Después de la tormenta. Crisis económica, crisis social y crisis política en la Argentina actual

en Revista RyR n˚ 8

Partiendo del análisis de la economía mundial y del desarrollo de la lucha de clases en la Argentina, el autor examina el panorama en el cual debe moverse la izquierda argentina en la actualidad, continuando el argumento desarrollado ya en “La larga marcha de la izquierda argentina”, en RyR 3.


Quiero, antes que nada, pedirte que aceptes aunque no entiendas el no estar a tu lado en estos momentos… Acá adentro es frío, también es cálido; es muy oscuro pero todo tan claro… Cada vez nos sentimos más cansados, pero estamos muy fuertes. Si alguien te dice que estamos errados (tal vez en la radio a menudo lo oirás), lucha contra ello pues no lo estamos. Estoy seguro, hija mía, de que estarás orgullosa de mí, pues este sacrificio no es sólo por ti… No tengas miedo por mí, me volverás a ver; yo no lo tengo… Cuéntales, hija mía, a tus amigas, a tus maestras, qué lindo sería tener una Usina; que tu papi es minero, está dentro de la mina y que no saldrá si no es con la victoria; que hay que apoyarlos, que nos necesitan…

Carta “abierta” a su hija de un minero en huelga en Río Turbio,

a 10 kilómetros bajo tierra.

[Tomado de Prensa Obrera, 25/10/01]

Por Eduardo Sartelli (docente universitario y militante del Partido Obrero)

Introducción

            ¿Qué es una crisis? La pregunta remite a un momento en un proceso de una estructura. Decir que existe una crisis equivale a decir que hay momentos de no-crisis, de reproducción “normal”. Decir que algo se reproduce implica suponer que el devenir no es simplemente sucesión sino “legalidad”, un orden que brota de una realidad “estructurada”, que no es mero caos. Pero hablar de una “estructura” implica hablar de relaciones, de cosas que son lo que son en virtud de las relaciones que las unen. Lo que equivale a decir que el núcleo de la realidad social consiste en elementos unidos por relaciones. En consecuencia, una crisis sólo puede ser un momento de ruptura de esas relaciones y, por ende, de desestructuración del conjunto social y cancelación de la legalidad que le es propia. Es este panorama el que se suele designar como caos. Pero del caos, por obra y gracia de la propia realidad, surge necesariamente otra estructura y otra legalidad. Porque el hecho de que se rompan relaciones no significa que no se construyan otras: la realidad no se suicida. Todo lo contrario, una crisis es un momento de ruptura de las relaciones sociales que organizan una estructura al mismo tiempo que habilita la construcción de nuevas relaciones sociales. No todas las crisis tienen la misma magnitud ni el mismo grado de profundidad. Depende de la magnitud que alcance, el que se trate de crisis orgánicas o meramente coyunturales. Toda crisis orgánica rompe relaciones sociales fundamentales, mientras una crisis coyuntural afecta sólo a niveles relacionales subordinados (la política cotidiana, las ideologías, etc., etc.). Toda crisis orgánica da inicio a una etapa de inestabilidad general que puede desencadenar en una situación revolucionaria, aunque no es necesario que ese pasaje se produzca. Ello depende del contenido, la solidez y extensión de las nuevas relaciones creadas a partir de la crisis.

            La Argentina, como parte integrante del capitalismo mundial, vive hoy una crisis más que profunda. Las preguntas a realizarse son ¿qué tipo de relaciones se están rompiendo? y ¿qué tipo de relaciones se están construyendo? Este artículo tiene por finalidad dar una respuesta, precaria si se quiere, a esos interrogantes. Es necesario, primero, partir de una evaluación de la situación mundial y en un largo plazo, para luego remitirse a la situación local y el corto plazo.

  1. La crisis mundial: ¿la tormenta perfecta?

a. La economía en el ojo de la tormenta

En el número 3 de Razón y Revolución, hicimos una interpretación de la crisis a partir de la crítica del concepto de onda larga capitalista de Ernest Mandel. La teoría de las ondas largas pretende describir y explicar el movimiento de conjunto de la economía mundial a largo plazo. Así, siguiendo las oscilaciones de la tasa de ganancia, es posible observar grandes movimientos de ascenso y descenso regulares de la economía mundial. La onda larga descendente es producto de la caída de la tasa de ganancia por razones endógenas, el aumento de la composición orgánica del capital. La onda larga ascendente comienza siempre por la creación de un clima favorable a los negocios, es decir, una tasa de ganancia ascendente como producto de causas exógenas: en la lucha de clases, la burguesía se ha asegurado el aumento de la tasa de explotación y la concentración y centralización del capital necesarias. Nuestra crítica se focalizaba en la regularidad que Mandel postulaba para el movimiento de la economía: 22 años y fracción para cada “onda”. Señalábamos que si aceptábamos esa exigencia nos “comprábamos” un problema inexistente: las condiciones de funcionamiento del capital (la velocidad de circulación y las innovaciones tecnológicas, la interconexión de las estructuras productivas y financieras, etc., etc..) hacen imposible de sostener que una onda larga positiva dure lo mismo a mitad del siglo XIX que en la actualidad. De la misma manera, el fin de una onda larga descendente, cuya resolución depende de la lucha de clases, no puede describir regularidad alguna, ni ayer ni hoy: ¿quién dice que la lucha de clases se va a resolver en forma positiva para la burguesía en un período de 20 o 25 años? De modo que no hay ninguna razón para que la onda describa un comportamiento regular. Lo que quiere decir que la onda actual, que el propio Mandel anticipó en 1966 y que se instaló definitivamente entre 1968 y 1974, lleva ya unos 30 años en vigencia. Varias veces, a lo largo de los ’80 y los ’90, intelectuales de derecha e izquierda dieron por terminada la crisis y anunciaron el nacimiento de una nueva onda larga ascendente y, consecuentemente, el inicio de una era de estabilidad capitalista: después de la crisis de la deuda de 1982, de la crisis de valores de Wall Street de 1987, después del Tequila en 1995, de la peste asiática de 1997, de la crisis Rusa de 1999… Sin embargo, cada tres o cuatro años una nueva crisis se abate sobre el mundo con mayor o menor impacto, lo que impide a los apologistas del sistema cantar las hurras definitivamente.

