LA CRISIS ECONÓMICA INTERPRETACIONES Y PERSPECTIVAS

en Revista RyR n˚ 5

En el capítulo argentino del debate sobre la crisis, la perspectiva de Astarita intenta polemizar con las versiones conocidas como “catastrofistas” que ven en el capitalismo una tendencia permanente al derrumbe. Es también una postura que se declara en contra de la lectura literal del “Programa de Transición” trotskista, lo que abre un nuevo frente de discusión con toda una corriente marxista nacional e internacional.

Por Rolando Astarita (docente de la UBA y miembro de la Liga Marxista)

Las ondas expansivas del terremoto desatado con el crack financiero tailandés, de julio de 1997, continúan potenciándose a lo largo del planeta. Este año el hecho más notable ha sido el derrumbe del real y la crisis subsecuente; algunos analistas pronostican una caída del 6% del PBI brasileño en 1999, con un agravamiento brutal de los padecimientos de las masas, ya empobrecidas[1]. Esta caída a su vez arrastra al conjunto de América Latina a la recesión; de conjunto la economía del continente retrocedería más del 1,5%. La crisis ecuatoriana, con el hundimiento de su moneda, la cesación de pagos -y la extraordinaria respuesta de la clase obrera, derrotando al plan de ajuste del gobierno- pasó a ser ahora el punto más álgido de la tormenta latinoamericana. Por otro lado, Rusia continúa hundiéndose; su economía caería entre un 6 y un 8% este año, agudizando una debacle que parece no tener fondo[2]; Sudáfrica estaría virtualmente en recesión económica. Si bien los países asiáticos de la cuenca del Pacífico se han recuperado desde lo más profundo de la crisis de 1997, Indonesia sigue sin salir del pozo. Las economías europeas, a las que se asignaba mayores posibilida­des, también han entrado en la espiral descendente: el último trimestre de 1998 Alemania presen­tó signos negativos en el PBI, que amenazan prolongarse en 1999; Noruega también está en problemas, y Gran Bretaña no crece. Solo la economía de Estados Unidos sigue por ahora sin entrar en rece­sión, aunque con crecientes desequilibrios y síntomas de que estaría por terminarse el ciclo de crecimiento de los últimos 8 años. Una caída importante de la sobrevaluada Wall Street está en la agenda de los escenarios esperados en un futuro más o menos próximo. A este panorama hay que agregar el crecien­te debilitamiento de la economía china, y los peligros de una posible devaluación del yuan; que en caso de concretarse, desataría una nueva ola de corridas cambiarias y financieras y devaluaciones competitivas en todo el mundo. Con este panorama, que apenas hemos esbozado, no es de extrañar que los recuerdos de la crisis del treinta ronden los comentarios y los análisis de los especialistas.

            En este artículo nos proponemos analizar algunos aspectos de la crisis, que han sido motivo de polémicas entre los marxistas y autores identificados con la izquierda[3]. En primer lugar, queremos subrayar la relevancia de la ley, descubierta por Marx, de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia para la comprensión del período, con especial atención a la crisis de Asia. En segundo lugar, plantear algunas cuestiones sobre debates en curso acerca del «descontrol del dinero» como causante de la crisis. En tercer término, tratar cuestiones referidas a la centralización de los capitales y la deflación, y sus consecuencias para las teorías sobre el monopolio. Por último, criticaremos tanto al armonicismo, que se niega a reconocer la profundidad del derrumbe capitalista -y la barbarie y degradación que acarrea a la humanidad-, como al «catastrofismo» de algunos grupos de izquierda, que sostienen que la crisis capitalista es «sin salida».

La relevancia de la tasa de ganancia en el largo plazo de la crisis

La actual crisis vuelve a poner en evidencia la importancia de la evolución de la tasa de ganancia para entender la dinámica de largo plazo de la economía capitalista. La ley de la tenden­cia decreciente de la tasa de la ganancia (en adelante LTDTG) es vital para comprender la dinámica del capitalismo y para explicar por qué el sistema se hunde durante largos períodos en fases de profunda inestabilidad, caída de las inversiones, aumento estructural de la desocupación, y potenciación explosiva de sus contradicciones, con efectos de arrastre sobre el sistema finan­ciero y banca­rio. Es que, como lo sostienen en un trabajo relativamente reciente Duménil y Lévy, «la tasa de ganancia afecta la estabilidad macroeconómica, y los débiles niveles de rentabilidad se manifiestan por las más gran amplitud de las fluctuaciones capitalistas»[4].

            La caída de la tasa de ganancia es el factor clave que está detrás del escenario de las crisis recurrentes y de los cracks que sacuden al mundo capitalista desde hace más de un cuarto de siglo. Esta tasa es el motor de la inversión capitalista; llegado a un punto, su tendencia a la baja se refleja en el no crecimiento de la masa de ganancia promedio de los capitales. A partir de ese momento comienza a debilitarse la inversión, y con ella disminuye el crecimiento económico[5]. Además aumenta la influencia de los stocks invendidos sobre el comportamiento de las empresas, se incrementan las presiones competitivas y los niveles de endeudamiento (relación deuda/fondos propios). En una palabra, con una débil rentabilidad del capital, la economía se hace cada vez más sensible, dando lugar a que oscilaciones relativamente pequeñas en los márgenes de rentabilidad, o en los volúmenes de ganancia, lleven muy rápidamente al freno de la producción. Esto a su vez genera movimientos amplificados en otros puntos de la cadena productiva, y afecta al sistema financiero y bancario, generando entonces movimientos descendentes en espiral, que se alimentan mutuamente.

            A pesar de su importancia, desde varias alas del pensamiento marxista y de izquierda se impugnó durante mucho tiempo la validez de la LTDTG. Muchos autores consideraron que el teorema Okishio «liquidaba» definitivamente a la ley de Marx[6]; como ejemplo, valga mencionar que en su reciente -y muy importante- trabajo sobre crisis capitalista Robert Brenner (1998) da por probado que la LTDTG no se aplicaría, apelando al teorema formulado por Okishio en 1961. Otros autores han sostenido que no se puede demostrar que haya existido una caída de la tasa de la ganancia promedio del capitalismo a largo plazo, esto es, desde que Marx explicara su ley [7].

