Alguien sabe demasiado… La cultura popular y el género policial, una defensa

en El Aromo nº 63

a63_mandelEl policial ha generado a lo largo de su breve pero intensa existencia, arduas polémicas e innumerables estudios y discusiones. Vea, a partir del prólogo a Crimen delicioso, la obra de Ernest Mandel, qué se esconde detrás de detectives y criminales.

Rosana López Rodríguez
GILP-CEICS

Varias razones confluyen para que tanto sociólogos como historiadores, semiólogos, psicoanalistas y, por supuesto, críticos literarios hayan considerado al policial como objeto de estudio. En primer lugar, se trata de un género “popular”, en varias de las acepciones del término: normalmente escrito para las “masas”, no para los críticos, por un lado, goza de su indudable aceptación, por el otro. Esto ha llevado a que muchos intelectuales vean en el género una forma de “dominación de masas” o, por lo menos, de pasatismo reaccionario, evasión, etc. A punto tal que muchos de los que así lo consideran creen, como el autor del libro que tenemos entre manos, necesaria alguna explicación para un indisimulable gusto que sienten casi como un pecado. No falta, tampoco, la celebración acrítica, típicamente posmoderna y populista.

En segundo lugar, pero ligado a lo anterior, el policial, como todo género popular, se ofrece siempre como una vía de entrada a la conciencia de sus lectores, de modo que aquel que lo enfrenta sin prejuicios tiene a su alcance un material invaluable. Lamentablemente, como veremos, domina el análisis un reproductivismo ingenuo que presupone que, o el policial no tiene que ver con la política (por lo tanto no es más que pasatiempo) o que el lector es un niño que gusta de la simple reproducción de lo conocido (y, por lo tanto, es conservadurismo puro).

En tercer lugar, el policial no puede ser, según los críticos más duros, más que un arte menor, si es que merece el nombre de arte. Si es para muchos, no puede ser bueno, en una obvia caracterización de la cultura popular como deshecho o detritus del verdadero arte, el de una supuesta élite.

Ninguno de estos prejuicios se sostiene por mucho tiempo, no bien se los examina con detenimiento. Crimen delicioso de Ernest Mandel, que contiene, entre indudables méritos, no pocos de los errores que mencionamos, permite una introducción amena e inteligente a una literatura que merece un mejor lugar.

El policial, como género, excluye la mirada de Dios, es decir, la mirada del que todo lo sabe. Si el narrador sabe lo que ha sucedido y nos lo ha dicho, no es policial. Estructuralmente, el enigma, define al policial. No es el único elemento, pero es fundamental. Por esta razón, Edipo no es un policial. El policial tematiza el problema de la verdad. Esto quiere decir que tiene como tema el descubrimiento o desciframiento de la verdad. En términos estructurales el tema se expresa explícitamente bajo las formas del detective (con todas sus variantes: el científico, el aprendiz, etc.), el crimen (lo que está fuera de la ley) y el criminal (el agente de la historia). El desciframiento del enigma puede frustrarse, e incluso, volverse en contra del propio investigador. Puede haber o no sanción para el criminal. La causa social puede estar opacada al presentarse como inmotivada (cfr. “Los crímenes de la calle Morgue”). Tanto el detective como el receptor buscan y adquieren simultáneamente el conocimiento, vale decir que el género involucra necesariamente al receptor, quien se ve obligado a implicarse más que en cualquier otro género.

¿Culpable o inocente?