Incluso cuando uno dirige la mirada al “Primer Mundo”, el panorama no deja de ser confuso y alejado de perspectivas optimistas: la década de los ’70 fue de crisis en EEUU y en menor medida en Europa, mientras Japón crecía exultante. Se hablaba del milagro japonés, de las maravillas del toyotismo y del espiritualismo oriental. La década del ’80 vio el apogeo del poder nipón, sintetizado en un George Bush (padre) desmayándose en una visita oficial al país del sol naciente. Mediados los ’80, cuando Europa está en su mejor momento y se cantan loas al “modelo social renano” y al capitalismo controlado y apoyado por el estado francés, comienza en EEUU una recuperación que cae de lleno en la era Clinton y da paso a una década de crecimiento y recuperación ininterrumpida. Japón cae en una depresión crónica y quiebras multimillonarias de las que no se recupera, todavía hoy, ni con tasas de interés negativas. Es la hora del triunfo del modelo “americano”, que baja los salarios y ajusta cruelmente pero produce crecimiento del empleo, a diferencia de su ahora vilipendiado enemigo “social” europeo. Con unos Estados Unidos en franco crecimiento, con un Nasdaq hacia los 5.000 puntos y un Dow Jones arrañando los 12.000, no sólo los apologistas exaltaban al “mago” Greenspan sino que, con él, proclamaban el fin del ciclo económico tradicional y el comienzo de una era de expansión ininterrumpida, motorizada por la nueva economía de Silicon Valley. Lo peor era que muchos intelectuales de izquierda, incluso economistas marxistas, aceptaban la moneda por buena.

Lo que más desconcertó a los analistas, de izquierda y de derecha, es que esta crisis mundial no tuvo, hasta ahora y a diferencia de la del ’30, un momento de desenlace único y concentrado sino que parece desplegarse espacial y temporalmente. Es, como titulamos la introducción al dossier del número 5 de RyR, una “explosión congelada” (se parece más, han hecho notar algunos, a la crisis del ’90 del siglo XIX). Lo que allí decíamos era que esta onda larga depresiva tendía a extenderse en el tiempo mucho más allá de lo esperado. Y dábamos la siguiente descripción: el ingreso a una fase depresiva es el producto de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia como consecuencia del aumento de la composición orgánica del capital. Iniciada la fase depresiva, la competencia se intensifica, unos capitales buscan fagocitarse a otros, al mismo tiempo que todos se embarcan en acciones cuya finalidad única es aumentar la tasa de explotación. Concentrar y centralizar el capital, reunir los niveles de acumulación necesarios para relanzar la innovación tecnológica y generar un aumento del ejército industrial de reserva sirve a los fines de reducir el número de competidores, bajar los salarios y aumentar la duración e intensidad de la jornada. La oleada de fusiones y adquisiciones que caracterizó a los ’90, el crecimiento de la desocupación y la caída de los salarios a nivel mundial, son prueba visible de lo que decimos.

Fuera de la producción, el movimiento se extiende hacia la reducción de gastos “operativos”, léase disminución del peso del trabajo improductivo en el seno de la economía, lo que lleva a reestructuraciones bancarias y del aparato comercial y de gestión del capital. La desaparición de los almaceneros de barrio, la bancarización por cajeros automáticos y tarjetas junto con otros fenómenos similares tienen el mismo origen que el just-in-time: el “desgrasamiento” del capital, la eliminación del trabajo improductivo y los tiempos muertos. Más allá todavía, la tendencia a “adelgazar” todos los elementos de la vida económico-social que no generen plusvalía, se extiende al Estado, con la política de privatizaciones. Tanto para entregar a la burguesía negocios rentables como para hacer desaparecer áreas enteras de consumo improductivo de plusvalía: la educación y la salud públicas y el sistema de pensiones y jubilaciones se transforman en bocados apetecibles, en parte como nichos de ganancias directas (privatización) y en parte como fuente de plusvalía retenida por las empresas (por la vía de la disminución de impuestos y de los aportes patronales). Todos estos fenómenos, reductibles a la cruzada por la tasa de ganancia, ocupan desde hace 20 años, bajo el nombre popular de “ajuste” o “flexibilización”, la atención de millones de personas en el mundo porque se han transformado en su realidad cotidiana. Realidad que no depende de este o aquel gobierno, este o aquel signo político, esta o aquella política económica: no son los neoliberales, ni los militares, ni el capital foráneo, es el capital y su lógica normal de funcionamiento.

Paralelamente, la incapacidad de crear nueva plusvalía lleva a los capitalistas a girar capitales a órbitas donde es posible realizar ganancias inmediatas: los fondos de inversión, la especulación bursátil, la deuda pública, se vuelven las estrellas de los “negocios” y la “economía casino” parece poder reemplazar a la economía real. Sin embargo, estos son los momentos culminantes de un crack de escala mundial, en el que la riqueza ficticia debe remitirse otra vez al mundo de la producción. La burbuja explota y el griterío de los deudores arruinados y la quiebra en cadena de empresas hace conocer al mundo que la crisis, que ha corrido larvada asomándose sólo como fantasma, acaba de golpear a la puerta. El desplome del Nasdaq es el indicador más fiel de este proceso, aunque quedará sepultado por el ataque a las Torres Gemelas, desde que toda crisis es achacada, por la burguesía, a circunstancias accidentales. Mejor excusa, imposible…

Decíamos en aquel escueto artículo del número 5 de RyR, que lo que habíamos sostenido dos años antes, en el número 3 se había cumplido: la onda larga depresiva continuaba y dudosamente volviera a levantarse en forma franca, que debíamos acostumbrarnos a un panorama en lo que lo habitual serían recuperaciones ficticas y recaídas reales. O sea, tasas de crecimiento de la economía mundial bajas en relación a la etapa de expansión de posguerra y con tendencia a caer recurrentemente. Hoy podemos decir que lo que sosteníamos en el número 5 también se ha cumplido. Allí, después de enumerar la sucesión de crisis bautizadas con nombres de bebidas, bailes o comidas tradicionales (tequila, samba, vodka, arroz) nos preguntábamos: “¿Quién sigue?” Y arriesgábamos “¿Tango y Rock and Roll?”. Efectivamente, lo que está en marcha es un nuevo capítulo de la crisis mundial, un nuevo retumbar de la “explosión congelada”, que alguien bautizó “la tormenta perfecta” porque a dos corrientes contrapuestas menores (Argentina y Turquía) se le suma la gigantesca ola de la depresión americana.

b. La crisis social: ¿una tormenta en ciernes?

