Gonzalo Sánz Cerbino
Grupo de Investigación de Crímenes Sociales – CEICS
El análisis de las estadísticas sobre hechos delictivos denunciados en los últimos años arroja datos que no parecen corresponder con lo reflejado cotidianamente por los grandes medios de comunicación. Entre el 2000 y 2006, las estadísticas giran en torno a 1.200.000 delitos denunciados, sin mostrar claras tendencias a su aumento o descenso1 . Con estas cifras, el discurso del gobierno y de algunos periodistas “progres”, que señalan que la “sensación de inseguridad” no es más que paranoia generada por los medios y explotada por los partidarios de la “mano dura”, parece cierto. Ahora, si analizamos las tendencias de largo plazo los resultados son otros. Como podemos observar en la tabla 1, los delitos han crecido más de un 120% en los últimos 20 años. La magnitud del problema, que no han resuelto ni los partidarios de la “mano dura” ni sus adversarios, sólo puede ser explicada, como veremos, por las tendencias a la desintegración de las relaciones sociales más básicas. El capitalismo argentino hace años que se encuentra en descomposición y éste no es más que uno de sus síntomas. La reactivación K apenas si ha podido frenar momentáneamente la tendencia, pero lejos se encuentra de revertirla.
Barranca abajo
La desocupación, la subocupación, el hambre, la mortalidad infantil y la miseria describen un salto cualitativo entre la década del ’80 y la actualidad. No es un secreto para nadie que la precariedad social que esto genera está asociada al aumento de la delincuencia. Sin embargo, existen otros indicadores menos conocidos que también reflejan esta tendencia a la descomposición social. Uno de ellos es el índice de muertes violentas elaborado por el Ministerio de Salud, que registra las muertes producidas por suicidios, homicidios y accidentes viales2 . Un estudio sobre la evolución de este indicador entre 1980 y 1999 muestra una tendencia decreciente en casi todas las franjas etarias: las muertes por este tipo de causas han descendido notablemente entre los menores de 14 años y entre los mayores de 353 . Sin embargo, la situación de adolescentes y jóvenes en la Argentina desentona con la tendencia general: las muertes violentas han aumentado un 28% en la franja que va de los 15 a los 24 años y un 7% entre los que tienen de 25 a 344 . El dato no resulta incoherente cuando lo comparamos con otros indicadores sociales: estos mismos sectores son los más afectados por la desocupación y la pobreza. Otro indicador de esta sociedad en descomposición, íntimamente vinculado con el aumento de la violencia y los delitos, es el consumo de drogas y alcohol. El último estudio elaborado por el SEDRONAR indica que durante el 2006 más de 2.135.000 personas consumieron alguna droga ilegal. Buena parte de ellos las consumen con regularidad. El mismo estudio indica que 10.310 chicos que no superan los 24 años inhalan pegamento, 444.171 personas consumen cocaína, registrándose el consumo más alto entre los jóvenes de 18 a 24 años, y 84.911 consumen pasta base de cocaína (paco), la mayoría de ellos menores de 24 años5 . También se arrojan datos sobre el consumo excesivo de alcohol: 1.117.633 personas tienen problemas con la bebida. La mayoría son, nuevamente, menores de 24 años. Lamentablemente, las encuestas realizadas por el SEDRONAR en 1999 y 2004 no son metodológicamente comparables a la del 2006, con lo cual no existe una serie con la que medir el aumento en el consumo. Las estimaciones oficiales señalan que el tráfico y el consumo de estupefacientes aumentaron entre un 10 y un 30% durante la década del ’90. Otros especialistas señalan que el consumo se quintuplicó en el mismo período6 . El análisis del consumo en la población carcelaria le otorga otro cariz a los datos. Un estudio sobre el penal de Gorina (Buenos Aires) señala que el 71,3% de los presos inhaló alguna vez pegamento, el 97,8% alguna vez tomó cocaína, el 94,5% pastillas y el 35,7% pasta base. De los que alguna vez probaron