Algunos libros que se pueden leer (y otros que no)

en Revista RyR n˚ 8

De carne somos

La vida en las fábricas. Trabajo, protesta y política en una comunidad obrera, Berisso (1904–1970), de Mirta Lobato, Prometeo-Entrepasados, Buenos Aires, 2001.

Reseña de Marina Kabat.

En primer término quisiera comenzar esta reseña destacando los méritos de la obra que aquí nos ocupa. Nos hallamos, antes que nada, frente al producto de años de investigación, sustentado en una importante base empírica. Un segundo aspecto destacable es el marco temporal en que se encuadra: acostumbrados a magros estudios de caso y lapsos temporales absurdamente acotados, gratifica enfrentarse a un texto que supera estos recortes e intenta brindar una visión de conjunto sobre un proceso histórico. Por último, también consideramos saludable el abordaje de un período contemporáneo, marginal dentro de la historiografía actual. Estos méritos concurren a facilitar nuestro trabajo critico que, esperamos, abra las puertas para una discusión abierta y honesta, ya que en vez de detenernos en cuestiones menores podemos abordar directamente el esqueleto de la obra, su base teórica y la matriz política que lo guía.

La preocupación central de la autora es reconstruir la experiencia de una fracción de la clase obrera argentina, aquella ocupada en los frigoríficos. Por eso analiza la vida en la fábrica, así como en la comunidad de Berisso, estudiando los problemas de vivienda, instituciones vecinales y los distintos tipos de relaciones que tenían lugar en dicha ciudad. De este modo, la influencia de Thompson se revela ya en la formulación de la pregunta que recorre y estructura este libro. El primer problema que encontramos deriva de la base teórica que funciona como sustrato de la obra. Lobato sigue la definición de clase dada por el historiador británico y dice que “la clase no puede ser entendida como estructura, ni aún como una categoría, sino como algo que está sucediendo en las relaciones humanas” (p312).

Dos objeciones fundamentales frente a esta concepción: una, la clase no es una relación. Las clases sociales se definen a partir de una relación, pero no son esa relación, lo que resultaría ontológicamente imposible pues no puede haber una relación sin términos relacio-nados. En segundo lugar, las clases se definen estructuralmente a partir de su relación con los medios de producción. Como Lobato niega el sustrato estructural de la constitución de las clases sociales, la clase obrera se presenta como una simple sumatoria de individuos que lentamente se articula a partir de su relación de enfrentamiento con las empresas (Lobato no hace mención de la burguesía). Como esa relación no estaría definida estructuralmente, desde esta perspectiva no hay fundamento para otorgarle primacía a las relaciones de clase por sobre otras relaciones y enfrentamientos como los conflictos étnicos o de género. Es preciso aclarar que más allá de que se pueda discutir el empleo que Lobato hace de la teoría thompsoniana, considero que en lo central no la violenta y que los problemas hasta aquí comentados se encuentran ya en Thompson y se reproducen, en mayor o menor medida, en quienes toman su teoría de las clases como base para su trabajo.

            Al negar un fundamento estructural a la clase, el énfasis se traslada a los aspectos subjetivos, en especial a la constitución de una identidad como trabajadores. Pero aquí se repite el problema que antes planteábamos: el marco teórico utilizado impide una jerarquización; la identidad obrera aparece, por tanto, superpuesta a otras identidades sin que se logre establecer una articulación entre ellas. Esta forma de presentar la realidad, que muchas veces es considerada un conocimiento de mayor riqueza porque describe las diversas identidades, sin limitarse (como supuestamente haría el marxismo ortodoxo) a la identidad de clase. Pero esta riqueza es sólo superficial, en tanto no es posible comprender cómo estas distintas identidades se articulan o confrontan. Sin un principio jerárquico, las relaciones entre los individuos y las identidades que estos conforman son presentadas unas junto a otras; lo múltiple no es tal, en tanto es concebido únicamente como una sumatoria de particularidades y cada rasgo particular se analiza en abstracción del resto.

Así, cuando Lobato presenta las identidades conformadas en torno al género refiere al rol de proveedor de sustento familiar asignado al hombre. Pero formula esta definición en abstracción de la pertenencia de clases. Los mismos datos que ella brinda sobre la importancia del empleo femenino o el número de obreras solteras de los frigoríficos que declaraban tener hijos deberían inducirnos a pensar que estos roles de género, definidos a partir de la experiencia e ideología de la burguesía y pequeña burguesía, podían funcionar de otra manera en el interior de la clase obrera. Con esto quiero demostrar que es posible analizar estos problemas desde el marxismo y que eso no implica “sacrificar todas las otras categorías en el altar del concepto de clase”, sino que, por el contrario, el marxismo permite articular estas categorías, lo que contribuye a un análisis más rico de las mismas.

            Como su título lo indica, uno de los ejes centrales de este libro es la vida en la fábrica. Lobato se introduce, así, en el estudio del trabajo en función de comprender la experiencia de este sector de la clase obrera. Esta preocupación central que cruza la obra influye también en el modo en que la autora aborda los cambios en los procesos de trabajo: por un lado estudia las formas que asume el proceso de trabajo para observar como éstas determinan diferencias dentro de la clase obrera: el trabajo femenino y masculino, las distintas calificaciones y jerarquías. Por otra parte, y esto parece ser lo principal, todo cambio productivo es observado, sobre todo, a la luz de la experiencia obrera. Por ello analiza, entre otros aspectos, la ruptura que los tiempos de la fábrica representan frente a los tiempos propios del trabajo agrícola (en el caso de los migrantes) y del trabajo doméstico, entre las mujeres. Aquí, nuevamente, resulta obvia la vinculación con la obra de Thompson, quien analiza el quiebre que la vida fabril introduce frente a las pautas y tiempos propios del mundo rural del que provenían la mayoría de los trabajadores ingleses de fines del siglo dieciocho e inicios del diecinueve. De alguna manera, el énfasis colocado en la percepción de los obreros, promueve cierta confusión entre los cambios en los métodos de trabajo y en la forma de control y gestión, que no aparecen claramente distinguidos. Por otra parte, la autora califica el trabajo de los frigoríficos como taylorista. Como hemos señalado en artículos anteriores,1este tipo de categorías, provenientes del regulacionismo no permiten una demarcación nítida de cada sistema de trabajo determinado y son culpables de diversas imprecisiones. De este modo, mientras Lobato habla de taylorismo, Dorfman, en contraposición con esta caracterización del trabajo en los frigoríficos, lo califica de fordista.2 Consideramos que ésta constituye una falsa disputa, originada en las imprecisiones propias de los conceptos de cuño regulacionista que permiten que el mismo sistema de trabajo sea calificado como taylorista por un investigador y como fordista por otro, contando ambos con buenos argumentos en su defensa.

            El estudio de los conflictos que involucraron a los obreros del sector es otro de los temas investigados. Lobato analiza las distintas huelgas ocurridas, desde aquellas que involucraron a algunos sectores o secciones aislados dentro de los frigoríficos, hasta las huelgas generales de la rama. Uno de los aspectos positivos que presenta este libro, como lo señalamos al inicio, es el período abarcado, que no elude los gobiernos de Perón ni los sucesos posteriores. En particular, consideramos un aporte valedero el análisis de los conflictos ocurridos en los frigoríficos durante los primeros gobiernos peronistas y el análisis del trabajo sindical que los comunistas realizaron durante este período, así como de la propaganda dirigida en su contra.

            Respecto de las representaciones de los trabajadores sobre los sindicatos, las luchas y conquistas obreras antes y después del 17 de octubre, Lobato nos muestra como puede realizarse un trabajo serio a partir de la historia oral. A diferencia de otros historiadores que parecen imaginar que la historia misma les es relatada por boca de los obreros consultados, Lobato desenmascara el “olvido” en que sus entrevistados habían sumergido a los sindicatos y huelgas anteriores a 1945. Este olvido, como postularon ya distintos autores que participaron en el debate sobre los orígenes del peronismo, habría sido fomentado por la “historia oficial del peronismo”; las entrevistas de Lobato primero evidencian a las mismas personas interrogadas las tensiones existentes en sus relatos sobre estos hechos y, finalmente, propician el recuerdo de aquello olvidado.

Junto con las huelgas la autora dedica un lugar importante al estudio de otros conflictos. Nuevamente encontramos aquí la influencia de Thompson. En el contexto del debate en el que optimistas y pesimistas discutieron sobre las condiciones de vida de los obreros durante la revolución industrial, ante la ausencia de conflictos mayores y para probar la existencia del enfrentamiento de clase Thompson se ve obligado a buscar las más pequeñas manifestaciones de ese conflicto. Muchos historiadores locales que estudian los conflictos o la “resistencia” pretenden emular a Thompson buscando con lupa los conflictos más insignificantes que, sin embargo, por el diferente contexto histórico, vienen a cumplir una función argumentativa inversa a la que Thompson procuraba darles: en Inglaterra, donde no había grandes enfrentamientos, el estudio de estos microconflictos permitía mostrar la existencia de la lucha de clases; en la Argentina, que tiene su primer huelga general en 1902, estudiar esos mismos microconflictos termina por diluir en ellos los grandes eventos de la lucha de clases.

Volviendo al texto de Lobato y en cuanto a los diversos tipos de conflictos presentes en la fábrica, podemos añadir que los analiza desde distintas concepciones. Por ejemplo, utiliza de Buroway su teoría de los juegos: el trabajo es planteado como un juego donde, en una dinámica de cosentimiento y resistencia, los obreros con el tiempo pueden lograr redefinir algunas de las reglas establecidas en esta especie de actividad lúdica. Los indicios que Lobato encuentra para indicar que los obreros del frigorífico habían entrado en este juego de consentimieto y resistencia consiste en que éstos cometían “mulas”. De esta manera las distintas acciones que los obreros realizaban para disminuir en algún grado la explotación son conside-radas desde por este enfoque como “mulas” que forman parte de un juego aceptado por los trabajadores. Desde otras perspectivas se comentan las tensiones étnicas, de género e incluso las formas de descargarlas como los insultos cuando un obrero se retrasaba y perjudicaba al grupo o el hecho de jugar a arrojarse cortes de carne entre compañeros. Como en otros aspectos y descripciones de la vida fabril, Lobato hace gala de una fuerte base documental, pero tal como lo señalamos anteriormente, desde su concepción teórica no es posible articular los distintos elementos que ella presenta. Esto mismo ocurre respecto de los conflictos que analiza al no establecerse jerarquía alguna. Al no haber algo que los diferencie, no habría razón para suponer que una huelga que abarque todo el sector es más importante que jugar a tirar carne, puesto que ambos pueden calificarse como conflictos. Por supuesto, hemos extremado el argumento; a nuestro juicio los datos que Lobato aporta gracias a su trabajo de investigación son sumamente valiosos, sin embargo creemos que se podría extraerse mejor provecho de ellos si se los examinara desde una perspectiva teórica que no desdeñara el análisis social como totalidad.   

Todo historiador formula sus investigaciones a partir de sus inquietudes sobre el presente. El problema actual que preocupa a Lobato es lo que ella denomina “la crisis del trabajo”. Al reconstruir la experiencia de los obreros de Berisso, la autora intenta historizar mediante un sector que considera representativo, la conformación, desarrollo y crisis de “la sociedad del trabajo”. El desempleo es el problema actual que se proyecta al pasado; se interroga a la historia sobre las posibilidades y los límites para solucionarlo. Así, desde una postura que podríamos considerar reformista la historiadora vuelve la mirada sobre el peronismo para estudiar el punto culminante de esa sociedad del trabajo y analizar los alcances y los límites de la regulación social en la Argentina. No es casual que sobre este punto Lobato ponga especial énfasis en los problemas vinculados a la estabilidad del empleo y la alta rotación y baja permanencia que caracterizó siempre a los obreros empleados por los frigoríficos. El desempleo es, como dijimos, el problema del presente que se proyecta al pasado. Pero el historiador traslada al pasado, junto con sus inquietudes, sus expectativas políticas que, como veremos, son solidarias con su matriz teórica.

