Eduardo Sartelli
Director del CEICS
Es un fenómeno recurrente en la historia argentina el que las fracciones agrarias del capital se alcen contra la política económica nacional, en protesta por las “exacciones” injustas, las “tributaciones” expropiadoras o las políticas “en perjuicio” del “campo”. Es un fenómeno recurrente, también, el que dichas políticas tengan por función dar vida a sectores industriales parasitarios, incapaces de competir por las suyas en el mercado mundial, amén de aceitar las ganancias de grandes empresas que bien podrían arreglárselas solas, incluyendo multinacionales extranjeras. No es novedad, tampoco, que dichas fracciones agrarias actúen en conjunto: ya en la huelga de obreros rurales del verano de 1928-29, la FAA unió su reclamo al de la Sociedad Rural para pedir al presidente Irigoyen el envío de tropas del Ejército a fin de reprimirla. No es ninguna sorpresa, tampoco, el que los diferentes participantes de la disputa se hostiguen con argumentos que remarcan el “bien de la patria”, las necesidades “redistributivas” o la urgencia de un crecimiento armónico y equilibrado que evite el “monocultivo” y otras tonterías por el estilo. Lo que diferencia este conflicto de otros, es la peculiar coyuntura en la que se ubica: el punto final de una etapa mundial de crecimiento ficticio, que impulsó la momentánea recuperación de una economía como la argentina, que hace tiempo tiene su futuro seriamente cuestionado. En efecto, el enfrentamiento se produce no porque el sector agrario esté en crisis, sino porque está en su mejor momento histórico. Contra un gobierno que no está en decadencia ni asediado por circunstancias adversas, sino que, por el contrario, goza de superávits de todo tipo y un respaldo político que pudo verse en la Plaza de Mayo. Así las cosas, el asunto parecería de resolución sencilla: bastaría reconocer que al gobierno se le fue la mano, que se equivocó, y retrotraer las retenciones al estadio inmediato anterior, momento en el cual la cesión de ingresos por la economía agropecuaria alcanzó su mayor nivel histórico. Una avaricia fiscal innecesaria, corregible con un gesto de humildad. Sin embargo, nos encontramos frente al problema en el que se subsumen todos los problemas, el nudo de una situación explosiva. ¿Por qué el gobierno busca más de lo que ya tiene en exceso? Porque en realidad tiene poco y nada: con un dólar que se deprecia, las reservas que acumula valen cada vez menos; con un servicio de deuda que crecerá peligrosamente en los próximos dos años, la necesidad de caja será mayor; con un gasto que se multiplica a fuerza de subsidios que crecen para tapar con las manos el sol de una inflación reprimida creciente; con un mercado mundial “seco” y con la posibilidad de caída de precios y restricción de demanda, el gobierno tiene urgentes necesidades de ingresos cada vez más cuantiosos. Es un enfermo que se presume todavía sano que, previendo ataques futuros, busca curarse en salud. En realidad, al “campo”, y en particular a los pequeños y medianos productores, nunca les fue mejor que ahora. En la era K, el gobierno se apropia de menos renta, en términos relativos, que durante los ‘90 e incluso que durante la última dictadura militar. Según cifras del economista Juan Iñigo Carrera, entre el 2002 y el 2007 “el campo” tuvo que ceder sólo el 22% de su excedente, mientras que en los ‘90 la apropiación a través del tipo de cambio fue de un 50% y con Martínez de Hoz como ministro, el 42%. Así, pese a todo el escándalo y la lucha contra la “oligarquía” (que parece que no incluye a Grobocopatel, socio y ejemplo de los gobiernos argentino y venezolano) Néstor y Cristina “atacan” al campo mucho menos que Videla y Menem. ¿Por qué reacciona el “campo” si sus ganancias parecen no tener límites? Porque para los diferentes actores del drama agropecuario la magnitud de las retenciones tienen diferentes efectos, pero todos coinciden en el mismo punto: la línea de flotación de la rentabilidad está cerca. Como sucede siempre, algunos ya están por debajo y combaten por salir a flote; otros se encuentran todavía sobre la cubierta, pero no ven razones para no aprovechar el río revuelto. Con una inflación que desde la devaluación supera el 150%, con costos que se elevaron en los últimos meses, con los arrendamientos más altos que nunca, el efecto de estas retenciones no se compensa con subsidios dudosos al gasoil, la devaluación permanente del dólar o beneficios que llegan varios meses después, como los que acaba de anunciar la presidenta, cediendo finalmente al chantaje y al lock-out patronal. Pero el gobierno no puede hacer otra cosa, sin que el armado bonapartista que lo caracteriza se derrumbe: no puede liberar los precios, es decir, eliminar las retenciones, porque se produciría una estampida inflacionaria; no puede recaudar menos porque no habría con qué mantener el superávit fiscal y los subsidios. Es un círculo vicioso: mayores presiones