El agujero negro de la galaxia argentina

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Por Eduardo Sartelli

La marcha de ayer puede ser catalogada «de derecha», porque indudablemente no fue «de izquierda». Pero una caracterización de ese tipo simplemente expresa la danza ideológica en la que están metidos gobierno y oposición, independientemente de cuál de los dos ocupe cualquiera de las posiciones aparentes. Dicho de otro modo, esa dicotomía no permite discernir con claridad cuáles son las fuerzas que se alinean de uno y otro lado. Tampoco permite ver con claridad qué es lo que se disputa y quién «molesta». Menos aún, no puede percibirse con claridad la oportunidad que se encuentra en en torno al agujero negro que organiza la política argentina, igual que ese tipo de objetos astronómicos estructura galaxias enteras.
En efecto, es difícil caracterizar como «de izquierda» un gobierno que, como el de Fernández, con excusa de la cuarentena, lleva adelante un ajuste brutal, incluyendo una rebaja nominal de salarios, la estafa a los jubilados, la multiplicación de la pobreza y la desocupación, el regalo de 15.000 millones de dólares a los acreedores externos y la asquerosa agachada colonial ante una potencia de segundo orden, que rebaja al país a criadero de chanchos. Del otro lado, llamar «derecha» a una formación política que permitió un debate que el actual oficialismo cajonó nuevamente, como ya lo había hecho la actual vice-presidenta durante doce años (el tema del aborto), que aumentó las jubilaciones, la AUH, dio marcha atrás con los absurdos negociados del club de la obra pública y mandó en cana a la propia familia de su titular, es, por lo menos, discutible. Sucede que en este juego de identificaciones mutuas, pueden encontrarse argumentos para cambiar los carteles, alternarlos, unificar a los dos en uno, etc., etc. El solo pensar en la parejita feliz que podrían conformar Bullrich y Berni, amerita desconfiar y, a la postre, descartar como instrumento de análisis la dicotomía que discutimos. Ni Macri es la «dictadura» ni Cristina tiene algo que ver con el Che. Son dos formaciones burguesas cuyo contenido social se solapa parcialmente y puede incluso intercambiarse, aunque en el fondo se asoman algunas regularidades. A ello hay que prestar atención.
Ya hemos hablado de la alianza desarrollista, la que conforma el PRO y sus aliados. Se refieren al gran capital, nacional y extranjero, que pone en primer plano la necesidad de alcanzar una estructura exportadora que le permita proveer al capital no agrario de sus propios dólares. Para ello necesita endeudamiento barato, subsidios estatales y racionalización del mercado interno. Su alineamiento internacional está más cerca de Europa y EE.UU. que de China, de quien teme la invasión de productos baratos. El problema para esta fracción, es que estos alineamientos no le ofrecen demasiado (volveremos en otro momento sobre el problema internacional): EE.UU. no aparece para la Argentina como un mercado de bienes industriales secundarios, al mismo tiempo que compite en productos agrarios. Algo parecido sucede con Europa. La Argentina ya ensayó un acercamiento de este tipo (el Plan Pinedo, a la entrada de la Segunda Guerra Mundial) y no llegó a despegar. No obstante su preocupación exportadora (que se hace evidente para los capitales ligados al Mercosur), esta fracción termina cayendo en la solución Frondizi (alguna sustitución de importaciones que agrande el mercado interno) o en la peronista (una mayor punción sobre la plusvalía que surge de la renta de las actividades primarias). Frente a la posibilidad de la segunda opción, esta alianza tiende a acoplar a las fracciones agrarias, las únicas que responden a un programa auténticamente liberal, pero carentes de fuerza social para constituir una estructura de masas.
