Por Rodrigo Peruzzaro y Cristian Lovotti
La degradación de la educación en nuestro país es un proceso generalizado, de largo aliento, que se profundiza con la pandemia y que impacta en todos los niveles del sistema. Este hecho, que tiene su origen en el crecimiento de la población sobrante, aquella que no puede ser empleada por el capital y que, por consiguiente, no requiere ser educada, afecta también al nivel superior; específicamente, a los Institutos de Formación Docente (ISFD). En efecto, un capitalismo que no necesita obreros con conocimientos técnicos robustos, tampoco necesita docentes sólidamente formados. El primero de estos problemas, el del análisis de la crisis en el nivel primario y secundario, lo desarrollamos en otras notas. Aquí, específicamente, abordaremos la situación de los ISFD en pandemia y los cambios de paradigma en la construcción de docentes con un nuevo rol: el de la contención social.
Adiós a la ciencia
Desde su masificación en el siglo XIX, la escuela cumple dos funciones fundamentales para la burguesía. En primer lugar, allí se imparte una serie de conocimientos técnicos y científicos que los futuros obreros necesitarán en su quehacer cotidiano en el mundo del trabajo. El manejo de la matemática para hacer cuentas rudimentarias, el cálculo de volúmenes y superficies o la redacción de algún informe, son tareas que se convierten en habituales para quien acceda al trabajo fabril, la construcción o la mensajería, entre otras tareas. Pero, al mismo tiempo, la clase dominante emplea este dispositivo como una maquinaria de reproducción ideológica y canalización del conflicto. Por eso, en sus aulas intenta elaborar una visión del mundo con acuerdo a sus propias necesidades. De estos espacios, la clase obrera debe salir legitimando las relaciones sociales existentes.
Según la época, según las necesidades sociales, una u otra característica se impondrá con mayor fuerza en la enseñanza. En efecto, como señalamos en la introducción, hace tiempo que la escuela viene relegando su función pedagógica y científica, mientras gana peso su importancia en el proceso de contención social. El docente, entonces, se desempeña en un contexto donde los estudiantes desayunan, almuerzan, reciben bolsones, resuelven conflictos personales o familiares y, en última instancia, pasan el tiempo mientras sus padres trabajan. En resumen, la formación de los futuros profesores no requiere ahora un fundamento científico sólido, sino, más bien, aptitudes acordes a la nueva función. El abandono de la función intelectual y su reemplazo por el papel de celador se revela en la aparición de nuevas prioridades y paradigmas en el nivel en cuestión.
En este contexto, las estrategias de enseñanza y adquisición de capacidades socioemocionales (asertividad, empatía, autocontrol y resiliencia, por ejemplo) por parte de las niñas, niños y adolescentes pasará a ocupar progresivamente un rol preponderante en las nuevas premisas pedagógicas de los ISFD. En esta tónica, y con el apoyo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), ya en 2017 el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires impulsaba el “Encuentro regional para la investigación, evaluación e intervención para el desarrollo de las habilidades socioemocionales en los sistemas educativos de América Latina”. Con la participación de académicos de México, Colombia, Chile y Argentina, entre otros países, se sugería “la relevancia y desafío de trabajar en la formación inicial de maestros y profesores de nivel secundario en relación con el desarrollo de estas HSE”.
La preminencia de esa perspectiva fue tomando silenciosamente los institutos superiores y se hace formal desde 2008-2009, momento en que los diseños curriculares son modificados en la formación docente y se pasa a pensar al trabajador de la educación desde la noción de “horizontes formativos”. Como vemos, se trata de la readecuación de funciones y revisión del currículum al calor de la sanción de la Ley de Educación Nacional sancionada en 2006. Esta perspectiva caló hondo en la matriz teórica de la formación docente, a punto tal que en el Informe Enseñar (2017), que encuestaba a estudiantes avanzados en profesorados, se preguntó por estas cuestiones y los avances saltaron a la vista. Mientras que el 40% de los asistentes a profesorados estaba por debajo del promedio en lectura y escritura, “en lo que respecta al grado de preparación percibido para formar a los alumnos en habilidades socioemocionales”, los futuros maestros y profesores “se sienten en mayor proporción capacitados para formar en perseverancia (55%), seguido por tolerancia (43%) y empatía (32%)”. Ya no se trata de enseñar ciencia, sino que, desde esta perspectiva pedagógica, el docente cumplirá un papel determinante en un proceso de adquisición de habilidades para una un capitalismo que se descompone y, por lo tanto, tiene poco para ofrecer y mucho para contener.
