El estallido social que por estos días sacude a Chile no es rayo en cielo sereno. En el último tiempo, América Latina ha asistido al desarrollo de importantes movimientos sociales, poniendo en cuestión la continuidad de diferentes gobiernos y, por sobre todo, manifestando el rotundo fracaso de la democracia en el continente. Las enormes movilizaciones que han tenido lugar en Brasil, Nicaragua, Haití, Honduras, Venezuela y Ecuador han expresado la ruptura del personar político burgués con la clase obrera y, al mismo tiempo, la disposición de esta última para apelar a la acción directa. Además, una nota característica de estos movimientos es que no han sido conducidos por las fuerzas del progresismo, y ello define mejores condiciones de posibilidad para intervenir en la lucha por su dirección. Este es el contexto general dentro del cual se enmarca la crisis política que se ha abierto en Chile. Las enormes protestas han hecho retroceder al gobierno y han puesto un límite a la pretensión de la burguesía por gobernar la sociedad a su antojo. Veamos.
El 1 de octubre se definió el ajuste de tarifas del sistema de transporte público de la Provincia de Santiago y de las comunas de San Bernardo y Puente Alto, estableciendo un aumento de los pasajes equivalente al 4%. Frente a este cuadro, los usuarios no tardaron en manifestar su disconformidad. En un principio, los estudiantes secundarios del centro de Santiago comenzaron a levantar los molinetes para ingresar a los andenes del metro sin pagar. Las “evasiones masivas”, tal como fueron popularmente denominadas, se propagaron con rapidez y fueron replicadas diariamente en diferentes estaciones. La cantidad de usuarios que evadían el pago de las tarifas se multiplicó y, luego de que el gobierno decidiera colocar carabineros para controlar el ingreso, empezaron a registrarse los primeros incidentes en las estaciones del subterráneo. Como reacción a estos episodios, otros sectores de la sociedad rápidamente sumaron su apoyo a los reclamos iniciales y manifestaron su descontento en las calles. El viernes 18 se realizaron protestas masivas en distintas ciudades del país y se registraron incendios de autobuses, coches, bancos, saqueos de tiendas y supermercados en la capital. La respuesta de Piñera a este escenario fue decretar el Estado de emergencia, restringiendo la libertad de locomoción y confiriendo al Ejército la responsabilidad de mantener el orden. Inmediatamente se decretó el toque de queda en las zonas más afectadas por el conflicto, abarcando las tres áreas urbanas más grandes de Chile. Pero dado que las movilizaciones y los enfrentamientos continuaron, el presidente finalmente decidió suspender el alza de la tarifa para descomprimir la situación. Aun así, la medida fue tardía e insuficiente. Las protestas se extendieron y el gobierno terminó desplegando cerca de 20.000 efectivos para contener las movilizaciones en las calles. Como resultado del conflicto ya se han registrado 2000 detenidos, decenas de heridos y al menos 18 muertos. Por el momento nada indica que los enfrentamientos vayan a desaparecer.
Pues bien, cabe preguntarse cómo es posible que estallara semejante rebelión en un país que, según la opinión pública y las propias estadísticas oficiales, ha venido implementando un “modelo” que garantiza buenos resultados a nivel económico y social. Antes que nada, es preciso advertir que el proceso comienza con un reclamo totalmente obrero, puesto que son los trabajadores quienes mayoritariamente utilizan el servicio público de transporte. Después de las primeras evasiones masivas encabezadas por estudiantes, las movilizaciones fueron protagonizadas por la clase obrera más empobrecida, la sobrepoblación relativa, la fracción que vive en los suburbios urbanos y que desde hace años viene soportando pésimas condiciones de existencia. Al mal servicio público de salud y al costoso sistema de transporte se suman los bajos salarios y pensiones, el alto nivel de informalidad laboral (30%) y la pobreza encubierta (27%), tal como lo indica el informe publicado por la Fundación Sol. Este es el telón de fondo de las radicales movilizaciones que han sacudido al país. De ahí que las demandas iniciales pronto se ampliaran hacia consignas relativas al sistema de pensiones y al mejoramiento de servicios públicos como salud y educación. Y si bien pocas reivindicaciones han trascendido los intereses secundarios de la clase obrera (“Que se vayan los milicos”, “Fuera Piñera”, etc.), el estallido de las protestas ha tenido un comienzo promisorio. Piñera se ha visto obligado a revocar rápidamente el incremento de las tarifas y a anunciar la apertura de una Agenda Social que incluye la reforma del sistema de jubilaciones, mejoras en el servicio de salud, aumentos en el ingreso mínimo y reducción de las tarifas eléctricas. Asimismo, hizo referencia a un futuro incremento de los impuestos a los sectores más ricos de la sociedad y una reducción de los ingresos de los funcionarios públicos. Sin duda alguna, ello constituye un primer logro. Luego de 50 años de letargo, la clase obrera chilena obtuvo una prueba contundente de que la acción directa le ofrecerá mejores resultados que las instituciones del régimen. Por lo tanto, pese al carácter limitado de esta victoria, la misma puede constituir un importante impulso para el movimiento.
