Pablo Rieznik y su papel en la historia reciente de la izquierda argentina
Podría decir muchas cosas de Pablo Rieznik, pero lo más sustantivo ahora es resaltar el lugar que ocupó en el desarrollo de toda una generación de intelectuales marxistas, lo reconozcan o no, que lograron atravesar una época muy dura gracias a su inevitable presencia.
Por Eduardo Sartelli (Director del CEICS-Razón y Revolución)
Fallecido por estos días, el dolor de perder a un amigo, a un compañero, a un maestro y a un revolucionario, lo lleva a uno a evocar momentos compartidos, de los buenos y de los malos, a recordar los gestos y las conductas, a construir el catálogo de las deudas, de las imaginadas y las reales, todo eso que el caudal de la experiencia vivida derrama de golpe sobre la mirada sorprendida. La muerte siempre es una sorpresa, una mala sorpresa, por más anunciada, por más esperada. En ese momento uno se pone a pensar en la ausencia que se hace presente para irse, que ya se fue y está adelante nuestro, que ha vuelto, partiendo. Ese vacío lleno que se vacía llenándose de todo aquello que ya pasó pero está pasando. Esa conmoción. Podría decir muchas cosas de Pablo Rieznik, pero me parece que lo más sustantivo ahora es resaltar el lugar que ocupó en el desarrollo de toda una generación de intelectuales marxistas, lo reconozcan o no, que lograron atravesar una época muy dura gracias a su inevitable presencia.
El mundo de los muertos vivos
A fines de los años ’80, con la caída del Muro de Berlín, llegaba a su punto más profundo la caída del marxismo en la derrota más estrepitosa de su historia. La última oleada revolucionaria, que arrancó con la Revolución cubana y terminó con el desbarranque del “socialismo real”, se combinó, produjo y al mismo tiempo culminó, con el posmodernismo en filosofía y el renacimiento de la Escuela Austríaca de economía, esa que fundamentaba “teóricamente” lo que, en público, suele llamarse “neoliberalismo”. La década del ´90 fue la era del escepticismo más generalizado y de la desmoralización política más amplia.
Quienes nacíamos a la vida intelectual en esos años, teníamos maestros del escape, capaces de explicarnos cómo era posible acomodarse en el mundo académico sin sonrojarse y sintiéndose un gran profesor, amén de obtener las ventajas de una beca en Conicet o un cargo en la universidad. Toda una generación de revolucionarios había partido, a comienzos del Proceso militar, a Europa, se había adecuado a las mieles de la socialdemocracia y había vuelto transformada en alfonsinista, defensora de la “democracia” a secas y profundamente arrepentida de pasiones pasadas. Hoy son habitués de La Nación y teóricos de la derecha más rancia. Supieron educar a toda una generación que, primero con el radicalismo, después con el menemismo y por último, con el kirchnerismo, se acomodó a todo, aceptó todo y se transformó en el agente represor del marxismo y de todo lo que tuviera que ver con la revolución.
En ese contexto, los que nos negamos a participar de la miseria del poder académico, los que tuvimos que ganarnos la vida a como sea, los que fuimos expulsados del Conicet y vimos cómo, con concursos arreglados, se nos dejaba afuera, los que en medio de la nada construimos un sindicato docente y apostamos a la lucha, no teníamos mucho ejemplo a mano. Como en el mundo devastado de The Walking Dead, los jóvenes que queríamos seguir con vida, intelectualmente hablando, teníamos que huir, escapar permanentemente del contagio de quienes se creían más vivos que nadie pero estaban completamente muertos.
La verdad es una sola
Discutí con Pablo muchas cosas, la mayor parte de las veces, sin estar de acuerdo. Yo provenía de una experiencia peculiar: de familia obrera, ideológicamente radical (de la UCR, digo) pero sin militancia alguna, me incorporo a la Universidad al final de la Guerra de Malvinas, para pasar los primeros años sin entender demasiado las transformaciones en marcha. Los primeros años, realmente, no comprendí nada y mi relación con la “izquierda” fue simplemente una cierta atracción por la capacidad explicativa de un “marxismo” que, aún diluido en el aguarrás reaccionario de los conversos, permitía encontrar terreno firme al pensamiento. Me acerco al MAS solamente para verlo desplomarse justo cuando empezaba a sentir la vida como una lucha necesaria. Ese movimiento tan poco afortunado era el resultado de un sentimiento profundo: el asco por la vida académica, ese mundo donde nada puede decirse sin rendir pleitesía, donde ninguna palabra empieza con mayúscula, donde están prohibidos los insultos y la pasión es testimonio de falta de sutileza. Un mundo donde el coraje y la dignidad no cotizan. Estaba en eso cuando, a través de un amigo al que aprecio profundamente aunque él no lo crea, entro al Partido Obrero y conozco a Pablo.