Del otro lado se extienden las fracciones más débiles del capital, en particular, las más dependientes del mercado interno y del Estado, como aquellas que componen el «club de la obra pública», empezando por el clan Macri. Obviamente, debajo de esas capas poderosas, se extiende el océano de pymes completamente inútiles que sufren con el atraso cambiario y reviven con las devaluaciones. Detrás de esa fachada se encolumna el grueso de la clase obrera, en particular las fracciones más pobres de las capas «en blanco» y todo el empleo «en negro» y, sobre todo, los estatales. Esta alianza se opone casi «por el vértice» con las fracciones agrarias, porque es la principal beneficiada de la exacción de la renta. Cuando los precios agrarios son muy elevados, como sucedió durante la «década», la guerra puede cancelarse temporariamente. La posibilidad de que eso suceda también puede forjar una alianza, porque en última instancia, el peronismo no es «industrialista» sino más bien lo contrario. De allí que la perspectiva de un relanzamiento de la renta vía algún otra fuente puede soldar una unidad momentánea. El último episodio en este sentido es la reunión de Cristina con los sectores agrarios que pugnan por la reconstitución de un verdadero neocolonialismo a imagen y semejanza de la relación que Argentina tuvo con Inglaterra, ahora con China. Se trata de una verdadera alianza «reprimarizadora», en tanto la intensión del comercio chino en Argentina se expresa claramente en los términos del acuerdo: aquí se producirían los cerdos que China no quiere criar (por las evidentes consecuencias que tiene este negocio sobre el medio ambiente, sobre la salud y sobre las finanzas del Estado cada vez que una peste obliga a liquidar millones y millones de animales); China, entre otras cosas, construiría dos centrales nucleares, dando por tierra con una de las pocas cosas eficientes y notables que ha producido la actividad estatal argentina en el mundo de la tecnología y la industria. Ese es el modelo: chanchos contra centrales nucleares. Está claro que eso obligará a la Argentina a desarmar actividades completas y expandir la masa de la población sobrante y la de los perceptores de bajos salarios. La alianza reprimarizadora dibuja ese horizonte: la concentración en las actividades agrarias y agro-industriales, indudablemente mejorará la competitividad del conjunto de la economía argentina, cumpliendo el sueño liberal de eliminar todo aquello que no sea rentable ya, es decir, todo menos el campo. La idea de que eso significará un aumento del empleo sostenido choca con la realidad: las actividades agro-industriales tienen una elevada tecnología, lo que significa muy pocos puestos de trabajo. Basta ver lo que pasa en el noreste con la aparición de la soja y la caída del algodón junto con la mecanización de la zafra azucarera: clase obrera pobre transformada en pauperismo consolidado bajo la forma de «población originaria», que añora las épocas en que era salvajemente explotada en los cañaverales… Un puñado de trabajos calificados y un mar de expulsados del proceso productivo, junto con una porción menor de trabajos descalificados en frigoríficos y actividades de recolección. Pero la desocupación se expandirá aún más por la expansión de la competencia china en el mercado interno, la contracara de la transformación de Argentina en una despensa «oriental». El resultado será la desaparición de todos esos pequeños y medianos capitales que sostienen una estructura industrial perimida, pero estructura industrial al fin. Incluyendo aquellas ramas que podrían tener una chance competitiva. Está claro que por esta vía, la alianza reprimarizadora puede durar muy poco, atacada por la rebelión de sus bases «industriales» tanto burguesas como obreras. La aparición de China en el horizonte reconstruye el poder de las fracciones agrarias y, en última instancia, del liberalismo, cuya jefa potencial podría llegar a ser, paradójicamente, Cristina.
Es obvio que Cristina no tiene programa ni perspectiva alguna de país o, como suele decirse «proyecto». El patetismo de su figura se observa en la notable capacidad para obtener un sonoro triunfo político sobre sus opositores y la banalidad a la aplica semejante energía conquistada: la salvación de su propia figura, actividad que invierte el mandato organizativo y metodológico que se supone ordena al peronismo («primero la patria…). De modo que, desamparada de toda perspectiva real, Cristina está lista para abrazarse, al estilo Menem, a cualquiera que le garantice un plan medianamente viable aunque sea a muy corto plazo.
Como se ve, ambas alianzas se solapan, porque en última instancia, ambas se encuentran aquejadas por el mismo mal: la absoluta incapacidad para sostener las fuerzas productivas que el capitalismo argentino supo desarrollar. La única que tiene una perspectiva económicamente factible pero socialmente inviable es la agraria. A su Argentina, a la Argentina del campo, le sobra más de la mitad de la población.
