Razón y Revolución (Partido)
20/01/2018
En ocasión de hallarme discutiendo (es, más bien, un modo de decir, por ponerle un nombre, nomás), con un conjunto de fundidos, ignorantes y zanguangos, en una página de Facebook que es más una cloaca que otra cosa, después de haberme aguantado, durante más de diez posteos, insultos a mí y a mi organización, respondiendo como acostumbro, bien al que bien, mal al que mal, aparece la carta de Javier Defox, Jotta, compañero de militancia en el Partido Obrero a comienzos de este siglo, que llaman el veintiuno.
Amablemente, hasta con ese cariño con el que se componen los huesos de esos cuerpos de quien uno llama «compañero», pero también, y vale y se agradece, con una crítica dura (sos culpable), un reproche cargado de valor político (pudiste haberlo evitado) y una pregunta peligrosa (para qué), la carta me interpela de un modo que no quiero responder, por varias razones. La primera, es que, en su personalización extrema, vos, Eduardo, esconde un problema y una reflexión que es general y que a la altura de ese vuelo debe mantenerse. La que le sigue, porque nos metería en el triste berenjenal de las ensaladas yotedijevosmedijisteélnosdijojuntosdijimos. La que cierra, se nos escapa que hay un problema que no tiene nombre, una enfermedad de ese mosaico extraño cuya figura no logramos descular y en cuya locura no hay acuerdo, llamado izquierda argentina.
En efecto, podría responder yo por mí, y contar un fragmento de la historia del Partido Obrero que solo le interese, más o menos, a quiénes lo vivimos, que será ignorado por quienes hoy creen haberlo llevado al cenit de su aventura por el simple hecho de que algunos de sus militantes aposentan traseros en instituciones burguesas, y será mirada con desprecio y desconfianza por los jóvenes militantes que, sin mejores datos a mano, aceptan que ese contacto cubitodorsal sacraliza opiniones y sanciona estrategias que, bien vistas, defuncionan más que vigorizan a una organización ya mediocentenaria. Seguramente, una intervención de ese tipo puede ser, también, pasto para huestes que esperan, entre ansiosas y desorientadas, el despertar del Viejo Rey, que limpie el palacio de jafares morenísticamenteujotaeses, abra las puertas a los expulsados y ordene y reordene las tropas de un ejército de nuevo en tren de combate. El «viejo» PARTIDO OBRERO, PIQUETERO, CARAJO, de vuelta, por las suyas, a recuperar ese honor y ese olor a batalla proletaria, perdidos ambos ante tanta claudicación, por dos votos, ante una bella dama leguleya y un muchachito de barba que se pretenden herederos de eva y juandomingo. Reconozco que pagaría por verlo, que me emocionaría hasta las lágrimas, como me pasa con cada buen final de película americana, y, lo digo sin ironía alguna, me alegraría sinceramente por muchos buenos amigos que conservo en un partido que sigue siendo el mío en algún sentido, aunque ya no lo sea, no pueda serlo y me disponga a superar, construyendo otro.
Es que, sobre todo y ante todo, el problema va mucho más allá de Eduardo Sartelli, el Partido Obrero, incluso del morenismo, ese desvío de tantos caminos ninguno de los cuales lleva a Roma, y del trotskismo mismo. Es un problema que se identifica con toda la izquierda argentina, pongamos el límite donde querramos ponerlo. Me parece que la virtud de tu carta, Javier, Jotta, es ese, más allá de la modestia del interlocutor a quien elegiste planteárselo. Seguramente, ni vos ni yo tengamos los títulos que se necesitan para esta empresa; seguramente vendrán ahora los ataques mezquinos del zanguanaje al que las redes «sociales» otorgan breve, inútil y destructiva fama e impunidad: quiénes son estos dos para creerse capaces de tales preguntasrespuestas. Y los insultos después. Así son, escoria. Lo importante es hacerse la pregunta e intentar resolverla.
La pregunta. Finalmente, la pregunta es: ¿para qué inventar una nueva figura para ese mosaico ya de por sí confuso y abigarrado que mal entendemos, que se llama izquierda argentina? Es decir, ¿para qué Razón y Revolución «partido»? ¿Para qué, si ya existe el Partido Obrero, aunque haya que rescatarlo de Gabriel Solano? Si no te hubieras ido, Eduardo, vos y todos los que representamos mejor a ese viejo PO, la mayoría de los cuales hoy estamos afuera, podríamos haber evitado que este curso claudicante llegara a este puerto, decís. Si el problema fuera el autor de la maniobra que me expulsó del partido, digo yo ahora, Eduardo Sartelli, retomando el hilo del discurso, si el problema fuera quien mejor representa hoy la claudicación morenista del otrora nuestro partido, la cosa sería sencilla. Podría explicar, con pelos y señales, la anécdota de mi abandono de la organización en la que aprendí que la historia se mueve, quizá el más valioso de todos los aprendizajes políticos. Podría hablar de gente, de oportunistas, de sinvergüenzas, de los que se quedaron en el partido y de los que me siguieron fuera. Pero bastardearíamos la importancia de la pregunta.
El punto de partida
En el continuo de la historia, siempre es necesario establecer un punto de partida. Algo de arbitrario tiene siempre, necesario si no hemos de desandar el camino hasta Adán. Atado a las vivencias de quien narra, inevitablemente, de un modo o de otro, ese punto permite poner pie en tierra. Y caminar. Esta historia comienza con la caída del Muro de Berlín, 1989. El relato que sigue no se desarrolla según el orden del descubrimiento, sino según la necesidad de la exposición. Como se sabe, el orden de la investigación (los caminos que nos llevan al descubrimiento) son tortuosos y llagados de callejones sin salida, retornos, tropezones reiterados con las mismas y distintas piedras. El camino de la exposición no puede ser ese, so pena de someter al lector a un calvario innecesario. De modo que esto que sintetizo aquí me llevó tiempo descubrirlo y ordenarlo. No se quede el lector, entonces, con la sensación de que lo sabía de antemano. No hubiera cometido tantos errores, de saberlo, ni hubiera tardado tanto tiempo en llegar hasta aquí.