Hablando de los esfuerzos por construir el gremio dice: “Había que enfrentar los despidos y no desmayar frente a las adversidades; pues tenían un enemigo más poderoso que las empresas: el fantasma de la desocupación” (pág. 187) El desempleo sería algo distinto que el poder de las empresas, de la burguesía. Más aún: para la clase obrera, éste y no la burguesía sería su principal enemigo. A diferencia de quienes refieren sólo a “los sectores populares”, Lobato no teme poner en letras de molde las palabras “clase obrera”, pero más allá de algunas referencias extraídas de Thompson, Lobato no maneja una concepción de las clases sociales. Si se tomara en cuenta la conformación estructural de las clases, se podría entender que la clase obrera se define por carecer de los medios de producción y por lo tanto requiere para su subsistencia la venta de su fuerza de trabajo. La burguesía, clase propietaria de los medios de producción, tiene en el desempleo su mejor arma, porque éste determina la posibilidad de subsistir o no de los obreros. El desempleo no es para la clase obrera un enemigo distinto de la burguesía; por eso enfrentarlo y terminar definitivamente con él, presupone la abolición de las clases sociales.

Notas

1Ver “Lo que vendrá. Una crítica a Braverman, a propósito de Marx y la investigación empírica” en Razón y Revolución nro. 7, verano de 2001.

2 Dorfman, Adolfo: “Taylorismo y fordismo en la industria argentina de los 30’ y 40’” en Realidad Económica, nro. 132, 1995. [Entrevista realizada por Roberto Elizalde]

Nueva visita a un mundo feliz.

El Orden y la Producción, de Jean Paul De Gaudemar, Editorial Trotta, Madrid, 1991.

Reseña de Leonardo José Grande Cobián.

Escrita y publicada originalmente en francés en 1982, la obra aquí reseñada llega a los lectores argentinos por primera vez en el año 2000. A pesar del tiempo transcurrido el libro a despertado un gran interés entre los especialistas del “mundo del trabajo” que han sabido agotar la partida en pocos meses. La explicación de tal repercusión constituye también la razón de ser de la presente crítica: De Gaudemar expresa ilusiones teóricas y filosóficas afines a buena parte de la escuela regulacionista pasada y presente. La importancia de analizar la producción de la “Escuela de la Regulación” excede el mero interés académico. Efectivamente, estas investigaciones abonan en la actualidad las principales estrategias políticas de gobiernos, partidos políticos y sindicatos centroizquierdistas a nivel nacional e internacional.

El objetivo de esta propuesta interpretativa es demostrar que las formas contemporá-neas de disciplinamiento del proceso de trabajo son las que más convienen a trabajadores, patrones y Estado. Para eso el autor diseña un esquema teórico–metodológico muy particular: estudiar los cambios históricos de la organización del trabajo en el capitalismo y las relaciones de poder en la fábrica. En los primeros apartados del libro encontraremos las bases teóricas del esquema propuesto. Desde el tercero al quinto el autor intenta fundamentar por medio de estudios históricos la utilidad interpretativa del mismo y en el último apartado deduce las consecuencias políticas inmediatas del estudio realizado.

Falsa conciencia.

            De Gaudemar busca escribir la historia del capitalismo a partir del análisis de las diferentes formas de poder que se desarrollaron en las fábricas. Presenta un esquema interpretativo en el que toda forma de organización del proceso de trabajo se explica por razones políticas. No hace más que intentar fundamentar teóricamente visiones deformadas y atrasadas de la producción capitalista haciéndolas pasar como lo más avanzado y progresista de las ciencias sociales.

            En el corazón de su argumento está la tesis de Foucault sobre el poder. Encarnada en la fábrica (un espacio de constitución de poder como los hospitales y las cárceles) la susodicha explica que las formas disciplinarias del trabajo son erigidas ante todo para reproducir las relaciones de poder patronales. Además, los medios de trabajo implementados en la producción capitalista cosifican esas relaciones de poder. Finalmente, los diferentes modos de organizar la producción se han ido conformando siguiendo el ritmo complejo y contradictorio de las luchas de poder en el espacio fabril entre patrones y trabajadores: los primeros buscando controlar cada vez más y los segundos resistiéndose a esa opresión.

En esa lógica De Gaudemar ejerce una reivindicación del luddismo como la forma más avanzada de conciencia obrera. Al igual que los ludditas atribuye a los medios de producción (las máquinas y las diferentes técnicas de racionalización de la producción) el poder de explotar: romper máquinas es luchar contra el verdadero agente del mal. Marx comprendió al luddismo como una forma de conciencia obrera debidamente superada: “Se requirió tiempo y experiencia antes que el obrero distinguiera entre la maquinaria y su empleo capitalista”. 1 Es claro que éste relanzamiento del fetichismo romántico de la máquina no es inocente: pretende volver atrás el tiempo y colocar ante la frente de los trabajadores el biombo que su experiencia había sabido remover. El objetivo parece ser evitar que el obrero vuelva a dirigir sus ataques contra la forma social de explotación del medio de trabajo (la máquina).

Los “ciclos disciplinarios”.

De Gaudemar disiente con Marx sobre las causas que determinarían la elección de los sistemas de organización del trabajo en cada momento del capitalismo. Se opone a la existencia de una determinación objetiva de la ley del valor y de las características técnicas de cada proceso laboral concreto. Para él la determinación estaría dada por las preferencias subjetivas de los “actores” involucrados. Diferentes fenómenos culturales y políticos estarían actuando en la constitución de cada modelo de control fabril. Tal es así que cada variante se diseñaría cíclica-mente a partir de movimientos de auge y reflujo de ciertas preferencias de control. Realidades complejas y fluctuantes requieren de categorías flexibles. Tire por la borda la intención de estudiar la historia del capitalismo como lo propone Marx, observando el pasaje de la subsunción formal a la real, del predominio de la extracción de plusvalía absoluta al de la relativa, o bien el pasaje de la manufactura a la gran industria: eso sería forzar la historia de la producción social a pasar por un esquema rígido y mecánico de sucesión de etapas necesarias. La meta de De Gaudemar es reconstruir las imágenes ideales que guiaron a los empresarios a impulsar las diferentes estrategias de control del trabajo así como la influencia que habría tenido la resistencia obrera en esa elección. El juego complejo y contradictorio de los diferentes poderes en la fábrica habría conformado estos “ciclos disciplinarios”. 

En los inicios del capitalismo se habría adoptado un “ciclo panóptico” donde los capitalistas impondrían en sus fábricas disciplinas y formas de control basadas en la vigilancia total del proceso de trabajo. Dicha disciplina habría sido importada de otros ámbitos de sociabilidad tales como la familia, los cuarteles militares o las cárceles. Luego de este primer momento de “improvisación” de los capitalistas, y siempre que el despotismo panóptico no rinde más sus frutos, se impondría al capitalista “la necesidad de una revolución en los modos disciplinarios” (pág. 55). Los intentos de constituir esa revolución darían a luz tres nuevas estrategias posibles. Un intento habría sido sistematizar las experiencias de control patronal hacia el exterior de la fábrica. En éste ciclo de “disciplinamiento extensivo” se pretendería una vigilancia al interior y al exterior de la fábrica. La segunda alternativa habría sido el “ciclo maquínico”. Aquí, el capitalista cosificaría la vigilancia panóptica en la máquina: “De esta forma, la disciplina necesaria a la ejecución del trabajo fabril no se encarnaría ya en las figuras humanas del patrón y sus celadores sino, en la mucho más diabólica de un mecanismo objetivo”(pág. 47). Al fin, donde la moralización paternalista y la máquina fracasaron, la tercera tendencia fue el “ciclo de la disciplina contractual”. En él la interiorización de la disciplina se lograría por medio de la delegación del poder del patrón en los obreros.

Estos ciclos no están relacionados históricamente. El agotamiento de uno no prefigura necesariamente al que le sigue. Al no existir una ley que haga necesaria una u otra forma, debemos limitarnos a observar por qué algunos capitalistas eligieron una u otra forma en cada coyuntura particular. El método escogido para dar cuenta de esta realidad compleja es describir la genealogía de cada modelo de control. El autor “descubre” ciertos tipos ideales que los empresarios habrían intentado alcanzar para lograr reproducir las relaciones de poder en las fábricas. Ilustra cada ciclo con lo que llama figuras ejemplares: la fábrica-fortaleza, la fábrica (ciudad, la fábrica) máquina y la fábrica democrática. Pero ninguno de estos tipos se da en la realidad ni De Gaudemar ofrece pruebas en ese sentido. No se toma la molestia de constatar, por ejemplo, qué representatividad en el total de las unidades productivas tiene cada figura típica ideal por él construida.

Para no robarles demasiado tiempo con algo que no lo merece detengámonos solamente en la interpretación del taylorismo. Basándose en clásicos del regulacionismo como Coriat y Aglietta define el papel histórico del taylorismo en términos de la forma de disciplina capitalista que tiende a dirigirse sobre los refugios de la resistencia obrera al panoptismo –el tiempo de trabajo y la calificación. Su objeto es: “desalojar el ‘ganduleo’ obrero y la porosidad del tiempo de trabajo allí donde la mirada del patrón no podía alcanzarle, destruir las armas de resistencia del obrero, confiscándole la capacidad de organizar su tiempo de trabajo o su competencia técnica”(pág. 56). Para él la lógica última del taylorismo no es aumentar la extracción de plusvalor sino domesticar a la fuerza de trabajo, doblegar sus resquicios de resistencia. En el fondo “los principios planteados por Taylor apenas van más allá de los propuestos por Bentham”(pág. 86). Tal es así que el taylorismo sólo se desarrolló en Francia por medio de Henri Fayol, especie de gurú del management de principios del siglo XX cuyo mérito habría sido eliminar todas las ventajas técnicas y productivas que ofrecía la organización científica del trabajo de Taylor. La cultura del empresario francés parece haber sido tradicionalmente despótica y su diabólico interés, aparentemente genético, habría sido moralizar, vigilar y controlar al trabajador. No contento con tamaño disparate, pretende fundamentarlo: De Gaudemar lee en las fuentes que si un reglamento interno de fábrica prohíbe a los obreros silbar, cantar o charlar en horas de trabajo no lo hace buscando evitar los tiempos muertos y las distracciones que atrasan la productividad del sector sino que busca reprimir las ansias de libertad –también genéticas– de los trabajadores. Es claro que razonando de esta manera De Gaudemar ve en la utopía panóptica de Bentham una explicitación más verídica de los intereses de la burguesía que las leyes del capital que rigurosamente denuncia Marx. Obviamente se ofende porque Marx dice que Bentham no es más que un “ oráculo seco, pedantesco y charlatanesco del sentido común burgués del siglo XIX” o un compendio de “filosofía de los lugares comunes”, un pensamiento propio de “un genio de la estupidez burguesa”. Y cómo no ofenderse si es su único documento para sostener empíricamente su propia charlatanería de alcahuete patronal.

La Democracia Industrial

En las carillas finales del libro, De Gaudemar cierra la obra presentando sus principales conclusiones filosóficas y políticas, así como también sus esperanzas e ilusiones para un futuro mejor: “La historia jamás impone su sentido, suponiendo que tenga alguno: son los hombres quienes lo hacen”(pág. 179). Según su punto de vista existen a principios de los ochenta tres rumbos posibles para el futuro de la producción en el mundo occidental y en Francia en particular. El tercer camino es el que más posibilidades tiene de imponerse. Se trata de la profundización de la disciplina contractual (consolidación de la negociación salarial y de la dinámica parlamentaria, delegación en los sindicatos de poder y responsabilidad en el control del proceso de trabajo). Esta opción es la que más agrada a nuestro reformista amigo, tanto que llega al paroxismo de ver en esa importación “a la fábrica del modelo político de la democracia presidencial y de sus formas reales o de sus simulacros de legitimidad democrática” la existencia de un nuevo modo contemporáneo de acumulación caracterizado por relaciones más estrechas entre el Estado y las grandes empresas. Y aunque todavía no ha realizado ninguna investigación científica al respecto, De Gaudemar ya ha diseñado una categoría para esta nueva situación: el ciclo de la “disciplina institucional”.

