En los últimos meses, la situación política de Chile ha sido noticia en toda la prensa. Las movilizaciones que tuvieron lugar hace dos años abrieron una crisis que puso contra las cuerdas al gobierno de Sebastián Piñera y terminó afectando al conjunto del régimen político. Frente a este escenario, el personal político burgués movió rápido sus fichas y, con ayuda de la pandemia, logró mantenerse a flote. Hoy, con el movimiento en reflujo y una discusión fuera de lugar, la maniobra parece haber sido exitosa.
Martín Pezzarini y Mario Zamora Tapia (colaborador en Chile) – Grupo de Análisis Internacional
La crisis política
En octubre de 2019, enormes protestas sacudieron el escenario político de Chile. El movimiento comenzó como un rechazo al aumento de las tarifas de transporte y rápidamente precipitó en demandas relativas al sistema de jubilaciones, el mejoramiento de los servicios de salud y educación, y las condiciones de vida en general. El gobierno de Piñera respondió inmediatamente con represión, pero no fue suficiente. Las protestas movilizaron millones de personas en decenas de ciudades. Los enfrentamientos con las fuerzas de seguridad y defensa demostraron que la clase obrera chilena estaba decidida a ocupar las calles. Pese a que las movilizaciones tuvieron importantes elementos de espontaneidad, distintas organizaciones reaccionaron de inmediato con el propósito de ganar posiciones en el nuevo escenario. El vacío que signó las primeras protestas desató una respuesta veloz por parte de los partidos de la oposición y de diversos movimientos hegemonizados por estos (Partido Comunista, Frente Amplio y Partido Socialista).
Así, pocos días después del estallido social, comenzó a ganar lugar y protagonismo el agrupamiento denominado Unidad Social, que reúne decenas de movimientos y organizaciones, dentro de los cuales se destacan la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH), la Confederación Nacional de Estudiantes de Chile (CONFECH), la Agrupación Nacional de Empleados Fiscales (ANEF), la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), la Coordinadora Nacional de Estudiantes Secundarios (CONES), entre otros. Esta plataforma había sido construida varios meses antes, pero pasó a ocupar un lugar relevante cuando se desató el movimiento de protestas que comenzó en octubre. La línea programática que sostuvo Unidad Social es similar a la del Partido Comunista de Chile y la del Frente Amplio, que dominan buena parte de las organizaciones que integran el espacio. Vale advertir que ambos son parte del régimen político en decadencia y defienden un programa abiertamente burgués. Su principal bandera son las políticas de la identidad – que fragmentan y debilitan a los trabajadores- y pequeñas reformas que no resuelven los problemas de fondo de la población, en particular, sus degradadas condiciones de vida. Asimismo, que el Partido Comunista y el Frente Amplio son parte del problema también lo demuestran sus alianzas con quienes gobernaron antes de Piñera, como el Partido Socialista de Michelle Bachelet. En el escenario que han abierto las protestas, la función que juegan estos partidos es imponer un límite al movimiento y evitar el desarrollo de la conciencia de clase. Eso es lo que han hecho en Unidad Social. Al margen de algunas declaraciones genéricas e imprecisas, el punto que revela su posición política es la crítica que realizan a la constitución chilena. El agrupamiento insistió en la necesidad de reformar la carta magna que se diseñó durante la última dictadura porque sería el sostén del modelo «neoliberal» en Chile, la raíz de todas las miserias que viven los trabajadores. Esta es la principal demanda que fue defendida e impuesta por el Partido Comunista y el Frente Amplio a través de Unidad Social.
Sobre este punto hay que ser claros. La reforma que se está impulsando no cambiará nada, toda vez que la propiedad privada, las clases sociales y el carácter burgués del Estado no son cuestionados. Las críticas del progresismo solo están orientadas a aquellas restricciones de la democracia burguesa que se hereda del pinochetismo, pero el contenido pétreo de la constitución permanece intacto. En efecto, no hay una crítica revolucionaria a la sociedad capitalista y al Estado burgués que brota de ella, sino a únicamente a su régimen político, esto es, al ordenamiento interno de ese Estado. Ello ocurre porque, como veremos, la Convención Constituyente que se ha conformado es un órgano de poder burgués y, por lo tanto, solo es capaz de introducir cambios muy limitados. Ninguno de los problemas que viven los trabajadores será resuelto por este órgano. Sin ir más lejos, en Argentina y Brasil, sus respectivas burguesías han elaborado constituciones que proclaman una infinidad de derechos, y, sin embargo, en ambos países hay una enorme porción de la clase obrera que está hundida en la miseria. Ello prueba de que la constitución es letra muerta y que la naturaleza del problema no es jurídica. No es el régimen de Pinochet, el neoliberalismo, la democracia restringida, el capital financiero, ni el imperialismo. El problema es el capitalismo. De ahí que sea necesario combatir al Partido Comunista, el Frente Amplio y al resto de los espacios que defienden esta salida.