También es cierto que este punto de partida delata que el problema del que hablamos tendría una extensión todavía mayor que la que aquí asumimos, a saber, por qué en el mundo la revolución ha resultado en un fracaso. Sin embargo, no es así: la pregunta por la izquierda y la pregunta por la revolución no son idénticas, aunque estén conectadas. Que la izquierda argentina haya, hasta ahora, fracasado en la tarea de realizar una revolución, no significa que, en el mundo, otros no hayan tenido éxito. Que ese éxito fuera relativo, en tanto la nueva sociedad no siguió, finalmente, a esa revolución triunfante, es un problema de otro nivel. Nuestro problema no es por qué hemos, al término de los noventa minutos, perdido el partido. Nuestro problema es por qué no logramos ni siquiera ingresar a la cancha (o, como sucedió en los ’70, entrando sobre el final, desde el banco de suplentes, cuando todo ya estaba perdido). Si bien es cierto que en muchos otros lugares del mundo podría plantearse esta pregunta, el número de ellos se reduce mucho si se recuerda que en pocos países la izquierda ha jugado un rol tan relevante como en éste, desde el anarquismo a comienzos del siglo XX, hasta el FIT, un centenar de años después. De modo que, aunque no sea el único, el caso argentino parece relevante.
Por último, conviene, en este acápite de tipo «metodológico», señalar que una respuesta sencilla sería recordar que nadie hace nada en el vacío material y que no con quererlo alcanza para tener la cosa. El famoso tema de las «condiciones objetivas» o de, como se suele decir, en un lenguaje seudo-hegeliano, la «necesidad». Lo que eso tiene de cierto lo tiene también de falso. Salvo que adoptemos la beatífica perspectiva de la inevitabilidad en la Historia, según la cual los seres humanos concretos, vivientes, no son sino solo portadores de estructuras que los dominan al punto de insuflarles la creencia en su propia libertad, es decir, salvo que hayamos transformado al marxismo en una caricatura de Matrix, la forma en la que interviene o no la izquierda en la lucha de clases altera el resultado final. En efecto, ni la existencia de condiciones materiales y de un estado de la subjetividad objetiva (una conciencia históricamente dada de las masas) pueden excusar a la izquierda de sus errores. Resultaría muy tranquilizador, pero ideas como «el capitalismo argentino como expresión concreta del capital mundial como sujeto no quiere, todavía, revolucionarse», o, «la conciencia peronista en las masas impide todo desarrollo del partido», no dejan de ser estupideces, por más que la jerga en la que se las formule resulte tan abstrusa que parezcan al lector producto de mentes preclaras y sapienciales. Su perversión radica en explicar ex post un proceso por su resultado, por su supuesta necesidad lógica, sin demostrar las causas concretas que lo llevaron allí y no a otro lado. Se trata de una tautología infantil que sirve para justificar errores y fundiciones de todo tipo, cuando no traiciones lisas y llanas. Nadie puede decir qué hubiera sucedido si en los ’70 o en el 2001 hubiéramos actuado de otra manera. De modo que hay que investigar cómo actuamos y tratar de entender en qué medida cometimos errores y qué responsabilidad tienen ellos en el resultado final. Va de suyo que podemos perder aún sin cometer errores, pero tenemos muchas más chances de ganar si no los cometemos. Tenemos, incluso, posibilidades, si no de victorias, de derrotas menos onerosas, lo que no es menor, habida cuenta que, en la historia de la revolución es siempre más fácil perder que ganar.
Dicho esto, volvamos a 1989. En el mundo, la debacle del socialismo real produce mucho más y mucho menos de lo esperado. Mucho más: difícil imaginar una época de impunidad imperial como la que vimos de allí en adelante, fuera del contenedor de la Guerra Fría. La derrota militar de las fuerzas revolucionarias de los años ’70 se completó con la victoria ideológica que significó la caída de la URSS. En cierto sentido, volvimos más atrás de Graco Babeuf: la revolución no es posible y si lo intentamos, el resultado es peor todavía, un resultado en el que se combinan la inviabilidad económica y el horror estalinista. El posmodernismo fue la expresión de esa derrota de la teoría revolucionaria de la que todavía no nos hemos recuperado, porque lo que pretende ser tal no es más que una variante seudo izquierdista del posmodernismo: la política de la identidad, consagrada como ideología oficial por los «populismos» latinoamericanos, que se expande ahora por el resto del mundo. Lo que se borró allí fue, centralmente, la posibilidad de pensar la política como expresión de las acciones de las clases sociales. Se trata ahora de los «pueblos originarios», los «jóvenes», las «mujeres», etc. Este posmodernismo ha penetrado incluso en los partidos que antaño se declaraban revolucionarios y ahora ni se animan a hablar del socialismo. Es en este sentido que decimos «mucho menos», en tanto la caída del estalinismo no fue seguida del ascenso de su oponente histórico, el trotskismo, sino de una debacle general.
Con este panorama, que en el mundo se expresa en una confusión y dispersión pocas veces vista de las organizaciones de izquierda y de ruptura de relaciones entre la izquierda y el movimiento obrero, o lo que queda de él, entramos a la Argentina. Y lo que encontramos aquí es que las fuerzas que componen la izquierda se desenvuelven, en esta crisis de la dirección mundial, en esta etapa de derrota y retroceso mundial, con una serie de características que, otra vez, difícilmente sean exclusivas, pero casi seguro se expresan aquí con más agudeza que en el resto del mundo. Nos referimos a su persistente anti-intelectualismo, su tendencia a la claudicación ante el reformismo nacionalista y su incapacidad para producir hechos políticos. Vamos de a uno.
El anti-intelectualismo
Una de las peculiaridades de la izquierda argentina es haber entrado en este ciclo de derrota con graves errores cometidos en la etapa anterior, que dieron por resultado la destrucción física de buena parte del personal que encabezó esa experiencia. Esos errores, producto de una falta completa de conocimiento del espacio social concreto en el que se debía actuar y de la naturaleza de la coyuntura, no solo no fueron corregidos, sino que se persiste en ellos. Situación agravada por las transformaciones sustantivas que vivió la Argentina desde entonces hasta hoy, transformaciones también poco estudiadas. Como veremos más abajo, el principal obstáculo para la superación de los problemas es la persistente insistencia de la izquierda argentina en que no hace falta estudiar la realidad para intervenir en ella. En efecto, muchos se sorprenderán con la idea de que la izquierda argentina es anti-intelectual, porque, precisamente, de exceso de «intelectualismo» es de lo que ha sido, históricamente, criticada, sobre todo, desde el peronismo. Y también se nos dirá que si hay algo que caracteriza a la izquierda argentina, desde Florentino Giribaldi a Las manos de Filippi, pasando por Antonio Berni, por darle nombre simplemente a expresiones artísticas, es la intensa y productiva actividad cultural. Sin embargo, siendo ello cierto, agregando, por dar otro ejemplo y para más dato, que los escritores más importantes de la Argentina de la segunda mitad del siglo XX eran todos del PRT de Santucho (Humberto Costantini, Roberto Santoro, Julio Huasi y Haroldo Conti) o simpatizaban con el guevarismo (Julio Cortázar), no se trata de eso de lo que hablamos, sino de la ausencia completa de investigación concreta de la realidad argentina. Solo con pensar que los mayores intelectuales de la izquierda argentina de ese período son Milcíades Peña, Abelardo Ramos, Nahuel Moreno, Silvio Frondizi y Rodolfo Puiggrós, tenemos una medida de la carencia absoluta de «teoría revolucionaria» con la que se enfrentaron las necesidades políticas de la etapa. Sobre todo si se tiene en cuenta que los mencionados se limitaban a adaptar a la Argentina la perspectiva general que ya había sido elaborada en otro lado.