Si la onda larga ascendente tarda en aparecer, la causa debe encontrarse en la lucha de clases. Si la burguesía necesita realizar una enorme tarea de destrucción de las fuerzas productivas acumuladas (a fin de reacondicionar su tamaño a los límites compatibles con las relaciones de producción) debe, consecuentemente, desencadenar un nuevo capítulo de la guerra entre clases. Comienza una intensa puja interburguesa que, en algún momento, es desbordada por la aparición en primer plano de la contradicción capital-trabajo: la crisis social. Según la profundidad de la crisis económica, la crisis social puede ser mayor o menor. La ruptura de las relaciones sociales fundamentales, la imposibilidad de continuar la reproducción de la fuerza de trabajo como tal (expresada en las enormes magnitudes que alcanzan la desocupación y la subocupación -disfrazada bajo formas de “empleo a tiempo parcial”, “pasantías”, “empleo precario”, etc., etc.- y la consecuente expansión del ejército industrial de reserva y el pauperismo consolidado, así como nuevas capas de lumpen proletariado), aparece en el plano “social” bajo las formas del crecimiento de la delincuencia, la inseguridad y las maneras más diversas de mendicidad. El correlato inmediato de la crisis social es el incremento de muertes por enfermedades “de la pobreza” (que se evitarían con sumas irrisorias de dinero), disminución de la talla física, partos prematuros, abortos espontáneos, epidemias medievales como el cólera y similares. Según el lugar del mundo en el que se esté el cuadro es más o menos intenso: desocupación y caída de salarios en EEUU o el genocidio por hambre en África. Sea donde sea, el mundo va de mal en peor y se puede percibir, fácilmente, que el pasado aparece con mejor imagen que el futuro.

Las relaciones sociales rotas se recomponen de diferentes formas: surgimiento y expansión de mafias, crecimiento de la “economía clandestina” del narcotráfico, nuevas relaciones asalariadas que representan niveles de explotación nunca vistos, cercanos a la esclavitud o disfrazadas de “cuentapropismo” (como los talleres textiles “de coreanos”, la recolección de residuos o los sistemas de venta en puestos callejeros, por dar ejemplos argentinos). Todo ello contribuye a la expansión del aparato represivo y al crecimiento de la población carcelaria por “crímenes sociales” (robo de o para adquirir alimentos y satisfacer necesidades básicas o, simplemente, por portación de “cara”). La desesperación arrastra masas al alcoholismo, la drogadicción y el suicidio, ante la clausura del horizonte vital, de las expectativas y las esperanzas. La justificación de la creciente crisis social (y la primera respuesta también) asume las formas del racismo y el sexismo: el sistema se defiende expulsando sus contradicciones. Pero, al igual que no se puede curar la viruela pinchando los granos de la cara, no se puede barrer bajo la alfombra las causas del problema, porque la crisis social del sistema se hace presente en todos lados de las maneras más diversas: guerras separatistas, invasiones, genocidios “raciales”, terrorismo internacional, caída de gobiernos, reemplazo de regímenes democrático-burgueses por dictaduras más o menos encubiertas, ascenso de fundamentalismos religiosos, desplazamientos de población, crecimiento de las ciudades basura y vaciamiento de los antiguos centros de las grandes metrópolis; expansión de los sistemas de seguridad privada y demandas de “mano dura” y de gobiernos cuasi fascistas. Por todos los caminos posibles, las relaciones sociales rotas buscan su recomposición en el marco de la sociedad existente. La inviabilidad de realizarlo lleva al cuestionamiento de estas vías y a la búsqueda de otras. Comienza a abrirse paso la conciencia de la necesidad de otras relaciones. Pero dicha conciencia tiene también su propia historia.

c. La crisis política: entre una tormenta y otra

¿Por qué la onda larga expansiva tarda en surgir? Porque la magnitud de la tarea correspondiente no puede ser realizada hoy bajo la forma de violentos combates de clase, al estilo 1848, 1870 o 1917-45. El crecimiento de la clase obrera y la desaparición de clases potencialmente auxiliares del capital en las tareas contrarrevolucionarias (pequeña burguesía urbana y rural, campesinado) ha llevado a una situación de difícil manejo. Eso es lo que explica que no hubiera una derrota de la clase obrera de los países centrales de la magnitud que significó el nazismo, el fascismo (italiano y japonés) o la regimentación por la guerra en el resto de Europa y EEUU. Y es también lo que explica la dificultad en liquidar a fracciones enteras de burguesía débil y no tan débil, al menos, otra vez, en la magnitud que requirió la última onda larga ascendente: dos guerras mundiales y cartelizaciones forzosas en las que el corazón mismo del capitalismo mundial fue destruído, literalmente hablando. Esto es lo que explica, en parte, la “mundialización” actual: trabada la resolución en el centro, el capital huye a la periferia, atacando indirectamente a la clase obrera de sus países de origen con los obreros del Tercer Mundo, del Segundo y de buena parte del Primero. Así se explican “bonanzas” particulares en medio de la crisis: las zonas pobres de los países avanzados (el sur y suroeste de los EEUU), países de segundo orden en espacios dominados por otros capitales (la República Checa, Irlanda, España, en Europa), algunos “emergentes” (México, Chile), etc., etc.. Allí los capitales más débiles pueden ser rápidamente fagocitados incluso por capitalismos de segundo orden, como el español en América Latina. La “mundialización” se aprovecha así de la derrota al viejo estilo de la lucha de los ’70 en el Tercer Mundo, aunque no deja de encontrar zonas duras que, por razones diferentes, resultan resistentes al dominio imperial y llegan a plantear problemas de alcance mundial: Irán, Iraq, Libia, Yugoeslavia, Chechenia, ahora Afganistán. Mientras tanto, en los países centrales la burguesía apuesta al desgaste más o menos lento o rápido según el momento, sin animarse a una embestida frontal. Es así que la crisis no termina de explotar pero tampoco de ser superada, describiendo un movimiento epiléptico que va degradando la realidad social y política.

Toda crisis orgánica conlleva una violenta destrucción y reelaboración de identidades políticas lo que, dicho en lenguaje científico, significa transformaciones en la conciencia de clase, tanto del proletariado como de la burguesía. La expansión de los años dorados (1945-70) dio paso a la emergencia de una crisis política que en los países menos desarrollados alcanzó ribetes revolucionarios y en los más avanzados se limitó a una crisis de las “relaciones laborales” acompañada por la crisis de conciencia de vastos sectores de pequeña burguesía. Alzamientos más o menos revolucionarios en el primer caso, huelgas generales extendidas y desarrollo de movimientos pacifistas, hippies, “nueva izquierda”, feminismo y campañas anti-nucleares, en el segundo, fueron las formas en que se manifestó la crisis que cerraba una época e iniciaba otra. La última oleada revolucionaria del siglo terminó en un fracaso que tuvo sus expresiones más sonoras en la “retirada de los intelectuales”, al decir de James Petras, y en la conversión de todos los aparatos políticos “progresistas” en ejecutores testamentarios de los “derechos  sociales” alcanzados por la clase obrera y la pequeña burguesía tras decenios de lucha. Uno por uno, los intelectuales que habían animado el espíritu “sesentayochista” saltaron la cerca y cambiaron de bando, acompañando a los partidos y corrientes políticas a las que pertenecían. La política “posibilista” y el posmodernismo fueron los ingredientes fundamentales de la era de la fantasía, los años ’80, convertidos en los años del “triunfo de la democracia”.

