Reseña de la película The Company you keep, de Robert Redford
¿Ya vio la nueva película de Robert Redford? No se preocupe, no se perdió de mucho. Además de aburrida, es un canto al individualismo y a la derrota. Pero, eso sí, se va a enterar de que el progresismo de Hollywood tiene para decir sobre la militancia en los ’70.
Guido Lissandrello
Grupo de Investigación sobre la Lucha de Clases en los ’70-CEICS
En estos meses, se estrenó en la Argentina la última película de Robert Redford, The Company you keep. El film fue tibiamente recomendado por la prensa, que celebró el hecho de que el cine yanqui revisitara la década del ’70 para repasar la trayectoria de los grupos armados que operaron en Estados Unidos. Se la publicitó, entonces, como una propuesta de balance sobre la violencia (y la militancia) en la época. Hay que agregar que el film no fue protagonizado por outsiders, sino que contó con un elenco de lujo: Redford (en el doble papel de director y actor protagonista), Susan Sarandon, Stanley Tucci, Chris Cooper y Julie Christie. Este elenco, además, aparece encarnando cierto progresismo dentro del ámbito hollywoodense. Redford escribió en 1977 el libro The Outlaw Trail que denuncia la expansión yanqui al oeste, creó en los ’80 el Instituto Sundance en Utah para promover el cine under y se comprometió con las luchas ambientalistas. Por su parte, Sarandon es embajadora de UNICEF y de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación y, recientemente, expresó su apoyo y solidaridad con los indignados de Occupy Wall Street. Ambos, además, promovieron la candidatura de Obama, que aunque poco tiene de progresista, posa de tal.
Como puede verse, la película tenía cierto potencial: el “ala izquierda” de Hollywood se lanzaba a hacer un balance sobre la lucha revolucionaria en la década del ’70. El resultado: 125 minutos de un thriller aburrido, sin sobresaltos ni intrigas, que, además, expone una visión miserable y peligrosa de la militancia.
Fuimos soldados
El film en cuestión narra el imaginario presente de algunos militantes de The Weather Underground, un movimiento de guerrilla urbana que operó en Estados Unidos entre fines de los ’60 y los ’70. Sus acciones alcanzaron una gran espectacularidad. Colocaron bombas en el Capitolio de Washington D.C. en repudio a la invasión de Laos, en el Pentágono por el bombardeo de Hanoi, en 1972, y en el edificio Harry Truman del Departamento de Estado contra la ofensiva en Vietnam, aunque nunca lograron insertarse dentro de la clase obrera yanqui.
El disparador de la trama es la crisis moral de Sharon Solarz (Susan Sarandon) que la lleva a entregarse a la policía. Ella había sido una “meteoróloga” (así se conocía a los militantes de la organización, que extraían su nombre de la canción “Subterranean Homesick Blues” de Bob Dylan) sobre la que pesaba, al igual que sus ex compañeros, un pedido de captura del FBI. Hacia principio de los ’80, los “meteorólogos” habían efectuado un asalto al Banco Brinks que arrojó como saldo la muerte de un guardia de seguridad. De allí, la persecución policial que recaía sobre el grupo.
A partir de este hecho, comienza la “acción”, pues las fuerzas policiales se lanzan a la búsqueda de Jim Grant (Robert Redford), abogado exitoso, padre viudo de una niña, que sería el principal implicado en la muerte del custodio. Al mismo tiempo, el periodista Ben Shepard (Shia LaBeouf) comienza una investigación propia sobre el asunto, a fin de lograr una primicia que lo ponga en primera plana. Redford nos muestra aquí su falta de originalidad, utilizando el recurso del periodista inescrupuloso, ya trillado. Pero eso no es lo peor…
Con las fuerzas policiales tras de sí, Grant debe comenzar a huir dejando a su pequeña hija con su hermano (Chris Cooper) y contactando a ex compañeros suyos (entre ellos, Nick Nolte y Richard Jenkins). Su objetivo es tratar de ubicar a Mimi Lurie (Julie Christie), un viejo amor de sus tiempos de militancia y la única persona que podría testificar su inocencia, pues ella sería efectivamente la que disparó contra el guardia.
Tras algunas escenas de persecución (que resultan incluso más aburridas que las de las típicas películas pochocleras de Schwarzenegger, Stallone o Bruce Willis), Grant logra cumplir su objetivo. Reunido a solas en una vieja cabaña, que funcionó en los ’70 como casa operativa, no sólo le pide a Mimi que testifique su inocencia sino que además le reprocha el haber abandonado a la hija que tuvieron juntos y que debieron dejar en custodia de otra persona para poder continuar con su militancia. Un miserable. Así las cosas, el “heroico” Redford termina entregándose al FBI, aunque rápidamente resulta absuelto. Es que Mimi, acosada por la culpa, termina entregándose para exonerar a Redford.