Por su parte, es preciso considerar el marco político en el cual se han desarrollado las protestas. Desde hace tiempo que la burguesía encuentra dificultades para consolidar régimen y canalizar las demandas de la población a través vías institucionales. Ello se advierte cuando se observan los niveles de participación de las últimas elecciones. En efecto, los últimos tres comicios presidenciales no han contado con la participación de la mitad del electorado. Y si se leen atentamente los datos de las últimas elecciones, se advierte que Piñera ha llegado a la presidencia con el apoyo de solo el 17% de la población votante. Lo mismo vale para el caso de Michelle Bachelet, quien en el año 2013 se consagró con los votos 23% del electorado. Esto pone en evidencia el descontento de la población no solo con el personal político burgués, sino también con el conjunto del régimen. La burguesía no logra estructurar políticamente a la población, y ello lo demuestra el hecho de que ninguno de los partidos políticos tiene una inserción real en la clase obrera. En este marco, no es casual que el descontento estallara desbordando los canales institucionales, y que, frente a ello, el gobierno apelara inmediatamente a la represión abierta.
Cabe advertir que la violencia del aparato estatal tampoco ha sido suficiente para aplacar el conflicto. No es cierto que las fuerzas armadas chilenas cuenten con la capacidad suficiente para sostener el orden. Ante un movimiento limitado y poco estructurado, Piñera recurrió a un tercio del personal del ejército y, sin embargo, ello no alcanzó para desactivar las protestas. En consecuencia, el presidente se vio obligado a retroceder y a lanzar el paquete de medidas mencionado. Esta respuesta expresa el débil equilibrio en el que se encuentra Piñera. La Agenda Social propuesta demuestra que la represión no fue suficiente y que, ante el desafío abierto, la burguesía ha tenido que ceder a las demandas inmediatas de los trabajadores.
Dado el alto nivel de espontaneidad de las movilizaciones, diferentes organizaciones se han apresurado a intervenir para capitalizar el movimiento en su favor. No obstante, lo cierto es que los partidos, sindicatos y organizaciones estudiantiles han llegado tarde. La rebelión tomó por sorpresa a todos. La ex-presidenta de Chile, Michelle Bachelet (2014-2018), se limitó a exigir la realización de un “diálogo” para atender a las demandas proclamadas por los manifestantes, mientras que desde el Partido Comunista de Chile (PCCh) han pedido la renuncia del presidente y la celebración inmediata de elecciones. Pese a esta diferencia de posiciones, cabe recordar que tanto el PCCh como el partido de Bachelet han integrado la Nueva Mayoría, la coalición de partidos que gobernó el país entre 2014 y 2018. Por lo tanto, dado que ambos son igualmente responsables por la situación que padece la clase obrera, su intervención y su apoyo a las protestas debe ser leído como simple oportunismo. Ninguno de ellos representa una solución real a los problemas que tienen los trabajadores. Lo mismo vale para los partidos agrupados en el Frente Amplio, la coalición reformista que intervino tardíamente en las movilizaciones exigiendo el diálogo, la deposición del Estado de Emergencia, la defensa de la democracia y la convocatoria a una nueva Asamblea Constituyente. Y en una sintonía similar, la Confederación de Estudiantes de Chile (Confech) -actualmente hegemonizada por el Frente Amplio- se limitó a repudiar la represión del gobierno y a apoyar las movilizaciones para obtener un mejor sistema de transporte. Todas estas demandas resultan inconducentes en la actual coyuntura, puesto que el desafío del proletariado chileno no es “profundizar” la democracia, sino terminar con ella y con la clase que la somete mediante este régimen.