La burguesía salió triunfante de dicha etapa gracias a una tarea que incluyó la combinación de estímulo y sostén a las dictaduras militares en todo el Tercer Mundo y la instalación de gobiernos “fuertes” en el Primero. La creación de un “clima” favorable a los negocios (desgravaciones impositivas, subsidios directos, desregulación de las relaciones laborales, eliminación de las regulaciones antimonopolistas, etc., etc.) y la recuperación de la confianza en el poder del imperio (que se manifestó en forma patética en la invasión de Reagan a Granada y Bush a Panamá, en la Guerra de Malvinas, en la Guerra del Golfo y ahora en la Guerra “al terrorismo”) figuraban en el primer plano de la agenda capitalista. La Caída del Muro no fue más que la cereza del postre. No obstante, la fuerza de la burguesía nacía no sólo del triunfo sobre la oleada revolucionaria de los ’70 sino también de la ficticia recuperación de la economía reaganiana que se continuó bajo Clinton, con algún altibajo en el medio. La era de la fantasía tuvo un protagonista principial en el yuppie, especulador financiero y bursátil, el ganador de la economía casino. La pendiente en la que la economía norteamericana viene deslizándose desde hace dos años, el derrumbe del Nasdaq y del Dow Jones, la recesión ya iniciada, han puesto punto final a la era de la fantasía, en el centro mismo del sistema capitalista. La crisis de las ideologías que la acompañaron (entre ellas, el neoliberalismo, shockeado en estos días por el premio Nobel otorgado a Joseph Stiglitz) es hoy un síntoma más de la potencialmente explosiva situación mundial y de las dificultades de la burguesía para reorientarse.

La evolución de la política obrera es inversa. De los ’80 para acá, la crisis ideológica de la clase obrera mundial no podría ser mayor. En varios sentidos, es peor que antes de la Revolución Rusa y puede afirmarse que no es el resultado exclusivo de la destrucción del mayor experimento social de los últimos 200 años. No se trata sólo de “la caída del Muro”: es el fracaso histórico de todas las corrientes políticas que, desde el reformismo a la revolución, orientaron la política obrera, desde el comunismo y sus variantes hasta el populismo y el nacionalismo, pasando por la socialdemocracia y el laborismo. La política obrera tiene que reconstruirse casi desde cero. Pero, como venimos sosteniendo desde el número 3 de RyR, existe una tendencia lenta, pero firme, a la recomposición del partido del caos, sostenido en experiencias variadas pero todas coincidentes en reafirmarse en la crisis de la ideología burguesa. Se han roto las relaciones políticas sustantivas que unían a la clase obrera con la burguesía y comienzan a anudarse otras cuyo contenido está por verse. Para entender esta situación harto contradictoria, es necesario repasar brevemente la vida política de los últimos 50 años. La larga expansión de los años dorados dio lugar a la consolidación de partidos burgueses con base de masas, bajo la forma de populismos, nacionalismos, socialdemocracia o laborismo. La política adquiría un contenido sustantivo, en tanto fracciones de la burguesía se disputaban un territorio social como medio de la disputa política de sus intereses económicos. La política obrera se ubicaba, mas allá o más acá, según fuere el país y la situación, entre fuerzas políticas de izquierda, normalmente débiles, y otras de centro-izquierda, normalmente poderosas. A la derecha, la burguesía operaba con masas de maniobra mayores o menores pero siempre inferiores al dominante centro-izquierda. Esto significa que la política obrera dependía de las relaciones que unían a fracciones de la clase obrera con fracciones de la burguesía, alianzas en cuyo interior se realizaba también una disputa por su conducción que expresaba la tensión permanente entre un ala “obrerista” y un ala “burguesa”. Esas relaciones se han roto y nada nuevo ha venido a reemplazarlas.

La burguesía se ha recompuesto sobre la vía de destruir a varias de sus fracciones. La cúspide más concentrada del poder está ocupada por la fracción más concentrada del capital cuya distancia con la base burguesa se ha estirado notablemente. El resultado es que no parece poder reconstruirse un poder burgués alternativo basado en una fracción burguesa capaz de orientar a las masas hacia una fórmula que funcione y resulte inclusiva socialmente. Esa es la razón por la cual sólo existe un programa burgués y sólo uno. Y es por eso que la política (burguesa) se vacía de contenido sustantivo y sólo puede ofrecer una alternancia entre el “relájate y goza” neoconservador y la “lucha contra la corrupción” neo-socialdemócrata. Dos formas de presentar el mismo programa económico. Es decir, dos formas de anunciar la incapacidad de la burguesía dominante de trazar nuevas relaciones sustantivas con las masas. La burguesía es hoy más pequeña en número y está más aislada.

Desgajada de las alianzas setentistas, la clase obrera se encuentra entre la decepción y la deriva. En el interin comienza a estructurar nuevas relaciones. El desarrollo del capital ha arrojado a su seno, proveniente del resto de las clases y fracciones sociales, nuevas masas que incrementan su número. Hoy hay más obreros porque el capital se ha desarrollado, incrementando la polarización social. Los obreros son cada vez más y se encuentran aislados de las grandes alianzas tradicionales. Esto es lo que habilita la creación de nuevas relaciones potencialmente revolucionarias.