En el primer renglón de su obra aparece la siguiente cita de Fourier: “Hasta ahora, la política y la moral han fracasado en su intento de conseguir que se ame el trabajo.”. “¿Qué debe entenderse con esas palabras, sino que no existe más disciplina industrial que la trasposición, al seno de manufacturas y talleres, de una disciplina configurada en el ámbito de la vida política o sobre bases estrictamente morales?”(pág. 35). Así las cosas, su utopía es traspolar analógicamente a la producción el orden político de la democracia parlamentaria burguesa con el claro objeto de “conseguir que se ame el trabajo”. No es necesario citar aquí la apología de la pereza de Lafargue para entender que esta es una utopía de aquellos que viven de explotar el trabajo ajeno: que los explotados del mundo estén felices de serlo y no se rebelen contra sus opresores. La misma propuesta de los nuevos socialdemócratas postmodernos que plantean la “tercera vía” o el “capitalismo humano” frente al salvaje neoliberalismo. Así como la democracia burguesa intenta encubrir el carácter irreconciliable de los intereses burgueses y proletarios ofreciendo la utopía de la sociedad armónica regida por el bien común, así también De Gaudemar y sus amigos vienen a ofrecernos la utopía de un maravilloso mundo feliz donde los “espacios” de poder se comparten. Como en Un mundo Feliz (la excelente novela de Aldous Huxley), el Estado organizará la sociedad toda, de manera que cada individuo sea completamente dichoso con la tarea que se le ha encargado por más inhumana y desagradable que esta sea. Lo curioso es que en el mundo que imaginó Huxley, la herramienta del Estado Rector era la producción secuenciada, por medio de las técnicas de organización del proceso de trabajo de Taylor y Ford, de seres humanos. La planificación estatal producía seres humanos industrialmente para cubrir las necesidades de fuerza de trabajo de todas las especialidades, desde los científicos hasta los barrenderos, y todos felices… de ser explotados. Huxley traslada sin prejuicios la organización de la producción al sistema social. De Gaudemar lleva a cabo la extrapolación inversa: estudia el mundo de la fábrica, donde reina el despotismo del capital, como si éste pudiera ser una extensión de la vida política, de la democracia, de la igualdad. Lo que en Huxley es literatura de anticipación y por tanto se entiende y justifica, se transforma en De Gaudemar en una falta de respeto a todo intento serio de comprender la realidad humana.

De Gaudemar piensa que las formas disciplinarias cambian según el despótico capricho patronal de acabar con la resistencia obrera y los conflictos laborales, de ahí que proponga la participación del estado en la regulación del orden fabril como la mejor forma de regular los conflictos y que se ame el trabajo. Ese es su objetivo, lograr por medio de la política que los trabajadores no vean su explotación, amen su trabajo y no luchen, no se rebelen.

            Pensamientos como éstos han engendrado las investigaciones más difundidas entre especialistas e instituciones preocupadas por las relaciones de producción. Hoy los “regula-cionistas” nos ofrecen también las nuevas formas de trabajo, las más alienantes y explotadoras de la historia del capital, como las más deseables. Fin de la historia y fin del trabajo. Desabróchese el cinturón que hemos llegado al paraíso. Eso sí, tenga cuidado al bajar del avión porque, en algunos lugares del paraíso, la historia no a tocado su fin y ya se puede distinguir el saludable humo de los piquetes…

Notas

1Marx, K.: El Capital, t. 1, v. 2, pg. 523.

Sin salidas, sin opciones

Fordismo, crisis y reestructuración capitalista. El caso argentino, de Lucchinni, Cristina, Juan Ferrante y Roberto Mínguez,Buenos Aires, Editorial Biblos, 1999.

Reseña de Leandro Morgenfeld

El libro es un claro ejemplo de una empresa tan ambiciosa como desmedida e ilusoria: pretender dar cuenta, en apenas algo más de 100 páginas, del devenir de los últimos cien años de historia del capitalismo mundial, de sus crisis económicas y políticas, y del proceso particular que se desarrolló en la Argentina. Ya en la introducción, donde además se resalta la necesidad de pensar nuevas situaciones y respuestas frente a las rupturas de las certezas acumu-ladas anteriormente (¿fin de los grandes relatos?, ¿fin de la posibilidad de estudiar la sociedad como un todo orgánico?), se explicita el objetivo contradictoriamente gigantesco: el trabajo está centrado en los procesos socioeconómicos, pero a la vez se atienden los procesos políticos, los debates teóricos, la modificación de valores y costumbres o las nuevas formas de la vida cotidiana. También se señala allí que el objetivo del estudio es responder a las grandes pregun-tas supuestamente instaladas hoy en la sociedad: ¿es posible conciliar los avances espectacu-lares de la tecnología con las demandas sociales?, ¿es posible aunar desarrollo económico con empleo para todos?, ¿es factible una estructura social donde se aseguren al mismo tiempo el desarrollo científico y técnico, el progreso económico, el bienestar social y la sustentabilidad ambiental? Hay que pensar de nuevo lo caduco, aggiornarse, ser original frente a las “nuevas realidades” y para ello se recurre a una fórmula sólo aparentemente más compleja: explicar la totalidad del proceso social, pero apelando a una yuxtaposición de infinidad de elementos, sin establecer ninguna jerarquía explicativa que los relacione lógicamente.

Carente de cualquier base empírica, la publicación no es más que una nueva expresión de una vieja ilusión del progresismo implícitamente burgués que podríamos resumir en la siguiente “máxima”: la economía es manejable, regulable, y esa es la tarea del Estado, agente autónomo que actúa más allá de cualquier anclaje clasista. Niegan de un plumazo el carácter esencial-mente anárquico del sistema capitalista y, por lo tanto, que las crisis se deriven de esa peculiaridad de este sistema productivo. Las contradicciones pueden superarse, los opuestos reconciliarse y el sistema desenvolverse con un grado relativamente importante de armonía si el Estado, como un deux ex machinea, actúa como corresponde.

El trabajo se divide en cuatro partes. En la primera se estudia la consolidación y expansión del sistema denominado “fordismo” a partir de la finalización de la Primera Guerra Mundial; en la segunda se estudia la crisis del fordismo y la reestructuración del capitalismo iniciadas a comienzos de 1980; en la tercera se analizan las características que tuvo ese mismo proceso en la Argentina, desde fines de los ‘50 (donde más claramente comienza a manifestarse lo que los autores llaman “fordismo periférico”); y en la cuarta se estudian las profundas transformaciones que ocurrieron en nuestro país a partir del golpe de 1976.

En el capítulo inicial, como dijimos, se proponen dar cuenta de la evolución del mundo capitalista desde la primera posguerra hasta la década del setenta. En los años veinte, y tras el fracaso de las grandes huelgas, se logró instaurar el taylorismo (trasladar a la gerencia de la empresa todo el conocimiento tradicional que poseían los obreros calificados y cronometrar el trabajo en función del tiempo-movimiento y la subdivisión de las tareas). Ya con el fordismo, instaurado unos años más tarde, se incorporó la línea de montaje o cinta sin fin, inaugurando una era de despotismo de la máquina sobre el trabajo humano. Como la mayoría de los autores regulacionistas, confunden las características propias del régimen manufacturero (subdivisión de las tareas y constitución del obrero parcial, con una primacía del trabajo subjetivo) con las características de la gran industria (mecanizado el proceso productivo, el obrero es ahora sólo apéndice de la máquina) y luego las mezclan con otra serie de elementos aleatorios (producción estandarizada, altos salarios, retroceso de la sindicalización, consumo ampliado de masas, reducción de costos, etc.), obteniendo una amalgama casual a la que transforman en modelo. Prefieren las categorías de regímenes de acumulación (taylorismo, fordismo, fordismo periférico, toyotismo), donde mezclan aspectos estrictamente relacionados con la esfera de la producción con otros vinculados con el tipo de remuneración (“el fordismo exige altos salarios”), la lucha de clases (“la consolidación del taylorismo permitió la derrota de los sindicatos de obreros calificados”), el tipo de Estado (la pareja fordismo-estado de bienestar) y elementos culturales e ideológicos. Sin embargo, esta conceptualización que parecería ser más rica que la presentada como una “ortodoxia marxista economicista”, en realidad lo que hace es oscurecer el fenómeno que está estudiando. La riqueza de una explicación no está dada por una yuxtaposición de una serie de elementos muchas veces aleatorios, sino por la posibilidad de establecer una lógica relacional entre ellos. Y esa es la principal carencia de este tipo de trabajos. Por ello, es sumamente sorprendente que, a pesar de que el tema central de libro sea el fordismo y la crisis (al menos eso es lo planteado en el mismo título), no se preocupen los autores por definir a qué llaman fordismo y cómo caracterizan la crisis. Lo mismo ocurre con el problema del Estado. No adscriben explícitamente a una teoría sobre el Estado aunque insisten, como veremos, en que la función del mismo es regular la marcha del sistema, ser árbitro entre los intereses contrapuestos. Algo así como la visión que Hegel tenía del Estado prusiano, como máximo representante de los intereses del conjunto de todos los ciudadanos. El Estado estaría, para estos autores (claro que no lo dicen; difícil es encontrar definiciones y posicionamientos teóricos explícitos en esta obra), más allá de la contradicción principal entre capitalistas y proletarios. Esto no es más que uno de los argumentos contra los que Marx y Engels discutían tan claramente en El Manifiesto del Partido Comunista, cuando denunciaban el carácter burgués del estado, hace más de 150 años (con lo cual la supuesta “novedad” de lo que plantean estos autores se torna más bien dudosa…).

Se reflota, en un tono supuestamente progresista, la ilusión, basada solamente en aparien-cias, de que el Estado puede estar más allá de las relaciones sociales que lo consolidaron, de que puede constituirse en el demiurgo que hace y deshace a su antojo. El boom económico de los cincuenta y principios de los sesenta fue posible entonces, según los autores, gracias a la intervención de los gobiernos, que con sus políticas indujeron determinados comportamientos a la población. El Estado manejó la economía a través del crédito, de los instrumentos fiscales, cambiarios y monetarios (desgravaciones, exenciones arancelarias, fijación de precios y paridades, etc.). También actuó como creador directo o indirecto de mercados, como gestor directo de empresas y ramas productivas enteras, generando infraestructuras y en un sinfín de acciones encaminadas a orientar la actividad productiva y a regular las relaciones sociales. La recuperación posterior a la crisis del ‘29 se debió a que crecieron los gastos sociales del Estado, lo cual se constituyó en el núcleo central de la política de acumulación fordista, “mediante el desarrollo de políticas activas tendientes a impulsar el crecimiento sostenido de la demanda basado en la implantación de acciones reguladoras de la actividad económica”. En la segunda posguerra, lo que dominó fue la instauración de Estados que intervenían fuertemente en la economía, consolidándose así un modelo que defendía el pleno empleo, la seguridad social y la distribución de la riqueza; es decir, una política de colaboración mutua entre el Estado, los empresarios y las organizaciones sindicales. Ese estado, señalan, se reservó el papel de árbitro en el conflicto entre el capital y el trabajo.

