Gonzalo Sanz Cerbino
Grupo de Investigación sobre la Historia de la Burguesía
En las últimas semanas se ha desatado un acalorado debate respecto a la renuncia de Evo Morales a la presidencia en Bolivia y la asunción de Jeanine Áñez, vicepresidenta segunda del Senado. En ese debate, hasta el más acérrimo defensor de la hipótesis del golpe debe reconocer que, en el mejor de los casos, se trataría de un golpe bastante extraño. No viene mal, entonces, comparar lo sucedido en el país vecino con el último golpe militar que se produjo en la Argentina, para ver qué implica un verdadero golpe de Estado y verificar en qué medida lo sucedido en Bolivia se asemeja a eso. A ello dedicaremos las líneas que siguen.
La preparación
Mientras que en el caso boliviano el recambio presidencial claramente no estaba preparado, en la Argentina de 1976 el golpe se venía planificando al milímetro desde varios meses antes. En Bolivia, tras varias semanas de protestas por el fraude de Evo Morales (que si nos limitáramos a evaluar la institucionalidad, ni siquiera debió presentarse a elecciones), los sucesos se terminaron precipitando unos días antes de su renuncia. El autoacuartelamiento de la policía, que se negó a reprimir, escaló los enfrentamientos. En ese contexto, la Central Obrera Boliviana exigió la renuncia del presidente y el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, Williams Kaliman (un general alineado con Evo Morales), aseguró que los militares no enfrentarían al pueblo. Evo inmediatamente dio marcha atrás y convocó a elecciones. Pero no logró contener la situación.Un día después, a través de un comunicado, Kaliman le “sugirió” renunciar. Evo, jaqueado por las movilizaciones contra el fraude, renunció, al igual que su vicepresidente y la presidenta del Senado, también dirigente del MAS, que seguían en la línea sucesoria. Que nada de esto estuvo preparado lo demuestra no solo que las Fuerzas Armadas no tomaron el poder, sino que el supuesto “General golpista” fue desplazado de su cargo 3 días después. El vacío de poder generado por Morales fue llenado por la tercera en la línea sucesoria, JeanineÁñez, que asumió la presidencia de Bolivia.
El contraste con lo sucedido en la Argentina es notorio. La crisis que el golpe de 1976 vino a resolver comenzó a gestarse mucho antes. En 1969, tras el Cordobazo, cuando se abrió un proceso revolucionario. Luego de varios intentos frustrados, la burguesía apeló al retorno de Perón para contener una situación que amenazaba las propias bases del sistema capitalista. La apertura democrática y el fin de la proscripción del peronismo sirvieron para encauzar institucionalmente la tendencia insurreccional. El peronismo en el poder reforzó esa contención, apelando al viejo truco del palo y la zanahoria. Mientras, por un lado, recomponía tibiamente los salarios, por otro suspendía las paritarias y prohibía las huelgas mediante el Pacto Social. En paralelo, avanzaba eliminando quirúrgicamente a la militancia revolucionaria, reforzando el poder de la burocracia sindical, endureciendo la legislación represiva y, fundamentalmente, poniendo en pie grupos paramilitares como la Triple A. Pero el plan de contención no podía durar eternamente. Los recursos no daban más que para sostener este esquema unos meses, y todo estalló finalmente a mediados de 1975, con el Rodrigazo. El violento plan de ajuste fue desbaratado por una movilización obrera que se articulaba en torno a una militancia de izquierda que el peronismo no pudo erradicar, y eso encendió voces de alarma en la clase dominante. El ajuste que demandaba la economía, que iban a pagar los trabajadores, no podría pasar mientras no se eliminara físicamente a lo que dio en llamarse la “guerrilla fabril”. Y eso necesitaba dosis de represión que no podrían implementarse en los marcos democráticos. En ese momento, agosto de 1975, se puso en marcha la maquinaria golpista.1
La clase dominante comenzó a conspirar para preparar un recambio político a la altura de la tarea. En agosto de 1975 se puso en pie la Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (APEGE), que reunió a la burguesía golpista y operó generando las condiciones para el golpe. Realizaron asambleas y mitines, difundieron declaraciones y proclamas, y hasta realizaron un lockout en febrero de 1976, intentando generar un consenso en la burguesía, hasta entonces dividida, en torno al golpe. Lo consiguieron: la acción de desgaste sobre el gobierno a lo largo de ocho meses, y la denuncia permanente del “desorden” imperante en las fábricas que ameritaba una “acción enérgica” contra el “terrorismo industrial”, fueron inclinando la balanza hacia la salida golpista. Centenares de corporaciones empresarias fueron sumándose a APEGE, incluso las que hasta poco antes apoyaban al gobierno peronista.
En paralelo, la cúpula burguesa acordaba con los altos mandos de las fuerzas armadas. En reuniones secretas (algunas de las cuales han trascendido), generales y empresarios fueron discutiendo el plan de acción: desde las medidas económicas hasta la organización de la maquinaria represiva. Con los ascensos y traslados de fines de 1975, los golpistas lograron ubicar, a lo largo de toda la estructura de mandos de las FFAA, a represores convencidos. Se consiguió, de esa manera, un ejército cohesionado en torno al plan de acción de los golpistas, algo que contrasta con la división imperante en las FFAA bolivianas.