En efecto, el futuro docente deberá estar formado para canalizar el conflicto dentro de la escuela y orientar su resolución fuera de dicho espacio. Nuevamente, de acuerdo con el informe ya citado, “al preguntar […] sobre la preparación con la que cuentan para intervenir ante situaciones de conflicto como violencia física y verbal, un 65% considera estar altamente preparado”. Además, un 56% se siente altamente preparado para detectar situaciones de riesgo para los estudiantes, como el consumo de drogas y alcohol. De este modo, de un tiempo a esta parte los docentes deben enseñar a resolver conflictos, a tener empatía, autocontrol y regulación de las emociones. Toda una declaración de principios sobre la importancia y la necesidad de la conciliación de clases que se ensaya, primero, en las aulas.
La degradación en pandemia
Mientras un nuevo paradigma asoma en la formación de maestros y profesores, ¿qué ocurrió con la enseñanza en estos espacios durante la pandemia? Y, en función de este hecho, ¿cómo debemos organizarnos para lo que viene? En primer lugar, el sostenimiento de la trayectoria quedó librado a la posibilidad de cada estudiante del nivel terciario, algo que también se vio en los niveles obligatorios: el Estado no garantizó recursos para la continuidad pedagógica, apenas bolsones alimentarios y algunos cuadernillos en papel para los “desconectados”. Si tenemos en cuenta que, entre los estudiantes de profesorados, el 43% estaba desempleado al momento de la encuesta que venimos reseñando, lo necesario para la reproducción de la subsistencia de este grueso sector se solucionó con algún plan asistencial como el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), es decir, por fuera de los institutos y arrastrando altos índices de discontinuidad en la formación.
Sobre cómo se transitó la continuidad pedagógica durante el 2020 en los institutos, no hay información oficial alguna. Recordemos que la Evaluación Nacional del Proceso de Continuidad Pedagógica realizada en julio se limitó al nivel inicial, primario y secundario. Nada sabemos sobre qué ocurrió en el nivel superior: ¿cuántos estudiantes desertaron? ¿qué dificultades tuvieron? ¿cuál fue el nivel de matriculación en 2021? Ciertamente, la política educativa corre a ciegas en este nivel. Por cierto, no es el único olvido: lo mismo podríamos señalar para la modalidad de jóvenes y adultos.
En segundo término, otra de las omisiones remite a la vacunación. En efecto, la franja etaria que mayormente puebla estos centros de estudio apenas está vacunada. En conjunto, los estudiantes de entre 18 y 30 años conforman el 75% de los asistentes del nivel superior. Según el Monitor Público de Vacunación, el porcentaje de vacunados con una dosis en ese rango llega hoy al 15,3%. Hay que preguntarse entonces por el impacto que tendrá la presencialidad plena en esa población, ahora que el Consejo Federal de Educación dio luz verde para profundizar la estrategia larretista.
Así las cosas, la pandemia parece confirmar las directrices más generales en materia de formación docente. El Estado burgués parece afirmar “no nos interesa cómo atraviesan los futuros docentes la pandemia, habida cuenta de que los necesitamos como animadores y guardianes”. Resulta indignante que quienes producen esta política educativa acusen, luego, a esos graduados de ser responsables de la degradación escolar. Más bien, los futuros docentes sufren los efectos de una sociedad que solo puede crear simulacros de educación, envileciendo lo que debería ser la profesión más hermosa del mundo.