Veamos un poco este problema central, el de la desconexión entre el conocimiento científico de la realidad y la acción política. Lenin escribe El desarrollo del capitalismo en Rusia y luego hace una revolución. ¿Sobre qué cuerpo de conocimientos elabora su política el estalinismo argentino? Sobre ninguno. Finalmente, la política del PC es la expresión, en Argentina, de los intereses de la URSS y su dirección. Cuando, por motivos casuales, la política de la URSS encaja en las condiciones locales como a comienzos de los años ’30, el PCA se transforma en un partido de masas. Cuando esa política vira hacia el Frente Popular, también otra vez como expresión de los intereses inmediatos de la dirección de la URSS, el PCA rifa todo su caudal político y se lo entrega al peronismo. Que luego Rodolfo Puiggrós sacara la conclusión lógica era solo cuestión de tiempo. El maoísmo argentino tomó la posta y declaró ser más estalinista que los estalinistas, conclusión sacada por Mao luego de la muerte de Stalin. De allí que su lectura del pasado argentino y de la Argentina en la que quería actuar, copiaba servilmente lo peor de aquella experiencia.
Inútilmente se esperará del guevarismo algo distinto de las tesis castristas sobre América Latina. Ya es difícil, si no imposible, saber qué es el guevarismo, más allá a la apelación a una moral pro-activa y una cierta orientación militarista. Más difícil aún es, todavía, buscar allí algún intento de conocimiento de la realidad.
Se podría esperar que el trotskismo superara estas limitaciones, pero tal espera resultaría vana. Partidarios de la misma teología, solo que en modo herejía, para los trotskistas ya Trotsky ha dicho todo lo que se tenía que decir sobre la Argentina. Consecuentemente, todavía hoy los trotskistas siguen leyendo la historia argentina a través de la óptica de Nahuel Moreno y Milcíades Peña, los mejores expositores de esa versión de la mitología que la izquierda argentina cree que es conocimiento. Basta ver la pobreza de los «tomitos» de Peña para darse cuenta de con qué poco se pretende reemplazar las entelequias estalinistas. Para colmo, dada la contigüidad preocupante entre la «revolución permanente» y el etapismo estalinista, y la convicción de encontrarse en una sociedad atrasada que espera todavía por sus tareas democrático burguesas incompletas, los trotskistas oscilan entre el liberalismo y el nacionalismo: si se supone que el capitalismo argentino no puede funcionar por la naturaleza propia de una sociedad dependiente, dominada por monopolios, donde no rige la competencia entre capitales (este no sería un capitalismo «verdadero»), se afirma, entonces, que el libre mercado no produce el atraso y, por lo tanto, es bueno en sí mismo; si, por el contrario, se enfatiza en las tareas nacionales inconclusas, se termina coincidiendo con el nacionalismo a lo Abelardo Ramos.
La cuestión central es, sin embargo, no si estas ideas son verdaderas o falsas, sino que las direcciones intelectuales de la izquierda argentina no han considerado, ni consideran necesaria ninguna corroboración científica de su validez. Así se deduce de lo que dijeron Trotsky, Mao o Stalin. Así será. La misma ceguera se sigue para con las transformaciones de la sociedad argentina actual y las necesidades reales de la lucha. Solo dos ejemplos: el PTS sostiene la necesidad de organizar a los «grandes batallones» de la clase obrera, que se supone, porque así lo dice Marx, son los obreros industriales. Que de once millones de obreros en activo, apenas un millón corresponda a proletariado industrial y se desparrame en fábricas de menos de 100 empleados, debiera alertar sobre las diferencias entre la barriada de Viborg y el cordón industrial de Zona Norte. Es el mismo partido que dijo, en 2008, que en la Argentina hay tres millones de campesinos, aunque la población rural total no llegue a semejante cifra. Es el mismo que sostiene la existencia de una cuestión nacional irresuelta para los «pueblos originarios». El PO, por su parte, sigue llamando a los docentes a luchar contra un fenómeno inexistente, la privatización educativa, mientras la educación no hace más que estatizarse y degradarse, dando a entender, de paso, que el Estado es neutral y que debemos defender la educación burguesa. Es el mismo partido que, en el 2008, llamó, por boca de Jorge Altamira, a «repoblar el campo», siguiendo consejos de Alberdi. Es el mismo que, siguiendo el liberalismo trotskista en relación al arte, armó un sindicato para Macri (la SEA).
Esto no es nada, finalmente, si se recuerda que para el guevarismo la guerrilla foquista es una buena estrategia en un país donde el 95% de la población vive en las ciudades. Es cierto, entonces, que la izquierda argentina quiere hacer la revolución en un país que no conoce. No tiene idea de dónde está parada y desconfía de todo aquel que discuta las sagradas escrituras con datos en la mano. Se equivoca dos veces: busca orientación en muertos que murieron hace casi 100 años y rechaza el estudio de la realidad concreta incluso allí donde es evidente que no hay muerto que valga.