Los juicios críticos que predominan en la actualidad a la hora de analizar el fenómeno de la literatura policial, son básicamente dos. Por un lado, el del estructuralismo, que partiendo del análisis estructural, vacía de contenido las estructuras formales que considera características de un género y las convierte en abstracciones que no tienen vinculación alguna con la realidad social que ha producido el fenómeno ni con aquella que lo interpretará. Así, sobre la base del idealismo de las formas (y la función excluyente de pasatiempo o divertimento, que expulsaría de la función estética la posibilidad de conocer), el policial es solamente un juego lógico, pensado para producir diversión, pero que no nos puede decir nada acerca de la realidad ni puede obtener ni transmitir verdad alguna. Todavía otra vuelta de tuerca darán los posestructuralistas, quienes a partir de ese vacío de contenido y de la “estructura lógica” del policial, pasan del idealismo al irracionalismo, cuando deducen del género el carácter ficcional de la verdad. Siendo una expresión de las pasiones, de las ambiciones de los individuos, se construye y se deconstruye sobre la base de la interpretación de signos, del orden de lo simbólico (del deseo); por lo tanto, la política y la economía (y los intereses colectivos que implican) no tienen nada que ver con el policial. De este modo lo explica Daniel Link a partir de la interpretación lacaniana:

“se trata de un conflicto casi siempre contado a partir del eje del deseo y la pasión, aún en los casos más ‘duros’ del género: siempre se trata de secretos, terrores, angustias no dichas, infamias indescriptiblemente toleradas, proyectos absurdos y fantasiosos. Solo se mata por un desorden del espíritu. El crimen es excesivo: una pasión excesiva, una ambición excesiva, una inteligencia excesiva llevan a la muerte. Nunca se trata de la política, aun cuando la política aparezca como uno de esos telones sociológicos que verosimilizan la trama. (…) La teoría de la verdad del policial no es, en definitiva, materialista, sino psicoanalítica, como muy bien sospechó Lacan, en su análisis de ‘La carta robada’ de Edgar Allan Poe.”1

Cuando se considera que el crimen del policial es del orden de lo simbólico, que el carácter del género es irreal y que lo que verdaderamente importa demostrar en esos textos es su funcionamiento como máquina de lectura, lo que parece un elogio es, en realidad, un vaciamiento de su función y su verdadero significado. Y lo que es peor, en una operación de inversión propia del irracionalismo, este análisis erróneo (por lo vacuo) del policial, permite a los postestructuralistas constituirlo en el modelo que serviría para demostrar el carácter ficcional de la verdad.

Dijimos que en la génesis del irracionalismo posmoderno estaba el estructuralismo. Pues bien, el teórico de la literatura que ha realizado los mayores esfuerzos para deslindar las categorías genéricas es Tzvetan Todorov. Según el crítico búlgaro, la taxonomía de los géneros es fácilmente aplicable a la literatura de masas (y por supuesto, al policial), porque para que una ficción sea popular debe estar dentro del marco de lo ya conocido, dentro de los límites esperables de lo genérico. Vale decir, esas obras no producen ninguna nueva creación o innovación, por lo tanto no podrían ser consideradas de ningún modo, artísticas, dado que responden a la repetición de una fórmula. Todorov, en el mismo intento de caracterizar el policial, lo defenestra:

“Podríamos decir que todo gran libro determina la existencia de dos géneros, la realidad de dos normas: la del género que transgrede, dominante en toda la literatura precedente, y la del que crea. Hay, sin embargo, un feliz dominio en el que esta contradicción no existe: el de la literatura de masas. La obra maestra literaria habitual no entra en ningún género que no sea el suyo propio; pero la obra maestra de la literatura de masas es, justamente, el libro que mejor se inscribe en su género. (…) ya no hay en nuestra sociedad una sola norma estética, sino dos; no se pueden medir con las mismas medidas el ‘gran’ arte y el arte ‘popular’.”2

El género resulta ser, para el “padre” del análisis “genérico”, una fuente de repetición pensada para el puro divertimento pasatista de las grandes masas lectoras. A una forma conservadora, solo se le podría adjudicar un contenido conservador o lo que es mejor, según la interpretación de Todorov, la forma misma es el contenido. Declarado el género culpable de conservadurismo, esta acusación se vuelve particularmente grave en tanto se recuerda su popularidad.