     En la segunda parte del libro se analiza la crisis del capitalismo y su posterior reestructuración, a partir de la década del setenta. El Estado benefactor que permitió el boom de la posguerra fue también el que generó la crisis posterior, la de fines de los sesenta y principios de los setenta. Fue el responsable de la brecha entre las condiciones de rentabilidad de la econo-mía genuina y los beneficios realmente percibidos por el capital. La que ocurrió fue una crisis no del sistema sino una crisis fiscal del Estado. Toda la explicación gira entonces alrededor de la política, que determina (término que no les gustaría a los autores) el funcionamiento de la economía. Veamos cual es la visión de la crisis: “Los sucesivos aumentos del petróleo precipitaron esta crisis de los 70, aunque no la generaron, dado que el fuerte crecimiento de la parte proporcional de los salarios –en detrimiento de las ganancias- provocó una baja en la tasa de rentabilidad del capital, lo cual determinó una caída de las tasas de inversión, verdadero motor de la recesión”. La caída de la rentabilidad se debió al estrangulamiento de la ganancia (profit squeeze) ocasionado por los crecientes salarios. Así, este análisis coincide con la explicación burguesa de las crisis, que ve el obstáculo definitivo para la acumulación en el trabajo y no en el propio capital. La salida aplicada por los gobiernos de los países centrales fue la instauración de una política monetarista que modificó las anteriores reglas de la distribución de los ingresos en la sociedad, favoreciendo la obtención de rentas especulativas sobre las utilidades de las inversiones productivas. Este nuevo modelo de acumulación, parecen advertir los autores, no trajo ni traerá prosperidad para todos. No es el capitalismo “humano” que ellos pretenden.

El problema actual, señalan siguiendo los postulados que hoy están más de moda entre los intelectuales “progresistas”, es la libre movilidad del dinero y del capital a escala mundial. El capital financiero se desplaza de acuerdo a criterios de maximización de beneficios en el menor plazo posible y con una minimización de los niveles de riesgo, lo cual produce el altísimo grado de inestabilidad que caracteriza al actual sistema económico mundial. El problema es entonces la autonomización del capital financiero, cual un Frankestein que ha cobrado vida propia. Se plantea un escenario de enfrentamiento entre el capital financiero o especulativo y el produc-tivo, como si ambos no fueran una sola y misma cosa. Nuevamente el árbol no deja ver el bosque, la particularidad (funciones y remuneraciones distintas de cada uno de estos capitales individuales) no permite comprender la unidad del capital como tal. Se ignora, asimismo, que el hecho de que el capital pueda desplazarse más libremente que nunca y que la producción esté sumamente mundializada es algo esencial para el desenvolvimiento del sistema. Las contra-dicciones que de ahí en más se deriven, son propias del sistema y sólo superables con la destrucción del mismo. Entender la lógica del capital y la imposibilidad de diluir ciertas contradicciones esenciales al mismo nos permitirá evitar posturas políticas destinadas al fracaso, como el pretender que el Estado pueda moldear a las relaciones sociales para difuminar su carácter contradictorio.

En definitiva, lo que subyace en este tipo de planteos es que la crisis (en este caso la del treinta y la del setenta) no es una crisis sistémica, sino una crisis de un modo de acumulación, que, en definitiva, esencialmente se define como un modo de intervención estatal. Entendemos que estos planteos no se basan en una investigación histórica seria, sino en la postura política reformista de quienes presentan estas tesis. Por eso señalan, como salida a la crisis, “la necesidad de intervención del Estado en esta nueva realidad para enfrentar los desbordes de un mercado imperfecto”. Y citan a Alan Touraine: “El capitalismo actual es predador y lo que hay que hacer es reestatizar al Estado, reconstruirlo, pues su rol de regulador es indispensable”. El progresismo tiene un límite claro: refundar los Estados donde la riqueza aparecía mejor distribuida. Esto no sólo es regresivo sino imposible de lograr (al menos en forma sostenida, como quedó claro tras la crisis de los setenta).

En la tercera parte del libro, el objetivo es analizar el proceso industrializador argentino desde 1958, momento a partir del cual la política estuvo supuestamente dominada por la preocupación de convertir a los países latinoamericanos en países desarrollados. Los problemas estructurales de los países eran la escasez de capitales y la ineficacia en el uso de los factores productivos, por lo que se requería una nueva y vigorosa acción del Estado. Fue la política del desarrollismo, y no el crecimiento de una industria que existía desde antes de la primera guerra mundial, la que la que difundió en el medio nacional prácticas tecnológicas y estándares de calidad inexistentes hasta ese entonces. A pesar de que se logró cierta economía de escala, las empresas no tendieron a consolidarse como polos de desarrollo ni lograron superar los límites que imponía un mercado interno demasiado pequeño.

En la última parte se estudian las transformaciones ocurridas a partir de 1976. El gobierno militar cambió profundamente las orientaciones con las que se desenvolvían hasta ese momento las actividades industriales. Se instaló un estado neoliberal que postulaba la total confianza en los mecanismos del mercado para la asignación de recursos. Al liberalizarse la economía proliferaron las financieras y se incrementó el ingreso de capitales extranjeros con fines especulativos. A la par se desreguló el comercio exterior con apertura económica y baja de aranceles. La industria sufrió el peor de los retrocesos y se deterioraron las políticas públicas sociales, lo cual afectó la equidad que supuestamente primaba anteriormente.

Lo más llamativo del libro aparece cuando el carácter apologético del sistema (¿capitalismo con rostro humano?) se hace explícito en una triste defensa de Raúl Alfonsín. Se destaca su impulso para democratizar la sociedad, se justifica la sanción de la aberrante Ley de Punto Final y se critica a la dirigencia sindical (acusada de antidemocrática) por los trece paros que llevaron adelante en cinco años. Se señala que su plan privatizador, que modernizaría la sociedad, no pudo concretarse debido a que los tiempos políticos conspiraron en su contra (el Senado le impidió, por ejemplo, privatizar la aerolínea estatal). El control de la situación lo perdió (hiperinflación) debido a la intervención de los grandes grupos económicos en los mercados. Explicación muy afín en nuestros tiempos: un cuco, los mercados, atentan contra los gobiernos progresistas y contra los capitalistas que quieren producir para el bien del país. Pasan los años y vemos ahora que los mismos argumentos se repiten: la lucha es entre un actor cada día más maltrecho, el Estado que defiende los intereses generales, y los “mercados”, que personifican las fuerzas de la especulación y la desintegración social.

En cuanto a la industria, en los ochenta se ve nuevamente un proceso de retracción con un deterioro en el flujo de incorporación de maquinarias y equipos. Fue la existencia de altas tasas de interés interbancarias lo que desvió recursos hacia colocaciones fuera de la industria. Muchos de los grandes grupos económicos desalentados por la falta de políticas públicas que impulsaran un desarrollo de la industria pasaron de la producción de bienes a la importación.

Se llega así a la ofensiva neoliberal encabezada por Menem, gracias a la cual se produjo un desmejoramiento de la situación de amplios sectores sociales, así como la transferencia de un poder de regulación del conjunto de la economía a sectores cada vez más concentrados, a una elite económica y empresarial con características rentísticas. La pobreza y el deterioro actual, terminan pintando un panorama lúgubre y desesperanzador. Crece el número de pobres marginales, se degradan los sectores medios, disminuye el salario real, se deterioran los servicios públicos y aumentan el desempleo y el subempleo.

Así termina esta obra, sin salida, sin opciones. Sólo proponiendo, tímidamente, una vuelta hacia atrás, hacia un tipo de Estado intervencionista que ya demostró su fracaso. Nunca la lucha, nunca ver las contradicciones inherentes al sistema, nunca un análisis que lleve una salida política revolucionaria. Quizás, sin querer admitirlo, estos autores adscriban a la idea de que el conflicto social, en el capitalismo actual es sólo accidental, producto de tensiones que pueden ser eliminadas o suavizadas con una “ingeniería social” adecuada, con una regulación estatal que logre esa ansiada armonía. Esta es la ilusión de la socialdemocracia reformista. Por el contrario, los marxistas vemos a la sociedad como una unidad de opuestos en la cual la lucha de clases es fundamental. Y esta lucha seguirá hasta que se elimine la contradicción básica, la relación de explotación que el capital produce sobre el trabajo. Y mientras tanto no queremos armonía, queremos lucha, lucha por el socialismo. Para eso desarrollamos la teoría de Marx, como arma para la lucha, no como apologética de un sistema de explotación, miseria y muerte.

 

El Señor K. ya tiene su oficina

Mayo de 1810: entre la historia y la ficción discursiva, de Mónica Larrañaga, Juana Porro, Martha Ruffini de Grané y María del Pilar Vila, Biblos, Bs. Aires,1999.

Reseña de Fabián Harari.

            El señor K. habita El proceso, novela que concibió Franz Kafka, pero puebla bajo diferentes seudónimos sus otros trabajos. K. es el nombre del anonimato, de la falta de subjetivación (K. no es nadie y somos todos porque todos somos nadie). Es quien se encuentra desorientado, víctima de un sistema que no (se) comprende, cuya lógica resulta inasible e imposible. Sus incursiones hacia la comprensión de la totalidad, hacia la aprehensión del centro, del dominio, hacia la transformación, se revelan -irreparablemente- como su tragedia, como el sueño del esclavo provocado por la fusta del amo. Novela a novela K. perece antes de percatarse que el todo es, en realidad (o en ficción), el infinito, que lo particular es el límite de lo pensable, que su razón no le sirve para sortear situaciones porque lo real no es racional y lo racional no es real, que nada cambia realmente, que él no es más libre (o más esclavo) que los demás (todos instrumentos de algún éter), que Dios juega a los dados y “la vida es sueño” y que los sueños… “sueños son”. Así K. vivirá preso de sus ensoñaciones, mientras no logre comprender el engaño que habita y se resigne hasta el cinismo.

Al parecer, ciertos intelectuales sí han descifrado (y sorteado) los infinitos laberintos que nos circundan, ya que hoy ocupan los principales puestos académicos. Llevaron a K. a una oficina. Sin embargo, irremediablemente, las circunstancias exigen alguna aseveración, alguna producción, explicar la realidad. Esta es la marca que llevan nuestras autoras. Descreídas de toda explicación, ostentan envidiables cargos académicos. Si bien “Todo discurso implica posición” algunos deben ser más plausibles.

El período que las ocupa es lo ya olvidado, lo desproblematizado, lo marginado por nuestra historiografía: nada más y nada menos que la única revolución que ofrece nuestra historia. De lo que se tratará, entonces, es de analizar los distintos discursos acerca del “hecho”, que se han instalado en nuestras conciencias. Para dicha empresa, se echó mano de tres licenciadas en letras y una historiadora. La proporción no es azarosa. Delata que, para ellas, el análisis textual tiene más que decirnos acerca de la realidad que la explicación histórica.

Luego de una presentación y una introducción, donde se expone la teoría que sustenta el estudio, el libro se divide en seis capítulos: en el primero se ocupan del discurso historiográfico, en el segundo del clerical, en el tercero del literario, en el cuarto analizan los tópicos construidos desde La Obra (publicación didáctica), en el quinto difunden una encuesta entre los habitantes de Viedma que probaría sus afirmaciones. Al fin en el sexto apartado exponen sus conclusiones.