Cuando «dejé» el Partido obrero lo hice con la certeza de que esta tarea era necesaria y que allí no podía hacerse. ¿Es que acaso en el Partido Obrero o en el PTS no hay becarios de CONICET, historiadores, sociólogos, antropólogos, etc.? Sí, y en una magnitud que sorprendería. Pero en la izquierda argentina, la política no se hace estudiando la realidad, sino leyendo al santo que corresponda: los trotskistas a Trotsky, los stalinistas a Stalin, los maoístas a Mao, los guevaristas… Todo aquel que se sale de esta forma de razonar supuestamente «científica» se encuentra fuera rápidamente. Como el partido no puede prescindir de todo el mundo, y los «intelectuales» obtienen de él alguna forma de reconocimiento, se llega finalmente a un acuerdo espurio: mientras no se hable de lo que no se tiene que hablar, o se hable en el mismo sentido en el que la dirección del partido quiere, es decir, lo que ella, mediante un ejercicio pitonisíaco ha logrado traer del más allá gracias a la relectura permanente de las sagradas escrituras, todos estaremos felices. Lo mismo con los artistas, a los que, Trotsky mediante, se les «da» toda la «libertad», una mentira innecesaria y perjudicial, que recrea el mito romántico del individualismo burgués más acérrimo: el artista no es como el común de los mortales, no debe sujetarse a plan ni programa. Un descompuesto anarquista que hace lo que se le da la gana y el partido tolera mientras le sirve.
La izquierda argentina tampoco tiene ningún trabajo sistemático de análisis de la coyuntura ni de la situación concreta de la clase obrera y sus necesidades. A lo sumo tiene un compañero que se ocupa preferencialmente de ciertos temas, en los que toca más o menos de oído, espigando aquí y allá de la prensa burguesa. Mientras la burguesía tiene una plétora de think tanks, por empezar, el Estado mismo, que es una maquinaria gigantesca de producir conocimiento social, la izquierda cree que puede enfrentar los innumerables requerimientos de la lucha con poco más que la intuición y el «instinto» revolucionario, como le gusta decir a Altamira. Este amateurismo es inaceptable, aunque suele excusarse con el «somos pocos y hay mucho para hacer». Lo cual no solo no es cierto, sino que muestra las preferencias por la acción sin conocimiento de causa. O de la religión: el PTS, el más «intelectual» de los partidos de izquierda, es, en realidad, el más anticientífico. En sus publicaciones cualquiera escribe cualquier cosa con cualquier ángulo, lo que da como resultado que un partido que se dice marxista es keynesiano, cuando no liberal, en economía, abiertamente burgués en arte y completamente vulgar en cualquier forma de análisis social. La piedra de toque de ese edificio es el IPS, cuyo todo resultado como «pensamiento socialista» es la edición de las obras completas de Trotsky, con el simple criterio de demostrar que Dios, efectivamente, lo sabía todo y que fuera de él no existe nadie más, salvo, tal vez, la Virgen María.
Liberados de toda limitación, es decir, de todo programa, para los «intelectuales» queda el camino libre en la academia, en la que se comportarán tan burguesamente como el más burgués de los intelectuales. Incluso, se desarrollarán ideas y «teorías» contrarias al partido o al marxismo mismo, sin que eso tenga ninguna importancia. El partido desarrollará la política del «figurón», es decir, la de la convocatoria a la firma de solicitadas, la presencia en actos, el apoyo público en casos especiales (como el voto en las elecciones sindicales o recitales por la libertad de), demostrando que de los intelectuales y los artistas no espera ni le interesa nada. Obviamente, si uno se porta bien, llega lejos. Seguramente se pueden dar ejemplos en contrario, casos especiales, etc., pero el cuadro general es este. La izquierda carece de un plan de trabajo sistemático en el campo intelectual en general, lo que es lo mismo que decir que abdica de la lucha en él y se entrega a la dirección burguesa.
Ciertamente, pude haberme quedado en el PO y haber intentado algo clandestinamente, un trabajo de «zapa» hasta que «llegara el momento». Pero así no sirve. Por eso acepté que me «fueran».
El síndrome 17 de octubre
La izquierda argentina está presa de una debilidad casi congénita con el peronismo. Acepta como propio el error del PC en el ’45, reconoce que ello la alienó de las masas y se presta, desde el día siguiente, a una «relectura» del peronismo que «rescate» lo «bueno» como modo de vehiculizar una «herencia». Los obreros son peronistas, eso no se puede combatir, hay que esperar a que esa «conciencia» entre en crisis y «heredarla». Obviamente, en ningún lugar encontraremos un análisis serio del peronismo. Se da por sentado que es «popular», que produjo un avance en las masas, que estas están allí a su gusto y nadie tuvo nunca que reprimirlas para guardar el orden. Las masas no entenderían si les decimos la verdad, es mejor ir de a poco, acompañando el desarrollo de la «conciencia». El resultado es que el grueso de la izquierda es poco crítica con el peronismo, temerosa de ser acusada de «gorila»: si ayer no quería que se la confundiera con Alsogaray, hoy teme ser alineada con Fernando Iglesias. Sus actitudes van, desde el entrismo morenista en los ’50 a la socialdemocratización parlamentarista kirchnerizada del FIT en la actualidad.
El cuadro se complica para peor, porque la izquierda en general comparte con el peronismo un conjunto de ideas fundamentales. La izquierda argentina es nacionalista. Ya sea porque haya tareas «nacionales» que cumplir, o porque resulta en una semi-colonia dependiente y atrasada, hasta el trotskismo es capaz de ir a Malvinas con Galtieri. La izquierda, en general, es mercado internista y estatolátrica: no tiene mejor propuesta económica que la defensa de la atrasada y parasitaria industria local en su versión más miserable (las pymes), para la que pide todo el tiempo subsidios del más variado pelaje. Así, se ha llegado a ver al PC pedir la flexibilización laboral para la pequeña y mediana empresa, al MST defender las retenciones diferenciales, por no hablar del PCR, etc., etc. Si la Federación Agraria no se hubiera alineado con la Sociedad Rural, allí hubieran estado también el PTS y el PO, que, víctimas del mismo mal, no defendieron las retenciones, buscando alguna consigna por la cual la clase obrera pudiera tener una política independiente. Simplemente se limitaron a colocarse al margen de la lucha («ni con el campo ni con el gobierno»). Ni hablar de Del Caño pidiendo subsidios para los «productores» de uva o del PO aconsejando a los tareferos misioneros unirse a sus explotadores «productores» yerbateros.