            Lo primero que deberíamos aclarar es que efectivamente no se puede afirmar que la caída de la tasa de ganancia haya sido permanente, y sin recuperaciones a lo largo de la historia del capitalismo. Esta idea nos llevaría a la conclusión de que el sistema llegaría a un estadio en que se frenaría definitivamente su impulso para la acumulación. Es cierto que en un pasaje del libro III de El Capital Marx formuló tal hipótesis; pero lo hizo como mero ejercicio teórico, para poner en evidencia la importancia que tiene para el capitalismo la rentabilidad de las inversiones. En esencia, la noción de que debería llegarse a una etapa última, de aletargamiento de la producción capitalista por caída de la tasa de ganancia, pertenecía a Ricardo -y fue repetida luego por Keynes en los treinta, y no a Marx. Este tenía un enfoque dinámico; así como pensaba que la caída de la tasa de ganancia está en los fundamentos de las crisis, era consciente de que, en la medida en que no triunfara la revolución socialista, el capital lograría recuperar la tasa de ganancia y relanzaría la producción. Esto es lo que ha sucedido en el capitalismo desarrollado. A fines de siglo pasado se verificó con fuerza la tendencia a la caída de la tasa de ganancia -por lo menos en Estados Unidos-, terminando en la aguda crisis de la década de 1930. La desvalorización masiva de capitales que se produjo durante la Gran Depresión, la reorganización de la producción y el relanzamiento gracias a la guerra y la ofensiva sobre el trabajo en Europa y Japón, restablecieron una alta tasa de rentabilidad para el capital. Desde los años cincuenta se vuelve a verificar la tendencia a la caída de la tasa de ganancia «a la Marx», para emplear la expresión de Duménil y Lévy; esto es, a lo largo de las décadas cincuenta y sesenta, de fuerte acumulación capitalista, aumenta la relación capital/trabajo, que es fundamental para explicar el debilitamiento de la tasa de ganancia. A la creciente tendencia al aumento de la inversión de capital por obrero, en los años del «boom», se sumó la presión de las luchas de los trabajadores de fines de los años sesenta, en defensa de salarios (directos e indirectos) y de las conquistas laborales; esto impidió al capital contrarrestar la caída de la tasa de ganancia con el aumento de la explotación. A su vez aumentaron los gastos improductivos, lo que puso mayor presión bajista sobre la tasa de ganancia[8]. La tasa de rentabilidad del capital terminó cayendo fuertemente en Estados Unidos, Japón y Europa[9]. Desde entonces estos países experimentaron tasas de crecimiento y de inversión sensiblemente menores a las registradas en las décadas de los cincuenta y sesenta; en todos tendió a aumentar el desempleo, bajaron los salarios y empeoraron las condiciones laborales para la clase obrera; hubo un agudo proceso de centralización de capitales; se acrecentó la lucha por los mercados, en el marco de la expansión internacional de la producción, el comercio y las finanzas; y se intensificaron las tensiones entre las grandes potencias, empeñadas en redefinir sus zonas de influencia, en particular a partir de la caída de los regímenes stalinistas.

            La verificación empírica de la caída de la tasa de ganancia constituye una refutación «de hecho» del teorema de Okishio. Pero la explicación esencial de por qué este teorema no logra dar cuenta del movimiento real del capitalismo reside en que hace abstracción de la contradicción insalvable que existe entre la creación de riqueza material y el proceso de valorización del capital. Es que el teorema demuestra que la rentabilidad, medida en términos físicos, tiende a aumentar con el cambio tecnológico; lo cual es estrictamente cierto, pero ello no niega que la relación entre la plusvalía y el conjunto del capital invertido en la producción tienda a disminuir con el cambio tecnológico, tal como postula la ley formulada por Marx[10]. Confundir ambos aspectos de la cuestión constituye un error típicamente ricardiano, que a su vez se asienta en la confusión entre el valor de uso y el valor, entre el trabajo concreto y abstracto. Esto explica también que, a pesar del intenso cambio tecnológico y el aumento de productividad hoy en curso en Estados Unidos, la tasa de rentabilidad de los capitales esté nuevamente experimentando presiones hacia la baja, precisamente cuando aumenta la tasa de ganancia «física» (o sea, la relación producto/insumos).

            Por otro lado hay que señalar que lo largo de estos años no hubo crisis permanente; a las recesiones sincronizadas de los países adelantados -de 1974-5 y de 1979-82- le siguieron períodos de crecimiento. Particularmente desde principios de los ochenta la ofensiva del capital sobre el movimiento obrero, las desvalorizaciones de capitales, las reestructuraciones productivas y los cierres de empresas recuperaron parcialmente los niveles de ganancia en Estados Unidos y en varios países europeos; esto fue acompañado por una cierta recuperación de la inversión en equipos industriales, y el aumento del consumo de sectores burgueses medios. Así entre 1982 y 1990 Estados Unidos tuvo una recuperación relativamente fuerte, mientras que Alemania languideció, y Japón experimentó crecientes problemas desde mediados de la década. Entre 1990 y 1991 entraron en recesión Estados Unidos y Europa, pero Japón lo haría poco después; en 1992 Estados Unidos se recuperaba más fuerte que Europa, mientras que Japón se hundía en una aguda crisis de acumulación a la que todavía no se le ve fin. De conjunto las tasas de rentabilidad de los capitales no volvieron a los niveles de la época boom de posguerra (ver Glyn, 1997), y la inversión en plantas y grandes proyectos siguió debilitada.

             La crisis también se internacionalizó de forma fracturada: en la década de los ’80 América Latina y Africa se hundieron en el estancamiento y el retroceso económico, pero el crecimiento fue intenso en los países asiáticos, en particular en la cuenca del Pacífico. En los noventa América Latina se recuperaba -pero no Brasil- y desde 1997 entraba en crisis el Asia del Pacífico, amenazando extenderse a China, y ahora a Brasil y otros países, como ya señalamos.