            El objetivo del trabajo es identificar el origen de los distintos tópicos que conforman los “lugares de memoria” colectiva, memoria y olvido. Porque la memoria convive con el olvido y supone una omisión intencional. “Lugar de memoria” es un concepto que las autoras extraen de Pierre Nora y se refiere a espacios portadores de una historia simbólica. El lugar de memoria es la huella (versión simplificada del gram derridadiano) que puede ser activado para trasladarnos al ámbito de la pertenencia. Los lugares simbólicos, y su conformación, nos darían una nueva llave para estudiar los fenómenos históricos. El lugar de memoria se constituye en un marco de multiplicidad, no siempre coherente, lo que autorizaría al análisis de sus partes. Pero el libro se presenta como un “cruce de dos perspectivas”. Al espacio simbólico se le agrega (cómo renegar) el análisis del discurso, en el que emergen producciones de sentido. Donde el lenguaje no transparenta y la única realidad es el texto. Donde los enunciados dependen de la posición. La deconstrucción. Por fin: Derrida. Analizar la arquitectura del discurso sin ocupar posición (oscilar entre el margen y el centro). Tenemos, entonces, al objeto de estudio conformado por el lugar de memoria (el campo de la ideología) y el discurso (el material lingüístico).

            Los textos son atravesados en su mayoría por un análisis formal, buscando los tópicos de anclaje y la arquitectura discursiva. Todos los relatos son tratados (o al menos es lo que se promete) en pie de igualdad, en virtud de que todos constituyen discursos y ninguno podría reclamar una posición privilegiada. Todos son “géneros discursivos” ( Para el estructuralismo “mito” era todo aquello que legitima una acción, por lo que todo conocimiento era “mitológico”).

            No se construye una línea argumental que reúna a los distintos relatos. No hay una relación fuerte con el contexto, tan solo referencias fácticas o muy generales. Como tópico, no interesa lo que el concepto contiene sino el lugar que ocupa en el texto y su capacidad para activar significados. Dichas autoras omiten las formas de trabajo del historiador. Avanzan, así, más allá de la tajante división entre la teoría y la práctica intelectual para quitar de la escena a ésta última. Parece que hemos vuelto a la historia de las ideas. No obstante mientras que en ellas la Idea (“la Libertad”, “La Nación”, “La Ciudadanía”) es un Sujeto pleno de contenido, de desarrollo, donde lo abstracto determina lo concreto, en este trabajo las ideas (porque la riqueza estaría en la multiplicidad) son un Objeto puramente formal e inmediato.

            Así recorren nuestra historiografía desde Gregorio Funes hasta Halperín Donghi, pasando por el revisionismo y el marxismo. Mitre, figura esencial, impone ciertos tópicos que serán preponderantes. Con “pueblo” como tópico de anclaje delinea su discurso: la preexistencia de la nación, el culto al héroe, la revolución asociado a lo popular, a la “juventud” y a la “plaza pública”. La “patria” asociada a un acto de voluntad popular. El texto, por sí mismo, se nos revela impotente para hacer mínimas apreciaciones, ni que decir para denotar la pertinencia de las explicaciones. La Nueva Escuela Histórica recuperaría los tópicos mitristas pero haciendo leves modificaciones (por ejemplo, el “pueblo” es uno sólo, se desplaza la categoría de “populacho”). Es, entonces, en la década del 30’ cuando se canoniza para la posteridad el discurso mitrista como oficial.

            ¿Cómo pudieron estos tópicos instalarse en la memoria colectiva? ¿Qué intereses representan? Las autoras ensayan una explicación: “La intervención creciente del Estado en las actividades históricas es producto de la voluntad de dos hombres: un presidente con fuerte vocación histórica, el general Justo, y un historiador con fuerte vocación presidencial”y agregan: “Además la estrecha amistad de Levene con el presidente Justo posibilitaba la obtención de créditos para la publicación de sus obras”1. El proceso histórico ya no es producto directo de la voluntad del hombre, sino que está determinado por, nada más que, dos hombres y su amistad. Frase que ningún voluntarista suscribiría.

            El marxismo es llamado “la izquierda nacional” y queda circunscripto al período 1955-66. Del único que se ocupan es de Rodolfo Puiggrós, quien, dicen, se habría acercado al revisionismo. Resaltan como tópico principal la “conciencia nacional” que se formaría a partir de Mayo, al que se agrega la “ruptura”. En este punto se imponen dos observaciones. En primer lugar es grave la periodización: a)De la colonia a la revolución es de 1940. b) La historiografía marxista sigue escribiendo hasta hoy día sobre el tema (ver Azcuy Ameghino, con las diferencias que uno pueda tener). En segundo: nuestras autoras condenan al autor analizado a habitar las huestes revisionistas, craso error, Puiggrós nunca fue revisionista, siempre defendió a la tradición revolucionaria de mayo y nunca dejó de denostar al rosismo. Su acercamiento con el peronismo trata de justificarlo desde la tradición liberal.

            Como fin del recorrido historiográfico, nuestras francotiradoras analizan la “renovación historiográfica” a partir de la obra de Halperín Donghi. Esta escuela habría sido la primera que “modifica la construcción del discurso histórico en el paso de la narración a la forma explicativa de los factores económico- sociales”(pág. 51). O sea, que ningún historiador anterior, o de otra tradición, explica nada, ni usa instrumentos conceptuales. Las polémicas acerca del modo de producción en la colonia y sobre el carácter de la revolución, en realidad, no existieron. O mienten o lo ignoran. En cualquiera de los dos casos, están inhabilitadas para escribir sobre historiografía argentina. Nuestras autoras señalan la fuerte inserción que tuvo esta obra en los ámbitos académicos. La falta de una divulgación más amplia sería producto de “…la idea de revolución popular que sigue aún fuertemente instalada, motivada por una cierta resistencia inconsciente a modificar una versión en la que el pueblo toma las decisiones”(pág. 54). La culpa es adjudicada, así, al bruto populacho que no se resigna a entender que no está llamado a intervenir en el proceso histórico.

            Los discursos clericales son tomados sólo desde 1810 hasta 1830. Utilizan como “fuente” una publicación del Museo Histórico Nacional (el clero mismo), El clero argentino de 1810-1830, una recopilación de los principales discursos “patrióticos” del clero, hecha en 1907, dejando de lado otras publicaciones donde la curia aparece defendiendo a los españoles.

            Estudiar el discurso de la revista La obra aparece justificado por el “comentario” que habrían hecho las docentes acerca de publicaciones de consulta para trabajar efemérides. A lo largo de 80 años, el discurso mitrista va a predominar al final de un camino no exento de vaivenes. A éste se le irán sumando el costumbrismo y el simbolismo en la evocación. En fin: la apelación al sentimiento donde la representación es más importante que la comprensión. La sola publicación en La obra aparece como instancia suficiente, de tránsito directo a la conciencia de niños y docentes. Basta el acto de enunciación. ¿Tuvo que utilizar el Estado algún método complementario para “sugerir” a las docentes ciertos contenidos y cierta metodología? Se subestima la capacidad crítica y combativa de los educadores. ¿Por qué el Estado estaba interesado en difundir esos discursos? Las autoras nada pueden decirnos, porque no hay nada fuera del texto. Reproducen (¿lo sabrán?) los mismos defectos que le achacan a La obra, donde la representación se impone (y opone) a la explicación.

Para las exorcistas del discurso, el arte como discurso que se interpela como tal encuentra en la “Nueva Novela Histórica” la vedada llave para el acceso al pasado. En La revolución es un sueño eterno la literatura compite en el mismo espacio que la historia (en tanto discurso) y ofrece una multiplicidad y complejidad de enunciaciones frente a la crisis de las nociones de verdad y realidad. La genial obra de Rivera es, en el trabajo que se está reseñando, usada (manipulada) para desprestigiar el saber científico. Las apreciaciones que hacen las autoras engañan: la escritura de Andrés Rivera es una fuerte crítica al posmodernismo. a) El lenguaje es constantemente reformulado. El habla se le impone a la lengua. El código es reinventado, transgredido, reformulado por las necesidades de la comunicación. Castelli quiere hablar y debe escribir. Entonces escribe como habla y habla como vive. Las relaciones sociales se imponen al código. El lenguaje no es una estructura cerrada. b) “Ríase, ríase Ángela. Así se reía su madre cuando la conocí.”2 El texto nos remite a lo extradiscursivo. El texto no lo es todo, ni puede entenderse por sí mismo. Pero sí puede comprenderse a partir de las relaciones que le dan origen. Es una afirmación ya trivial: todo lenguaje necesita, al menos, un elemento ostentativo. El lenguaje no es una estructura autorreferencial.

            Las autoras sostienen que el Castelli de Rivera se presenta contemporáneo, en tanto expone sus pasiones, sus flaquezas, sus miserias, sus sufrimientos. Me atrevo a preguntar: ¿Todo lo que siente (habría que definir sentimientos) sería contemporáneo y digno de estudiar (mi perro Fido por ejemplo)? La contemporaneidad de algún personaje no está en sus sentimientos, sino por la vigencia de la contradicción (más o menos universal) que encarna, en que somos el resultado del desarrollo del conflicto pasado. Rescatamos a Castelli del olvido por su disposición a dirigir un proceso, en el que el hombre pudo haber intentado asir la historia con sus manos. Su legado se halla en las tareas históricas inconclusas que pudo haber dejado su clase social, en la relevancia de la revolución como instancia del cambio histórico. “Y que los sueños que omiten la sangre son de inasible belleza”3.

            En las encuestas, preguntan por cuestiones fácticas y simbólicas, evitando que el interlocutor exponga algún tipo de conocimiento conceptual y explicativo. Por lo que esta estadística carece de valor demostrativo. La idea que subyace al posmodernismo es una deformación tan vieja del (tan viejo también) pensamiento kantiano: existe un más acá que puede ser aprehendido (el fenómeno) sólo humanamente, deficitariamente, y un más allá (el noúmeno), que determina los fenómenos, y que nos está vedado. Sólo podemos conocer a través de las categorías formales que procesan la experiencia. En su momento Hegel advirtió: “El pensamiento como representación se ve entorpecido en su marcha cuando lo que en la proposición presenta la forma de predicado es la sustancia misma.”4La verdad se halla en la exposición del concepto y no en la inmediatez de la cosa en sí. Lo dado no difiere de (a) lo oculto sino que es su ser otro en sí mismo: diferencia contradictoria, a pesar de Derrida y sus hermeneutas. La creencia en los demonios responde más a las advertencias y necesidades del exorcista que a nuestra ignorancia (a fin de cuentas, Lucifer es la presencia invertida y escindida de la función explotadora del sacerdote). Detrás del telón hay mucho que ver: nuestra seriedad, nosotros mismos, desgarrados, negados, escindidos, para ser quienes somos.

            Como conclusión las autoras proponen (sin ningún prurito): “Tal vez no importe demasiado si aquella fue o no una revolución, pero sí importa que ha desafiado al tiempo por su valor simbólico, por constituir un significante de la patria.”(pág.166)No importa. No importa si la historia se desarrolla a partir de la lucha de clases o de la evolución pacífica. Si el hombre hace su historia (bajo ciertas condiciones, claro está) o si es un objeto de algún ente trascendental (el lenguaje, por ejemplo). Todo es válido (o inválido) en tanto símbolo, en tanto permite (o dificulta) la conformación del significante “Patria”. Todo será discurso, no hay ninguna categoría que demostrar.

            El paseo crítico por nuestra memoria nos deja más pobres (y más brutos) de lo que éramos. Así es como se termina, en esto derivan todas esas sublevaciones que venían a liberarnos de las extrañas y complejas amputaciones de los dictados culturales. Estos son los atropellos del bisturí que iba a descarnarnos del mito más grande que se nos había presentado; y al que nombramos ciencia. Así acaban: en la mediocridad, en la falsificación, en la omisión intencional, en la complacencia con los poderes de turno (y abandono de todo criticismo), en el empirismo más vulgar, en la peor de las reacciones.         Claro que, a esta altura, el señor K. ha dejado de lado sus convicciones escépticas. Ahora “Patria” no es un gram. Ahora no todo es válido (o inválido). Ahora puede haber posición. Ahora el señor K. no se va a mover de su oficina. Ya bastante tuvo que morir para conseguirla.

Notas

 1pág. 44, subrayado nuestro, en realidad las autoras están citando a Diana Quatrocci.