Por su parte, la Central Unitaria de Trabajadores de Chile (CUT) está dominada por la línea del PCCh y, por lo tanto, se ha conformado con criticar moderadamente al actual gobierno. Cabe destacar que la tasa de sindicalización apenas llega al 20% en Chile, lo cual expresa la crisis en la que están sumergidas las direcciones sindicales. La huelga general que se ha convocado para este 23 y 24 de octubre constituye un importante paso adelante, aunque es preciso superar las limitaciones que busca imponerle la cúpula de la CUT y las organizaciones cercanas a los partidos del régimen (Frente Amplio, Partidos Socialista de Chile, PCCh). El paro y las movilizaciones solo se han convocado para exigir a Piñera la derogación del estado de emergencia, la sanción de nuevos derechos sociales y la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente. Estas proclamas expresan el carácter político que ha tomado el movimiento, pero al mismo tiempo limitan sus potencias.
Es importante no perder de vista el contenido social del estallido que ha tenido lugar. El movimiento comenzó con reclamos protagonizados por alumnos de escuelas secundarias, el sector más obrero y pauperizado entre los estudiantes. Luego se produjo la explosión de la sobrepoblación relativa, la fracción de la clase obrera no sindicalizada ni contenida en las instituciones. En este sentido, las movilizaciones se asemejan al movimiento de los “chalecos amarillos” en Francia, puesto que el principal sujeto de las protestas es el proletariado de las periferias, los trabajadores más relegados y empobrecidos de la sociedad. Esta es la razón que explica las dificultades que tienen las entidades sindicales y los partidos patronales para encuadrar al movimiento.
En Chile se ha abierto una crisis política que puso en cuestión al personal político y que amenaza con avanzar sobre el conjunto de la histórica democracia pinochetista. Este ha sido un régimen políticamente restrictivo, con partidos políticos sin inserción en las masas y elecciones que convocan a una fracción minoritaria de la población. La anomia política ha sido el complemento necesario de una economía signada por altas tasas de explotación y de informalidad laboral, así como una escasa participación sindical. Pues bien, la crisis en curso está minando los fundamentos de este régimen, e incluso podría llegar a socavar las mismas bases del Estado. Y la continuidad del proceso solo dependerá de la capacidad que demuestre la clase obrera para sostener una intervención independiente. En este sentido, el llamado a una Asamblea Nacional Constituyente solo puede representar un límite a todo este movimiento, puesto que supone el reordenamiento y la recomposición del poder del Estado en términos burgueses. Es necesario que la clase obrera de un paso al frente, genere espacios de poder y discuta una perspectiva general de gobierno sobre el conjunto de la sociedad. Para ello es más urgente que nunca el desarrollo de dirigentes de base y la conformación de asambleas barriales que puedan poner en pie gran una Asamblea Nacional de Trabajadores. Solo con una herramienta de esta naturaleza se podrá concentrar el poder de la clase obrera y se estará en condiciones de disputar la totalidad del orden social.
El proletariado ha demostrado contundentemente su disposición a la acción directa para rechazar las condiciones a las cuales se lo somete. Lo que comenzó como reclamo centrado en el valor de las tarifas del trasporte rápidamente se convirtió en una lucha contra la carestía de vida y el bajo poder adquisitivo del salario. En pocos días, el movimiento adquirió características insurreccionales, desbordó a las fuerzas de represión y puso en cuestión la continuidad del presidente. De una reivindicación económica concreta se ha pasado a una disputa política más general. Ahora bien, contra todas las lecturas que se han intentado imponer desde el progresismo, es preciso aclarar que las recientes movilizaciones no expresan un rechazo al “neoliberalismo”. Los saqueos y las exigencias de mejores condiciones de vida constituyen un incipiente cuestionamiento a la propiedad privada y, con ello, al ordenamiento general de la sociedad. No obstante, este aspecto del movimiento aún es frágil y limitado, y solo podrá ser desarrollado si se emprende una tenaz disputa por la conciencia de los trabajadores, demostrando que la raíz última de sus padecimientos es el capitalismo. Frente a este gran desafío, las actuales direcciones sindicales y las fuerzas del régimen constituyen el primer obstáculo.
La ausencia de un partido de izquierda y de una organización que estructure las luchas pone en evidencia los límites políticos del movimiento, y ello puede llegar a convertirlo en una simple reacción espasmódica. La historia no debe volver a encontrarnos sorprendidos y, para ello, es preciso que los revolucionarios intervengamos urgentemente en la lucha programática. De no ser así, la burguesía procederá a cerrar la crisis política y a clausurar la incipiente esperanza de que las cosas puedan ser diferentes.
Por la liberación de los detenidos, el esclarecimiento de las muertes y la cárcel inmediata a los responsables.
Por la conformación de asambleas barriales.
Por una Asamblea Nacional de Trabajadores.
Por un Congreso de la izquierda latinoamericana que construya una dirección revolucionaria.