cocaína, el 74,6% son consumidores frecuentes. El 55% de los que consumieron pastillas lo hacen habitualmente. El 89,9% de los internos son consumidores problemáticos de alcohol. El 35,7% cometió su primer delito para comprar drogas. El 33,1% lo hizo bajo la influencia del alcohol y el 51,5% bajo efecto de estupefacientes. Cuando cometieron el delito por el que se encuentran detenidos, el 42,6% estaba borracho y el 67,3% drogado. Este mismo estudio se realizó en el penal de Coronda, en Santa Fe, con resultados similares7 . A la luz de estos datos, es claro que la violencia de los jóvenes no es más que el resultado lógico de la situación social a la que los empuja el capitalismo argentino. Pocas alternativas les deja la sociedad a los jóvenes de las fracciones más pauperizadas de la clase obrera. Con padres que hace años no consiguen empleo, o que son superexplotados por una miseria a la que llaman salario, con hogares destruidos, que no terminan ni la escuela primaria porque tienen que salir a cartonear o a mendigar, no tienen muchas opciones: evadirse de la realidad es una, para eso recurren a las drogas o el alcohol. Salir a robar es otra, la única con la que pueden acceder a esos bienes que la televisión muestra. Dejarse morir, morir en manos de otros o suicidarse. Pocas opciones, y todas confluyen en la misma senda. A esto llamamos sociedad en descomposición. Algo muy difícil de revertir con una reactivación económica que no alcanza para todos y que tiene fecha de vencimiento.
El crimen organizado
Pero el problema no es tan sencillo. Adjudicar el aumento de los crímenes exclusivamente a la precaria situación social en la que se encuentran los jóvenes sería pecar de ingenuos. Los “pibes chorros” no son más que carne de cañón de algunos grandes delincuentes que los utilizan como mano de obra barata para amasar grandes fortunas al margen de la ley. Un estudio de Marcelo Sain indica que entre el 2000 y el 2003 los delitos que mayor aumento registraron son aquellos ligados al crimen organizado: los secuestros extorsivos, el robo de automóviles, los asaltos perpetuados por “piratas del asfalto” y el tráfico de drogas. Este tipo de delitos, por su envergadura, demandan una organización y una logística que ningún “pibe chorro” podría sostener8 . Estas bandas crecen al calor de la descomposición de las fuerzas de seguridad y de los partidos políticos burgueses. No es un secreto para nadie que la policía convive con el delito, lo tolera a cambio de una parte del botín y, muchas veces, sus mismos agentes integran o dirigen estas bandas9 . Ejemplos se pueden encontrar todos los días en los diarios, pero la magnitud de las cifras es inapelable. La historia de la Policía Bonaerense es un magnífico ejemplo de ello. Luego de una serie de hechos delictivos con amplia difusión mediática que involucraron a ésta fuerza, como el atentado a la AMIA, se inició un tibio intento para depurar la fuerza encabezado por León Arslanian. En aquella oportunidad, en el año 1998, el Ministro de Seguridad bonaerense exoneró a 309 policías, muchos de ellos jefes de alto rango. A partir de ese momento las “purgas” se convirtieron en la receta para descomprimir cualquier escándalo que involucre a los policías en la comisión de delitos: en 2002, Juan Pablo Cafiero exoneró a 170 policías, y Arslanian volvió a la carga para expulsar a 989 agentes entre el 2004 y el 200610. Hacia el 2003, el 60% de los policías bonaerenses tenía sumarios abiertos, 27.000 agentes en total. Muchos de los sumarios eran por faltas menores, pero 4.000 de ellos estaban siendo investigados por Asuntos Internos, bajo sospecha de graves delitos y 1.200 agentes se encontraban en disponibilidad preventiva. En esa misma fecha el ministro Juan José Álvarez ordenó investigar a 129 jefes por enriquecimiento ilícito, de los cuales por lo menos 15 casos terminaron en la justicia11. Entre el 2000 y el 2004, 554 policías de todo el país fueron condenados por distintos delitos12. Y estos son sólo los casos que salieron