2Andrés Rivera: La revolución es un sueño eterno, Planeta, Buenos Aires, 1998, pág. 44.

3Ibídem, pág. 33.

4Hegel, G.W.F.: Fenomenología del Espíritu (1807), FCE, México D.F., 1998 (12ma. impresión 2000,1ª ed. en español en 1966), pág.41.

Esperando al Mesías

De la Revolución Libertadora al Menemismo, de Camarero, Hernán, Pablo Pozzi, et al.,Ed. Imago Mundi/Asociación de estudios de cultura y sociedad. 2000. 328 páginas.Reseña de Fernando Castelo

            Antes de comenzar con esta reseña debo hacer dos comentarios. En primer lugar, es un hecho feliz tener que discutir un libro que se concentra en el período que abarca de 1955 a los ’90. En segundo término, deseo aclarar que la composición de la obra, una compilación, me conducirá a generalizaciones, motivo por el que no me detendré en cada trabajo. Hechas estas salvedades pasaré a lo que me ocupa.

 La primera parte del libro, que se abre con un artículo de Howard Zinn, desarrolla el proceso iniciado en 1955 y que concluye en los ’70. Tras una exposición de índole teórica (Camarero) se inician los artículos. Cada uno abarca aspectos monográficos. El ejército en el periodo peronista y posperonista (Mazzei); la Resistencia y los cambios en los sindicatos con el desarrollo de direcciones antiburocráticas (Raimundo y Ghigliani); el desarrollo de la Nueva Izquierda (Tortti). La relación del ERP con la democracia (Pozzi) y la resistencia a la Dictadura tras el golpe de 1976 (Schneider).

La segunda parte está encabezada por una reflexión de Celina Bonini. Le sigue un artículo de Carlos Vilas que estudia los procesos de reforma del Estado. Acto seguido, se retoma la relación entre la experiencia de la clase obrera, la cultura de clase y Resistencia proyectándola hacia los 80-90 (Pozzi y Schneider) para concluir con un examen de los cambios en las relaciones de trabajo tras el proceso de reforma del Estado (Berrotarán).

Por quien doblan las campanas

            El artículo de H. Camarero: “De la estructura a la Experiencia” aproxima la apuesta teórica que desarrollarán los restantes trabajos. Este autor intenta presentar dos tesis: a) el carácter articulador que tiene la experiencia peronista y b) que la clase evoluciona hacia formas superiores durante esta experiencia. Frente a estos hechos, las ciencias sociales han tenido diversas respuestas. Camarero comienza por reseñar la posición de la Sociología Científica. La tarea de Germani, según Camarero, tiene el valor de fundarse en una teoría empírica, aunque cuestiona su punto de partida: caracterizar a los “actores” desde una construcción típico ideal para, desde allí, catalogar los fenómenos sociales. Sin embargo su crítica no va más allá de eso. En segundo lugar aborda las teorías elaboradas desde lo que denomina la Escuela Estructural. Esta busca comprender la formación de una nueva alianza contra el trabajo tras los cambios en la composición Orgánica del Capital entre las décadas del cincuenta y setenta. Juan Carlos Torre hacia los ochenta retoma esta explicación aplicándola al análisis de los cambios en las instituciones, afirmando que el protagonismo alcanzado por los sindicatos se debía a esos cambios. Como los sindicatos que asumen de este modo un rol protagónico son autoritarios, la clase obrera queda subsumida en la lógica antidemocrática del sindicalismo.

            La obra de Daniel James, según Camarero, tiende a romper el corsé del análisis estructural. En Resistencia e Integración, James instala el debate de cómo encarar el estudio del pasado de los trabajadores argentinos. Este trabajo entronca con la tendencia renovadora de la “historia social marxista”, fundada en las categorías de “experiencia” y de “estructura de sensibilidad”. Otro de los puntos centrales gira en torno a la Resistencia. La propuesta de Camarero se funda en una renovada “historia social marxista” que busca el diálogo con las variantes estructurales y el análisis de James (pág. 51). Hecha la invitación, trataré de ver cuales son los resultados de este diálogo.

            Uno de los grandes temas de los artículos que siguen refiere a la relación entre izquierda y clase obrera. El problema al que todos los autores hacen referencia es a la relación contradictoria entre proletariado, peronismo y burocracia sindical. Relación que se enrola en la díada de contrarios que identifica a unos (la clase obrera) con lo democrático y a otros (los sindicatos) con lo autoritario. La función de la ideología peronista, en este aspecto, sería actuar como mediadora, por lo que se convertiría en un campo de batalla que debe ser apropiado.

            Se sostiene que la radicalización en el movimiento obrero es un fenómeno externo a las organizaciones en dónde éste se agrupaba. En los sindicatos sólo se percibe una tendencia de los sectores más avanzados hacia la democratización de sus estructuras sindicales con la inclusión del discurso clasista (pág.119). Pareciera que la burocracia cumple funciones de dirección sin dirigir a ninguna fracción de la clase.

Ahora bien, al contrario de la clase obrera, la radicalización de los sectores medios proviene de un cambio en los organismos que ese grupo social se da a sí mismo. La evidencia es que la juventud universitaria conformaría el grupo matriz de la Nueva Izquierda (NI). Este sector, el decididamente “revolucionario”, se nutre de la radicalización de la lucha de clases y la desarrolla (pág. 137 y ss.).

            En este marco se ubica el análisis de Pablo Pozzi sobre el PRT- ERP. El motivo central es dar cuenta del profundo sentido de la democracia que había en esa organización. Junto a esto hay dos problemas. Primero, el elemento que, según Pozzi, hacía del PRT-ERP un fenómeno particular era su evaluación del peronismo, distinta de todo el resto de la izquierda (pp.164/5). Pero este juicio no era exclusivo del PRT-ERP. En otro lado ya he mostrado cómo Peña y Moreno, en sus tesis desarrolladas durante el período “entrista”(1956/59), indicaban la necesidad de reconsiderar la relación con el peronismo como etapa a superar por la clase 1. Es de suponer que Pozzi desconoce estas lecturas. En segundo lugar, Pozzi muestra que el PRT era democrático en esencia aunque su política fuera contradictoria, lo que sirve: a) para corroborar que las organizaciones donde se agrupaban los sectores medios eran las que enfrentaban al autoritarismo, y b) para concluir que hubo un solo demonio (pág. 194).

Con el trabajo de Alejandro Schneider: “Ladran Sancho…” se da comienzo al análisis de los trastrocamientos en las relaciones de fuerzas posteriores al 24 de marzo de 1976. La investigación se concentra en las formas de lucha que instrumentó la clase obrera de la zona norte del Gran Buenos Aires. Este trabajo es un buen exponente de algunos vicios de método. Por ejemplo, parte de la argumentación se funda en entrevistas a obreros de las plantas fabriles donde se desenvuelven los procesos de lucha. El problema reside en que las entrevistas, son tomadas acríticamente por Schneider quien se ajusta a los dichos y puntos de vista de los entrevistados sin cuestionar nada. Lo interesante es que el trabajo que le sucede sienta un fundamento para cuestionar este método. Celina Bonini, trata de reconstruir su historia como militante durante los ’70. De ese modo concluye que la memoria es siempre memoria del presente (pág. 235). Dato que no tienen en cuenta quienes le preceden en el orden del libro. Pero retomando el artículo de Alejandro Schneider, toda la investigación postula que en los mismos obreros se acumula la experiencia que cristaliza en sus organismos de clase, funcionales para la prolongación del enfrentamiento y medio de realimentación de la conciencia obrera (págs. 206 y 207).

En el artículo se muestra cómo de planta a planta se retoma en movimiento de lucha atómico la experiencia adquirida por otros compañeros. Pero el paso a un segundo momento de los reclamos, el grado molecular, que es caracterizado por un salto cualitativo, no tiene explicación (pág. 230). Al final Schneider cae en la cuenta que la burocracia es la que consigue darle un carácter nacional a las medidas de lucha (Pág. 227). Sin embargo elude el problema que esto plantea: analizar a la burocracia sindical como dirección de la clase obrera los conduciría a refutar su propia tesis según la cual todo desarrollo de la clase es un paso en el desarrollo de la autoconciencia y es, a su vez, democrático per se.

De alguna manera, la resistencia obrera termina por ganarle a la dictadura. Así se abre una nueva pregunta: ¿es posible sostener que la oposición obrera a la dictadura fue exitosa? Para el autor, no es que el proletariado fuera derrotado sino que la UCR y el PJ lograron imponer su definición de ‘democracia’(pág. 296) que se reduciría al régimen parlamentario burgués. Para ello contaron con el apoyo de la izquierda electoralista que agregó confusión a la hecatombe de la derrota del peronismo. Sin embargo, hubo una forma de triunfo: capitalizar esta “experiencia”. Los enfrentamientos proveen la materia prima que enriquece al sujeto social, quien en la misma acción se auto define y vuelve a iniciar el círculo de resistencia permanente(pág. 231).

Desde esta perspectiva, resulta claro que todo cambio provenga del cielo, del mundo extraño de la sociedad política. Esta separación entre el campo de la conciencia y el campo de la política se expone con el estudio sobre proceso de reformas del estado posterior a la dictadura. Su autor, Carlos Vilas, sostiene que el achicamiento y transformación del Estado capitalista en Argentina es producto de la incapacidad de los “actores” económicos y políticos dominantes para imponer su dominación. Así, se ven en la necesidad de desarticular las relaciones entre sociedad civil y sociedad política que sustentan la “autonomía relativa del estado”(pág. 254). La apertura de áreas económicas a la burguesía mediante las privatizaciones en vez de ser interpretadas como una avance de la dominación son entendidas como pruebas de su ausencia o incompletitud.

Como se puede apreciar se ve al Estado como un espacio a ganar y se considera que si los grupos dominantes no consiguen este objetivo lo destruirán. La “avanzada” sobre el estado es la muestra de la incapacidad para dominar. Como el estado en tiempos normales debe funcionar como un mediador (pág. 252) las reformas rompen el “equilibrio ético” (pág. 288) que las agencias gubernamentales tienen por fin. Fin que se consigue con una democracia efectiva que restablezca la igualdad política y social (pág. 286). En conclusión, la república democrático burguesa no sirve para el ejercicio de la dominación.

La tesis de la avanzada de los sectores privados sobre el estado se ilustra en el trabajo monográfico de Patricia Berrotarán. Allí, haciendo un examen de los trastrocamientos en las relaciones de trabajo de los obreros portuarios tras las privatizaciones, muestra como estos cambios en el régimen de empleo junto con la privatización de la zona portuaria y el aumento de la productividad socavaron las bases de su “sistema tradicional”, provocando el fracaso de las formas habituales de lucha. Antes de la privatización, frente a los reclamos de una parte de los trabajadores portuarios todo el puerto paraba. La presencia de terminales privadas tuvo como consecuencia que, ante medidas de este tipo, el puerto pudiera seguir operando. Así, aunque la autora trata de probar que las privatizaciones son el resultado de la incapacidad para dominar entra en contradicción y termina probando lo contrario de lo que postula: no sólo queda demostrado que las privatizaciones tienden a beneficiar al capital sino que son una forma de perfeccionar los medios de dominación sobre el trabajo. Las derrotas de los portuarios son muestra de ello.

Redención y utopía… ¿Resistencia e integración?

El argumento clave de la obra es que para explicar la singularidad del proletariado argentino se necesita una teoría particular (pág. 293). La singularidad de la clase obrera argentina estaría determinada por sus condiciones objetivas y por la conciencia peronista que conformarían la experiencia de la clase. Pero, los autores no se preguntan si esta experiencia se encamina hacia una superación entendida como la realización de su esencia, o sea su negación como clase. Por el contrario, para ellos la realización del sujeto está dada por el acto de constituirse como negación. Ergo, la realización de la clase obrera está en el enfrentarse al capital. Es por eso que los sindicatos tienen ese lugar privilegiado en toda la obra y por lo mismo que se descarta toda vía que lleve a discutir el partido. En definitiva caen en una variación de “sorelismo” al decir de Gramsci. Sin embargo, tiene que haber un cambio. Y para explicar lo inexplicable deben recurrir a la injerencia de factores externos a la conciencia.

