El virus idiota

en El Aromo n° 20

A propósito de anarquismo y autonomismo, ayer y hoy.

Por Eduardo Sartelli.

Historiador, director del CEICS y autor de La plaza es nuestra.

En la actualidad, una de las corrientes políticas más populares en el seno de las masas movilizadas, es la que se conoce como “autonomismo”, aunque suele responder también a “anti-capitalismo”, “anti-globalización” o “anarquismo”. Mientras la expresión “anti-capitalismo” no significa nada, igual que “anti-globalización”,1 la denominación de “anarquismo” esconde una estafa política y una mentira histórica. Toni Negri, John Holloway, Paolo Virno, toda la caterva que desciende de Foucault, el autonomismo de las asambleas populares argentinas del 2002, las agrupaciones estudiantiles “independientes” y los MTD, gustan de coquetear con una trayectoria de lucha que les queda grande y a la que envilecen al mentarla como propia.
En efecto, tras la reivindicación del anarquismo y, por ende, la cosecha de su historia de luchas, el autonomismo contemporáneo hace pasar un programa político, una estrategia y una metodología completamente enemigas del movimiento libertario en su mejor época. El anarquismo argentino de comienzos del siglo XX, igual que el de la Guerra civil española, se construyeron, en realidad, contra el autonomismo. Mal puede éste, reivindicar hoy una herencia que combatió acerbamente en su momento.

Una prosapia lamentable

Es propio de las corrientes autonomistas reivindicar la ausencia de organización y el rechazo de la política y los partidos políticos. “Horizontalismo” y “apoliticismo” serían los ingredientes básicos del pastel “democrático”: nadie determina a nadie, no existe representación alguna, no se construye ningún funcionariado permanente ni, mucho menos, burocracia alguna. El resultado obvio, es que toda reunión de personas que se dé una dirección política, termina alienando la libertad de sus miembros, es decir, constituyendo una dictadura. Ningún objetivo de largo plazo puede figurar en la agenda del autonomismo y todo programa elaborado con antelación a la reunión de los miembros del colectivo, resulta sospechoso de manipulación. Todo debe brotar de “allí mismo”, puesto que todo acuerdo previo puede ser visto como “aparateo” de cúpulas. Las iniciativas individuales deben ser privilegiadas ante toda acción colectiva y, en principio, no existe ninguna política concreta que no pueda expresarse y llevarse adelante. La autonomía de los participantes en tanto individuos aparece como la preocupación más importante, mayor aún que la de organizarse contra el poder existente. De hecho, el autonomismo se niega a constituirse en poder y declara que todo intento en ese sentido sólo puede dar por resultado la creación de una nueva dictadura. Estas tonterías filosóficas elementales son esgrimidas como la última novedad del pensamiento humano. Son, sin embargo, tan viejas al menos como el capitalismo y, ciertamente, más viejas que el marxismo.
El autonomismo es el nombre actual de una de las dos corrientes que han conformado históricamente el anarquismo: el anarquismo anti-organizador o individualista, cuyo primer representante moderno fue Max Stirner, pero que hunde sus raíces en el liberalismo de la tradición inglesa, en particular, John Locke. De hecho, pensadores como Bentham y Mill no resultan ajenos al panteón anarquista individualista. Stirner, un predecesor poco conocido de Nietzche (y a través suyo de Weber, Foucault, Negri y Holloway), se hizo famoso con El único y su propiedad, texto en el cual hacía gala de un individualismo extremo con el que pretendía superar el “humanismo” de los hegelianos de izquierda (Bauer, Hess, Feüerbach). El egoísmo aparecía en su discurso como una negación de toda fantasmagoría fetichizada que viniera a reemplazar a Dios. No existe otro que yo mismo, no hay más ley que mi voluntad ni más derecho a la propiedad que la que cada uno pueda poseer. La libertad consistía, consecuentemente, en el dominio de los demás y toda forma de democracia social implicaba la subordinación de los fuertes a los débiles. El camino que lleva al superhombre nietzcheano es fácil de recorrer. El que lleva al nazismo, también.2
En todos los casos, se trata de la fetichización del individuo, que aparece desgajado de toda contextura histórico-social, constituyente de la sociedad y no constituido. Es el individuo asocial de las “robinsonadas”, que Marx criticaba en la economía burguesa. Como tal, una fantasmagoría que no tiene nada que envidiarle a Dios, la Humanidad, la Moral y otros aparecidos por el estilo. Consecuencia lógica de esta concepción es la externalización de las relaciones sociales y las instituciones por ellas constituidas: el Estado, la sociedad misma, son externos al individuo, que parece poder existir al margen. La única forma de llegar a esta conclusión es a través de un subjetivismo extremo, según el cual basta con que el individuo niegue la realidad que le disgusta, para que ésta deje de existir al menos para él. Como no podía ser de otro modo, el resultado es la construcción de una nueva moral, de corte elitista, subjetiva e individualista que sólo puede dar lugar a dos estrategias políticas: el terrorismo o el mesianismo pasivo.
Una segunda corriente del anarquismo, que tiene afinidades con el socialismo, entronca con Kropotkin y se la conoce como anarquista organizadora o anarco-sindicalismo. El punto de partida de esta variante es el reconocimiento del carácter social del individuo, de donde se deduce la necesidad de construir una entidad supra-individual que preserve la libertad individual. Como en Marx, en esta corriente, la sociedad es el presupuesto de la libertad y no su enemiga. Como el socialismo, el anarquismo organizador se presenta ante la sociedad con una alternativa de organización social. Este experimento político tuvo en la Argentina uno de sus desarrollos más importantes. Sin embargo, debió batallar duramente en sus propias filas antes de ver la luz y protagonizar una de las páginas más gloriosas de la historia del anarquismo mundial.