a la luz, ya que buena parte de los funcionarios políticos y judiciales que deben controlarlos están inmersos en el mismo entramado que tolera y participa de los delitos. La relación entre el crimen organizado, la Bonaerense, ciertos jueces y los intendentes del conurbano ha sido bien documentada y remitimos nuevamente al lector hacia allí13. Sin embargo, un ejemplo de actualidad refuerza esta relación no tan oculta entre los partidos políticos burgueses y el crimen. Nos referimos al problema de las barras bravas, organizaciones delictivas que viven de la extorsión a técnicos y jugadores, del control de la venta de droga y de los pequeños hurtos dentro de los estadios. Sus dirigentes suelen andar en autos importados, tienen abogados caros y se codean con las estrellas de la televisión. Su actividad es tolerada por los dirigentes de los clubes y utilizada habitualmente por sindicatos y partidos burgueses como fuerza de choque. Hay casos harto conocidos. La patota kirchnerista que atacó a trabajadores del Hospital Francés hace un año y medio, encabezada por Sergio “tuta” Muhamad, barrabrava de Chacarita, es un ejemplo. O el enfrentamiento a tiros entre los matones de Hugo Moyano (barrabravas de Independientes) y los de la UOCRA platense, barras de Estudiantes y Cambaceres, en el acto por el traslado de los restos de Perón14. Ejemplos sobran y podríamos seguir ampliando la lista. Lo que queda claro es que ni los funcionarios públicos ni los agentes policiales son ajenos al problema de la inseguridad. No hablamos simplemente de corrupción: los partidos políticos burgueses se nutren, en sus estratos más bajos, de lúmpenes que viven del delito. El delito sostiene y financia parte de las estructuras de los partidos del régimen. Lo mismo sucede con la policía: la financiación de sus estructuras no se sostiene sin el delito. Con la “recaudación” ilegal se paga desde una parte de los “sueldos” hasta los gastos más básicos de las comisarías. Es más, su propio funcionamiento operativo depende de la delincuencia: la resolución de la mayoría de los casos policiales se logra con los datos aportados por una estructura de “buchones” que no son más que delincuentes “amigos” de la policía. La desintegración de estas estructuras, que es parte de un proceso mucho mayor de descomposición del Estado y de la sociedad toda, contribuyen en gran medida al aumento de la delincuencia. La descomposición por arriba, que explica la connivencia por parte de la policía y del Estado con el crimen organizado, y la disgregación por abajo, que reproduce un ejercito de lúmpenes que nutre los estratos inferiores de las bandas, son dos caras de una misma moneda.
Notas
1 Dirección Nacional de Política Criminal. Estas cifras habría que multiplicarlas por cuatro si tenemos en cuenta que sólo un 28,1% de los delitos se denuncian (López, A.: “El choreo según pasan los años”, http:// rambletamble.blogspot.com).
2 Ya hemos abordado el problema de los suicidios y de los accidentes viales en El Aromo, Nº 32, Nº 33 y Nº 41.
3 Bonaldi, P.: “Debilitamiento del tejido social y muertes violentas de jóvenes”, en Sidicaro y Tenti (comps.): La Argentina de los jóvenes. Entre la indiferencia y la indignación, Buenos Aires, UNICEF – Losada, 1998.
4 Ídem.
5 “Estudio Nacional en población de 12 a 65 años sobre consumo de sustancias psicoactivas. Argentina 2006”, Observatorio Argentino de Drogas, SEDRONAR, 2007.
6 Sain, M.: “Un Estado fallido ante las nuevas problemáticas delictivas. El caso argentino”, Documento de Trabajo Nº 119, Universidad de Belgrano.
7 “Estudio en población privada de la libertad en dos unidades penitenciarias del país – 2006”, Observatorio Argentino de Drogas, SEDRONAR, 2007.
8 Sain, op. cit.
9 Sobre el tema puede consultarse: Dutil y Ragendorfer: La Bonaerense, Buenos Aires, Planeta, 1997.
10Página 12, 9/4/06; Semanario Colón, 16/5/04.
11La Nación, 17/11/03.
12Registro Nacional de Reincidencia.
13Dutil y Ragendorfer, op. cit.
14La Nación, 14/11/06, Página 12, 22/10/06 y 21/8/07.