Por supuesto que el problema es mucho más amplio que el del género que estamos examinando y se extiende al conjunto de la cultura popular. La antinomia que desarrolla Umberto Eco en Apocalípticos e integrados da cuenta de ello. Gran parte de la crítica (con honrosas excepciones, por supuesto: no podemos olvidar a Brecht, Benjamin o Piglia) ha caído en la consideración de que el género de los criminales y los enigmas es culpable del “aburguesamiento”, cuando no la idiotización, popular. Los intelectuales de izquierda suelen acusarlo de ser conservador o reaccionario (o sencillamente, como Mandel mismo, de que solamente puede expresar intereses burgueses). Ya sea porque deducen su contenido y función de la forma; ya sea porque entienden que solo un género mediocre y conservador puede contar con los favores de esas mayorías que no poseen competencias interpretativas del fenómeno artístico; por lo que sea, el policial solo podría expresar lo peor de quienes se supone no están en condiciones de adquirir algún grado de desarrollo de la conciencia. Caracterizar la cultura popular como una serie de producciones pergeñadas para mantener a las masas en su sitio; considerar que las mayorías consumen acríticamente, respondiendo a pie juntillas ante las determinaciones sociales, se conoce con el nombre de reproductivismo. El corolario que se deduce del reproductivismo es el del miserabilismo: la clase obrera nunca tendrá verdadera conciencia de clase. Dicho en palabras de Trotsky, no es posible una cultura obrera.

Ambas ideas, sin embargo, son cuestionadas por Roa Bastos:

“Yo creo que la narrativa policial va estableciendo sus estructuras de compensación: a la novela-problema, que exige el ejercicio de la imaginación inductiva-deductiva, se le opone el relato hard boiled, que implica una decidida toma de conciencia de los vicios y las aberraciones de esta sociedad. O sea que a la línea evasiva se le enfrenta la descriptiva: la primera se explica en tanto permite un escape al habitante de esta sociedad desolada y asolada; la segunda intenta un análisis virulento de una sociedad cuyos privilegios generan la violencia, el crimen.”3

Está claro que aquí, incluso contra el autor del libro que prologamos, estamos en esta última línea de pensamiento.

Trotsky detective

El estudio que el lector está a punto de comenzar representa un esfuerzo encomiable para quitarle al policial el sambenito de literatura vergonzante, de literatura menor. Mandel se ubica claramente en la línea que privilegia la relación de la producción con la sociedad, es decir, la que observa su nacimiento y su evolución a partir de los grandes procesos sociales.

Sin duda alguna es valioso el método que parte de la observación y análisis empírico y no de formas abstractas, pero en sentido estricto Mandel no hace un verdadero análisis histórico. Establece una relación necesaria entre las transformaciones del capitalismo y las formas que expresa el policial, pero no puede escapar a la matriz de pensamiento economicista (expuesta incluso por el propio Trotsky en Literatura y revolución), matriz de pensamiento por la cual toda producción estética realizada bajo el capitalismo es, lisa y llanamente, ideología burguesa. Contradictoriamente, Mandel y Trotsky expresan un miserabilismo reproductivista que implicaría o bien la imposibilidad de la revolución, o una revolución que no pasa por la conciencia.

Este límite le impide ver algo que hemos querido poner sobre la mesa y que otros marxistas menos prejuiciosos en este punto, como Brecht, han sabido ver: el policial es un género sólo apto para lectores inteligentes y a los cuales la vida social no resulta transparente. Un lector que, en suma, sabe demasiado como para ser considerado, a priori, ingenuo o conservador. Este defecto no empaña, sin embargo, los méritos de la obra.

Notas

1 Link, Daniel: “El juego silencioso de los cautos”, en Link, Daniel (Comp.): El juego de los cautos, La Marca Editora, Buenos Aires, 2003, pág. 16.
2 Todorov, Tzvetan: “Tipología del relato policial”, en Link, Daniel (Comp.), op. cit, pág. 64.
3 Entrevista Augusto Roa Bastos, en Lafforgue y Rivera: Asesinos de papel, Colihue, Buenos Aires, 1995, pág. 46.

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