La lucha del anarquismo contra el autonomismo3

En la Argentina de fines del siglo XIX, las tendencias organizadoras del anarquismo debieron librar un largo combate contra el autonomismo, originalmente dominante. A comienzos de los ’90, esa corriente, protagonizada sobre todo por intelectuales, se autodenominaba “anarco-comunismo” y editaba el periódico El Perseguido (EP). La tendencia organizadora, por el contrario, se conoció como “anarco-socialismo”, de influencia italiana y cuyo núcleo duro se encontraba entre los obreros de La Boca. El Perseguido rechazaba todo tipo de organización, lo que lo enfrentaba permanentemente con la presión que ejercía el desarrollo de huelgas y sindicatos. Los organizadores, por el contrario, defendían la formación de sociedades de “resistencia” y la acción huelguística. Según EP, los sindicatos sólo servían para adaptarse al capitalismo y eran perniciosos para la lucha anarquista. Frente a ellos, reivindicaban los grupos “de afinidad”: dedicadas casi con exclusividad a la propaganda oral y escrita, eran asociaciones momentáneas, que se formaban para realizar un fin concreto y debían disolverse luego. Coherentemente, EP se opuso a la formación de la primera federación obrera de nuestro país, la Federación de Trabajadores de la Región Argentina: el autonomismo que combatió a la Asamblea Nacional de Trabajadores Ocupados y Desocupados (ANT) durante el 2002, inició su vida de la misma manera, 110 años antes.
Entre los defensores de la tendencia organizadora se encontraba Errico Malatesta, que en su paso por Buenos Aires había bregado por esa corriente. De hecho, su influencia persistió a su partida, sintetizada en la constitución del grupo que editó La questione sociale. A este periódico se sumarían El obrero panadero y El oprimido, defensores todos de la tendencia pro-sindical. Se reforzaría aún más con la oleada huelguística de 1895-96 y con el crecimiento del socialismo, decidido impulsor de la organización obrera. A esta tendencia general que calaba cada vez más en el seno del anarquismo, EP respondía con la defensa del terrorismo individual, en especial, con la apología de la dinamita como instrumento de lucha “anti-burgués”. Según el grupo Los dinamiteros, “es preciso que conquistemos la libertad y para eso es necesaria la dinamita, pues la fuerza de ésta contrarresta la fuerza que emplean nuestros opresores”. Este tipo de declaraciones eran ampliamente elogiadas por EP, igual que se reivindicaba a los terroristas más famosos, como Ravachol, el francés Vaillant o el catalán Pallás. Estupideces como éstas, bastante bien retratadas en la figura del anarquista de Germinal, de Emile Zola, no pasaban, en Argentina, de palabrerío vacío, razón por la cual la tendencia organizadora acusaba a su enemiga de charlatanería inútil. El alejamiento que provocaba en los obreros esta prédica terrorista impulsó aún más a los organizadores hacia los sindicatos. Cuando el ciclo de huelgas terminó, en 1896, la corriente pro-sindical iba a alumbrar a su vocero privilegiado por los próximos cien años: La Protesta.
Efectivamente, surgido del seno de la corriente organizadora, La Protesta Humana (LPH), como se la conoció al principio, sería el núcleo centralizador del anarquismo argentino que protagonizaría las heroicas luchas de comienzos del siglo XX. Junto con Ciencia Social, una publicación de carácter teórico, LPH acaparó la defensa de la organización y la acción sindical. Por las páginas de ambos desfilaban las mejores plumas del anarquismo mundial: Pietro Gori, Errico Malatesta, Eliseé Reclus, Piotr Kropotkin, Anselmo Lorenzo y Sebastián Faure. LPH va a ser tajante en sus definiciones. Ante la pregunta de un lector acerca de si los anarquistas debían formar un “partido”, responde:

“Creemos que por el mero hecho de ser anarquistas, somos un partido, ya que por tal se entiende la coligación de individuos que siguen una misma opinión, o sea, que tienen un ideal común y contribuyen a realizarlo. Un partido puede ser autoritario o antiautoritario, estar organizado o no estarlo.”(LPH, 2/1/1898)

Con este tipo de declaraciones, LPH se ganó la acusación de “socialista”. De hecho, el anarco-sindicalismo no era más que un partido socialista extra-parlamentario. Actuando en consonancia con esta declaración, LPH llamaba a reconocer la “importancia de la organización profesional”, algo que hace explícitamente en sus páginas, en las que da un lugar cada vez más importante a la vida y la lucha de los obreros argentinos. Este desarrollo de LPH va a ser impugnado por un nuevo vocero de la corriente anarco-individualista, Germinal, que comenzó a editarse en Buenos Aires y Rosario a fines de 1897. Adelantándose a los autonomistas actuales, los de Germinal acusarán a LPH de “socialismo estatal”, de desvalorizar la lucha “espontánea” del pueblo y de constituirse en una “élite” de “elegidos”, una “aristocracia de los talentosos”. Cuestionaban, además, su derecho a “dirigir” y “organizar”, porque deformaría la iniciativa revolucionaria de las masas. Según Germinal, en lugar de organizadores debe haber “propagandistas” que actúen espontánea e inesperadamente en todas partes, lo que dificultará el accionar de la policía. Había que estimular las huelgas violentas, la destrucción de materias primas y el incendio de fábricas. De abierto tono stirneriano, Germinal elogiaba el egoísmo como factor de progreso y consideraba el altruismo como una forma de salvar a los débiles de la necesaria “selección”. La “ayuda mutua” era, entonces, repudiable, porque los fuertes y talentosos no tenían por qué frenar su avance para ayudar a los más débiles. Al igual que con Stirner, el anarco-individualismo sólo confiaba en una sociedad basada en la posesión de los medios de producción por el individuo, es decir, una posición abiertamente pequeño-burguesa. Los anarquistas organizadores del Grupo Libertario de Buenos Aires contestaron a barbaridades como éstas, que tendrían un futuro promisorio bajo el nazismo, lo siguiente:

“El individualismo, en el sentido de repudiar cualquier cooperación ajena y demoler la teoría de la sociabilidad por autoritaria, el aislamiento completo de todos los miembros de la especie, para su mayor independencia; el exterminio de los seres débiles y homogeneización del género humano en una sola raza y nivel físico e intelectual […] todo eso, en fin, constituye un enloquecimiento tan pronunciado que en verdad esteriliza cualquier propósito de educación popular.”

La llegada a la Argentina de Pietro Gori consolidó aún más a la tendencia organizadora, aunque el debate entre ambas corrientes no terminó allí. Por el contrario, hacia fin de siglo un nuevo periódico, El Rebelde, tomó la posta dejada por Germinal. El siguiente párrafo los pinta de cuerpo entero:

“Como táctica no aceptamos ninguna organización con programa mínimo ni máximo, es decir, no nos queremos ligar a determinadas líneas de conducta, porque estamos suficientemente convencidos de que el individuo debe ser libre de sus facultades, lo que dentro de esa organización con tantos compromisos no lo puede ser, rindiéndose, al contrario, como instrumento ciego al movimiento organizado.”

Para esta época, sin embargo, un nuevo período de la lucha de clases volvía a colocar la acción del proletariado en la primera plana de los periódicos, volcando decididamente su fuerza a favor de los defensores de la organización. A partir de allí, y hasta al menos 1922, La Protesta y el movimiento anarco-sindicalista dominarían el panorama e imprimirían una página enorme en la historia del movimiento obrero argentino. No fue sino después, sin embargo, de extirpar el cáncer stirno-nietzcheano de su propio cuerpo.

