¿Qué hacer?

en El Aromo n° 20

Epílogo del libro La plaza es nuestra de Eduardo Sartelli, historiador y director del Centro de Estudios e Investigaciones en Ciencias Sociales (CEICS).

En vísperas de la VII Asamblea Nacional de Trabajadores Ocupados y Desocupados, pareciera que todo es ya trama del pasado, objeto del recuerdo, una bella joya de la memoria (o una mala pesadilla de una noche de verano, según quién lo mire). ¿Qué pasó con esa “vida nueva” que quería conocer su propia experiencia? ¿Qué fue de sus entusiastas constructores? ¿Está perdida esa experiencia para el futuro inmediato? ¿Sigue siendo nuestra la plaza o ya no? Es decir, ¿se acabó el Argentinazo?
El Argentinazo es, en realidad, la cuarta gran crisis que vive el capitalismo argentino desde el Proceso militar. La primera es la que dio por tierra con el último gobierno peronista, 1975. La dictadura cayó por culpa de la segunda, en 1982. La tercera derribó al primer gobierno elegido por los mecanismos de la democracia burguesa tras el Proceso, el alfonsinismo, en 1989. La cuarta es la que culmina con el Argentinazo. Siete años tardó la primera en desembocar en la segunda, siete también para que ésta cayera en la tercera, doce para que apareciera la cuarta. Tres planes económicos que prometieron soluciones definitivas (Martínez de Hoz, Sourrouille, Cavallo) mordieron el polvo entre crisis y crisis. Hemos tratado de explicar en el primer capítulo, por qué razones parece más que dudoso que Lavagna pueda triunfar, con la misma receta, donde otros fracasaron. Menos cuando, al momento de escribir este epílogo, la economía argentina comienza a perder las condiciones excepcionales que hicieron posible la recuperación kirchnerista: el tope (y la tendencia a la caída) al alza de los precios internacionales de la soja y el petróleo, las tensiones inflacionarias, el retorno al endeudamiento, el fin de la recuperación basada en la devaluación y el empleo de la capacidad instalada ociosa y el freno a las pretensiones asalariadas. Ahora el kirchenerismo comienza a enfrentarse a la realidad de los problemas generales de la economía argentina.
Como ya señalamos hace tiempo, toda la cuestión sobre la viabilidad de la reestructuración capitalista en Argentina depende del alineamiento de la productividad del trabajo local con la del internacional. La medida del éxito es la expansión del volumen y la diversificación del contenido de las exportaciones, un índice del grado de penetración en mercado mundial y de la conquista de nuevas posiciones en su seno. La consecuencia obvia de dicho proceso sería el fin del retraso cambiario permanente, en tanto que el poder de una moneda no es más que el reflejo de la productividad del trabajo que la sostiene. Dijimos hace rato que, de no darse esta situación, el “ajuste” sólo significaría sangre, sudor y lágrimas para nada. El resultado hasta ahora es exactamente ese. Pero el problema es aún más grave, porque la Argentina no hace más que seguir estrechamente el ciclo mundial, en particular el ciclo americano: 1975, 1982, 1989, 2001, son momentos de crisis aguda de la economía yanqui. El ciclo mundial no parece haber logrado una recuperación de largo plazo. No hay razones para que la Argentina resulte la excepción. Por el contrario, la economía argentina es uno de los eslabones más débiles de la economía mundial. No hay nada, entonces, que permita negar la posibilidad de una nueva explosión económica, con su consecuente desenlace político.
La crisis del ’75 permitió el ascenso de la contrarrevolución. El alfonsinismo surgió de la crisis material del personal político que realizó la tarea militar de la contrarrevolución. La pequeña burguesía interviene en el proceso político encabezando la lucha contra la dictadura, arrastrando a la clase obrera a la salida parlamentaria a la crisis de la dictadura. El alfonsinismo en sus ilusiones (no en su realidad) se encontraba algo más a la izquierda, representaba las ilusiones centro-izquierdistas, democratizantes de la pequeña burguesía. El menemismo brotó de la crisis del ’89 como una vuelta de tuerca de la contrarrevolución, donde la pequeña burguesía y la clase obrera se enfrentan exigiendo la primera la estabilidad económica, mientras la segunda se debate entre la parálisis y los saqueos. De esa confusión política generalizada se nutrió la pax riojana, aceitada con un poder de compra artificialmente elevado. Pero la crisis del menemismo torpe de De la Rúa significó un realineamiento de las alianzas: por primera vez desde la caída de la fuerza revolucionaria de los ’70, fracciones enteras de la clase obrera y la pequeña burguesía trazan una alianza con tendencia a la independencia de clase frente a la burguesía y a la hegemonía creciente del proletariado en su interior.
Esa es la novedad del período, la emergencia de una alianza de fracciones de las clases subalternas que tiende a darse una orientación revolucionaria. En el contexto de las tendencias profundas a la crisis en el capitalismo mundial, ese eslabón débil que constituye el capitalismo argentino no sólo tiende a la descomposición, sino a la formación de una alternativa revolucionaria. Eso es lo que diferencia el proceso abierto por el Argentinazo de los que surgieron de las crisis anteriores: abre un período revolucionario, en el que, más allá de los reflujos, ha dado fin la crisis ideológica generalizada en el seno de las clases subalternas. No importa que el kirchnerismo aparezca hoy como una alternativa ante los ojos de las masas. Ha aparecido ya el germen del partido revolucionario en el seno de la Asamblea Nacional de Trabajadores Ocupados y Desocupados. No importa que esté ahora en franco retroceso e incluso que el agrupamiento más importante en su interior, el Bloque Piquetero Nacional, se disuelva. Que haya disputas de orden político agudas, que terminen con la salida de agrupaciones o, peor aún, desarmándolo en sus partes constituyentes, no altera la situación porque el proceso de desarrollo del partido requiere de esa disputa. Es a través de esa disputa que se construye el partido. La realidad que los ha creado (y que han creado) no va a desaparecer porque las nomenclaturas se dispersen.
¿Qué hacer, entonces, mientras dura esta pausa en la tormenta? Defender las organizaciones conquistadas y disputar contra el derrotismo interesado de los intelectuales pasados al kircherismo. Defender la ANT y combatir las ilusiones kirchneristas, esa es la tarea del momento. Mantener viva la llama de la revolución, de eso se trata.

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