inflacionarias, mayores gastos, más necesidad de recaudación. La clave del asunto se encuentra en la devaluación y su consecuencia central: los salarios bajos. Si el gobierno quiere mantener el crecimiento de los sectores más ineficientes de la economía (de los que depende la masa del empleo), necesita un peso devaluado, es decir, la expropiación salarial. Pero un peso devaluado requiere la compra de todos los dólares que ingresan a la economía, expandiendo la masa de moneda local y, por lo tanto, la inflación. Es el gobierno el responsable por la inflación: si se liberaran los precios de las exportaciones, todas ellas subirían en el mercado local, pero si se liberara paralelamente el dólar, los salarios subirían automáticamente, con la misma o mayor velocidad. Las presiones inflacionarias se “desinflarían”, pero comenzaría el cierre en masa de los sectores más ineficientes, relanzándose nuevamente la desocupación y fundiéndose la masa de la burguesía mercadointernista. He allí el dilema: o se logra una expansión “sana” de la economía, lo que conlleva una desocupación de no menos del 15% y en ascenso, o se consigue una recuperación del empleo sobre la base de salarios por el suelo. Eso es lo que tiene para ofrecer el capitalismo argentino a la clase obrera: desocupación o súper explotación. A una se le llama “neoliberalismo” y a otra “keynesianismo”. En los dos casos, la clave es la presión conjunta de precios agrarios, por un lado, deuda, por otro. El menemismo se benefició de la posibilidad de endeudamiento a gran escala; el kirchnerismo del ascenso de los precios de las commodities. La crisis mundial tiene siempre por efecto actualizar los límites de la economía argentina: 1975; 1982; 1989; 2001; 200…? Aunque los cacerolazos y los piquetes rurales parecieron revivir los sucesos del 2001, se trató de eventos muy diferentes y no porque, como quisieron algunos medios, ahora las “cacerolas” se enfrenten a los piquetes. Todo lo contrario: D´elía y Pérsico representan socialmente algo muy distinto de las fracciones desocupadas e híperexplotadas del proletariado que se movilizaron bajo la forma de “movimiento piquetero”: en su defensa del gobierno, encarnan los intereses de las fracciones más concentradas del capital industrial y financiero, que son, al mismo tiempo, las más inútiles e incapaces de una acumulación a escala ampliada, con algunas excepciones, como los pools de siembra (capital industrial, productor de plusvalía, qué duda cabe). D’elía y Pérsico representan la hiperexplotación y el atraso. Tampoco estas “cacerolas” son aquellas: más que a la pequeña burguesía expropiada y pauperizada por el capital que marchó junto al movimiento piquetero, éstas son el resultado del enriquecimiento fabuloso de las fracciones agrarias de la burguesía, incluyendo a algunas que en aquel entonces también participaron de la caída de De la Rúa. Por eso, más que enfrentamiento entre “piquetes” y “cacerolas”, hay una alianza entre ambas (como coreaba la asamblea chacarera en Gualeguaychú: “campo y cacerola, la lucha es una sola”), sólo que con un contenido social distinto: papá chacarero en el campo, hijo estudiante de agronomía en la ciudad. En realidad, los verdaderos “piqueteros” miran desde afuera la batalla entre ambos grupos de explotadores, igual que las auténticas cacerolas, que continúan guardadas. En efecto, la tardía reacción de la izquierda ante los eventos recientes es consecuencia de la naturaleza misma de la batalla que se libra. Las propuestas realizadas revelan también las ilusiones y las ignorancias de buena parte de ella, en particular de la que compra sin problemas la construcción ideológica que del campo argentino ventila, desde hace 90 años, la FAA. No hay campesinos en el agro pampeano, como tampoco una “oligarquía” terrateniente que oprime a “chacareros” pobres. La compleja trama de la estructura social pampeana, dominada por una poderosa burguesía agraria compuesta por pools de siembra, empresas contratistas, grandes propietarios, aceiteras y cerealistas, no excluye “pequeños y medianos” burgueses caracterizados todos por la explotación de obreros, a los que, como no podía ser de otra manera, la UATRE traiciona, respondiendo fielmente a los intereses de sus patrones. Hay también un conjunto importante de pequeños terratenientes, léase chacareros propietarios carentes de economía de escala que, sin embargo, no se privan de su cuota de plusvalía arrendando a pools de siembra. Otros pequeños propietarios lograron seguir participando de la explotación directa, alquilando más tierras para ampliar la escala de producción. Lo mismo hicieron los pequeños contratistas que, además de prestar el servicio de cosecha a terceros, produjeron en campo propio y alquilado. Durante los últimos años, los altos precios de la soja fomentaron una creciente demanda de parcelas en alquiler, pese a las continuas alzas de los arrendamientos. Para estas capas pequeño burguesas