Antonio Gramsci (1891-1937),
fundador del Partido Comunista en Italia
La concentración capitalista, determinada por el modo de producción, produce una correspondiente concentración de masas humanas trabajadoras. En este hecho hay que buscar el origen de todas las tesis revolucionarias del marxismo, hay que buscar las condiciones de la nueva usanza proletaria, del nuevo orden comunista destinado a sustituir la usanza burguesa del desorden capitalista generado por la libre competencia y por la lucha de clases. En la esfera de la actividad general capitalista, también el trabajador actúa en el plano de la libre competencia, es un individuo ciudadano. Pero las condiciones iniciales de la lucha no son iguales para todos, al mismo tiempo: la existencia de la propiedad privada sitúa a la minoría social en condiciones de privilegio, torna desigual la lucha. El trabajador es continuamente expuesto a los riesgos más destructivos: su propia vida elemental, su cultura, la vida y el futuro de su familia, son expuestos a los bruscos contragolpes de las variaciones del mercado de trabajo. El trabajador trata entonces de salir de la esfera de la competencia y del individualismo. El principio asociativo y solidarista pasa a ser esencial de la clase trabajadora, modifica la psicología y los hábitos de los obreros y campesinos. Surgen instituciones y órganos en los que se encarna este principio, sobre la base de ellos se inicia el proceso de desarrollo histórico que conduce al comunismo de los medios de producción y de cambio. El asociacionismo puede y debe ser asumido como el hecho esencial de la revolución proletaria. Dependientemente de esta tendencia histórica surgieron, en el período anterior al actual (que podemos llamar período de la I y II Internacional o período de reclutamiento) y se han desarrollado los partidos socialistas y los sindicatos profesionales El desarrollo de estas instituciones proletarias y de todo el movimiento proletario en general no fue, sin embargo, autónomo. No obedecía a leyes propias e inmanentes en la vida y en la experiencia histórica de la clase trabajadora explotada. Las leyes de la historia eran dictadas por la clase propietaria organizada en el Estado. El Estado siempre ha sido el protagonista de la historia, porque en sus órganos se concentra la potencia de la clase propietaria, en el Estado la clase propietaria se disciplina y se compone en unidad, por sobre las discordias y los choques de la competencia, para mantener la condición de privilegio en la fase suprema de la competencia misma: la lucha de clases por el poder, por el predominio en la dirección y en el disciplinamiento de la sociedad. En este período, el movimiento proletario fue tan sólo una función de la libre competencia capitalista. Las instituciones proletarias tuvieron que asumir una forma, no por ley interna, sino por ley externa, bajo la formidable presión de acontecimientos y de coerción que dependen de la competencia capitalista. Allí se han originado los conflictos, las desviaciones, las vacilaciones, las componendas que caracterizan todo el período de vida del movimiento proletario anterior al actual, y que han culminado en la bancarrota de la II Internacional. Algunas corrientes del movimiento socialista y proletario habían situado explícitamente como hecho esencial de la revolución, la organización obrera de oficio, y sobre esta base fundaban su propaganda y su acción. El movimiento sindicalista pareció ser, por un momento, el verdadero intérprete del marxismo, verdadero intérprete de la verdad. El error del sindicalismo consiste en eso: en asumir como hecho permanente, como forma perenne del asociacionismo, el sindicato profesional en la forma y con las funciones actuales, que son impuestas y no propuestas, y por ende no pueden tener una línea constante y previsible de desarrollo. El sindicalismo, que se presentó iniciador de una tradición libertaria “espontaneísta”, ha sido en uno de los tantos disfraces del espíritu jacobino y abstracto. Por eso los errores de la corriente sindicalista, que no logró sustituir al Partido Socialista en la tarea de educar en la revolución a la clase trabajadora. Los obreros y los campesinos sentían que, por todo el período en que la clase propietaria y el Estado democrático-parlamentario dictan las leyes de la historia, todo intento de evasión de la esfera de estas leyes es vacuo y ridículo. Es indudable que en la configuración general asumida por la sociedad con la producción industrial, cada hombre puede participar activamente en la vida y modificar el ambiente sólo en cuanto actúa como individuo- ciudadano, miembro del Estado democrático- parlamentario. La experiencia liberal no es vana y no puede ser superada sino después de haberla hecho. El apoliticismo de los apolíticos fue sólo una degeneración de la política: negar y combatir al Estado es tan hecho político como insertarse en la actividad histórica general y que se unifica en el Parlamento y en los municipios, instituciones populares del Estado. Varía la calidad del hecho político: los sindicalistas trabajaban fuera de la realidad, y por consiguiente su política era fundamentalmente errada; y los socialistas parlamentaristas trabajaban en lo íntimo de las cosas, podían equivocarse (más aún, cometieron muchos y pesados errores), pero no erraron en el sentido de su acción y por eso triunfaron en la “competencia”; las grandes masas, aquellas que con su intervención modifican objetivamente las relaciones sociales, se organizaron en torno al Partido Socialista. Pese a todos los errores y las falencias, el Partido acertó, en último análisis, en su misión, convertir en algo al proletario que antes no era nada, darle un saber. Dar al movimiento de liberación un sentido recto y vital que correspondía, en líneas generales, al proceso de desarrollo histórico de la sociedad humana. El más grave error del movimiento socialista ha sido de índole similar al de los sindicalistas. Participando en la actividad general de la sociedad humana en el Estado, los socialistas olvidaron que su posición debía mantenerse esencialmente como de crítica, de antítesis. Se dejaron absorber por la realidad, no