Sin embargo, el problema no es tan sencillo. Si la burguesía puede seguir disfrutando de la victoria no se debe sólo a ella sino también a sus consecuencias. La desocupación y la pauperización de sectores enormes fracturan a una clase otrora más homogénea, al mismo tiempo que la colocan en condiciones de máxima competencia interna. Es esta fragmentación la que debe ser superada. Decíamos, en el número 3 de RyR, que si bien la desocupación fragmenta, divide, en tanto tiende a constituirse en el horizonte del conjunto de la clase también favorece la reconstrucción de la unidad política de la clase sobre nuevas bases. La construcción de organizaciones de desocupados, la reactivación sindical y la unidad política subsecuente, es un proceso en marcha, pero es necesariamente contradictorio y, por lo tanto, lento. No obstante, no parece que el horizonte económico de mediano plazo, por lo menos, le permita a la burguesía elaborar una alternativa “social”, sino todo lo contrario, situación agravada por la continuidad de una “curva capitalista” que parece más propensa a reptar que a elevarse raudamente. En consecuencia, el viento, esta vez, parece soplar a favor de la izquierda revolucionaria porque la contradicción dominante de la situación política actual yace en el hecho de que el máximo poder histórico material del trabajo coincide con su menor poder político histórico y, a la inversa, el máximo poder político histórico de la burguesía, se corresponde con su menor poder material histórico. Por poder “material” entendemos el conjunto de relaciones sociales que cada clase es capaz de trazar, es decir, su potencial hegemónico. Está por verse quien será capaz de cabalgar las olas y pilotear la tormenta.

2. La larga marcha de la izquierda argentina II

Las reflexiones que iniciamos en el número 3 de RyR tenían por finalidad tratar de entender el horizonte en el que debía moverse la izquierda en los próximos años. Nuestras conclusiones podrían sintetizarse así: dada la naturaleza de la crisis y de las perspectivas del ciclo económico, dada también la situación concreta de la clase obrera, las perspectivas de la izquierda eran positivas tomadas en el mediano y largo plazo. El tiempo nos ha dado, más o menos, la razón. Veamos

a. Sangre, sudor y lágrimas para nada

Decíamos que el capitalismo argentino se reestructuraba de la misma manera que el capitalismo mundial. Decíamos también que mientras en el centro del sistema las tareas del ajuste no estaban terminadas, en el caso argentino dicha tarea había avanzado mucho. Que el capitalismo argentino debía ponerse a tono con el nivel de productividad del trabajo imperante en el mercado mundial y que en ese sentido iban todas las transformaciones en curso. Eso implicaba apostar a que esas transformaciones implicaban un desarrollo del capitalismo y no una retracción. Nos oponíamos, entonces, a la tesis todavía hoy dominante en algunos partidos de izquierda que veía en la desindustrialización la causa de la situación actual. En esa tesis, el desarrollo capitalista habría retrocedido en la Argentina. La receta obvia consistía, entonces, en un plan “productivo”, en los que algunos imaginaban que el Mercosur podría jugar un papel fundamental. Esa explicación hacía agua por muchos lados, pero el principal yacía (y sigue siendo) el que el PBI, tanto el industrial como el no industrial, registró durante la etapa de ajuste un crecimiento real. También iba en contra de esa explicación el hecho de que cuando la economía más creció, más se desarrollaron las consecuencias que se creía se evitarían con la “reindustrialización”. Al contrario, más desarrollo capitalista, más desocupación.

En ese contexto, toda la cuestión sobre la viabilidad de la reestructuración capitalista en Argentina pasaba por si la productividad del trabajo interna, en general, se alineaba con la mundial o si se mantenía por debajo. La medida del éxito se concentra en la expansión del volumen y la diversificación del contenido de las exportaciones, un índice del grado de penetración en mercado mundial y de la conquista de nuevas posiciones en su seno. La consecuencia obvia de dicho proceso sería el fin del retraso cambiario permanente, en la medida en que el poder de una moneda no es más que el reflejo de la productividad del trabajo que la sostiene. De no darse esta situación, el “ajuste” sólo significaría sangre, sudor y lágrimas para nada. Y bien, el resultado hasta ahora es exactamente ese.

b. La transformaciones en el seno de la clase obrera argentina

La historia de la izquierda en la Argentina ha estado signada por el peronismo. No importa cómo se lo conceptualice, nadie negaría un hecho tan evidente. Pero no es indiferente el tipo de caracterización que hagamos del fenómeno peronista la imagen que tengamos del presente. En efecto, definido como reformismo más nacionalismo, el peronismo es un caso clásico de partido burgués de masas reformista, el equivalente argentino de la socialdemocracia francesa o del laborismo inglés. No obstante, al igual que otras de sus contrapartes europeas y no europeas, la alianza peronista es uno de los cadáveres políticos insepultos que no han encontrado, todavía, su enterrador. Lo que está roto es la base material de esa alianza, aunque la clase obrera no haya podido construir, todavía, otro instrumento. La situación en el seno de la pequeña burguesía y el partido que la utiliza como masa de maniobra, el radicalismo, no es muy diferente.

La clase obrera argentina, como resultado de las fuerzas mismas que han roto las bases materiales de la alianza peronista, es decir, las relaciones que la unían a la burguesía, ha sufrido en su interior un proceso de fractura y desplazamiento de su antiguo centro de gravedad. Ubicado claramente en el seno de la fracción industrial de la clase (con los metalúrgicos como núcleo duro), ese centro ordenaba la acción de una clase relativamente homogénea, no afectada por la desocupación y con un grado muy elevado de organización sindical. La imagen, 30 años después es completamente distinta: una clase sin centro visible (aunque parece alinearse en torno al transporte) se encuentra fracturada en un vasto ejército industrial de reserva, un no menos importante pauperismo consolidado y un ejército en activo muy reducido, completando el panorama una fuerte crisis de estructuración sindical (no sólo por la caída del nivel de agremiación sino visible sobre todo en la existencia de dos centrales sindicales –CGT y CTA- más un alineamiento gremial aparentemente momentáneo pero con tendencia a la coagulación –el MTA- y dos corrientes políticas de base sindical en diferente grado de estructuración –la CCC, más avanzada en su desarrollo y más instalada, y el Polo Obrero, más incipiente).