La izquierda es keynesiana: la economía argentina funciona mal porque los monopolios imperialistas la dominan. No se podría encontrar mayor apología del liberalismo burgués: no es el capital como tal el responsable, sino el «neoliberalismo» y la «derecha económica». Es decir, no hay que destruir un sistema social, basta con cambiar el ministro de economía. Paradójicamente, el nuevo ministro resultaría un engendro, puesto que debería ser liberal «de verdad» (combatir a los monopolios…) y nacionalista (es decir, defender a la burguesía «nacional» de la extranjera mediante el monopolio del mercado local). Se entiende por qué la izquierda tiene semejante debilidad política frente al peronismo: la izquierda argentina es peronista. Y cree que siendo peronista, superará al peronismo…
Se entiende, entonces, también, por qué el FIT sucumbe tan fácilmente al kirchnerismo: no se trata simplemente de una situación específica de los partidos del frente, dominados por una nueva generación de estudiantes universitarios ávida de electoralismo. Es una verdadera comunión de ideas. Esa es la razón por la que resulta extraño al militante peronista o kirchnerista encontrar diferencias sustantivas que lo obliguen a dar un salto. Al contrario, la prédica de la izquierda, sobre todo de la trotskista, le resulta puramente mezquina, en tanto, acordando en tantas cosas, no quiere subordinarse a la dirección que hace esas ideas realidad.
La izquierda argentina carece de voluntad de poder
En estas condiciones, tratando de luchar en un país que no conoce y compartiendo las ideas de su principal enemigo, la izquierda carece de instrumentos con los cuales luchar por el poder. A eso solo puede oponerle la «voluntad». Esa voluntad se expresó, en los ’70, en el guevarismo y la lucha armada. En la actualidad, en el «trotskismo» y la lucha «anti-burocrática». En efecto, fuera de la política del cascote, la izquierda no tiene más que ofrecer que sindicalismo. Por eso, la izquierda en general, sobre todo en la actualidad e incluyendo a «guevaristas» que no piensan ya en la lucha armada más que como bravata contra ancianos asustadizos y comunicadores estilo Eduardo Feinman, es profundamente sindicalera. No pudiendo atacar públicamente a su enemigo a fondo, porque las masas «no entenderían», solo queda la prédica «por el ejemplo». La «consecuencia» en la lucha es, entonces, la marca distintiva de la izquierda, que es la única que «no te va a traicionar». Cuando la burocracia «traicione», allí estará la izquierda (curiosamente, los historiadores «académicos» de estos partidos se han lanzado a una reivindicación apologética de la burocracia sindical, con la idea inversa, a saber, que la burocracia no traiciona sino que representa la «estrategia» de la clase obrera…).
El resultado de tanta actividad desplegada en fábricas, oficinas y colegios, es cierta implantación sindical que resulta preocupante hasta para la propia burguesía y su brazo «burocrático». ¿Pero qué hace la izquierda con esos resultados sindicales? ¿Los transforma en desarrollo político? No. El resultado se ve en la performance electoral del FIT. Como el camino estaba taponado por el kirchnerismo, ahora copiamos el relato K y nos disponemos a «heredar», suponiendo que nadie más va a disputar ese lugar (guarda con el Papa…). Se entiende, entonces, una campaña en la que no se menciona la palabra socialismo. Se entiende que hasta el Partido Obrero haya comprado la idea de que la propaganda «shampoo» del PTS logró una elección «espectacular» en la provincia de Buenos Aires, en la que «gracias a Del Caño», entró «hasta Romina del Pla». Parece que al mismo PO no se le ocurre que, más que del muchachito de barba y militancia desconocida, el verdadero aporte de votos haya provenido de una de las más genuinas representantes de la lucha sindical de la izquierda, que acababa de colocar contra las cuerdas a Baradel, en el principal sindicato docente del país, de una de las ramas más gruesas de toda la clase obrera argentina, y se haya hecho votar por decenas de miles de trabajadores bonaerenses. Hasta este punto ha llegado el partido que hasta ayer era límite al morenismo posmoderno del PTS…
Pero no se trata de una «degeneración» coyuntural del PO. El PO no escapa a este panorama general. Estando su dirección en manos de uno de los dirigentes políticos más capaces que ha dado la izquierda argentina, Jorge Altamira, estos elementos tenían un límite. Perdido ese límite, el oportunismo ha desarrollado lo que ya estaba contenido en su vieja dirección. Porque esto ya está contenido en el trotskismo mismo, nace en las contradicciones en las que el propio Trotsky entra en su lucha contra Stalin. Lo que en Trotsky eran consecuencias no deseadas y tal vez evitables de un escenario muy complejo de lucha, en el trotskismo se vuelve religión y, en la Argentina, multiplicación de sectas incapaces de una política común a pesar de compartir hasta el mismo programa (así es como nace ese engendro electoral llamado FIT, en el que tres partidos iguales tienen que hacer un … frente).
Volvamos a la pregunta anterior. ¿Qué hace la izquierda con las huestes sindicales que consigue? ¿Las desarrolla políticamente? No. Acepta que la burguesía (el peronismo) haga política entre los trabajadores, pero ella misma, la izquierda, se guarda bien de hacerla. No sorprende entonces, que la izquierda termine atrás del kirchnerismo en el 2×1, vote a De Vido, reproduzca todas las estupideces del relato K en el caso Maldonado, se congratule y marche por la libertad de los «presos políticos» y tome como una victoria la libertad de Boudou, mientras por Ponce y Arakaki no se ha visto mover un dedo a kirchnerista alguno. De hecho, los compañeros presos o perseguidos por los sucesos de Plaza Congreso fueron víctimas de ese seguidismo de la izquierda al peronismo-kirchnerismo: había que ser más «consecuentes» que los K en la pelea, de modo que si el kirchnerismo marchaba al Congreso, nosotros teníamos que demostrar explícitamente nuestra voluntad de lucha. No solo arriesgar a los compañeros a un combate callejero, sino que se notara que éramos nosotros, con bandera y remera partidaria y a cara descubierta. Por supuesto, el kirchnerismo se quedó atrás y los presos son nuestros… Curiosamente, un connotado dirigente trotskista había llamado poco antes a «abrazar» al Congreso. Entre el reclamo «cívico» y la piedra, la izquierda no encuentra nada mejor.
La izquierda no tiene escuelas de cuadros, no educa ni forma a sus militantes más que por la acción y por una asistemática discusión coyuntural de la prensa partidaria. Así, la mayoría de los militantes de la izquierda argentina son educados por las ideas del ambiente, que no pueden ser otra cosa que burguesas. De allí la fuga permanente hacia el peronismo, el kirchnerismo o el morenismo. Esta ausencia de formación está ligada a un paternalismo autoritario, según el cual la clase obrera no está en condiciones ni de tener una cultura propia, según la formulación extrema del trotskismo. Paradójicamente, allí donde la izquierda es más fuerte en el seno de la clase obrera y donde no tiene excusas ya en la «brutalidad» obrera, el mundo docente, abdica de un combate cultural profundo. No piensa en formar a los maestros en el socialismo para que estos operen sobre la conciencia de los niños obreros. Deja eso al azar y a la voluntad individual. Se concentra en el sindicalismo. Por supuesto, la izquierda defiende la «educación pública», es decir, estatal, es decir, burguesa, sin cuestionar el contenido de la educación que se imparte a los niños y adolescentes argentinos. Obviamente, portadora de ideas burguesas, sin muchas ganas de desarrollar otra cosa, no forma ni tendría con qué formar a esos militantes ni darles tareas de propaganda alguna.