Finalmente, la transformación revolucionaria no está en la realización del proletariado sino en la capacidad de quienes se hallan por fuera de la clase (los “decididamente revolucionarios y democráticos”) para mostrarle hacia dónde debe dirigir su lucha. En definitiva, la clase obrera debe resistir y resistir hasta la llegada del Mesías.

Notas

1Ver: Castelo, F: “Todos unidos triunfaremos”. El Entrismo morenista y sus caracterizaciones. En: Razón y Revolución Nº 6. Otoño de 2000.

Marx3. ¿El fin de la crisis del marxismo?

Karl Marx, de Francis Wheen, Debate Editorial, Madrid, 2000. 366 págs.

Una guía para entender a Marx, de Edward Reiss, Siglo XXI, Madrid, 2000. 227 págs.

Marx’s Ecology. Materialism and nature,de John Bellamy Foster, Monthly Review Press, New York, 2000. 310 págs.

Reseña de Eduardo Sartelli

                La crisis del marxismo fue, hace unos años, un tema que cobró ribetes apocalípticos. Al menos para quienes creían que Marx y el marxismo constituían un tesoro que había que preservar. Inmediatamente, la cofradía de la luz roja dióse a la tarea de enfrentar la situación. La primera reacción, casi unánime, fue golpearse el pecho dando voces de pesar y ayes de dolor, súplicas de perdón y no lo voy a hacer más. Buena parte del personal político de los grandes aparatos partidarios comunistas y socialdemócratas agitó el tema como quien saca su pañuelo y dice adiós para no volver: no era más que la oficialización de un abandono que, para ese entonces, tenía décadas de historia sobre sus espaldas. Una segunda reacción consistió en un “retorno a Marx”, a leerlo “a él mismo en su mismidad”. Comenzó, entonces, una larga serie de monografías dedicadas a “aclarar” lo que décadas de bad boys estilo Lenin, Trotsky y otros, habían oscurecido, en su insidiosa tarea de apropiarse del nombre para decir otra cosa. Entre la filología y la hagiografía, el intento dio como resultado algunos buenos libros y mucha tontería. No faltó quien señaló que la crisis era intrínseca al marxismo y que, por lo tanto, nada nuevo había bajo el sol. Ni tampoco quien creyó que profundizar el delirio Dele-Guatta-Foucau-Negriniano era el mejor camino para arribar a playa segura. A ellos hay que sumarle los marxistas “buenos”, que admiten todo lo que se les diga porque “no hay que ser sectarios ni fundamentalistas”. Mala fortuna para el marxismo con semejantes amigos. Y es que el núcleo del problema se encuentra oculto tras la maraña de respuestas entre interesadas y carentes de perspectiva acerca de qué es el marxismo. Vamos a utilizar los textos que reseñamos, todos ellos aparecidos en los últimos dos años, para elaborar una respuesta que irá surgiendo del mismo recorrido.

La estatua con rostro humano

            En cuanto lo vi en las librerías, me asaltó una sensación que ya se me hizo costumbre (y como se verá, prejuicio) ante ocasiones similares: otro brulote más sobre Marx que, so capa de “devolvernos al hombre, al ser humano tras la figura histórica”, se regodea en los detalles escabrosos de su vida, como si eso invalidara su tarea intelectual o política. Reconozco que simpatizo más con la personalidad de Engels (que amaba a las mujeres, adoraba el buen vino y cultivaba la amistad como pocos) que con el Marx atroz que abandona al hijo concebido con su sirvienta (podríamos escribir centenares de hojas a partir de este hecho, que no se olvida aunque páginas después lo veamos destruido de dolor por la muerte de uno de sus pequeños…). Pero la maniobra, además de sucia, es inútil: habrá quienes nunca hayan cometido actos miserables (no me cuento entre ellos) y podrán tirar la primera y hasta la última piedra, pero el asunto desborda a la persona y sus miserias. Marx no es el marxismo y, por muy miserable que fuera, no tiene ninguna importancia para lo que aquí nos convoca: la ciencia y la revolución. Con esta reflexión en mente desde tiempo atrás, con este prejuicio hacia las publicitadas biografías de Marx de las grandes editoriales, encaré el trabajo de Francis Wheen.

            Ameno y bien redactado, como corresponde a una buena pluma de periodista, el texto desborda de admiración por la figura. Informado sobre cuestiones teóricas y filosóficas, Wheen relata con detalle muchos episodios de la vida del Moro. Sin embargo, salvo al público poco conocedor, al resto no va a añadirle nada nuevo. No es cierto, como reza la contratapa, que Wheen nos presente “por primera vez a Marx, el hombre”. No se encontrará aquí nada que no se sepa ya. Tampoco se le achaca al personaje teorías absurdas o que no le correspondan. Incluso cuando hace su evaluación de El Capital, demuestra que lo ha entendido mejor que muchos (como Luis Alberto Romero, según se lee en su reseña de Wheen en Clarín): el autor señala que este no es un libro de economía, sino una obra de arte, una sátira social. Sin embargo, cuando describe lo que él entiende por tal cosa, salta a la vista que comprende perfectamente el objetivo de Marx. Lo que le permite destacar hasta qué punto se adecúa la redacción de El Capital a la comprensión del fenómeno llamado capitalismo: no es una sátira caprichosa, la locura está en el mundo. Lo que Wheen no parece comprender es que eso es ciencia pura. Reconozco, entonces, que este libro no merecía ser objeto de mis prejuicios, aunque como se verá más adelante, este tipo de reivindicaciones de Marx, vengan de marxistas o no marxistas, constituyen sólo un síntoma de un fenómeno de mayor alcance y cuyas raíces se encuentran en otro lado.

Una guía para no entender a Marx ni al marxismo

            Al revés, ahora, tomé el libro de Edward Reiss con la esperanza de tener a mano una “guía” útil de Marx. Teniendo que dar clases y cursos recurrentemente, siempre resulta necesario recomendar alguna lectura general, un texto suficientemente abarcativo del conjunto de la problemática marxista. Hélo aquí, me dije. Y no, triste decepción. El texto se propone constituir una guía de lectura neutral, es decir, ni aprobatoria ni desaprobatoria, devolvernos al “verdadero Marx” con sus contradicciones y aciertos. Al menos eso dice el panegírico introductorio de Francisco Fernández Buey. Que parece haber leído otro libro. Reiss, profesor universitario, ha construido un texto con sus clases. Incluso, tratando de ser didáctico, separa la exposición de los temas (muy abarcativo, eso sí, tal vez el único mérito del texto) de la valoración que él realiza, agregando una serie de preguntas al final, como para quedarse pensando. Realmente, no parece que la exposición sea didáctica, en la medida en que despacha temas complejos con afirmaciones tajantes, no demostradas o ilustradas. Incluso cuando cita a Marx para sostener alguna de sus opiniones suele suceder que dicen lo contrario de lo que él afirma (véase pág. 79 frase de Marx y Engels sobre la defensa de una política de clase, que Reiss lee como “resignación” de dos viejos desencantados).

Para peor, Reiss (que indudablemente tiene un conocimiento importante del marxismo) demuestra no haber comprendido la importancia y complejidad de ciertos temas cruciales, como la alienación (véase, luego de una exposición razonable, págs. 28 y 29, donde se ennumeran otras causas de “alienación” olvidadas por Marx, como “nuestra extrañación” de la espiritualidad, los sentimientos y “nuestro ser superior”-¿?) o la explotación (véase pág. 118 donde se demuestra que Nike “explota” a obreras tailandesas porque del total del precio de un par de zapatillas sólo le llega a la obrera el 2,3% del precio de venta). El asunto llega al disparate en el capítulo sobre la relación entre el marxismo y el género, en el que Reiss recoje las críticas más vulgares del feminismo de la diferencia para decir que “Marx y sus seguidores despreciaron el lenguaje característicos de planteo dubitativo, la inseguridad y la vulnerabilidad” (pág. 153). Lo que lo lleva a postular que el marxismo es incompatible con el feminismo (parece ser que por su seguridad en sí mismo) a pesar de que páginas atrás había remarcado los logros teóricos del feminismo socialista… Al respecto, Reiss parece conocer menos todavía del mundo real: señala que la preeminencia que Marx le otorga a la produccción demuestra que su visión es patriarcal y machista y por eso puede aportar poco sobre la historia de las mujeres, probablemente influido por el hecho que en la era victoriana la producción era un “mundo de hombres” (pág. 51). No sólo se contradice con largos párrafos en los que Marx destaca la entrada de la mujer a la fábrica y a la producción en general (párrafos que el mismo Reiss cita aprobatoriamente por lo vívidos y por su carga moral) sino que ignora que la era victoriana se caracterizó por todo lo contrario, de ahí la fuerza que cobró el feminismo y la preocupación que desencadenó entre los socialistas (que se evidencia en la proliferación de textos sobre la mujer como los de Bebel, Engels, Lafargue y otros).

Es común, también, que Reiss enumere todo lo que Marx no dijo, omitió o no consideró importante. El listado es tan arbitrario como anárquico e incluye hasta previsiones para que “la retórica del socialismo” no se utilice para otros fines (pág. 90). Lo que es falso, porque si de algo se acusa a Marx es del exceso polémico por cuestiones en apariencia menores, en nombre de la defensa de la “doctrina” (como se ve en la frase malinterpretada de la que hablamos más arriba ubicada en pág. 97). Párrafo aparte merece la relación establecida entre Marx y Hegel (pág. 104): el primero habría escrito El Capital aislado de las “nuevas corrientes” intelectuales en boga en Alemania, razón por la cual suponía todavía fresco el pensamiento del segundo…

Vayamos al fondo del problema, para no abundar mucho más en algo que no lo merece: ¿Por qué un conocedor indudable de la obra de Marx escribe una “guía” tan superficial que no hará más que perderse a quienes quieran orientarse en el mundo del filósofo alemán? El punto de partida, la perspectiva influye mucho. Ignoro si Reiss es marxista analítico, pero no hay duda que simpatiza con ellos y hace carne sus tesis centrales: Marx utilizaba un lenguaje confuso plagado de metáforas y dialéctica hegeliana, su fuerza radica no en el análisis científico (del que carecía) sino en la postura moral y en la elocuencia con la que denuncia una explotación que no puede explicar. Así, la “economía” marxista no existe y debe ser reemplazada por la teoría subjetiva del valor y el marginalismo, la explotación explicada como un caso de injusticia distributiva, la pretención de conocimiento “holístico” reemplazada por el individualismo metodológico y la teoría de la historia limitada a choques automáticos entre fuerzas productivas y relaciones de producción. Es decir: Roemer, Elster, Cohen, Carling. Parte de un grupo de intelectuales que cree que el marxismo está en crisis y que puede salvarse desde que ellos se sentaron a pensar “analíticamente”… Es lógico que a partir de este enfoque se encuentren contradicciones donde no las hay: el sentido de cualquier cosa es función de su relación en un sistema, no puede aislarse, “analizarse” en abstracto como defienden los “analíticos”. No es sorprendente, tampoco, que coincida con las ilusiones socialdemócratas (hoy día liberales, lisa y llanamente) de un mundo que ya no sería como Marx previó, pero que cuesta reconocer tal como lo describe Reiss: donde no hay crisis, la desocupación y la miseria han sido controladas y la política ordena al capitalismo y lo somete a otros valores… La ignorancia de las tendencias reales del mundo actual y un método que violenta todo lo que toca, se suman a la ausencia de conocimiento sobre las críticas que la perspectiva analítica ha recibido y los resultados fácticos de la investigación marxista en el campo de la economía, en la teoría del valor, de las crisis, de las leyes de funcionamiento y su validación empírica. Si el lector desea “extrañarse” y perderse en la jungla del marxismo, Reiss puede ayudarlo. Si quiere salir del pantano, difícil, difícil…

La cuarta fuente del marxismo y un libro de combate

            ¡Por fin una buena! Es sabido que Lenin explicaba el nacimiento del marxismo como la confluencia de tres corrientes de pensamiento, la economía política inglesa, la filosofía alemana y el socialismo francés. Sin embargo, parece posible postular, a la misma altura, otra “fuente” del materialismo histórico, el materialismo antiguo. Así, junto a Ricardo, Hegel y Proudhon, debiéramos alinear con toda justicia a Epicuro. Esta es la conclusión (poco sorprendente apenas uno lo piensa) a la que se llega luego de terminar la lectura del excelente Marx’s Ecology, de John Bellamy Foster.