Paralelamente, la magnitud de la clase ha visto aumentar su número, reforzada por capas que se caen de la pequeña burguesía: profesionales liberales de profesiones que ya no son ni “profesiones” ni “liberales”, de entre los cuales los médicos son el ejemplo más notorio, proletarizados por la emergencia de los grandes grupos de “salud”; capas asalariadas que por su origen social reportaban fuera de la clase obrera, entre ellos uno de los protagonistas de la etapa actual, el gremio docente en sus tres niveles; pequeños y aún medianos empresarios primero pauperizados y luego expropiados por el gran capital; “cuentapropistas” (es decir, pequeña burguesía no explotadora) arrojados al proletariado por la concentración y centralización del capital, entre ellos, comerciantes minoristas y taxistas, los más numerosos; juventud procedente de todas las fracciones de la pequeña burguesía y aún de la burguesía, que encuentran difícil de reproducirse como sus padres, entre otras cosas porque ellos mismos encuentran difícil reproducirse a sí mismos, especialmente los expropiados y pauperizados del campo. Todo lo que ha venido a llamarse “desaparición de la clase media”, urbana pero también rural, no hace más que expresar, deformadamente, una realidad profunda y contradictoria.

c. La democracia blindada se pinta la cara

El correlato de esta secuencia de transformaciones no puede ser otra que la crisis política profunda de la democracia burguesa, que se expresa, por ahora, en el vaciamiento de las “instituciones”, tanto las que corresponden al aparato estatal mismo como las que corresponden a los partidos políticos burgueses. Así, no sólo se ha vuelto quimera la ya quimérica independencia del poder judicial por obra y gracia de los “decretos de necesidad y urgencia”; no sólo el congreso pierde toda función de mediación, creación y sustento de relaciones; no sólo el poder ejecutivo se limita a dos funciones, la de extractor plenario de plusvalía y la de represión de los conatos de resistencia; sino que los mismos partidos que deben resolver (contradictoriamente) la contradicción entre la falsa igualdad de la política y la real desigualdad de la economía, carecen de condiciones para realizar su tarea. No se trata de que no puedan ganar más elecciones, sino de las bases sobre las cuales pueden hacerlo: el peronismo ganaba elecciones sobre la base de una relación sustantiva con la clase obrera (defensa del valor de la fuerza de trabajo), igual que el radicalismo con la “clase media” (defensa de las condiciones de reproducción de la pequeña burguesía y de extensas capas asalariadas). El examen de la progresión de programas “teóricos” de gobierno (es decir, de aquello que se dice para ganar las elecciones) no puede ser más elocuente acerca de la medida en que la base del poder electoral se degrada y accidentaliza: mientras Alfonsín prometió que el respeto a la forma garantizaba el contenido de las demandas aditivas de proletariado y pequeña burguesía (“con la democracia se come, se educa”, etc., etc.) y Menem aseguró poder recomponer las condiciones de vida de la clase obrera (“revolución productiva y salariazo”), De la Rúa  se limitó a la lucha contra “la corrupción”.

La última elección, la del reciente 14 de octubre, muestra el grado más alto alcanzado (hasta ahora) por la descomposición política, no sólo por ser el ejemplo de mayor abstencionismo, voto impugnado y en blanco de la historia reciente, sino incluso por las características de varios de sus protagonistas principales: un ex diputado, sin campaña, sin partido y sin programa, luego de años de ostracismo político, alcanza el 10% de los votos en Capital Federal sin más promesa que su cara y su reconocida honestidad personal; un cura, en uso de licencia de parroquia, llega a porcentajes similares en Capital y provincia de Buenos Aires, con no mucho más que Luis Zamora; una ex funcionaria del Proceso Militar en Chaco, que reza todos los días y cita a Durkheim con asiduidad, se reúne con cuatro o cinco actores de moda (que no dicen ser otra cosa que buenas personas) y se transforma en tercera fuerza nacional. Si a Farinello le fue peor que a Carrió se debe simplemente a que, estando en el gobierno, el radicalismo se encuentra en una crisis mayor que el peronismo. En parte, este mismo hecho explica la distinta suerte de dos de las tres principales agrupaciones de la izquierda argentina, el PO e Izquierda Unida, que disputan en franjas diferentes, más cerca de las barriadas obreras del conurbano peronista la primera, más cerca de la pequeña burguesía y de las nuevas capas asalariadas capitalino-radicales la segunda. No termina de ser un reflejo de la situación el que, aunque ambos agrupamientos crecieran, sobre todo el segundo, la magnitud del avance no esté a la altura de sus afanes, sobre todo, de los del primero: ambos fueron víctimas (en un cuadro, no obstante, muy positivo) de la crisis de la política burguesa, que no dejó de impactar siquiera lateralmente, a la izquierda.

El resultado de la crisis de la política burguesa se ve con más claridad en la imposibilidad de enfrentar la emergencia social con otra cosa que represión. Imposibilitada de establecer nuevas relaciones con su base de masas (a través del peronismo y el radicalismo), la burguesía ha procedido a “blindar” su democracia. Así, suman entre 2.800 a 3.000 los obreros presos y/procesados por actividades político-sindicales (“por luchar”) y la cantidad de heridos y muertos en manifestaciones alcanzan a varios centenares. Los derechos civiles pasan, entonces, al rincón de los trastos viejos, aún en su más fantasmática realidad burguesa.

3. Después de la tormenta, la clase obrera

A los efectos de ir concluyendo, es necesario retomar la pregunta inicial: ¿Qué se ha roto en la sociedad argentina? La respuesta es bastante sencilla: se ha roto el ciclo del reformismo. Y es probable que el período menemista sea observado en el futuro como una pausa en la tormenta desatada por la ruptura de los lazos sustantivos que unían a la clase obrera y la pequeña burguesía con la burguesía. Una pausa financiada por las privatizaciones y por la duplicación del ya gigantesco endeudamiento externo. Una situación que es común a muchos países del mundo, por no decir a casi todos o sin el casi. La “mundialización” de la situación depende de la forma en que se procese la crisis norteamericana. Lo que no deja de estar claro es que la Argentina es uno de los eslabones más débiles de la cadena capitalista.

Para poder intentar una evaluación de tendencias, es necesario responder a otra pregunta: ¿Qué se construye hoy en la sociedad argentina? La respuesta debe, necesariamente, ser conservadora:  se construye una tendencia a la superación de la derrota, el inicio de una fase de ascenso y ofensiva del proletariado y la construcción de una alternativa política de masas potencialmente revolucionaria. Digo conservadora porque lo que se construye no es la ofensiva ni la alternativa revolucionaria, sino la tendencia a desembocar en ella, que no es lo mismo. Veamos lo siguiente con el detalle que permite este corto espacio.

Si decimos que el proletariado se encuentra fragmentado, resulta necesario examinar su evolución desde los fragmentos mismos. Repasemos: el proletariado argentino actual se compone de un sector de pauperismo consolidado y de un ejército industrial de reserva muy extensos (lo que aparece superficialmente bajo el rótulo de desocupados y subocupados), otro de obreros en activo, muy disminuído, que puede separarse en dos fracciones, el de los obreros industriales (entre los que sobresalen los transportistas) y el de las nuevas capas asalariadas de origen pequeño-burgués (entre los que destacan los docentes). Los sectores de pequeña burguesía pauperizada (comerciantes y productores rurales sobre todo) tienden a acercarse a las condiciones de vida de los últimos, mientras que sus hijos suelen formar parte de los componentes juvenil-estudiantiles que llegan a ubicarse en una escala aún más baja. Este conjunto ha tendido a moverse sin coordinación alguna a gran escala, experimentando diferentes procesos, aunque todos condicionados por los fenómenos dominantes del período: la desocupación y el empobrecimiento.