La luz al final del túnel
Si se repasan los primeros números de la revista Razón y Revolución, las editadas antes del 2001, es decir, bastante antes de mi partida del PO, se notará que todas estas ideas estaban ya presentes. No solo eso: ya estaba lanzado el programa que iba a surgir de allí. Claro que como simples intuiciones, como inquietudes a investigar. Todavía no había sido puesto en palabras de modo sistemático, pero ya estaba allí. No porque uno fuera clarividente, sino porque este balance que aquí hemos hecho, ni es nuevo ni es original. Todos los «intelectuales» de izquierda del período teníamos estos problemas en la cabeza, porque la realidad nos obligaba. Lo que este texto puede tener de ambas cosas es su presentación en conjunto para explicar la necesidad de un nuevo partido. Pero dejemos eso para más adelante, avancemos primero con la historia de RyR.
RyR fue originalmente una revista de historia, hecha por alumnos y un profesor de la carrera de Historia de Filosofía y Letras de la UBA. Allí nos juntaba, hacia 1995, simplemente, la idea de defender al marxismo contra su defenestración por la academia en el clima inmediatamente posterior a la caída del Muro, en un tono muy thompsoniano. El primer número tardó un año y medio en escribirse, se editaron 500 ejemplares y fue hecha, materialmente hablando, en forma completa por mí y por uno de esos alumnos. Se imprimía en offset y llevaba en su tapa un Marx con una estrella como munición de una gomera, bajo el cual se leía «Radical, dude», tomado de una propaganda de T-shirts de una revista americana. Los primeros dos números fueron una batalla entre dos tendencias: el grupo de alumnos, que empujaba en el sentido de un autonomismo anarcoide y yo, que me incorporaba al Partido Obrero. Los alumnos abandonaron la revista, que empezó a llenarse con otra gente, directamente seleccionada por mí. El primer problema con el que tropezamos era que queríamos combatir algo en forma puramente ideológica, es decir, no por medio de la investigación científica y el estudio de la realidad argentina. Nació así el Marx con boleadoras, dibujado por mi hermana. Expresaba el primer cambio: nacionalizar la crítica mediante la producción científica sobre la sociedad argentina.
El segundo problema con el que tropezamos, se sintetizó en un incidente que pasó a llamarse «el debate sobre La Caverna de Saramago». Un compañero quería hacer una crítica de la novela, para la cual, evidentemente no estaba preparado. Surgió entonces la discusión acerca de la especialización: ¿cualquiera podía hablar sobre cualquier cosa? La «votación» fue negativa y obligó a los miembros a hablar sólo de aquello que podían, es decir, transformarse en productores especializados. El problema obvio es que así la revista no saldría nunca porque tales personajes no existían, por cuestiones que no vienen al caso, razones políticas, obviamente. El grupo de gente que podría haber hecho una sola revista, se dispersaba en cuatro o cinco: Razón y Revolución (yo), Dialéktica (Eduardo Glavich), Causas y Azares (Carlos Mangone), Cuadernos del sur (Alberto Bonnet), Periferias (Daniel Campione) y otras que ahora, a vuelapluma, no recuerdo. Incluso, por un breve momento se constituyó una cuyo nombre lo decía todo: Reunión, impulsada sobre todo por Irene Muñoz y Alejandro Raiter. La segunda mitad de los ’90 fue, entonces, la «era de las revistas». Las mencionadas formaban parte del grupo de las «independientes», a las que se sumaban las de «partido», como En defensa del marxismo (del PO). Toda esa gente, y mucha más que no recuerdo, podría haber formado un gran centro intelectual para enfrentar la derrota teórica y moral, pero se dividía por la política con la que cada uno creía que debía enfrentársela. A todos les cabía una insatisfacción muy clara con la izquierda «tradicional». Todos, sin embargo, giraban en torno a alguno de los partidos que definían los límites de ese campo. En el caso de Razón y Revolución, en torno al Partido Obrero, porque yo me había incorporado a sus filas y, progresivamente, iba incorporando gente de la revista. Pero ésta, como tal, nunca fue del partido.
Lo cierto es que si uno quería hacer algo en el sentido en que nos proponíamos en la RyR del Marx con boleadoras y La caverna de Saramago, no podía sino producir a los productores. A esta altura es que aparece el ejemplo del Grupo de historiadores del Partido Comunista británico, inspirado por Donna Torr y que dio a la luz a gente como Thompson, Hobsbawn, Hilton, etc. Para enfrentar a la sociología burguesa inglesa que decía que en Inglaterra nunca había pasado nada con la clase obrera, políticamente hablando, cada uno se repartió una etapa de la historia británica y se especializó en ella. Nosotros, un nosotros muy reducido, de no más de cinco o seis personas de las que sobreviven quién esto escribe, Marina Kabat y Fabián Harari, armamos un plan sistemático para el estudio de la realidad argentina: la clase obrera, la izquierda, la revolución de Mayo, la historia de la burguesía, el problema del arte, economía, educación, etc. Captaríamos gente joven para ponerla a trabajar en ello bajo la dirección de un responsable de grupo. Al comienzo, estarían todos bajo mi dirección hasta que cada uno pudiera tomar la dirección plena. Así nació la estructura original. A fines de los ’90 empezamos a intervenir, como extensión lógica de mi militancia en el PO, a la que se iban sumando otros miembros, en muchos frentes, sobre todo en el sindical y estudiantil. Años de mucha agitación, formamos parte de las ANT, incluso en una de las últimas, impusimos, contra el PO, una línea de su programa, la que dice que «el movimiento piquetero toma en sus manos el problema de la cultura». Hasta entonces, RyR se desarrolla siguiendo una línea paralela al PO y dejándome a mí en una situación muy incómoda.