La Convención Constituyente
Pocos días después del estallido, Piñera se veía obligado a revocar los aumentos de tarifas y a anunciar la apertura de una Agenda Social que contemplaba algunas reformas relativas al sistema de pensiones, al servicio de salud, el ingreso mínimo y las tarifas de electricidad. Sin lugar a duda, este fue un buen comienzo. La clase obrera chilena salió de su letargo y arrancó conquistas inmediatas que el régimen se negaba a reconocer. Pese a ello, las limitaciones iniciales del movimiento no fueron superadas. La demanda de la reforma constitucional -defendida e impuesta por Unidad Social- fue rápidamente absorbida por casi todos los partidos. Y, como veremos, la izquierda trotskista apoyó esta salida que liquidó al movimiento.
El 15 de noviembre, las principales organizaciones políticas del país – Partido Demócrata Cristiano de Chile (PDC), Partido Socialista de Chile (PS), Unión Demócrata Independiente (UDI), Revolución Democrática (RD), Partido por la Democracia (PPD), Renovación Nacional (RN), Partido Liberal (PL), Evolución Política (EVOPOLI), Comunes y Partido Radical de Chile (PR)- firmaban el «Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución», donde establecían la realización de un plebiscito para determinar si se impulsaría una nueva constitución y para definir qué tipo de órgano la redactaría (una Asamblea Constituyente o una Convención Mixta Constitucional). Vale recordar que estos partidos son los mismos que gobiernan Chile desde hace al menos 30 años, y que actualmente controlan casi la totalidad del Congreso, ocupando el 80% de los escaños en ambas cámaras. La maniobra constituyó un claro intento de aplacar el descontento y dotarlo de un cauce institucional.
En este cuadro, pocos meses después del acuerdo, irrumpió el coronavirus. La pandemia no alteró el curso que por entonces habían tomado los hechos, pero sí afectó el pulso de las calles, especialmente en el Gran Santiago. Las cuarentenas fueron limitadas, pero resultaron suficientes para desarticular un movimiento muy débil e incipiente. Con ayuda de la burocracia sindical, represión y algunas medidas de urgencia, el gobierno logró contener la situación. La distribución de canastas alimentarias, el Ingreso Familiar de Emergencia (que se sostiene hasta hoy) y la autorización del retiro anticipado de los fondos previsionales buscaron descomprimir los efectos de la crisis sobre los trabajadores.
La operación del personal político condujo a la realización del Plebiscito Nacional, pautado inicialmente para abril de 2020, pero postergado a noviembre por causa de la pandemia. Los resultados no sorprendieron a nadie y ya son conocidos por todos: alrededor el 80% de los votantes se inclinó a favor de una nueva constitución y definió la conformación de una Convención Constitucional. En los meses que precedieron al plebiscito, la mayoría de los partidos del régimen puso en marcha algún tipo de campaña para promover la reforma, incluso aquellos que no habían firmado el acuerdo inicial, como el Partido Comunista (PC), el Partido Progresista de Chile (PRO), la Federación Regionalista Verde Social (FREVS), el Partido Humanista (PH) y Convergencia Social (CS). Con algunas diferencias menores, todos ellos sostuvieron que los problemas de la población chilena provienen de su vieja constitución. Nadie puso en cuestión el verdadero origen de las miserias que vive la clase obrera, la sociedad capitalista, y, por lo tanto, solo hablaron de «neoliberalismo», «especulación financiera», «democracia restringida», etc. De ahí que los partidos tradicionales también hayan intentado encabezar el proceso y muy pocos se opongan abiertamente a la reforma, como la Unión Demócrata Independiente. Una vez más, la población iba a ser convocada a las urnas para elegir a cada uno de los integrantes de la nueva Convención.