Los “desocupados” han vivido un proceso que los ha llevado desde las acciones más desesperadas a la construcción política más avanzada, hasta el momento. La ecuación desocupación-pobreza ha hecho que por momentos fueran los protagonistas exclusivos o que compartieran ese protagonismo con otras fracciones y capas. Podemos distinguir, en su movimiento, dos momentos: el que va desde los saqueos alfonsinistas a Cutral-Có y Tartagal y el que se extiende desde aquí al “Piquetazo” del corriente año. El primer hecho de magnitud nacional en que la presencia de los “desocupados” es dominante es el de los saqueos alfonsinistas. Tal vez no casualmente el momento de mayor debilidad de la clase obrera argentina coincida con en la incapacidad de hacer frente al golpe de estado hiperinflacionario con otra reacción que no sea el saqueo, al mejor estilo “motín de hambre”. En el corazón del capitalismo argentino, la clase obrera respondía con una forma de acción que no alcanza a estructurar un proceso de lucha. Hay que esperar hasta el Santiagueñazo para encontrar el segundo hecho de magnitud similar al anterior, al menos en impacto mediático. Aunque los protagonistas no son exactamente los mismos (ya que no sólo participan desocupados), la situación sigue dominada por la ecuación desocupación-pobreza. La conciencia ha avanzado: se ataca al poder, aún cuando sólo sea para destruir sus símbolos, como quien se pincha los granos de la cara pensando que mata la viruela, una especie de “jacquerie” medieval. No obstante, el espacio social en el que se produce se reduce: Santiago del Estero es una provincia marginal. La calidad del movimiento sigue su marcha ascendente en Cutral Có y Tartagal, donde la participación de las nuevas capas asalariadas y de la pequeña burguesía se hace mayor: asambleas populares virtualmente construyen un poder paralelo, pero la magnitud vuelve a reducirse porque se trata de pequeños pueblos alejados de la mano de Dios (o sea, YPF). Asistimos, entonces a un movimiento contradictorio: el fenómeno aumenta en calidad pero disminuye en cantidad.  Sin embargo, a fines del menemismo, comienza el segundo momento: el movimiento vuelve al litoral y ya es una provincia no tan marginal la que da la nota, aunque el rol de los desocupados es aquí menor frente al de las nuevas capas asalariadas y la pequeña burguesía: Corrientes. Y retorna al corazón del capitalismo ahora habiendo recogido en el camino todas las experiencias: La Matanza y las dos asambleas nacionales piqueteras, la coordinación con la situación salteña y neuquina. El fenómeno ha ganado en calidad y cantidad.

El movimiento que hemos descrito parece unir, tal vez no justificadamente, la acción de una de las fracciones de la clase obrera (el ejército industrial de reserva y el pauperismo consolidado) a la que se unen sectores de capas asalariadas recientes y fracciones de la pequeña burguesía pauperizada. Ambas aparecen unidas por dos circunstancias: a. la pobreza, es decir, la desposesión de sus lugares sociales (como dueños de fuerza de trabajo, como poseedores de medios de producción o de vida); b. la imposibilidad de realizar su acción por la vía de dificultar la creación de plusvalor (la huelga es reemplazada por el “corte de ruta” y por la “carpa”). Ambos elementos, carpa y corte, son solidarios: en tanto imposibilitados de ocupar el lugar de la producción de plusvalor, la acción requiere de otra forma de irrupción, el corte, y de otra forma de ocupación, la carpa. El “aguante” se transforma en el elemento moral necesario, en tanto que todas estas acciones requieren una disposición para la lucha larga. De la misma manera, la quema de gomas, la honda y las piedras se constituyen en las armas necesarias, en la medida en que el desalojo suele revestir la forma de batalla campal. Concientes de la debilidad relativa, el combate suele desarrollarse de preferencia en el ámbito de lo ético-simbólico: la presencia de niños, curas, apelaciones a la patria, marchas de antorchas, procesiones, invocaciones a la unidad y a la solidaridad, son instrumentos que buscan colocar al combatiente en condiciones de armamento moral superior. Es en este camino que el movimiento ya ha construído sus mártires (Teresa Rodríguez, Aníbal Verón), sus líderes presos o rescatados de la cárcel (Castells, Alí, Barraza) y una nueva dirigencia reciclada de viejos militantes sindicales de extracción fabril (Martino, Pepino Fernández, Carlos Alderete) o de la política tradicional (D’elía). Hasta una “cultura” piquetera parece estar emergiendo, de la mano de artistas que se suman a los cortes y al movimiento.

¿Por qué hemos colocado a esta fracción en el centro del análisis? Porque por el momento,  parece haberse convertido en el sector más movilizado de la clase, el de mayor dinámica y el que ha dado pié al surgimiento de un grupo de dirigentes más alejado de las burocracias sindicales tradicionales. Como tal, el hecho que aquí denominamos “Piquetazo”, desbordó a la agrupación que parecía, como representante del proletariado industrial, destinado a acaudillar a la clase en su conjunto, el transporte, liderado por el MTA (que mantiene un poder de movilización superior como aparato no caben dudas: basta con observar la manifestación a Plaza de Mayo, sin paro y en horario “de oficina”). El “Piquetazo” desbordó a las dos CGT porque se constituyó, durante tres semanas, en el elemento aglutinante de la política nacional. Juega a su favor el que la burguesía lo constituyera, a su vez, en el “demonio” a exorcizar, levantando a varias de sus figuras al mismo lugar que en su momento colocó a Quebracho, en una maniobra de orden estratégico que no parece haber dado los resultados esperados.