Algunas cuestiones sobre la crisis asiática

Veamos entonces qué rol jugó la caída de la tasa de ganancia en la crisis asiática. A igual que los otros países adelantados, la tasa de ganancia de las empresas japonesas comenzó a debilitarse desde mediados de los sesenta. Así, para la industria manufacturera en 1973 (o sea, antes de la recesión) había descendido al 33,5%, desde los picos del 46% a que había llegado en los años previos. Más acentuada fue la caída en el conjunto de los negocios: desde el pico del 32%, de los sesenta la tasa de ganancia bajaba al 19,6% en 1973. Esta caída se explicaría por el crecimiento de la inversión por obrero y el aumento de la presión de los salarios sobre las ganancias (Glyn, 1991); a lo que habría que agregar el deterioro de los términos de intercam­bio de principios de la década, porque Japón es fuerte importador de petróleo (Itoh, 1987). Sin embargo todavía a mediados de los ochenta Japón conservaba un impulso derivado de la producción y exportación de automóviles, televisores a color, electrodomésticos y de los equipos que demandaban estas industrias. Pero a mediados de la década la situación comienza a darse vuelta; la revalorización del yen (entre 1985 y 1988 se apreció el 46%) y el nuevo impulso que tenía la economía norteamericana y la consiguiente agudización de la competencia, pusieron una creciente presión sobre las empresas niponas. Las respuestas keynesianas del gobierno (obras públicas, disminución de impuestos, baja en las tasas de interés), para estimular la demanda, termi­naron alimentando una burbuja especulativa en valores inmobiliarios y accionarios. Y el yen alto favoreció la salida de capitales, parte de los cuales fueron a la compra de bonos del Tesoro de Estados Unidos y otros activos de ese país, y otra parte se dedicó a inversiones directas en los países asiáticos. Se fortaleció así una zona económica directamente ligada a Japón; una estructura que explica la concatenación de la crisis actual y sus ondas expansivas en la región.

            A comienzos de los noventa se dispararía en toda su intensidad la crisis japonesa -la Bolsa de Tokio se desploma-, inciándose la larga fase depresiva, de la cual no ha salido. Se trata de una crisis estructural, que tiene que ver con las contradicciones que atraviesan a la acumulación y la valorización del capital. Los cientos de miles de millones de dólares que los gobiernos japoneses han arrojado a la economía a lo largo de estos años -aumento del gasto público, reducciones de impuestos, auxilios financieros- no cambiaron el panorama de fondo.

            De lo anterior se comprenderá que la crisis de los países asiáticos está íntimamente ligada a la crisis japonesa. Malasia, Tailandia, Indonesia y otros países de la zona recibieron cuantiosas inversiones japonesas a lo largo de casi década y media; se trataba de inversiones en industrias ligeras, fabricantes de componentes en su mayoría, de uso intensivo de mano de obra, que buscaban aprovechar los bajos salarios y las condiciones de superexplotación de la mano de obra. Se conformó así un gigantesco «hinterland» económico del Japón; según una encuesta de 1995, unas 300 firmas niponas tienen más de dos mil filiales instaladas en la zona del APEC y el 35% de esta producción, en promedio, es exportada a Japón (Hochraich, 1997). De conjunto, las ventas a este país representan el 12% del pbi de Malasia, y entre el 5% y el 7% del pbi de Indonesia, Tailandia, Corea del Sur y Taiwan. Dada esta estructura económica, no es de extrañar que la crisis japonesa se refleje en las dificultades para exportar de estos países, en sus crisis en las cuentas externas y las caídas de las bolsas de valores. Las corridas cambiarias y especulativas son el efecto de la crisis de sobreproducción generada por la caída de la demanda japonesa, el hundimiento de precios y la competencia exacerbada. A su vez, estos derrumbes reactúan sobre la producción, porque agudizan la caída de la inversión.

            Si bien varias de las economías asiáticas[11] han mejorado su situación con respecto a lo más profundo de la crisis de 1997, el panorama está lejos de haberse despejado. En Japón varias empresas afrontaban a fines de 1998 pérdidas muchas veces millonarias. Toshiba por 185 millones de dólares, Hitachi por 1.800 millones de dólares, Nissan agregaría una pérdida anual superior a los 600 millones de dólares a su deuda de 22 mil millones y Mitsubishi Motors, con 18,5 mil millones de dólares, está luchando por mantenerse a flote. Pero estos son sólo algunos casos destacados, porque otras cientos de empresas grandes, y miles de medianas y pequeñas, están en situaciones igualmente críticas. Los productores de acero, petroquímica, textiles, chips y productos electrónicos enfrentan la caída de la demanda, tanto interna como externa; la tasa de desempleo está en el 4%, y es posible que hacia fin de año supere el 5% (si el desempleo se midiera según la metodología europea o de Estados Unidos, la cifra sería el doble). El panorama para los bancos es literalmente «negro». A fines de 1998 se calculaba que tenían préstamos con problemas de recuperación por un valor de, aproximadamente, un billón de dólares[12], y a los cierres de entidades ya decretados es de esperar que se sumen otros.

            Un tema que merece la pena aclararse es acerca de las posibilidades de salvataje que puede realizar el capitalismo japonés. Muchas veces se ha comentado que con sus inmensos fondos colocados en el exterior -un billón de dólares-, Japón podría operar un recate de su sistema financiero y bancario. Pero se trata de una ilusión, porque alrededor de 800 mil millones de esos capitales están en manos privadas, y consisten en inversiones en títulos o empresas en el extranjero que no se pueden convertir en dinero (esto sin olvidar que muchos de esos capitales se han desvalorizado, debido a la misma crisis). Por otra parte, 220 mil millones son reservas del Banco de Japón -en forma de bonos del Tesoro de Estados Unidos- y deben reservarse para operaciones de mercado para fortalecer el yen (datos de Business Week 15/02/99).

            A este cuadro se agrega el creciente peligro de devaluación del yuan chino. Ya a partir de mediados de 1998 había comenzado una fuga de capitales y un agravamiento de las presiones derivadas de la entrada de mercancías baratas. El gobierno de China respondió a esta ola con medidas proteccionistas y precios sostén para productos petroquímicos, aceros, automóviles y televisores. Pero la recesión se hace sentir. Algunos analistas sostienen que el desempleo está superando los 20 millones de trabajadores, un 15% de la fuerza laboral, creciendo el descontento, manifestaciones y luchas obreras. Todo indica que se está postergando una devaluación que aparece cada vez más inevitable; las exportaciones cayeron el 11% en los dos primeros meses de 1999. Una caída de China provocaría efectos mayores aún que los generados por la crisis brasileña sobre la economía mundial. 