La novedad política de la escena actual es la aparición del PRO. El kirchnerismo es solo un discurso. Ambos son hijos del 2001 y de la extinción del radicalismo y el peronismo. Pero el PRO es la expresión de la capacidad conquistada por la alianza desarrollista de constituir fuerza de masas. El macrismo es una estructura mucho más sólida de lo que sus adversarios están dispuestos a reconocer: no solo se ha cansado de ganar elecciones, es una fuerza nacional y no solo por su alianza con el radicalismo. Hasta tiene peso en ese bastión del kirchnerismo y el peronismo que es el Conurbano. Tiene atadas provincias como Córdoba y Mendoza y es capaz de disputar Santa Fe, tan peronista, históricamente, como el Conurbano bonaerense. Todavía más, como ha mostrado la cuarentena, Macri tiene recambio (Larreta), algo de lo que Cristina carece. El macrismo mostró ayer su capacidad de movilización, otro elemento que en otros tiempos se creyó monopolio peronista a desgano disputado de vez en cuando por la izquierda. Sin embargo, el mayor «capital» que tiene el PRO es su programa. No porque sea viable (es tan utópico como el peronista) sino porque lo tiene. El PRO sabe hacia dónde va. Al kirchnerismo solo le queda la «gran Carlos Saúl»: que alguien venga y le ponga sobre la mesa un programa. Ese alguien puede ser Lavagna, pero no se diferencia demasiado del que podría poner Macri sobre la mesa.
En efecto, las escuetas cuartetas elaboradas por el ex ministro contienen todo un programa que, de aplicarse, no iría mucho más allá, del de aquel que se acuartela en París: reforma jubilatoria más blanqueo del trabajo en negro con reforma laboral, con prioridad del sector privado. La reforma jubilatoria, apenas insinuada, tiene que ver tanto con mejorar las finanzas del Estado como con consolidar un mercado de trabajo excedente que estabilice los salarios conquistados por la burguesía «pandémica». La reforma laboral implica la creación de un mercado «a dos tiempos»: para no enajenarse la voluntad de los «gordos», dejar intactos los convenios logrados por el sector en blanco de la clase obrera; el resto, donde viven la pyme y la clase obrera «en negro», serían «blanqueados» siguiendo el mismo razonamiento del ministro Dujovne. En blanco, este sector no accedería a los mismos derechos que la fracción «privilegiada» de la clase obrera, la «gorda». Sería más que «blanco», gris, y consolidaría la reforma de hecho realizada por la cuarentena. La «prioridad» al sector privado indica que cualquier veleidad de «capitalismo de estado» a la «Plan Quinquenal» queda descartada. Eso significa, claramente, subsidios al gran capital. El plan Lavagna, igual que el desarrollismo macrista, choca con los planes «chinos» y supone la liquidación de los capitales K (el «capitalismo de amigos»). Es más realista que el macrista, que es, en este punto, más ambicioso que el de Lavagna. El ex ministro de medias y ojotas reproduce el mercado internismo del gran capital no agrario. No mira hacia afuera con los ojos esperanzados de los «unicornios» macristas. Va de suyo, entonces, que quien molesta en cualquiera de estos armados es Cristina. Molesta porque tiene poder político pero no sabe qué hacer con él. A lo sumo reacciona «a la que te criaste» con seudo soluciones que simplemente reproducen las presiones inmediatas de su base. De allí la alusión a Venezuela: ni es socialista (aunque la «derecha» pretenda que sí) ni es capitalista (porque no hace otra cosa que introducir obstáculos en la acción normal del capital).
En efecto, Cristina molesta, pero no porque represente alguna esperanza genuina de desarrollo nacional, sino más bien por lo contrario. Su resurrección se debe al cambio de bando de ese fenómeno que hemos llamado «agujero negro» de la política argentina: la población sobrante. Esa mitad de la Argentina que habita sobre todo (pero no exclusivamente) el Conurbano de Buenos Aires, esa mitad obrera pero también burguesa. Cada cambio de bando de esa Argentina de más provoca un cambio político sustantivo en las alturas, pero no en profundidad. Cuando se movió, como en el 2001, inauguró toda una etapa de la política argentina. Pareció que estaba para más, pero no alcanzó a llegar más allá del bonapartismo K. Desocupados, empleados del Estado, jubilados, «cuenta-propistas», población «originaria», «campesinos», se trata de lo mismo: de la Argentina que sobra. La expansión del déficit estatal que resulta necesario para sostenerla, es la forma en que se expresa la quiebra de la economía argentina. Son los «vagos» que la «derecha» quiere eliminar (pero no elimina) y el «sujete» de la «expansión de derechos» K (que no terminan nunca de extenderse lo suficiente como para eliminar las condiciones deplorables de existencia de estas fracciones). Es en torno suyo que gira la política argentina. En torno suyo se ordena. Cómo lo hace y por qué, será tema de otra reflexión. En ella se encuentra la posibilidad de cortar el nudo gordiano que mantiene atada a la Argentina y la condena a muerte lenta. Sólo una izquierda con un programa nacional realista y viable puede aprovechar progresivamente esa energía contenida y darle a esta experiencia histórica «celeste y blanca» una segunda oportunidad.

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