La toma del poder
La preparación previa de las FFAA argentinas se verificó al momento de la toma del poder.En la madrugada del 24 de marzo los militares actuaron con una precisión quirúrgica, que mostraba que el golpe había sido largamente planificado. Con un gran despliegue de tropas, esa noche se ocuparon los edificios públicos y el Congreso Nacional. También los canales de televisión, las radios y las sedes de los principales sindicatos. Las plantas industriales con mayor concentración obrera fueron rodeadas por las tropas. Desde la mañana del 24 se multiplicaron las detenciones. La presidenta y sus funcionarios fueron apresados, y también dirigentes políticos y sindicales del peronismo. Cientos de militantes de base y delegados sindicales, peronistas y de izquierda, fueron “chupados” por los grupos de tareas. No todos corrieron la misma suerte: los funcionarios y burócratas peronistas fueron legalizados, los militantes revolucionarios terminaron engrosando las listas de desaparecidos. Esta distinción también había sido planificada: las órdenes secretas de los conjurados, redactadas en febrero de 1976, no solo preveían qué edificios debían ser tomados y quiénes debían ser detenidos en las primeras horas, sino también el destino de los prisioneros “peligrosos”, que no sería el mismo que el de quienes no constituían una amenaza. En las horas siguientes, se decretó la intervención de los sindicatos y las universidades, la prohibición de las huelgas, las negociaciones colectivas y la actividad política estudiantil. Se “suspendió” la actividad de los partidos políticos burgueses ylos partidos revolucionarios fueron directamente prohibidos.
Los hechos, nuevamente, contrastan con lo sucedido en Bolivia. Evo Morales y sus funcionarios huyeron del país sin que nadie se los impida. El parlamento, donde el MAS detentaba la mayoría, no solo siguió funcionando: allí se negoció una pronta salida democrática. Es decir, el partido del presidente supuestamente depuesto mantuvo su actividad política, al igual que el parlamento. Allí, los “golpistas”, y las supuestas “víctimas” del golpe, negociaron una salida democrática que se consumará en pocos meses, y en donde ninguna fuerza, en principio, será proscripta. En Argentina la dictadura duró 8 años y la salida democrática solo se impuso tras el colapso económico, la pérdida de respaldo en la clase dominante y sus partidos, decenas de movilizaciones y, sobre todo, el fracaso de la aventura de Malvinas, con la que la dictadura militar apostó a grajearse un apoyo social que le permitiera mantenerse en el poder.
La represión
Un argumento que se suele esgrimir para justificar el supuesto golpe en Bolivia son los muertos causados por la represión. Allí fueron asesinados, tras la asunción de Áñez, no más de 20 manifestantes. Parece mentira tener que explicar que no es necesario una dictadura para hacer eso: en la Argentina, los gobiernos kirchneristas asesinaron a 46 militantes durante la “década ganada”. Piñera, en Chile, ya superó a Bolivia sin que haya mediado nada parecido a un golpe. El propio Evo Morales asesinó a 6 manifestantes antes de renunciar. Podríamos seguir con los ejemplos: De la Rúa, Perón, Yrigoyen… la represión no es ajena a la democracia burguesa. Los golpes latinoamericanos de los ’70 necesitaban más que eso. Necesitaban consumar una masacre en muy poco tiempo, y por eso hacía falta una violencia organizada, centralizada y en dosis mayores. En la madrugada del 24 de marzo de 1976 centenares de militantes fueron secuestrados. No fueron detenciones al azar: estos activistas ya estaban marcados previamente gracias a las tareas de inteligencia de los golpistas. Fueron conducidos a campos de concentración y torturados para obtener la información que permitió nuevas capturas. Eso implicó el accionar de centenares de “patotas”, que conocían bien sus tareas, el terreno en el que actuaban y a sus blancos. También sabían cómo deshacerse de la evidencia: de allí los “desaparecidos”. Durante la dictadura llegaron a operar 340 campos de concentración en simultáneo. Hubo al menos 9.000 muertos o desaparecidos a manos de las fuerzas represivas. 8.000 personas permanecieron detenidas en cárceles comunes. Entre 20.000 y 40.000 debieron marchar al exilio.
A ello se debe sumar la represión cultural: en la Argentina de 1976 no solo era necesario erradicar físicamente la “subversión”, también había que eliminar sus ideas. Por esa razón, al menos 12.000 docentes fueron cesanteados, miles de libros fueron prohibidos, secuestrados y quemados por las autoridades. No se trataba de procedimientos arbitrarios: agentes de inteligencia se dedicaban exclusivamente a monitorear lo que se editaba, y elaboraban complejos informes en donde justificaban sus decisiones. La censura se extendió también al cine, al teatro, la música, la televisión y la prensa, donde al tiempo que algunos autores, directores y actores se vieron marginados por las famosas listas negras, el trabajo abundaba para los colaboradores. Muy lejos de lo que está pasando en Bolivia, donde no se han intervenido los medios, las prensas de izquierda siguen saliendo y los sindicatos siguen funcionando…
A esta altura del partido queda claro que lo del golpe fue una maniobra de Evo Morales para explicar el fracaso de su intento para perpetuarse en el poder. Los gobernantes (o ex gobernantes) “progresistas” defendieron una caracterización muy útil para no aceptar sus propias limitaciones y miserias. No se van por corruptos, por el repudio popular, o por no haber resuelto los problemas más urgentes de las masas. Se van porque la derecha recurre al golpe (parlamentario, mediático, o cualquier adjetivo que cuadre). Lo curioso es la vehemencia con que izquierda se sube a este barco. Cuesta entender, a la luz de las evidencias, porqué la izquierda se pliega a esta farsa. Evidentemente, no está a la altura de lo que se espera de ella.
Notas
1Hemos analizado con más detalle el golpe de 1976 en: Sanz Cerbino, Gonzalo: El Proceso Militar, Biblioteca de la UNI Nº 6, Ediciones ryr, 2019.