Discusión sobre interpretaciones y el tema del «control de los flujos»

Una de las tesis más en boga actualmente sostiene que la crisis se debe a los movimientos de los financistas internacionales y a las fiebres especulativas descontroladas; es compartida por autores desde la derecha a la izquierda, y en esencia sostiene que los movimientos monetarios y las tasas de interés generan el ciclo de negocios. En lugar de centrarse en las contradicciones que derivan de la producción capitalista, comparten la «ilusión popular» de «atribuir las crisis a los movimientos monetarios»[13]. En los años esta tesis gozó de consenso en medios académicos y políticios. En tiempos recientes volvimos a encontrarla en las explicaciones de la crisis asiática; se sostiene que se produjo por la falta de controles de los bancos sobre el destino de sus préstamos y por la «fiebre» inversora, agravada por las relaciones «paternalistas» entre gobierno y empresas. A esto se habrían sumado el nerviosismo y los «pánicos irracionales» que se contagiaban de país en país. Analistas de importantes diarios -como el Wall Street Journal– han rescatado incluso la teoría del caos, diciendo que es posible aplicarla a la economía mundial: así como el aleteo de una mariposa en un lugar del planeta puede provocar grandes desastres en el otro extremo del globo, en la economía mundial se daría cada vez con mayor recurrencia el hecho de que pequeñas «corridas monetarias», o caídas financieras, en algún país, provocan grandes catástrofes, cracks bancarios, derrumbes de la producción, en lugares muy distantes. En una palabra, la explicación va desde lo financiero a la economía productiva, la inversión y el consumo, (pasando siempre por la tasa de interés, variable fundamental para los neoclásicos) y su raíz siempre es la psicología individual. En sectores de la izquierda también domina la idea de que las crisis son provocadas por las maniobras especulativas de bancos y prestamistas; esta visión está ligada a la idea -que en su momento fue criticada por Marx- de que los bancos son omnipotentes, y tienen el destino de la economía en sus manos. Esta idea fue compartida, en diversas medidas, por stalinistas, trotskistas, socialdemócratas, post keynesianos y otras corrientes.

            En este cuadro la contradicción fundamental del sistema se ubicaría en el nivel de la anarquía, y de la acción «depredadora» del capital financiero sobre los «pueblos» (dentro de los cuales se incluye al capital «industrioso y progresista»), y los antagonismos de clase, derivados de la contradicción entre el capital y el trabajo (o sea, la explotación) son pasados a un segundo plano. La imposibilidad de solución a la crisis estaría determinada por la ausencia de un Estado mundial regulador.

            Es cierto que las crisis financieras tienen una dinámica relativamente independiente, y que una crisis monetaria profunda, potenciada por movimientos especulativos, afecta a la producción. Pero las crisis de larga duración, que abarcan la producción y el comercio, no se pueden explicar por factores financieros o especulativos. Las tesis sobre la «autonomización» de las finanzas y su «dominio sobre la economía» reposan en la ilusión de que la valorización de los capitales puede hacerse de manera independiente de la producción[14]. Sin embargo, lo cierto es que las contradicciones del sector financiero están en íntima relación con las contradicciones de la acumulación y realización de plusvalía. Cuando se desata la crisis, capitales dinerarios se fijan en la esfera financiera, en lugar de invertirse en la producción, medrando de la tendencia al alza de las tasas de interés, es decir, de la mayor punción de plusvalía que se opera sobre el sector productivo. De esta manera se concreta la escisión entre el capital productivo y dinerario -un fenómeno que Marx señalaba como característico de la crisis-, a la par que los créditos ayudan a continuar la rotación de los capitales. Muchas empresas se endeudan para continuar el ciclo de negocios o pagar deudas, disimulando las dificultades que experimentan en la producción y las ventas; pero con esto sólo posponen y amplifican la futura crisis. Pero así se continúan potenciando las contradicciones, que terminan por estallar. Hace cuatro años, en un artículo publicado en Debate Marxista, discutiendo el endeudamiento y las posibilidades de «un crack generalizado», escribíamos: «…hoy están mucho más desarrolladas las condiciones materiales para que se produzca una caída general en un plazo mediato, por ejemplo, cuando se entre en una nueva recesión en los países industrializados» (Astarita, 1994, p.11).

            Nuestro enfoque entonces se centra en la relación entre producción y financiamiento, en la potenciación mutua de sus contradicciones, pero señalando su origen y jerarquías. Por eso discrepamos con los análisis que fetichizan al capital dinerario, pintándolo como un dios todopoderoso. A estas representaciones mucho contribuyen las cifras colosales que se mencionan; cifras que impresionan pero exigen un cierto análisis. Husson ha criticado el tratamiento de los valores que se mueven en los mercados cambiarios (Véase texto en este número de Razón y Revolución). Aquí agregamos otros elementos en el mismo sentido crítico. Por ejemplo, muchas veces se menciona la subida de la bolsa de valores como generadora de poder de compra autónomo, activador de la economía. Es cierto que el aumento de las ganancias aumenta los dividendos de las acciones, es decir, distribuye plusvalía entre sectores que a su vez impulsarán el consumo de bienes de lujo. Pero en lo que respecta a la valorización de las acciones, hay que señalar que ésta en buena parte es puramente nominal, y en absoluto se traduce en un mayor poder de compra sobre la economía[15]. Cuando un accionista vende sus acciones para salir de la bolsa y compra artículos de consumo, el dinero que extrae del mercado bursátil tiene su lógica contrapartida en el dinero que ingresa el comprador de las acciones; desde el punto de vista del balance macroeconómico no se ha creado entonces nuevo poder de compra. Por lo demás, las cotizaciones pueden seguir subiendo, y esto generará confianza para el consumo de sectores adinerados, o permitirá a las empresas hacerse de capitales a bajo costo, pero de ninguna manera el alza nominal tendrá contrapartida en la creación real de valor. Por eso también pueden producirse «pinchazos» de estas burbujas sin afectar a la marcha de la economía (como sucedió con el crack de 1987); incluso en determinados momentos estas caídas son beneficiosas para el capitalismo.