Esa incomodidad se resuelve con mi partida, que es coincidente y no por casualidad, con mi abandono de la lucha sindical, hecho que se produce en el año 2002. Para mí la experiencia con el PO se había acabado parcialmente. Yo había participado del acierto más importante del PO en toda su historia: la construcción del movimiento piquetero como base para la encarnación del partido en la clase obrera. El PO, como otros, pero con más intensidad e inteligencia, entendió que el movimiento de desocupados era mucho más que eso, que más allá de lo que los libros dicen, la vanguardia se construye con los que luchan. No cayó víctima del prejuicio obrerista según el cual la vanguardia necesariamente está en los «grandes batallones industriales», ni de que los piqueteros eran «lúmpenes», sino que la situación argentina colocaba a los desocupados en ese lugar. En su mejor momento como teórico, Altamira siguió, estudió y pronosticó lo que iba a pasar y supo colocar a su partido en el camino que llevaba a la disputa por el poder. Las razones por las cuales no se avanzó más exceden esta reflexión, exceden a Jorge, al Partido Obrero e incluso a la izquierda toda. Yo señalé todo esto en ese momento, y sostuve que el Bloque Piquetero Nacional era el germen del partido revolucionario. Suponía que todo ese grupo iba a terminar, si el proceso avanzaba, fagocitado por el PO, el único personal dirigente que tenía claro hacia dónde ir, de la misma manera que Lenin, tal como lo describe el Trotsky genial de Historia de la Revolución Rusa, arrastró a todos tras de sí y creó el Partido Bolchevique que tomó el poder. Para mi sorpresa, esa misma dirección repudiaba su mejor (y hasta ahora, su único) acierto histórico. Tiempo después imaginé que el FIT podría hacer eso, que Jorge podía hacerlo de nuevo y, aunque RyR ya se encontraba fuera del área de influencia ideológica del PO, semejante proceso no podía sino significar un salto formidable, cualitativo, en la formación del partido revolucionario en la Argentina. Incluso, aunque, por su programa, RyR se quedara afuera. Si de la primera desilusión nace la tercera etapa de RyR, de la segunda nace ésta en la que nos encontramos.
En efecto, me fui («me fueron») del PO para construir lo que creía le faltaba al PO: un frente cultural y un aparato de producción científica. Suponía, suponíamos, que ese alejamiento sería solo temporal y que tarde o temprano terminaríamos volviendo al partido, al demostrar, prácticamente, la validez de lo planteado en su momento. El PO era, todavía, a comienzos de 2003, nuestro partido. Se sigue una etapa de defensa práctica y de colaboración voluntariosa con el PO, que se articula a través de mi relación con Pablo Rieznik. Es en ese momento, a comienzos de 2003 y 2004 que decidimos romper toda relación con todo otro frente de lucha que no sea el intelectual, en particular, la investigación científica. Es en ese momento, otra vez, que se comienza a trabajar sobre la base de un texto escrito antes, que contiene el germen del programa de Razón y Revolución, bajo la forma de hipótesis de investigación: Un puente sobre aguas turbulentas. Nace con ella la editorial, El Aromo, y toda una serie de experiencias más. Se forman equipos de trabajo práctico para sostener financieramente la organización y todas las demás tareas que significa la edición de revistas, libros y periódicos. Para los enemigos, RyR se aburguesa y abandona la lucha. En realidad, había nacido un grupo de teoría y propaganda.
Es cierto que esta decisión conllevaba una serie de peligros, en particular el arribismo académico, en tanto las tareas científicas y de divulgación se financiarían con la profesionalización de sus cuadros, aprovechando la universidad y el CONICET. Fue así que la producción asumió rápidamente, por las necesidades de validación laboral que imponen las instituciones burguesas, un formato académico. Esos peligros se corporizaron en decenas de militantes que se incorporan por carrerismo más que por vincularse a la revolución. Gente que entraba, se le enseñaba a investigar, a escribir, a pensar los problemas, se la hacía entrar en CONICET y una vez conseguida la beca o terminada la tesis de doctorado, abandonaban la organización, dejándonos con investigaciones a medio terminar y habiendo lucrado con el esfuerzo de compañeros que llegaron, en más de un caso, a escribir, lisa y llanamente, tesis enteras.
Pero lo importante era avanzar. Habíamos diagnosticado, contra el PO, que a mediados de 2002 había empezado un reflujo relativo en el que la burguesía podía encontrar una salida. Hija de ese balance fue la decisión de aprovechar esa pausa en la tormenta revolucionaria, que a nuestro juicio no iba a durar tanto como duró, para reanudar la tarea que el 2001 había interrumpido. Se trataba entonces, de avanzar a pasos agigantados. En ese contexto, la masa enorme de producción realizada, una pequeña parte de la cual se conoce y otra se conocerá más adelante, además de la formación, por primera vez, de ese núcleo de «productores» cuya ausencia fue constatada en el mentado debate sobre La Caverna…, justifica, me parece, todo el enorme esfuerzo que significó para mí abandonar prácticamente mi propio trabajo intelectual y mi propia carrera académica, a fin de dedicar todo mi tiempo a esa tarea de formación. Hoy RyR es un núcleo sólido de científicos dedicados a investigar las condiciones y necesidades reales de la revolución en la Argentina.
En el mientras tanto, el alejamiento con el Partido Obrero fue creciente. Porque los resultados de la investigación iban mostrando que su programa, si se puede decir que el PO tiene realmente un programa, pregunta que puede hacerse extensivo al resto de la izquierda, iban mostrando, digo, que las perspectivas del partido están basadas en poco más que las intuiciones felices de un hombre inteligente y no en un conocimiento serio de la realidad. El conflicto del campo, del 2008, y la edición de Patrones en la ruta, fue un hito en ese sentido. Ese avance nos llevó a cuestionar el trotskismo mismo y encontrar allí una serie de problemas que nos alejan cada vez más del conjunto de la izquierda argentina. Es ahí donde comenzamos a caer en la cuenta de que no hay retorno posible al PO. No obstante, como la mejor expresión de la izquierda argentina, seguimos apostando a su desarrollo y privilegiando la relación con él antes que cualquiera otra, a pesar de la hostilidad siempre creciente con el que fuimos y somos tratados por su dirección y sus militantes.