Libertad, autonomía e individualismo

Lo propio del anarco-individualismo y de su hijo nacido anciano, el autonomismo, es la concepción del individuo como última realidad y como totalidad autosuficiente. Como tal no es más que la reificación del individuo propia del pensamiento burgués. La idea de que el egoísmo es la forma más adecuada de lograr el mejor resultado social no es más que una burda extensión del análisis de Adam Smith sobre la racionalidad del mercado capitalista. El autonomismo no es, entonces, más que la conclusión lógica de la cosmovisión liberal del mundo, el producto más destilado de los brebajes más ilusorios de la revolución burguesa. De otra manera, no puede comprenderse esa demanda de “autonomía” para el individuo sin renegar de la producción social. Si la producción de la vida es social, el individuo no puede autodeterminarse, ni mucho menos darse sus propias leyes. La utopía autonomista sólo puede realizarse al estilo Robinson Crusoe. Como tal cosa es imposible, porque Robinson no puede ser Robinson sin todo el desarrollo de la sociedad humana corporizada en el capitalismo inglés, el autonomismo se rebela como un imposible. Surge así la variante “anarquista” por el “estilo de vida”: ciertos comportamientos (ser vegetariano, usar drogas, abstenerse de votar, tener costumbres sexuales no habituales, etc.) transforman al fulano en cuestión en un “resistente” interno. Se impone la “body politics”: hacer “política” con el cuerpo, mediante “transformaciones” en el aspecto (aros, argollas y otros utensilios por el estilo) o en la estructura física (amputación del pene, moldeado con la grasa corporal, etc.). Dentro de ese “estilo de vida”, el anarco-individualista promueve una “moral” que prohíbe alzar la voz, tener pronunciamientos fuertes y definiciones claras. Todo es válido, por lo tanto, toda opinión lo es. Imposibilitado de tomar alguna resolución, todo es duda. El ignorante es, entonces, superior al sabio, el cobarde al valiente, el pusilánime al decidido. Como ser consecuente al extremo con esta política resulta imposible, el reino del autonomismo es el dominio de la incoherencia, la banalidad y el oportunismo más miserable.
En sus relaciones, los autonomistas hacen gala de su concepción burguesa, es decir, negativa, de la libertad: mi libertad llega hasta donde comienza la libertad ajena. O como decía hace un siglo El Rebelde: “Haz lo que quieras sin perjudicar el ‘haz lo que quieras’ del vecino”. Sin embargo, dado que el individuo no existe sin la sociedad, ésta es la precondición de su libertad. Esa es la razón por la que no todos somos socialistas, pero todos reconocemos tarde o temprano el valor del amor o de la amistad. Incapaz de tales relaciones, el autonomista no puede ser otra cosa que un cínico ególatra, un perro de hortelano, un santón ridículo y engreído. Pero lo peor no es eso, que a lo sumo esteriliza la vida de más de un individuo inteligente y de buena voluntad. Lo peor es que su supuesto “radicalismo” se convierte en un obstáculo al desarrollo del poder de los oprimidos. El autonomista no sólo es burgués por su concepción del mundo, sino porque su accionar sólo sirve a la clase dominante.
El autonomismo, hoy como ayer, se nutre de la ignorancia de compañeros cansados de la expropiación política permanente en que se basa la política burguesa. No es extraño que haya tenido su corto verano en la Argentina post-Proceso militar. Frente a ello, sólo cabe recuperar la historia de la lucha obrera y socialista. Muchos de esos compañeros confunden, sin quererlo, su ignorancia con la de la clase. El proletariado ya resolvió estos problemas hace mucho tiempo: hay que evitar la soberbia de creer que la lucha comienza cuando uno llega. Callarse un poco, escuchar y, sobre todo, tratar de aprender de más de trescientos años de lucha de clases, es un consejo elemental. El autonomismo se nutre de esta infancia del proceso revolucionario para plantear una política conservadora. Puede creerse que corporiza la mayor radicalidad posible, pero todas sus “propuestas” son absorbibles por el capital, que transforma en moda cualquier cosa y escucha cualquier opinión que no pretenda transformarse en ley. Por esa vía, el autonomismo se transforma en un virus parásito que se conforma con habitar eternamente la misma estructura sin animarse nunca a destruirla. Un virus que se divierte en molestar a quiénes intentan construir. Un virus idiota.
Notas:

1Los señores feudales, los esclavistas del sur de Estados Unidos, la China del modo de producción asiático o los indígenas de las pampas argentinas y el oeste americano, también eran “anti-capitalistas”. Por su parte, están (o estuvieron) en contra de la expansión capitalista, de la “globalización”, todos los mencionados anteriormente más todas las burguesías débiles del mundo y los sindicatos nacionalistas, sin hablar de más de una secta religiosa, como los amish.
2Marx y Engels criticaron estas posiciones en La sagrada familia y La ideología alemana. Un excelente trabajo que reúne y examina las polémicas en el seno de la izquierda hegeliana es el de Sydney Hook, La génesis del pensamiento filosófico de Marx, Barral, Barcelona, 1974.
3Toda la información y las citas de este acápite han sido tomadas del excelente libro de Iaacov Oved: El anarquismo y el movimiento obrero en Argentina, Siglo XXI, México, 1978, de lectura imprescindible para todo interesado en estos temas.

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