            En este respecto también hay que desmistificar el significado de algunas cifras que se manejan sobre el mercado de derivados[16]. Por lo general se razona de esta manera: dado que en estos mercados las ganancias o pérdidas pueden ser muy profundas y rápidas; y dado que en los mercados internacionales se mueven valores por cifras que se acercan a los 40 billones de dólares (equivalente a casi 50 veces el producto bruto de Brasil), una caída de las acciones y de los precios de las materias primas provocaría el quiebre del capitalismo mundial. Por supuesto, cuando caen los precios de las acciones y de los productos sobre los que se han «lanzado» futuros, éstos «se esfuman» como valores. Hace un tiempo la Baring Brothers en Asia fue a la bancarrota y hoy varios bancos y fondos de inversión están soportando fuertes quebrantos por haber arriesgado sumas enormes en estas operaciones financieras. Pero de ninguna manera están amenazados valores por las sumas antes mencionadas. Para explicarnos, desarrollemos un ejemplo. Supongamos que un banco adquiere opciones para comprar acciones de YPF en la Bolsa de Buenos Aires, en el mes de setiembre y con vencimiento en diciembre. Supongamos que en setiembre la acción de YPF vale $26, y que el banco se asegura la posibilidad de compra de la acción a un precio de $25 para diciembre, pagando por ese derecho $2 por acción (o sea, $2 es el precio de la opción); supongamos que compra opciones por 10.000 acciones. En diciembre, si decide «ejercer» la opción, es decir, quedarse con las acciones, el banco pagará los $25 por acción, a lo que habrá que sumar los $2 que pagó antes por la opción; la acción le habrá costado un total $27. Pero entonces el dinero arriesgado por el banco al comprar las opciones no fueron $270.000, sino $20.000. Esto es importante aclararlo, porque cuando se habla de los montos involucrados en el mercado de futuros se toma el valor básico de referencia (los precios de las acciones o productos) y no los valores de las opciones. Por eso las cifras verdadera­mente arriesgadas por los tomadores de futuros son mucho menores. En nuestro ejemplo, si en diciembre las acciones de YPF valen $25, o menos, el banco habrá perdido $20.000, no $270.000. Por consiguiente la caída de los valores accionarios provoca grandes pérdidas a aquellos que han «sobregirado» en los mercados de futuros. Pero también estas operaciones pueden limitar las pérdidas, llegado el caso que la acción baje mucho más que la tasa implícita en el precio de la opción.

            En muchos medios se habla de cifras sin analizar los mecanismos financieros implicados; no se trata de negar la explosividad de los derrumbes financieros y del «apalancamiento» de los mismos por la especulación en derivados. Pero es necesario restablecer algunas coordenadas del análisis, porque de lo contrario se arriba a conclusiones disparatadas.

            Por otra parte las crisis cambiarias y monetarias enraízan en desequilibrios profundos de las balanzas comerciales y de las cuentas corrientes de capitales, que remiten a la acumulación y a los obstáculos en la realización de la plusvalía. Los movimientos de capitales dinerarios ponen presión sobre los gobiernos, pero esa presión va en la misma dirección de los que están involucrados directamente en la explotación; se dirigen hacia los valores o títulos que están avalados por mayores perspectivas de realización del plusvalor. Desde este punto de vista también se expresa la hermandad del capital; la división entre el capital productivo y el capital dinerario se da en el seno de la clase explotadora, y muchas veces sólo expresa distintas formas de existencia de un mismo capital.

Fusiones y monopolios

El siguiente fenómeno que es interesante remarcar es el gigantesco proceso de fusiones al que se está asistiendo, su significado y consecuencias, tanto teóricas como para la marcha de la economía. Señalemos que en 1998 las fusiones y compras de empresas alcanzaron niveles astronómicos: 2,5 billones de dólares estuvieron envueltos en estas operaciones. Y en 1999 todo indica que se superaría esta cifra. Se trata de las mayores centralizaciones de capitales en la historia.

Algunos de los ejemplos más notables: la fusión de Citibank y Travelers, que involucró 82,9 mil millones de dólares. La compra de MCI Communication por WorldCom, por 30 mil millones. De Ameritech por SBC Communicationes, en 60 mil millones. De Media One por Comcast Corp., en 60 mil millones. De la farmacéutica Ciba por Sandoz, en 36,3 millones, dando lugar a Novartis. Del Banco de Tokio por Mitsubishi Bank, en 33,8 mil millones. De la Société de Banque Suisse por la Union des Banques Suisses, en 24,3 mil millones. De Airtouch por Vodafone, en 66 mil millones. Thyssen y Krupp se fusionaron, conformando un gigante con una cifra de negocios que alcanzará los 63 mil millones. En el rubro del petróleo, las operaciones fueron también gigantescas: en agosto de 1998, British Petroleum compró Amoco Corp por 64 mil millones de dólares; France Total acordó comprar Belgium PetroFina; en diciembre Exxon anunciaba que compraba por 75 mil millones de dólares el paquete accionario de Mobil Corp[17]. En el rubro del automóvil, General Motors compró el 49% del paquete acciona­rio de Isuzu y el 10% del de Suzuki; Ford compró Volvo por 6,5 mil millones, y apunta a la compra de Honda y BMW; Toyota trata de fortalecerse pasando a controlar Dahiatsu Motor y Hino Motors; Daimler compró Chrysler en 43 mil millones de dólares; Renault compró el 35% del paquete accionario de Nissan por 4,3 mil millones. Además, están en curso otras fusiones. Entre ellas, Olivetti ofrece 58 mil millones por Telecom de Italia. Banque Nationale de París 37 mil millones por Paribas y Societé Generale.

            Las consecuencias plenas de todos estos movimientos deberán ser evaluadas en los próximos meses. De todas maneras es evidente que la fuerza de los capitales privados ha aumentado en proporciones muchas veces superior a la de la mayoría de los Estados del planeta. Si todavía hace dos décadas los miembros de la OPEP podían mantener alguna fuerza de negociación frente a las multinacionales del petróleo, hoy eso es historia del pasado. Empresas de armamentos como la Lockeed Martin (resultado de otra gigantes­ca fusión en 1995), juegan un rol decisivo en la expansión de la OTAN en Polonia o la República Checa, de la misma manera que el trust formado por la Boeing y McDonnel Douglas lo ejerce sobre la política comercial de Estados Unidos; los grandes consorcios de farmacia y biotecnología lo tienen sobre las políticas alimenticias y sanitarias instrumentadas a la largo y ancho del planeta. Mencionemos por último la influencia creciente de las grandes corporaciones de la comunicación, y en particular la posibilidad de utilización de la Internet, que experimenta un crecimiento exponencial.

            Estas fusiones se dan en el marco de una creciente tensión y guerras comerciales, presiones diplomáticas, amenazas de guerras comerciales y barreras proteccionistas, entre las grandes poten­cias. La pelea entre la Unión Europea y Estados Unidos por la exportación de bananas[18] es sólo un aspecto de un combate que se libra en muchos frentes. Estados Unidos acaba de imponer restricciones a la entrada de bienes de lujo de Europa, ésta se niega ahora a vender carne tratada con hormonas de Estados Unidos aduciendo motivos sanitarios, crece el conflicto sobre regulaciones aéreas, hay disputas sobre medidas proteccionistas en telefonía celular, sobre alimentos provenientes de la mutación genética y venta de armas. Como hemos indicado en otros trabajos, se confirma la idea que ya había planteado Bujarin hace años de que la creciente internacionalización de la economía, y ahora la centralización mundializada de capitales, lejos de anular, exacerba los conflictos y luchas por los mercados, involucrando a los Estados y sus gobiernos.