            Resulta más interesante destacar que no se trata de un texto cuya erudición esté sólo al servicio de la mera reconstrucción del pensamiento de Marx. Todo lo contrario, se trata de un texto de combate y en un área sensible a la política marxista actual, como la ecología. Es un tópico común el que el marxismo es ciego o está invalidado para ciertas problemáticas, como el género, las cuestiones étnicas, el nacionalismo y, no podía faltar, la ecología. Foster, revisando posiciones anteriores, arremete contra los críticos “verdes” y no concede nada: no sólo Marx tuvo importantes intuiciones útiles para pensar la relación entre la humanidad y la naturaleza, sino que resulta imposible entender dicha relación sin remitirse al marxismo. Por eso el libro se llama “la ecología de Marx” y no “Marx y la ecología”. No se trata de una relación circunstancial, accesoria, sino central, axial. Para demostrarlo, Foster reconstruye la historia del materialismo, desde Epicuro y Demócrito hasta la ilustración francesa, pasando por Bacon y Gassendi, mostrando la profundidad de su influencia en Marx, a quien coloca como parte de una larga tradición de defensa de la ciencia y de la libertad de conocimiento.

            El libro alumbra tanto la importancia del marxismo para comprender el metabolismo entre la humanidad y la naturaleza, como la no menor importancia de la comprensión científica (es decir, darwiniana) de la naturaleza para entender acabadamente la base científica del materialismo histórico. Tengo por convicción que los buenos libros son los que nos obligan a leer otros buenos libros y nos guían hacia ellos. Este es un caso: la defensa del materialismo, la no menos encendida defensa de la ciencia y del conocimiento científico de Foster (un ecologista convencido, lo que hace todo mucho más atrayente habida cuenta del misticismo que suele rondar el “pensamiento verde”) es tan sólida que uno se siente parte de una lucha milenaria contra el oscurantismo religioso, contra la ignorancia y la ideología organizada de los opresores. Sentimiento que me llevó a leer Ciencia y política en el mundo antiguo y Mano y cerebro en la ciencia antigua, de Benjamín Farrington, dos libros de una belleza y una potencia política sorprendentes. Y ya que estaba allí, para qué parar y por qué no seguir con el De rerum natura de Lucrecio, que puede encontrarse a cinco pesos en una bella edición de tapas duras y que me proporcionó horas de continuado placer revolucionario, una tarde de lluvia y mate como hacía rato no tenía. Que Stephen Jay Gould es una lectura obligada para todo marxista, es decir, para todo científico, ya lo sabía, luego de haberme leído casi la obra completa. Pero Foster hizo algo más que recordarme lo bueno de leer a Jay Gould: me permitió reafirmar, una vez más si hiciera falta, mi irreductible convicción de que mi pasión por las ciencias duras, en especial por la biología, y mi apasionada vocación marxista, no sólo no son contradictorias sino, todo lo contrario, profundamente solidarias. Fue así que me devoré en pocas horas The Dialectical Biologist de Levins y Lewontin. Que me llevó de cabeza, de nuevo, al tan vilipendiado Dialéctica de la naturaleza, de Engels, previo paso por el novísimo El sueño del genoma humano y otras ilusiones, de Richard Lewontin (fea traducción para el indudablemente bello y gershwiniano It Aint’t Necessarily So –recomiendo la versión de Cher- del original inglés).

            El argumento central de los ecologistas contra el marxismo ha tenido siempre un núcleo duro, la crítica al supuesto “prometeanismo” de Marx, que surgiría de su desprecio por la naturaleza expresado claramente en la teoría del valor trabajo. “Prometeanismo” que uniría a Marx con la burguesía y su comportamiento ciegamente predatorio. Así, dado que el trabajo es la única fuente de toda riqueza, la naturaleza carece de valor alguno y, por ende, puede sometérsela sin consideración alguna. El derecho de la humanidad sería el dominio de la naturaleza sin atenuantes. Como señala Foster, siguiendo a Sartre, muchas de las críticas al marxismo suelen ser críticas de Marx a otros intelectuales. Fue Marx el que criticó a Proudhon por “prometeanismo”, la idea de que la dominación de la naturaleza podía defenderse en abstracción de las leyes que la guían y despreciando las consecuencias de la acción humana sobre ella. Para Marx, como para Bacon, el “dominio de la naturaleza” presupone el conocimiento de las leyes que la guían y el respeto del complejo metabolismo que la humanidad establece con ella. Metabolismo que no es entre dos “externidades”, en tanto la humanidad es naturaleza, al mismo tiempo que la naturaleza se humaniza por la acción humana. En consecuencia, Marx propone el único marco en el cual pueden desarrollarse “valores ecológicos”, escapando tanto de la colonización de la naturaleza por el capital (y, por ende, la dominación de la humanidad) como del anti-humanismo del ecologismo ingenuo, que presupone que el respeto por la naturaleza depende de la eliminación de la especie humana, una visión romántica, organicista y, en última instancia, posmoderna. Fue también Marx el que criticó a Lasalle por defender la idea de que toda riqueza tiene su base exclusivamente en el trabajo, una posición idealista que presupone que la naturaleza no existe o es simplemente un marco neutral. Para Marx (y para Engels, enfatiza Foster) toda posición “ecológica” debe partir del concepto de desarrollo sustentable (que el Moro toma de Liebig) y de un análisis del metabolismo humanidad-naturaleza en términos de co-evolución (que desarrolla a partir de Darwin).

            El texto de Foster repasa, entonces, toda la tradición científica del estudio de la naturaleza que llega hasta Marx (desde Epicuro a Bacon y Gassendi), demostrando cómo el idealismo dominante coincide con una dominación de clase que es hostil al trabajo (desde Aristóteles y Platón hasta Descartes y el postmodernismo) y, por ende, al mundo material en general. Hecha también nuevas luces sobre la relación entre Darwin y Marx, revelando la importancia de científicos como Liebig en la formación del marxismo y de su análisis de la relación metabólica entre la humanidad y la naturaleza. A partir de allí se permite destruir las posiciones de los críticos, tanto de los marxistas (entre ellos, Michael Löwy, tan propenso a aceptar por buena cualquier crítica romántica al marxismo) como de los no marxistas (Anthony Giddens, Reiner Grundman, Wade Sikorski, John Clark, etc.). Al mismo tiempo, rescata el desarrollo posterior del marxismo en temas ecológicos: William Morris, August Bebel, Karl Kautsky, Rosa Luxemburgo, Lenin y Bujarin. Más interesante todavía, es el rescate de la escuela de ecología soviética destruída con el ascenso de Lysenko (en especial Vernadsky y Vavilov) y del marxista inglés Christopher Caudwell, los únicos que se apartan de la estéril crítica culturalista de Gramsci, Lukács y la escuela de Frankfurt, demostrando que el marxismo debe huir de la crítica romántica del capitalismo como de la peste. Y debe, y aquí me entusiasmo de nuevo, recuperar la fructífera relación con la tradición científica que, desde Oparin a Haldane, Bernal y Needham, se expresa hoy en Stephen Jay Gould, Richard Levins y Richard Lewontin.

La crisis del marxismo y un futuro optimista

Empezamos esta secuencia señalando que la crisis del marxismo resultó tema de debate hace algunos años. En los últimos, sin embargo, se ha puesto de moda anunciar cada dos por tres el “retorno” de Marx. Basta para eso que aparezca de tanto en tanto algún libro relativamente importante (como esa tontería de Derrida) o una seguidilla de textos menores que tengan al “demonio” o sus ideas como protagonista. Así, como tituló Página12 en una ocasión, parece que “Marx attack” de nuevo. Sin embargo, igual que antes, ahora tampoco. Ni el marxismo estaba en crisis antes ni está de moda ahora. El marxismo no es una posición ideológica ni un programa político. “Marxismo” es el nombre vulgar que recibe la ciencia en el ámbito del análisis social. No es una teoría particular, coexistente con otras, sino la ciencia misma. Como tal, hablar de historia o sociología marxista es tan absurdo como hablar de física einsteniana o biología darwinista. Marx abre el campo de la historia y el análisis social a la ciencia y, como tal, no es un “padre fundador”, “un rayo en un cielo sereno”, el profeta. Marx es, simplemente, un científico. Un científico que pertenece a la larga prosapia de representantes de la ciencia, que viene desde el fondo de la historia, desde el conocimiento más elemental del primer representante del género homo hasta el día de hoy. Una prosapia de luchadores contra la ignorancia y, por lo tanto, contra la dominación. Esto no significa que todo científico sea un revolucionario social, sino que la ciencia contiene un potencial revolucionario inigualado. La larga noche del estalinismo hizo creer a muchos marxistas (vía Frankfurt, entre otros) que la crítica romántica y cierto irracionalismo constituían un antídoto ante los excesos científicos. Se dejó de lado el que Marx nunca dejó de pensarse como científico y sentirse parte de la vanguardia de la ciencia junto con Liebig, Darwin, Morgan y otros.

¿Es que nunca hubo una crisis del marxismo? En realidad, “lo que hubo” fue la crisis de la política de partidos que se reclamaban (con mayor o menor justicia) marxistas. Es la crisis política de la clase obrera, no la crisis de la teoría científica. Y que parezca que Marx retorna porque tras un par de décadas de tonterías ideológicas burguesas (estructuralismo, postestructuralismo, postmarxismo, postmodernismo, deconstrucción, etc., etc.) sus tesis fundamentales comienzan a hacerse visibles por todos lados, no es más que la consecuencia política lógica de la crisis del capitalismo. No es que el marxismo haya mejorado por obra de cuatro o cinco académicos sesudos, sino que el triunfo de la burguesía de los años ’70 está haciendo agua nuevamente. La crisis del capitalismo se manifiesta entonces como crisis de las ideologías burguesas y, por lo tanto, como fortalecimiento de las posiciones científicas. Recuperar la biografía de Marx (como la de otros “demonios” –Lenin ahora está de moda) no deja de ser útil, sobre todo a partir de un comentarista simpático como Wheen. Desenmascarar a los falsos “eruditos” al estilo Reiss tampoco está mal. Pero nuestro trabajo, como científicos, es hacer ciencia. En ese sentido, Foster nos ha hecho un enorme servicio: nos recuerda que sólo es posible recuperar el potencial político perdido a partir del análisis científico de la realidad. Pero este es otro síntoma de la crisis de las ideologías burguesas: no es casual que su libro llegue en momentos en los que se hace obvia la incapacidad del ecologismo burgués para combatir la destrucción capitalista del mundo en que habitamos. Un momento en que los “nuevos movimientos sociales” (entre los cuales la ecología fue estrella permanente) han pasado ya al trasto de la historia y renace la política de clase. Poner el trabajo científico al servicio de esa tarea es la mejor manera de “potenciar” a Marx.

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