Pablo Rieznik siempre fue un hombre de convicciones fuertes. De llamar al pan, pan, y al vino, vino. De calentarse rápido, de levantar el tono. De hablar en serio y sin rodeos. De ir al grano, al punto. Y punto. Sospechará ya el lector que eso me atrajo inmediatamente. Era como estar de golpe en terreno abierto luego de haber soportado el encierro. En ese mundo de los muertos vivos, de los que teníamos que huir permanentemente, Pablo era una referencia, una dirección. Alguien a quien uno podía seguir, en un momento y en un lugar en el que todo empujaba en sentido contrario, incluso rechazando sus respuestas a las preguntas de la hora.
Porque lo importante con Pablo no era la comunidad de creencias, de ideas, el estar de acuerdo. Era la presencia, el estar ahí, el seguir siendo, la supervivencia. Puede que resulte exagerado para quien no vivió esa época y piensa que ser de izquierda hoy es difícil. Pero la oleada que desde el 2001 barrió con todos los gobiernos “neo”, inauguró una larga década en la que todo se corrió del centro a la izquierda. En los ’90, ser marxista era ser poco menos que idiota. Si uno tenía la certeza de que tal cosa era falsa, era, entre otras cosas, porque Pablo estaba ahí.
Pablo Rieznik fue secuestrado y torturado por la dictadura. Una situación difícil de asumir para todo el que haya atravesado por eso. Mientras muchos otros fueron quebrados por la tortura, Pablo salió de ella para luchar, para continuar la lucha. En un mundo de fundidos, formaba parte de una élite: los que ni se arrepintieron, ni se entregaron, ni se acobardaron. Cuando uno pensaba en esas tan difíciles peripecias de la vida militante, cuando uno pensaba qué haría en tal situación, cuando uno dudaba de su capacidad para seguir después de algo así, tenía ejemplos en los que apoyarse. Sabía que Pablo estaba ahí.
La celebración de la vida
Pablo era, lo que yo, un tanto injustamente, caracterizaba como un “catastrofista”. Desde mi punto de vista, Pablo subestimaba la capacidad del capital para superar la crisis. Se volvía más catastrofista todavía cuando se enfrentaba con quienes, de tanto rechazar el catastrofismo se transformaban en defensores de la eternidad del capital. En ese punto solía encontrarme en su compañía: que no estemos en una catástrofe final, no significa que el mundo capitalista haya salido de la crisis. Lo importante no era esta discusión, ni otras, sino su posición en torno a la vida misma, a la vida real. Pablo era un optimista de la vida. Él, que presagiaba catástrofes, construía familias, tenía hijos, pensaba en el futuro. Yo, que pensaba como pienso, que el socialismo no vendrá mañana al levantarme, que tenemos por delante un tramo tal vez largo, no me animaba a decisiones de ese porte. Cosas que pasan, que tienen que ver con la muerte también, con la vida, también, me enfrentaron a una certeza que a Pablo parecía darle ese optimismo, que no era fe, sino conocimiento del mundo: estamos aquí, ya estamos aquí, ¿qué otra cosa podemos hacer sino vivir? Hay que arriesgar, tomar una decisión, empezar el camino. ¿Y después? Y después, veremos.
Discutí con Pablo innumerables temas. Pocas veces acordamos. Pero siempre tuvo razón en lo sustantivo y que es la base de la moral revolucionaria: la vida es una apuesta lanzada hacia el futuro impredecible. Se puede ganar o se puede perder. Pero sólo gana el que arriesga. El que celebra la vida viviéndola. Los otros, son muertos vivos, de los que hay que escapar, a los que hay que combatir. Conocer a Pablo me sirvió (nos sirvió a muchos, estoy seguro), para saber que no estamos solos: hubo, hay y habrá muchos Pablos. Los que aprendimos de esa certeza, y sé que no es una experiencia personal sino de toda una generación, sabemos que Pablo está ahí. Y que estará, porque el mundo está lleno de hombres vivos que asumen la existencia como una certeza impredecible, que toman el toro por las astas, que ven el obstáculo como un apoyo y la dificultad como estímulo. Como Pablo. Esa actitud fue mucho más importante que cualquier concepto o teoría.
Hasta la victoria, Compañero. Y gracias por todo.