista— en impulsar al máximo este pro­ceso? ¿Puede hacerse esto excluyendo por decreto toda lucha que no sea por reivindicaciones inmediatas… mientras la si­tuación no esté madura para la insurrección armada inmedia­ta, con victoria garantizada sobre factura? ¿No representa una huelga de diez millones de trabajado­res, con ocupación de fábricas, un debilitamiento considerable del poder del capital? ¿Quizá no hay que concentrar todos los esfuerzos en ensanchar la brecha, en tomar garantías, en actual de tal modo que el capital no pueda ya restablecer rápida­mente la relación de fuerzas en favor suyo? ¿Existe otro medio para lograrlo que no sea arrebatar al capital los poderes de hecho, en la fábrica, en los barrios, en la calle, es decir pasar de la lucha por reivindicaciones inmediatas a la lucha por reformas de estructura anticapitalistas, por reivindicacio­nes transitorias? Al abstenerse deliberadamente de luchar por tales objetivos, y encerrarse deliberadamente en luchas por reivindicaciones inmediatas, ¿no se crean todas las condicio­nes propicias para un restablecimiento de la relación de fuer­zas a favor de la burguesía, para una nueva y brutal inversión de tendencias? Toda la historia del capitalismo atestigua su capacidad para ceder en cuanto a reivindicaciones inmediatas cuando su poder está amenazado. Sabe perfectamente que, si conserva el poder, podrá recobrar en parte lo que ha dado (mediante el alza de precios, los impuestos, el paro, etc.), y, en parte, dige­rirlo con un aumento de la productividad. Además, toda bur­guesía enervada y asustada por una huelga de amplitud ex­cepcional, pero que conserve su poder de Estado, tenderá a pa­sar a la contraofensiva y a la represión en cuanto refluya el movimiento de masas. La historia del movimiento obrero así lo demuestra: un partido encerrado en el dilema de Waldeck-Rochet jamás hará la revolución, y se dirigirá con toda segu­ridad a la derrota. Al negarse a entrar en el proceso que lleva de la lucha por reivindicaciones inmediatas a la lucha por el poder, a través de la lucha por las reivindicaciones transitorias y de la creación de órganos de la dualidad de poder, los reformistas y neorreformistas se han condenado invariablemente a considerar toda acción revolucionaria como una “provocación” que debilita a las masas y que “fortalece a la reacción”. Esta fue la cantilena de la socialdemocracia alemana en 1919, en 1920, en 1923, en 1930-33, La culpa es de los “aventureros izquierdistas, anarquistas, putschistas, espartaquistas, bolcheviques” (entonces aún no se decía “trotskistas”) si la burguesía obtiene la mayoría en la asamblea constituyente de Weimar, ya que sus “acciones violentas” han “asustado al pueblo”, gimen los Scheidemann en 1919. La culpa de que el nazismo haya po­dido fortalecerse es de los comunistas, ya que ha sido la ame­naza de la revolución la que ha decantado a las clases medias al campo de la contrarrevolución, repitieron en 1930-33. Es significativo que incluso el Kautsky de 1918 compren­diera todavía que el movimiento obrero, confrontado con po­derosas huelgas de masas, no podía limitarse a las formas de acción y de organización tradicionales (sindicatos y eleccio­nes), sino que debía pasar a formas de organización superiores, es decir, a la constitución de comités elegidos por los trabaja­dores, de tipo soviético. No por ello dejó Lenin de fustigar las vacilaciones, las contradicciones y el eclecticismo de Kautsky en 1918. ¡Qué no hubiera objetado a esta argumentación de Waldeck-Rochet: “Puesto que no estamos preparados para or­ganizar de inmediato la insurrección armada victoriosa, será mejor no asustar a la burguesía y limitarse a pedir aumentos de salario y a aceptar las elecciones; y eso en el momento en que Francia cuenta con el mayor número de huelguistas de toda su historia, en que los obreros ocupan las fábricas, en que el sindicato de la policía anuncia que dejará de ejercer la re­presión, en que el Banco de Francia no puede ya imprimir billetes de banco por falta de obreros dispuestos a trabajar, en que —y éste es el signo más seguro del desquiciamiento del poder burgués— unas capas tan periféricas como los ar­quitectos, los ciclistas profesionales, los ayudantes de hospi­tal y los notarios se ponen a “cuestionar al régimen”!

Notas

* Publicado en Sobre la historia del movimiento obrero

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