¿Cuál es el balance, hacia el 2010, en vísperas de la aparición del FIT? Que no siendo el PO el partido de la revolución, contiene en sí a lo mejor de la vanguardia. Sin dudas, en el resto de los agrupamientos trotskistas (y también del resto de las «tradiciones») se encuentra un capital semejante, de modo que, a la Trotsky, una vez desatados los procesos revolucionarios, entraríamos al partido que terminara formándose, hacia el final y desde arriba, cuando los hechos demostraran, si lo hacían, la corrección de nuestras ideas. La aparición del FIT vino a darle a esa perspectiva una trayectoria cierta, un continente real, y debíamos batallar en su interior por su fortalecimiento y desarrollo, hacia la unificación partidaria del conjunto de la izquierda. Imaginamos incluso una forma relativamente laxa, que no es la que preferiríamos para un partido tal, pero que reconocíamos la más viable: una organización con fracciones y tendencias reconocidas que actuara con un comando unificado. Hemos escrito mucho sobre eso, no me parece necesario abundar. En su seno, muy probablemente, el PO terminara hegemonizando y absorbiendo al resto. No nos imaginábamos que sería el morenismo socialdemocratizante el que vendría a dirigir la experiencia. Se entiende, entonces, la magnitud de la desilusión, que no es solo nuestra sino la del conjunto de lo mejor de la vanguardia organizada. Batallamos por el PO en el interior del FIT y el PO nos traicionó, nos abandonó y nos dejó colgados de la brocha, no porque no nos dio un lugar, algo que no esperábamos, simplemente porque del Partido Obrero siempre hemos recibido palos y no esperamos otra cosa. Sino porque no fue capaz de batallar por sí mismo, por el Partido Obrero. Porque agachó la cabeza, se humilló y nos humilló a todos, entregando una oportunidad histórica. Lo que, en algún sentido, parece confirmar la sospecha de que el acierto del 2001 tuvo mucho que ver con la magia de un cierto mago de nombre un tanto soez y no con el conocimiento científico de la realidad.
Fue hacia el 2014 que la idea de que Razón y Revolución volviera a las tareas de agitación y se extendiera más allá de la teoría y la propaganda, comenzó a coagular, como consecuencia del hartazgo creciente con las estupideces sin fin de la interna del FIT. La socialdemocratización parlamentarista que denunciamos desde el inicio y que no hizo más que agudizarse, confirmó la decisión. Se abandonó la estrategia «por arriba» y comenzamos a preparamos para una construcción lenta «por abajo». O lo que es lo mismo, como ya dije, sumar a la teoría y la propaganda, la agitación, que es la única parte que la mayoría de los iletrados que nos critican por Facebook entiende por «lucha». Eso indudablemente generó tensiones que estaban sepultadas por las características de la etapa que atravesábamos, dedicada a la investigación, la reflexión y la divulgación. Un muy pequeño grupo de tres o cuatro personas se fue de la organización, sin debate e incumpliendo acuerdos políticos internos elementales, protestando que RyR se transformaba, con esa decisión, en una secta, como el PO y otros, porque «abandonaba» la investigación y transformaba hipótesis en resultados. Era gente que simplemente creyó que la decisión de abandonar la agitación en el 2004 era, efectivamente, no una decisión táctica sino una conversión lisa y llana en un nucleamiento de «marxistas de cátedra». Se equivocaron. Y que cree que las tareas intelectuales se acaban cuando uno «milita» agitativamente, lo que es exactamente lo contrario.
Durante un año, más o menos, no desarrollamos activamente la decisión tomada, de manera que las actividades tendientes a la formación de RyR «partido», no tienen, al día de hoy, más de un año en marcha. Se reabren frentes cerrados (el estudiantil, con Bandera Roja), se crean nuevos (el sindical docente, con la Corriente Sindical Docente Conti-Santoro, el de género, con Trece Rosas, el artístico, con el Frente de Cultura Proletaria, etc.), se comienza a intervenir en conflictos y desarrollar actividades en fábricas, trabajadores estatales, etc. Al mismo tiempo, se preparan nuevas publicaciones, más aptas a la agitación (como La hoja socialista y El correo docente) y la vieja revista Razón y Revolución vuelve a su formato combativo de revista teórica, abandonado durante la etapa académica. El resultado de poco más de un año de trabajo es la triplicación del activo militante de la organización, la implantación definitiva en varias provincias del interior, la conquista de varios delegados sindicales, etc., etc. En abril de este año votaremos la nueva síntesis programática que reemplazará a Un puente… La cosa va. Más rápido o más despacio, pero va.
La razón (histórica) de Razón y Revolución
Javier, Jotta, como expresión del interés de mucha otra gente, no en Razón y Revolución, sino en los problemas del conjunto de la vanguardia revolucionaria de la Argentina, me preguntaba: ¿cuál es la razón histórica de RyR «partido»? Como hemos intentado defender, el problema central de la izquierda en la Argentina es el abandono de la política como práctica científica, es decir, con conocimiento de causa. Es decir, una política de base religiosa. En ausencia de un Zeus que organice las jerarquías del Olimpo, la dispersión expresa simplemente la ausencia de criterios objetivos de discusión. Todo se dirime entre muertos a través de la exégesis de sus sagradas escrituras. Por eso RyR no adhiere a ninguna «tradición», al mismo tiempo que no reniega de ninguna de ellas. Las tradiciones son simples coagulaciones, reificaciones de situaciones concretas, respuestas a problemas que ya no existen y vacíos donde debieran estar las soluciones a los que tenemos realmente por delante. RyR extrae su programa del estudio de la realidad.
Esto no debiera sorprender, toda vez que todo partido marxista se reconoce parte del «socialismo científico». Hace mucho que, no solo en la Argentina, el movimiento socialista no ha estado a la altura de ese ideal. Puede que todo lo que hicimos esté mal y no sirva para nada. Nadie está exento de errores, incluso de errores fatales. Pero intentamos cumplir con ese mandato, con el mandato que, bien leído, se encuentra en la Tesis 11. ¿Para que existe RyR «partido»? Para llenar el hiato entre la ciencia y la revolución. Nada más. Y nada menos.
Voy a seguir viendo este proyecto muy atento, saludos y animos!
(Si estan interesados en contactarme, como yo con uds, me pueden mandar el programa de RyR a mi mail)
Sobre ese antiintelectualismo de la izquierda argentina.. Recuerdo en un plenario nacional de unos de esos partidos que se nombró en esta nota, una frase que me había hecho tanto ruido a mí, por parte de un dirigente, sobre todo dirigiendose a los pibes más jovenes, los que en mayoría eramos estudiantes terciarios, universitarios, y algunos cientificos:
«Ustedes acá no son intelectuales, no tienen que ser intelectuales, son militantes revolucionarios»… ¿? … ajajaja, creo que no hace falta agregar más nada…