            Pero existe otro rasgo de las fusiones en curso que queremos destacar aquí: se refiere a las tendencias deflacionarias y a las crecientes presiones competitivas que las acompañan. La centralización de capital en curso está impulsada no sólo por la necesidad de conservar o ampliar los mercados, sino también -y principalmente- por la presión para sostenerse en la carrera de la innovación tecnológica y abaratamiento de costos de producción,  ante la sobreoferta de mercancías y tensiones hacia la baja de precios. La presión deflacionista es un hecho; según una estadística difundida por la Secretaría de Industria, la caída general de precios en el mundo alcanzaría ya el 6% anual. Los precios del petróleo, granos, y otras materias primas, sencillamente se «hundieron». Pero también caen los precios de los productos manufacturados. Se espera que los precios de los automóviles en Estados Unidos bajen este año un 2%, continuando una tendencia que ya lleva tres años; en telefonía celular los precios están bajando entre el 10 y el 20% anualmente. En la industria del automóvil, del petróleo o comunicaciones y computación, la competencia está adquiriendo una intensidad pocas veces vista. Las economías de escala son cada vez más necesarias, tanto para recuperar los costos del desarrollo de nuevos productos, como para invertir en grandes proyectos, que exigen dimensiones internacionales; en la industria del automóvil, por ejemplo, se marcha hacia una situación en la que sólo aquellas empresas capaces de vender, anualmente, por encima de los 5 millones de unidades, podrán sostenerse. En la rama de comunicaciones e Internet, las presiones competitivas por bajar precios y costos también son muy fuertes.

            En definitiva, el intenso proceso de fusiones está siendo acompañado por una exacerbación de la competencia, por una caída de los precios, y la intensificación generalizada de la ofensiva sobre el trabajo (que por razones de espacio no vamos a tratar aquí). Se confirma entonces aquella vieja tesis de Lenin, de que el avance de los monopolios (en sentido estricto habría que hablar de oligopolios), la centralización de capitales, lejos de atenuar la guerra competitiva, la exacerba. A medida que la presión se hace más mundializada, los acuerdos para el sostén de precios se hacen más precarios; la fuerza de las empresas involucradas, la apelación a la ayuda de los Estados para librar la guerra, y la competencia en innovación tecnológica, son fenómenos muy generalizados.

            Aunque no lo podemos desarrollar ahora por cuestiones de espacio, dejamos apuntado que esta situación debería hacer reflexionar a aquellos compañeros de la izquierda que suscriben las teorías del monopolio tradicionales. Esto es, hay que cuestionar la visión que aborda la cuestión del monopolio desde una posición exclusivamente institucionalista («a lo Hilferding»), postulando que la formación de los «cartels» y los trusts acaban con la competencia. Si bien esta tendencia existió en un período de la historia del capital -fines de siglo pasado, principios de éste-, no es cierto que se haya desarrollado en el sentido de imponer la fijación de precios a voluntad. La cuestión tiene importantes implicancias, porque en la década de los sesenta, por ejemplo, llegó a ser un lugar común sostener que la ley del valor trabajo ya no tendría vigencia, dado el poder de mercado de los monopolios. Desde hace años estas posiciones están siendo cues­tionadas por autores marxistas. Sherman demuestra que el «monopolio» (entendido no como único vendedor) es enteramente compatible con la teoría marxista del valor y con la existencia de la competencia[19]. Bryan (1985) desarrolla estas ideas, explicando cómo la centralización del capital no acaba con la competencia, ni con las leyes de la acumulación del capital, incluida la tendencia a la sustitución de la mano de obra por la máquina y a la caída del valor de las mercancías. Lo central es captar el movimiento de los capitales entre las ramas, en busca de la tasa de ganancia más alta, lo que lleva a intensos movimientos de precios, guerras competitivas, fuertes y súbitos desequilibrios, maniobras para postergar la inevitable desvalorización de capitales que devienen obsoletos debido a la intensidad del cambio tecnológico y todas las presiones políticas, diplomáticas e incluso militares que las acompañan. Se trata de un proceso muy alejado de la visión del «super monopolio» que preveía Kautsky.

            En esencia toda crisis es una «inmensa revolución del valor», esto es, un período en el que se opera la desvalorización masiva de capitales, incluidas las mercancías. El impacto de la mecanización creciente sobre la rentabilidad está en el centro de los procesos de crisis (Kliman, 1996). La misma reducción de los valores de las mercancías empuja a la sobreacumulación, y a la desvalorización forzada de los activos del capital, lo que a su vez debe expresarse en la destrucción física, las quiebras, las ventas forzadas de activos.

La perspectiva global de la crisis

Lo primero que surge de lo anterior es que por ningún lado asoma el giro hacia una política distributiva, con la que sueñan muchos reformistas en Argentina y en otros lugares del mundo. Todavía no hace mucho que los triunfos electorales de los «socialismos» en Francia, Alemania o Italia, del laborismo en Gran Bretaña o del mismo Clinton fueron interpretados por esta corriente como la señal de la «vuelta del péndulo» hacia una política más benigna y contempla­tiva de los intereses de los trabajadores, después de la «fiebre neoliberal» de los ochenta y comienzos de los noventa. Pero los hechos desmienten esta tesis. Al margen de algún movimiento cosmético, lo esencial de la ofensiva del capital y de los gobiernos sobre el trabajo sigue en pie. Las tendencias recientes no dejan lugar para las ensoñaciones románticas de la «tercera vía». Allí tenemos la salvaje intervención de la OTAN en Yugoslavia, encabezada por los supuestos «humanistas», por los que tanto suspiran nuestros «progres» vernáculos. La política de Blair no tiene diferencia de fondo con respecto a la de Tatcher, ni la de Clinton con la de Reagan. La salida del ministro «izquierdista» Lafontaine del gobierno de Schröder es una nueva señal de que los gobiernos «de la tercera vía» seguirán preocupados por dar todas las seguridades al capital. Las nuevas olas de despidos que acompañan a las reestructuraciones y fusiones empresarias, a las que antes hicimos referencia, también evidencian lo que decimos; baste como botón de muestra que otro gobierno «progresista», el italiano, está contemplando la posibilidad de dar vía libre a los planes de Telecom de despedir más de 40.000 trabajadores, para «aumentar la productividad y mejorar los beneficios». Por toda Europa resuenan las voces del empresariado exigiendo mayores desregulaciones sobre el trabajo, reducción de los gastos sociales, más amplia libertad para el movimiento del capital. Y todos los gobiernos se muestran más y más dispuestos a tratar de satisfacerlos. Sólo la lucha de clases, esto es, el combate de los explotados, podrá detener y revertir esta ofensiva; no la apuesta a ningún «progresismo» burgués.