la dominaron. Los comunistas marxistas deben caracterizarse por una psicología que podemos llamar “mayéutica”. Su acción no es de abandono al curso de los acontecimientos determinados por las leyes de la competencia burguesa, sino de espera crítica. La historia es un continuo hacerse, es por ende esencialmente imprevisible. Pero ello no significa que “todo” sea imprevisible en el hacerse de la historia, es decir, que la historia sea dominio del arbitrio y del capricho irresponsable. La historia es, al mismo tiempo, libertad y necesidad. Las instituciones, en cuyo desarrollo y en cuya actividad se encarna la historia, han surgido y se mantienen porque tienen una tarea y una misión a realizar. Han surgido y se han desarrollado determinadas relaciones objetivas de producción de los bienes materiales y de conciencia espiritual de los hombres. Si estas condiciones objetivas, que por su naturaleza mecánica son mensurables casi matemáticamente, cambian, cambia también la suma de relaciones que regulan e informan la sociedad humana, cambia el grado de conciencia de hombres; la configuración social se transforma, las instituciones tradicionales se empobrecen, son inadecuadas para su tarea, se vuelven gravosas y destructivas. Si en el hacerse de la historia la inteligencia fuese incapaz de captar un ritmo, de establecer un proceso, la vida de la civilización sería imposible: el genio político se reconoce precisamente en esta capacidad de apoderarse del mayor número posible de términos concretos necesarios y suficientes para fijar un proceso de desarrollo y en la capacidad, por consiguiente, de anticipar el futuro próximo y lejano y, sobre la línea de esta intuición, situar la actividad de un Estado, arriesgar la suerte de un pueblo. En este sentido, Carlos Marx ha sido, con mucha, el más grande de los genios políticos contemporáneos. Los socialistas han aceptado, a menudo completamente, que la realidad histórica es siempre producto de la iniciativa capitalista; han caído en el error psicológico de los economistas liberales: creer en la perpetuidad de las instituciones del Estado democrático, en su fundamental perfección. Según ellos, la forma de las instituciones democráticas puede ser corregida, retocada aquí y allá, pero debe ser respetada fundamentalmente. Un ejemplo de esta psicología estrechamente vanidosa está dado por el juicio de Filippo Turati, según a cual el parlamento es al Soviet como la ciudad a la horda bárbara. De esta errada concepción del devenir histórico -de la práctica vetusta de la componenda y de una táctica “cretinamente” parlamentaria- nace la fórmula actual sobre la “conquista del Estado”. Nosotros estamos convencidos, tras las experiencias revolucionarias de Rusia, de Hungría y de Alemania, de que el Estado socialista no puede encarnarse en las instituciones del Estado capitalista, sino que es una creación fundamentalmente nueva con respecto a ellas, ya que no han sido creadas para servir al proletariado. Las instituciones del Estado capitalista están organizadas para los fines de la libre competencia: no basta cambiar el personal para encauzar en otro sentido su actividad. El Estado socialista no es todavía el comunismo, o sea la instauración de una práctica y de un hábito económico solidarista, sino que es el Estado de transición que tiene la tarea de suprimir la competencia con la supresión de la propiedad privada, de las clases, de las economías nacionales: esa tarea no puede ser efectuada por la democracia parlamentaria. La fórmula “conquista del Estado” debe entenderse en este sentido: creación de un nuevo tipo de Estado, generado por la experiencia asociativa de la clase proletaria, y sustitución del Estado democrático-parlamentario por él. Nunca han sido más fervientes el ímpetu y el entusiasmo revolucionario en el proletariado de Europa occidental. Pero nos parece que la conciencia lúcida y exacta del fin no es acompañada por una conciencia igualmente lúcida y exacta de los medios idóneos, en el momento actual, para alcanzar el fin mismo. Ya se ha enraizado en las masas la convicción de que el Estado proletario se encarna en un sistema de Consejos de obreros, campesinos y soldados. No se ha formado todavía una concepción táctica que asegure objetivamente a creación de ese Estado. Por eso es necesario crear desde ahora una red de instituciones proletarias, arraigadas en la conciencia de las grandes masas, seguras de la disciplina y de la fidelidad permanente de las grandes masas, en las cuales la clase de los obreros y de los campesinos, en su totalidad, asuma una forma rica en dinamismo y en posibilidades de desarrollo. Es cierto que si hoy, en las condiciones actuales de organización proletaria, se verificase un movimiento de masas con carácter revolucionario, los resultados se consolidarían en una pura corrección formal del Estado democrático; se resolverían en un aumento del poder de la cámara de diputados (a través de una asamblea constituyente) y en la llegada al poder de socialistas embrollones anticomunistas. La experiencia alemana y austríaca debe enseñar algo. Las fuerzas del Estado democrático y la clase capitalista son todavía inmensas: no hay que ocultarse que el capitalismo se sostiene especialmente por obra de sus sicofantes y de sus lacayos, y la simiente de esa casta no ha desaparecido, por cierto. La creación del Estado proletario no es, en suma, un acto taumatúrgico: también ella es un hacerse, es un proceso de desarrollo. Presupone un trabajo preparatorio de ordenamiento y de propaganda. Hay que dar mayor desarrollo y mayores poderes a las instituciones proletarias de fábrica ya existentes, hacer que surjan otras similares en las aldeas, lograr que los hombres que las componen sean comunistas concientes de la misión revolucionaria que debe efectuar la institución. De otro modo, todo nuestro entusiasmo, toda la fe de las masas trabajadoras, no logrará impedir que la revolución se transforme miserablemente en un nuevo Parlamento de embrollones, de fatuos y de irresponsables, y que se hagan necesarios nuevos y más terribles sacrificios para el advenimiento del Estado de los proletarios.
Notas
* Escrito en L´Ordine Nuovo, 1919