Una de fundidos
La película en cuestión es una apología de la derrota de las fuerzas revolucionarias y una reivindicación del individualismo. En primer término, no aparecen de ninguna manera en el balance los objetivos (es decir, el programa) de The Weather Underground. ¿Para qué luchaban? ¿Se justificaba o no la realización de acciones armadas? No sabemos, pues no parece preocuparle al director de la película. La militancia de los ’70 apenas aparece bajo el estereotipo de los “jóvenes idealistas” que luchaban contra la “intervención en Vietnam” o contra “las corporaciones super-ricas”. Simples vaguedades. Nada que un liberal biempensante no pueda reclamar. El balance de los ’70 termina así reducido a un problema moral abstracto: matar está mal.
En segundo término, y más grave aún, la militancia resulta criminalizada. Tanto el FBI como los propios ex miembros de la organización comparten un mismo criterio: reconocen que han cometido un crimen al disparar sobre el guardia del Banco. Todos los que se reencuentran con Grant afirman haber tenido buenas intenciones, pero “se fueron de madre” cuando mataron. Al “madurar” se dieron cuenta de su irresponsabilidad y ahora no quieren saber nada con el pasado: o se entregan o se borran. El propio protagonista inicia la búsqueda de Mimi para “limpiar su nombre” y para que su hija “no tenga que avergonzarse de su padre”. Perseguidores y perseguidos coinciden en el juicio sobre los ’70: la militancia es un crimen (o como mínimo, una irresponsabilidad), de la que hay que avergonzarse, arrepentirse. La represión policial es entonces justa, deben pagar sus culpas.
Así las cosas, la violencia es abstraída de sus determinaciones sociales. De ese modo, un militante revolucionario que mata a una persona en una acción (ya sea por error, ya sea deliberadamente, no importa eso) es asimilado a un criminal. A tal punto se desarrolla esta idea de la criminalización de la militancia que Mimi Lurie, la única que parece no renegar de su pasado, es una descompuesta que sobrevive en la actualidad traficando drogas. Es decir, un militante que lucha por la transformación revolucionaria de la sociedad puede tranquila y consecuentemente convertirse en un narcotraficante porque, según el film, una situación y otra son equiparables al colocarse por fuera de la ley que sanciona el Estado (capitalista).
Por otro lado, en el film aparece con fuerza la idea de la incompatibilidad entre la militancia y el desarrollo individual en el plano familiar. Todo el film está estructurado en la carrera loca de Grant para “limpiar su nombre”. ¿Por qué lo hace? Para poder criar a su hija en paz, redimiéndose de paso del pecado de haber “abandonado” a la hija que tuvo con Lurie. Cuando Grant se encuentra con Mimi en la cabaña no solo le reprocha el “exceso” de haber matado sino, lo que sería peor, haber renunciado a la crianza de la hija que tuvieron juntos por la militancia. Es decir, en lugar de intentar compatibilizar la construcción individual con la colectiva (algo que logran, no sin grandes esfuerzos, el grueso de los militantes reales), propone abandonar la segunda en favor de la primera. El legado es claro: los militantes no tienen afectos ni familia.
Del mismo modo, Mimi decide entregarse para que Redford pueda evitar la prisión y reencontrarse con su hija. Y el periodista, que hasta ese momento era un zángano inescrupuloso, decide no escribir la primicia sobre el caso para no exponer a la “familia” que crió a la hija de Grant y Lurie. De esta manera la maniquea oposición militancia-familia se resuelve en favor de la segunda. Redford se va tranquilo a su casa con su hija, mientras su ex compañera y ex pareja termina en prisión. Para el director parece lo más razonable: el criminal en prisión, el héroe en familia. En la cabeza de los protagonistas ha ganado el programa burgués y, por ende, lo individual prima por sobre la construcción colectiva en el pasado. De defender y salvaguardar a una vieja compañera, un gesto de solidaridad elemental, ni hablar. Cada uno a cuidar su quinta.
Miseria del individualismo
Los movimientos de “indignados” de los últimos tiempos han demostrado que la crisis mundial despierta la movilización social incluso en Estados Unidos, el corazón del sistema. En ese contexto, el legado de los ’70 se reactualiza y aparece como un pasado del cual extraer lecciones para el presente. La maquinaria cultural de Hollywood parece haber comprendido el hecho e interviene en consecuencia. La película de Redford, que aparece como un actor “progre”, cumple esa función: reactualiza el pasado de la izquierda más radical en Estados Unidos, pero lo hace para condenarla. El mensaje de su película es bien claro: la militancia es una actividad inútil, en primer lugar, ya que lo único que hicieron los “jóvenes idealistas” de los ’70 fue arruinar su vida y la de otros en pos de ilusiones que no conducen a ningún lado. Y en segundo lugar, es una actividad que desemboca en conductas criminales: los militantes son delincuentes. El mensaje para los “descontentos” que deja la crisis actual es simple: hay que abandonar toda “ilusión” de juventud, renunciar al intento de transformar la realidad y refugiarse en la construcción individual (la carrera, la familia). Ante la debacle social, a atrincherarse en casa…