y burguesas las retenciones aparecen como un freno a ese proceso de acumulación: no pueden seguir creciendo, no pueden ampliar la superficie que alquilaban. Algunos quizás deban abandonar las superficies tomadas en alquiler y contentarse con la producción de sus tierras. Potencialmente, frente a la pérdida de competitividad que esto implica, a futuro puede llegar a resultarles más rentable alquilar sus tierras que dirigir ellos la producción. En ese caso, deberán arrendar a los pools o a sus pares más afortunados. De hecho, estos “pequeños y medianos” son los sobrevivientes de los ’90, que expandieron su superficie, entre otras cosas, comprando a precio vil en remate, la tierra de sus “hermanos” menos afortunados. Ahora, frente a la amenaza de participar de sólo una alícuota del trabajo ajeno por medio de la percepción de la renta, los piquetes tienen como objetivo defender el derecho de los pequeños propietarios a explotar asalariados. De esta situación tiene que tomar nota la izquierda, que no puede, irresponsablemente, alentar tal perspectiva. El agotamiento económico ha desatado la crisis política más importante que le tocó en suerte al kirchnerismo. Hace 20 días que el país amanece diariamente con más de 300 cortes. Una fracción de la clase dominante recurre a la acción directa, provocando realineamientos en el interior del armado gubernamental. La burguesía se ha “piqueterizado”, como bien dijo un analista político. Se está produciendo una incipiente polarización política. La UIA, Abapra, Adeba, una parte de la CGT, la CTA, los gobernadores de las provincias menos afectadas, han salido en defensa de las medidas. En cambio, las entidades rurales, algunos gobernadores (como Binner o Das Neves), muchos intendentes (K y no K), figuras políticas importantes (como Reutemann) y los partidos de la oposición han alentado o justificado los cortes. Es la primera vez que el gobierno se ve obligado a movilizar todo lo que tiene (que no alcanza para mucho más que para la Plaza de Mayo, 80.000 personas, según el propio gobierno, poca cosa frente a los 300.000 de Néstor en 2003), para enfrentar, por izquierda, a una fracción de la burguesía retobada. Aquellos distritos rurales que constituyeron un importante caudal electoral oficialista se han levantado en pie de guerra. Si los electores le quitaron su apoyo, los cuadros políticos que garantizaron esos triunfos (intendentes y concejales) perdieron la disciplina esperada y fue menester de una intervención política de tamaño mayúsculo para hacerlos volver al redil. El resquebrajamiento afecta también a la CGT, que no fue unificada a la Plaza. En primer lugar, porque sólo conserva la fidelidad de la mitad de ella, la que responde a Moyano. El sector de los “gordos” no ha atinado aún siquiera a una tímida defensa. De hecho, el gremio de la carne llegó a movilizarse contra el gobierno. En segundo lugar, porque aún el mismo moyanismo se debate en enfrentamientos internos: Jerónimo Venegas, titular de las 62 organizaciones y de la UATRE, se mostró entre neutral y opositor. Por último, la burguesía “oficialista”, por boca de Cristiano Ratazzi, hizo público el precio que el matrimonio presidencial debe pagar por el favor prestado: la definitiva “normalización institucional”, que incluye tanto la adecuación de las tarifas como el fin de las manipulaciones de precios y otros problemas por el estilo. Es decir, la salida del bonapartismo, por derecha. Sin embargo, el aspecto más gravitante (y doloroso) para el kirchnerismo es la debilidad en que ha quedado en relación a aquella estructura que quería dominar, el Partido Justicialista. Es obvio que no le va a resultar gratis el depender, cada vez más, de aquellos a los que aplastó en su carrera a la cima. Y, paradójicamente, ese fracaso no es otro que el del conjunto del régimen político: al desbaratarse la organización partidaria, la burguesía no puede dar el paso final a la “institucionalización”, palabra con la que se alude a la reconstrucción de su hegemonía. La crisis ha demostrado aquello que el matrimonio santacruceño siempre supo y no pudo modificar: no constituyen más que el ascenso de un personal gubernamental que logró imponerse en medio de la desintegración política y cierto equilibrio entre las clases. Su supervivencia consistió en no alterar demasiado ese estado de situación. Este conflicto es el primero, en el campo de la burguesía, que viene a romper con ese cuadro, y aunque el gobierno haya logrado sortearlo “para los que lo miran por TV”, la procesión seguirá su marcha. Por su parte, la burguesía agraria realizó su mayor movilización política de los últimos 70 años. No en vano los propios protagonistas tienen que remontarse hasta el Grito de Alcorta para encontrar un parangón. No sólo se extendió a casi todo el país, superando el estrecho marco de la soja, sino que estableció una alianza que alcanzó a fracciones de la pequeño burguesía urbana. De hecho, los “pequeños y medianos” obtuvieron lo que querían: que una porción mayor de la riqueza que generan los obreros (rurales y urbanos, vía renta diferencial) vaya a parar a sus bolsillos. Y en realidad, todavía no sabemos cuál es la magnitud real de las concesiones, ni si estás irán, bajo cuerda, mucho más allá de la FAA. Esta fuerza política aún constituye un ejército sin generales. Sólo puede ostentar una serie de dirigentes corporativos sin cohesión aparente. Carece de conducción política reconocida y de un programa general. Aunque no obtuvo un triunfo completo, aunque se dibuje en el horizonte una sensación de fracaso, difícilmente vaya a dispersarse. La clase obrera aún no se ha pronunciado, siendo como es, el pato de la boda. De triunfar la alianza industrial-financiera, le espera la precarización laboral y una inflación galopante. De triunfar la burguesía agraria, le espera el ajuste y la desocupación. En ambos casos, asoma una restricción a las libertades políticas y sindicales de los trabajadores. Aquellos que dicen que la clase obrera es ajena a este conflicto están promoviendo su desarme. La clase obrera tiene que intervenir para impedir cualquiera de las salidas que se están pergeñando y dejar en claro que no va a pagar ninguna cuenta, que no va a permitir ningún ajuste que le ponga la mano el bolsillo. Pero, por sobre todo, debe dejar en claro que de ninguna manera va a consentir que la riqueza social que produce la maneje su enemigo de clase. El problema no puede reducirse a quién paga y cuánto sino quién administra. En todas las discusiones se ha omitido el hecho de que el dinero que surge de las retenciones no es del burgués, tenga el tamaño que tenga: es el fruto del trabajo del obrero que aquel se apropia. Todos los medios han hecho silencio sobre algo obvio: los únicos “productores” del campo son los trabajadores. La única consigna válida, en este contexto, es la que pone sobre el tapete la verdad que se ha destapado por estos días: la enorme masa de riqueza que ha ingresado a la Argentina en los últimos años, de la cual el proletariado no ha visto casi nada. Ningún revolucionario serio puede llamar a otra cosa que a la expropiación de la única riqueza real que tiene la Argentina, a saber, la pampa. Todo lo demás, sencillamente, no tiene importancia. Renunciar a la revolución agraria, es decir, a la nacionalización y expropiación de toda la tierra y a su explotación por un Estado obrero, equivale a dejar en manos de la burguesía la principal riqueza nacional. Se puede conceder que, por razones políticas (la necesidad de fracturar el frente único burgués en el campo) se establezca un tratamiento diferente para las fracciones más pobres de la pequeña burguesía rural, la que no explota fuerza de trabajo. Pero esa concesión debe limitarse a garantizar su supervivencia, no a estimular su acumulación. Se puede porque en términos de la estructura productiva dichas fracciones no representan nada; es más, en la pampa no existen. Lo que no se puede es prometer la “distribución”, a los chacareros, de la tierra expropiada, salvo que creamos en mitos pre-kautskianos. Menos con la pretensión de “repoblar” la pampa, como si la urbanización pronunciada de la Argentina fuera el resultado del atraso agrario y no, en realidad, de una productividad única en el mundo. Semejante medida sería un desastre que nos llevaría a la destrucción de las fuerzas productivas alcanzadas por nuestro país en su desarrollo histórico. Regalar la principal fuente de riqueza de tal manera, equivaldría a pedirles a los obreros venezolanos que renuncien al petróleo, a los bolivianos al gas o a los chilenos al cobre. Lejos de defender los intereses de la patronal agraria, la clase obrera debe avanzar sobre la apropiación cada vez mayor de la renta agraria. Por supuesto no puede dejarla en mano de los gobiernos burgueses, que en vez de usarla a favor de la clase obrera, en forma sistemática la dilapidaron a favor del capital local y extranjero a través de subsidios y pagos de deuda, provocando como consecuencia necesaria la caída sistemática de los salarios. Una medida transicional que permite colocar a la clase obrera con una política independiente de la burguesía (de la grande y de la chica), es reivindicar las retenciones para sí, exigiendo la formación de una paritaria nacional en la que las organizaciones obreras discutan la forma y los destinatarios de su distribución. Más que pensar en mecanismos para disminuir las retenciones (como hace el gobierno) a favor de tal o cual fracción del capital, es necesario plantear el aumento de las retenciones sin ninguna compensación y paritaria general para su reparto, bajo la forma de un fuerte aumento salarial para todos los trabajadores y un plan de obras públicas que elimine de cuajo la desocupación existente. Con esta consigna, la clase obrera dejará de ser el convidado de piedra en un festín que se acaba, al ritmo de una crisis mundial galopante.