            Por último, quiero plantear una cuestión muy importante para la izquierda, referido a la perspectiva general de la crisis. Como adelanté en la Introducción, existen dos posiciones extremas. Por una parte, están los armonicistas -ejemplo actuales son los regulacionistas, los defensores de la «tercera vía» y del capitalismo «humano»- que consideran que toda crisis es en esencia una instancia de regulación «cibernética» del sistema; para ellos sólo existe crecimiento del capitalismo, y las crisis son etapas de meros desajustes y «desequilibrios», y no el estallido de las contradicciones insalvables del modo de producción capitalista; por eso sueñan con amortiguar los conflictos, con generar un nuevo «pacto social» que le permita al capital explotar a gusto a los trabajadores, a cambio de reformas «distributivas». Son los teóricos del «involucramiento», que llegan a saludar los métodos del toyotismo -o similares- como expresiones de ese capitalismo «racional», «democrático», «participativo».

            Los marxistas tenemos que denunciar y criticar estas corrientes neo-bernstenianas. Pero esta crítica se ha debilitado mucho por la tendencia que hemos tenido muchos compañeros durante años a postular la tesis de que había una crisis permanente, y sin salida, del capitalismo. En particular esta posición ha sido particularmente dañina en el movimiento trotskista, que ha heredado y conservado la premisa planteada por Trotski en el Programa de Transición, y en otros artículos, que el capitalismo había llegado en 1914 al máximo de desarrollo de las fuerzas productivas a que podía llegar[20]. La mayoría de los grupos y partidos trotskistas sostienen que esa tesis tuvo vigencia a lo largo del siglo, es decir, que el capitalismo habría entrado desde 1914 en una especie de crisis estructural, sin salida. Si bien admitieron recomposiciones parciales, supuestamente éstas nunca podían superar, globalmente, el nivel del desarrollo de las fuerzas productivas que había alcanzado el mundo en 1914. Si un país se desarrollaba, era porque otro retrocedía; si el capitalismo se extendía en alguna región del planeta, inevitablemente debería «encogerse» en otras regiones. La extensión de las economías estatizadas después de la Segunda guerra favoreció esta tesis de la «compensación», para admitir el boom económico de la posguerra en los países avanzados y continuar afirmando la validez del diagnóstico del Programa de Transición. Esta tesis todavía hoy sigue siendo defendida por muchos. Hace poco el economista trotskista Chesnais decía que la actual crisis era otra expresión de ese estancamiento perma­nente. Consideraciones parecidas escuchamos una y otra vez de otros compañeros en Argentina.

            Para defender estas posiciones se ha distorsionado completamente el concepto de fuerzas productivas y de su desarrollo, incurriéndose en concepciones no materialistas, ajenas al marxismo[21]. Para Marx, Engels, Lenin, Trotski, Rosa Luxemburgo, el desarrollo de las fuerzas productivas bajo el capitalismo se expresaba en los índices de acumulación del capital, especialmente en el crecimiento del capital productivo fijo, en los índices de producción y de productividad. Se nos responde señalándonos la miseria y la degradación a que el capital lleva a la humanidad, y entonces la discusión se convierte en un diálogo de sordos, porque muchas veces hemos dicho que reconocer el desarrollo de las fuerzas productivas de ninguna manera implica negar que hablamos del desarrollo de sus contradicciones. Como había demostrado Marx, capitalismo es sinónimo de acumulación de riqueza y producción en un polo, y de desocupación, degradación, explotación, en las más amplias masas que conforman el otro polo.

            No existe una crisis «final» del capitalismo a menos que los trabajadores lo acaben revolucionariamente, tomando el poder e instalando su propio poder. El sistema se precipita periódicamente en verdaderos derrumbes, que han tendido a hacerse cada vez más abarcativos, más mundializados. La crisis iniciada en los setenta abarcó muchos más países que la del treinta, y ésta última muchos más que la de la década de los setenta del siglo XIX. Pero cada una de estas crisis se produjo porque había habido desarrollo previo; como lo había previsto Marx, la tendencia del capitalismo ha sido al desarrollo «en espiral», y con ello también de sus contradicciones. La misma LTDTG es la manifestación contradictoria del desarrollo de las fuerzas productivas, no del estancamiento permanente. Si en Asia hoy tenemos crisis de superproducción, esto se debe a que en las décadas previas hubo un intenso proceso de extensión de las relaciones capitalistas, de extensión del trabajo asalariado, de profundización y mayor imbricación con el mercado mundial. La tesis del estancamiento permanente no permite comprender estos fenómenos, ni cómo se conforma el mercado mundial; tampoco permite responder a las tesis sobre la «desaparición de la clase obrera», tan en boga. Si fuera cierto que las fuerzas productivas están estancadas desde 1914, y aun en descomposición, habría que concluir que el «sujeto social» de la revolución socialista habría desaparecido -o estaría a punto de hacerlo- y que además sólo podríamos postular un comunismo de miseria y hambre.

            Más aún, los que sostienen, como los compañeros trotskistas, que las fuerzas productivas están estancadas desde 1914 deberían tratar de demostrar teóricamente por qué esto debería ser así, y justamente desde ese año; por qué a partir del inicio de la primera guerra el capitalismo ya no podía superar el nivel de desarrollo alcanzado al momento de su estallido; deberían explicar por qué el capitalismo ya no podría recuperar la tasa de rentabilidad y de inversiones, y además deberían desarrollar otra teoría económica, distinta a la expuesta por Marx en El Capital, porque la explicación de las crisis por la acción última de las leyes derivadas de la acumulación y la valorización del capital, tal como las formuló Marx, no serían válidas.

            Sé que al hacer estas afirmaciones me estoy arriesgando a que me vuelvan a calificar de «contrarrevolucionario», «revisionista» y pecados parecidos[22]; pero no por ello se avanzará en la argumentación o clarificación de los problemas. Tenemos que ubicar esta crisis del capitalismo en una perspectiva global correcta, que permitirá no sólo profundizar la crítica al reformismo, sino también formular una estrategia política y revolucionaria acertada.