Aún con su capacidad aglutinante, el movimiento piquetero, esencialmente un movimiento de desocupados, no carece de contradicciones internas ni de dificultades de estructuración. Es más una promesa y un ejemplo que una realidad y un comando dirigente. Que ha cobrado realce en la medida en que ha obligado a casi todo el país sindical a desfilar por sus asambleas (que se han dado el gusto de repudiar a Moyano, por ejemplo) y que ha servido de punto de referencia para otro grupo de empobrecidos y potenciales desempleados que comparten con ellos la dificultad de utilizar la huelga y la ocupación como instrumentos de acción, los docentes y los empleados estatales. Pero la pregunta que surge inmediata es: ¿Y la fracción industrial? Pareciera, a simple vista, que son los grandes ausentes del escenario de lucha. Y sin embargo, sus acciones, menos espectaculares, no por eso son menos numerosas (tal vez lo son más) y han alcanzado también magnitudes de importancia. No se trata sólo de acciones de resistencia gloriosa, no siempre exitosa, pero de magnitud marginal (Río Santiago, Atlántida, Zanón). Se trata, sobre todo de las grandes huelgas automotrices de comienzos del menemismo y de la actual lucha de Aerolíneas que, junto con las movilizaciones y paros transportistas que dieron origen al MTA, son los hechos centrales del proletariado industrial en los últimos años. Pero fuera de la corta primavera “moyanista” que terminó en nada, la fracción no logró constituirse en aglutinador ni vanguardia, aunque el poder potencial que contienen se manifiesta en la magnitud que adquiere cualquier huelga cuando la UOM, SMATA o UOCRA convocan y movilizan.

Las nuevas capas asalariadas de origen pequeño burgués, cuyo núcleo se encuentra en los docentes y trabajadores de la salud, han tendido a manifestarse ruidosamente siempre que la crisis alcanza un pico dramático, como durante el “Piquetazo”, en el que tendieron a confluir con las masas de desocupados y los cortes de ruta. Esta última no fue, sin embargo, ni la primera ni la más importante de sus acciones, que tuvieron peso importante ya bajo el alfonsinismo y luego bajo el menemismo.

Una clase sin centro definido que avanza, sin embargo, en la estructuración de una alternativa a través de la lucha, capaz de aglutinar y acaudillar otras fracciones de las clases subalternas, sobre todo la pequeña burguesía pauperizada. Ese es el marco en el que se ha de mover quien quiera transformar la realidad. Es hora, entonces, de examinar de nuevo

… la larga marcha de la izquierda argentina

            Crisis económica mundial que sobredetermina la realidad local. Crisis económica local que no hace más que agravarse. Crisis social que presiona sobre las acciones y la conciencia. Retomando aquel artículo de RyR 3, sostenemos hoy, con más fuerza, que hay un proceso ya no tan lento, de reconstitución del partido del caos. En ese proceso la izquierda no ha estado ausente, todo lo contrario. Sin embargo, tras las últimas elecciones, el panorama es positivo pero contradictorio: las acciones más importantes protagonizadas por el proletariado (sintetizado en el “Piquetazo”) no se han traducido en el plano electoral, situación retratada en la elección del Partido Obrero, uno de los partícipes más importantes de esas jornadas. Aunque es posible que un análisis más fino demuestre que buena parte de los sectores más movilizados de las nuevas capas asalariadas fueron canalizadas por Izquierda Unida, sobre todo en provincia de Buenos Aires, da toda la impresión que el voto “piquetero” se canalizó hacia Farinello (vía D’Elía) o hacia la abstención (vía CCC), en un contexto en que el peronismo no sufrió el mismo desgaste que el radicalismo. Que dicha vinculación entre “lucha de calles” y voto existe, lo prueba la elección del PO en Salta y Santa Cruz, pero queda claro que la situación en La Matanza es más compleja. Por el contrario, la izquierda se ha beneficiado de la crisis de la Alianza, que decantaron hacia Zamora e Izquierda Unida, en un voto que expresa más la crisis de la pequeña burguesía pauperizada y de los sectores asalariados menos movilizados. Es decir, la mayor militancia de la izquierda no resultó en mayor caudal electoral y a la inversa. Eso crea un panorama extraño: por un lado, la probable desmoralización de los sectores más dinámicos en las calles mientras que los más desmovilizados en las calles verán crecer su moral y su autoridad política.

            En algún sentido, la situación reproduce por un lado, el del voto “castigo”, aquella de la emergencia del MAS y que puede evaporarse con la misma velocidad con la que asciende. El problema es que en su caída no arrastre a quienes (como el PO y el PTP) han construido posiciones entonces inexistentes y que constituyen la novedad más importante. En el medio, se cuela una posibilidad en extremo autoritaria bajo un discurso “libertario”, la de un candidato liberado del control de toda estructura, plebiscitado por un electorado fantasma, Luis Zamora, cuyas perspectivas son, hoy por hoy, persistir en esa brecha con su discurso “anti-aparato” o reconstituirse como “prenda de unión” de la izquierda. En cualquier caso, se abre para la izquierda una situación en extremo interesante que, espero, no sea abortada con el chantaje de la “unidad”: hoy más que nunca, es necesario que la población perciba las diferencias en el seno de las agrupaciones que, desde lejos, parecen idénticas pero de cerca exhiben diferencias profundas, incluso más grandes que las que separan a opciones de “derecha” entre sí. Lo mejor de la situación es precisamente esto: por su acción o por el simple estar allí, la izquierda ha conquistado una parte no despreciable del escenario de la política. Está ya en condiciones de cometer errores, lo que significa un avance enorme. Dependerá de su inteligencia el que los aciertos los compensen y superen.

En una hermosa película de Tristan Bauer, Después de la tormenta, la única tal vez que describe el proceso que ha vivido la clase obrera argentina en los últimos años, el protagonista, un obrero industrial desempleado encarnado por Lorenzo Quinteros, se reconstituye como persona luego de un largo pasaje por la miseria, la muerte y la desorganización familiar. En la escena final, recupera a su hijo preso, a su hija y su esposa (que ha tenido que sostener la familia mientras el héroe realizaba su pasaje por el infierno) ahora desde otra posición: ya no la del macho que manda y grita sino la del compañero que da la pelea por la vida. Emocionado le cuenta a su hijo (que le guarda el justo rencor del abandono) que ha vuelto a trabajar vendiendo escobas por la calle, a hombro, casa por casa. A la salida del correccional, la lluvia ha cesado y la pareja se aleja abrazada, segura en su nueva fuerza construida al calor de la lucha por la existencia. En esa situación, me parece, está la clase obrera argentina (y no sólo argentina) hoy. El huracán de la reestructuración capitalista no terminó. En ese sentido, la tormenta continúa. Lo que sí ha terminado (o comienza a hacerlo) es la gigantesca crisis de conciencia que azotó a la clase obrera en los últimos 15 o 20 años. En este otro sentido, la tormenta terminó y un viento fresco empieza a despejar el cielo. Nos queda toda la lucha por delante, así es la vida, como le explica bellamente el minero a su hija. Pero estamos mejor. Mucho mejor.

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