La triple K, de Fabián Harari, es un libro muy oportuno: aparece con el retorno del peronismo y el kirchnerismo al gobierno nacional. Sirve, entonces, para conocer al enemigo y su forma de actuar. ¿Qué va a encontrar el lector en el libro? Primero, la lucha de clases, el mundo de la represión, los grupos de tareas ocasionales, ligados a los partidos patronales, las mafias, los clubes de fútbol y a las direcciones sindicales. El libro demuestra que la democracia burguesa, desde 1999 hasta 2016 asesinó al menos a 97 trabajadores que intentaban organizarse y manifestarse por sus intereses. De esos, 46 fueron responsabilidad del kirchnerismo. Harari reconstruye casi 600 acciones de grupos irregulares. Todas, contra la clase obrera, su organización y sus militantes. Todas, organizadas por el poder político y agentes privados de los patrones.
La Triple K nos muestra cómo el kirchnerismo junto con el gobierno de Duhalde, la Alianza y el macrismo comparten la misma política de clase: el enfrentamiento con la clase obrera. En ese sentido, el kirchnerismo no es “progresista” o “reformista”. Es igual a cualquier bonapartismo: realiza concesiones, pero también reprime fuertemente. Con el kirchnerismo, de los 46 asesinatos de obreros en situación de conflicto social, 33 fueron ejecutados por fuerzas estatales y 13 por fuerzas irregulares, es decir, patotas. El asesinato de Fuentealba o Mariano Ferreyra, entonces, no son excepciones ni excesos, sino que se inscriben en una línea de comportamiento, desde el año 2000 e incluye la masacre de Plaza de Mayo (20 de diciembre de 2001) y Puente Pueyrredón (26 de junio de 2002). Es la violencia que necesitó la burguesía para intentar recuperar la hegemonía puesta en cuestión con el Argentinazo.
Los responsables de la represión paraestatal son elementos de la propia dirección del poder político (gobiernos municipales, provinciales o de dirigentes del PJ o FPV). En otros casos, de agrupaciones propias del kirchnerismo como La Cámpora o Tupac Amaru. Mención especial merece la burocracia sindical, que concentra la responsabilidad en la mayor cantidad de acciones y recibía fondos del gobierno para “capacitaciones”. Dicho en criollo, plata para que arme cursos de adoctrinamiento y regimentación. Al mismo tiempo, el Ministerio de Trabajo firmó con los sindicatos nada menos que 342 convenios llamados “Apoyo a la Formación Sindical”, que constaba justamente en la “capacitación” política y sindical de los delegados y “dirigentes” sindicales. Es decir, ahí aprendían cómo conservar su poder. Estamos, entonces, ante un vínculo entre el Estado y la burocracia sindical que está muy lejos de ser ocasional.
Por último, el libro permite ver qué es una “patota”. Es una formación organizada para producir violencia con el objetivo de disuadir. Esa violencia es organizada por fuera de las estructuras del Estado, pero se ejerce para defender los intereses de la clase dominante: proteger la propiedad privada, evitar el desarrollo de partidos revolucionarios, impedir una acción directa de la clase obrera, amedrentar un dirigente o un grupo de militantes de izquierda y mantener posiciones de la burocracia sindical frente a corrientes más combativas, entre otros objetivos concretos. Son grupos dirigidos por políticos burgueses, ligados al Estado, pero que se organizan por fuera. No para oponerse a él, sino para darle una mano. De allí la definición de grupos paraestatales. De este mundo oscuro, surge la base de las formaciones fascistas. Es todo un Estado “negro” propio de una sociedad donde gobierna una minoría para sus propios intereses. El kirchnerismo lo alimentó hasta hacerlo crecer a niveles insospechados.
Finalmente, lo más importante es la formidable (y alarmante) expansión de la organización del lumpenproletariado para tareas de represión. Son, en términos estrictos, elementos fascistas, herederos de la Liga Patriótica o la Triple A. El kirchnerismo llevó esta política a un plano mayor. El peronismo es un bonapartismo de tendencia fascistoide, un peligro que hay que extirpar.