Bibliografía

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(1994a): «Unproductive Labour and the Causes of the Decline in Rate of Profit: A Reply to Cullenberg’s Comment», en Review of Radical Politi­cal Economics,  vol. 26.

Nordhaus, W. (1974): «The Falling Rate of Profits», en Brookings Papers on Economic Activity, nº1.


Notas

[1] De 160 millones de habitantes en Brasil, más de la mitad está por debajo de los niveles de pobreza.

[2] Algunos datos reveladores de la situación rusa: la esperanza de vida masculina actualmente es de 55 años, casi 80 millones de personas viven es situación de pobreza, y a setiembre del año pasado los salarios atrasados representaban el 27% del producto bruto interno.

[3] Este trabajo retoma problemas y temas que hemos desarrollado en Debate Marxista Nº11.

[4] Duménil y Lévy, p.183.

[5] En el enfoque de Marx -y también de los autores clásicos como Smith y Ricardo- la variable más importante que explica estas tendencias de largo plazo de la inversión y del crecimiento es la tasa de ganancia del capital. Se trata de una visión muy distinta a la de los autores neoclásicos, para los cuales la variable fundamental que determina el crecimiento es la tasa de interés, o a la visión de los keynesianos, para los cuales el determinante de la tasa de inversión es la perspectiva de la demanda. Glyn (1997) menciona a Kalecki como una excepción en la corriente de los keynesianos, porque Kalecki da importancia a la rentabilidad y la inversión del capital; esto es cierto, pero hay que decir también que Kalecki invierte la relación entre ambas: en su teoría la inversión determina la tasa de ganancia, mientras que en el enfoque marxista la tasa de ganancia determina la inversión. Por este motivo en el marco teórico kaleckiano las crisis se explican por los movimientos especulativos; ver Minski y otros keynesianos de izquierda.

 [6] Okishio demuestra que un aumento de la productividad, debido a la innovación tecnológica, no provoca una caída de la tasa de ganancia, a menos que aumente el salario real. Una explicación y prueba del teorema puede verse en Maletta (ver bibliografía). Pero Okishio trabajó con un modelo de equilibrio estático, algo muy alejado de la visión de Marx, y considerando la productividad física del capital; ver crítica de Kliman (1988).

[7] Aunque no tengan conciencia del problema, también los marxistas que sostienen que el capitalismo no ha desarrollado las fuerzas productivas desde principios de siglo están afirmando, de hecho, que la LTDTG no ha actuado desde entonces. Ver infra, discusión sobre el «estancacionismo» permanente de las fuerzas productivas.

[8] Este aspecto fue destacado por Moseley (1994), (1994a).

[9] Algunos trabajos en los que se registra esta caída son Nordhaus (1974), Goux (1981), Glyn (1991, 1997) Moseley (1987), Duménil y Lévy (1996).

[10] Este es uno de los aspectos centrales de la crítica a la ley Okishio que tomamos de Kliman.

[11] Particularmente, dada su importancia, ha mejorado sus cuentas Corea del Sur. A fines de enero tenía un superávit en su cuenta corriente de casi 40 mil millones de dólares, y el won se había recuperado; en 1998 se había recuperado también la entrada de capital, totalizando 8,8 mil millones de dólares. Pero continúan los graves problemas de endeudamiento de las empresas, muchos préstamos bancarios son incobrables, el desempleo ya supera el 8% (contra 2% en 1996) y el consumo no se recupera.

[12] Usamos billón en el sentido castellano: un millón de millones.

[13] La frase es de Marx. No por esto Marx negaba que una falta de circulante -debida a una incorrecta política monetaria, pudiera agravar innecesariamente una crisis; ver cap. 3 libro I de El Capital.

[14] Una crítica al fetichismo del capital financiero puede verse en Husson (1997).

[15] Ya Marx citaba aprobatoriamente a William Thompson cuando éste decía que la mayor parte de la así llamada «riqueza acumulada» era sólo nominal; «no consiste en objetos reales, barcos, casas, mercancías de algodón o mejoras de tierras, sino en simples títulos, derechos a las futuras fuerzas productivas anuales de la sociedad…» (El Capital libro 2, p.324).

[16] Se llaman derivados porque su valor deriva del valor de otros títulos, como acciones, o bienes.

[17] Se forma así la compañía petrolera más grande del mundo. Su valuación es de 181 mil millones, y es un tercio más grande que la segunda, Royal Dutch/Shell Group.

[18] Los europeos están trabando la importación de bananas en Europa a cargo de empresas comerciales de Estados Unidos.

[19] Citado por Bryan, 1985.

[20] El primer subpunto del Programa de Transición afirma: «La premisa de la revolución proletaria ha llegado hace mucho tiempo al punto más alto que le sea dado alcanzar bajo el capitalismo. Las fuerzas productivas de la humanidad han cesado de crecer».

[21] Discutimos estas cuestiones de Astarita, 1996; este trabajo, hoy agotado, está próximo a ser reeditado como complemento de una crítica global al Programa de Transición

[22] En el último número de la revista En defensa del marxismo Luis Oviedo me acusa de estar embarcado en una «cruza­da contra el socia­lismo». Según Oviedo, dado que no concuerdo con él (y su partido) en que la URSS stalinista haya sido un estado obrero burocrático, «debo ser» un enemigo, activo y consciente de los trabajado­res (no otra cosa es un «cruzado» contra el socialismo). Oviedo no necesita más para detec­tar «contrarrevolu­ciona­rios»; se trata de mentes muy entrena­das en una lógica demostrati­va, de larga y triste memoria en la izquier­da. Por eso discrepo con algunos compañeros, que me acercaron este texto, que piensan que se trata de un caso extremo de nerviosis­mo, por carencia de argumen­tos, y hasta de insanía mental de mi crítico. En defen­sa del señor Oviedo, quisiera decir que cuando se está inmerso en determinados climas intelectuales, se imponen lógicas de pensa­miento que «superan» a los mismos protagonistas; aun cuando éstos sean inteligentes y estén despro­vistos de toda malicia. Una tarea que tenemos por delante es reedu­car a todos los Oviedos que todavía abundan en la iz­quierda, expli­cándoles que el socialismo es una forma de cultura opuesta a la que impera en los medios filo stalinistas. Y que se trata de una cultura que debe­ríamos practi­car entre los que luchamos por el socia­lismo, y no pensamos igual.

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