Así fue como se llegó a las elecciones constituyentes de mayo de 2021. Los resultados demostraron que la crisis política continúa abierta. En primer lugar, por la baja participación del electorado, que apenas alcanzó el 43%. Al parecer, las ilusiones constitucionalistas no son compartidas por la mitad de la población. En segundo término, la pérdida de apoyo que registraron los partidos tradicionales, tanto del oficialismo como de la oposición. En relación con las últimas elecciones presidenciales, la coalición de gobierno perdió 1,2 millones de votos, mientras que el principal bloque de la oposición registró alrededor de 600 mil votos menos. Ambos espacios perdieron la mitad del apoyo que tenían, y el descenso fue aún mayor si se lo compara con los resultados de 2013. Este desgaste de los partidos tradicionales tiene como contracara la emergencia de elementos que se presentan como ajenos al régimen político en decadencia. De ahí la proliferación de personalidades y «candidatos independientes» que hacen uso de los viejos aparatos, pero se muestran como la supuesta «renovación» de esos espacios. Ello evidencia que, hasta ahora, la crisis solo impacta en el personal político.
En este sentido, uno de los aspectos más visible del proceso es la emergencia de una supuesta «izquierda». La crisis política ha obligado a los partidos que gobiernan Chile a presentarse como «oposición» o «renovación», permitiendo la entrada de arribistas de la peor calaña. La aparición de esta «izquierda» es una respuesta de la propia burguesía, que busca detener el movimiento de la clase obrera e impide el desarrollo de su conciencia. En los últimos meses, bajo esta expresión se han encuadrado a prácticamente todas las fuerzas no oficialistas, desde el Partido Socialista de Bachelet hasta los diversos agrupamientos independientes, pasando por el Partido Comunista de Chile, el Frente Amplio y las candidaturas «indígenas» que participaron de los comicios. Con todo, el programa político de estos espacios no trasciende las críticas al «neoliberalismo» y la democracia restringida. Las demandas de mayor participación son acompañadas por la propuesta de algunas reformas sociales y una marcada defensa de la política de la identidad. Ello es lo que se buscaría introducir en el nuevo texto constitucional.
Un examen atento de esta «izquierda» permite advertir que no estamos frente a ninguna novedad. Por un lado, bajo este paraguas se incluyen organizaciones que han gobernado Chile durante los últimos años, y aún hoy conservan numerosas bancas en el Congreso. Ese es el caso de las fuerzas que formaron la Concertación (1990-2010) y, poco tiempo después, Nueva Mayoría (2013-2018), como el Partido Socialista y el Partido Comunista de Chile (PCCh). Sus críticas al régimen que históricamente han integrado solo es un intento por adaptarse a la situación, evitando quedar afuera del nuevo escenario político. Por otro lado, se encuentran las organizaciones del Frente Amplio y los innumerables agrupamientos «independientes», que expresan un marcado rechazo al régimen y, por añadidura, a la política partidaria en general. Su orientación no se distingue de lo que hemos visto en otros países. Las críticas y la demanda de una «nueva» democracia recuerdan las experiencias de Podemos en España y del MAS en Bolivia. Ya conocemos los resultados: cambian los nombres y los discursos, al tiempo que la miseria social que provoca el capitalismo se mantiene intacta. En este cuadro, el papel que cumple la política de la identidad es solo fragmentar a la clase obrera, debilitarla y facilitar el ajuste sobre sus condiciones materiales.
El movimiento y recambio del personal político burgués también se expresan en las decenas de figuras y organizaciones «independientes» que han participado de los comicios. La intervención de estos agrupamientos y candidatos se ha dispersado a nivel territorial. Se conformaron innumerables agrupamientos pequeños que solo pudieron participar en un distrito y lograron colocar un candidato en la Convención Constituyente. No obstante, algunos de estos han logrado una mayor articulación a nivel nacional y terminaron presentado su programa de manera más sistematizada. Ese es el caso de «Independientes por la Nueva Constitución» y «Lista del Pueblo», que conjuntamente lograron obtener 38 bancas en la nueva Convención Constituyente, 11 para el primero y 27 para el segundo. Con todo, su orientación general no difiere sustancialmente de la que se observa entre los propios partidos tradicionales. Ambos se limitan a defender la democracia, los derechos humanos y el respeto a las «identidades». Y más aún, en lo que respecta a la economía, solo abogan por un mejor equilibrio entre Estado y mercado, una ecuación que, según dicen, permitiría impulsar la distribución de la riqueza, acabar con el abuso de los «monopolios» e incentivar la actividad de pequeñas y medianas empresas. Su programa es un refrito reformista y posmoderno que no trasciende el plano liberal. Y en los hechos, una vez más, su papel termina siendo el desvío y la desorganización a los trabajadores, impidiendo el desarrollo de su conciencia de clase.
En sintonía con el ascenso del progresismo, uno de los aspectos que se ha destacado de este proceso ha sido el lugar ocupado por el indigenismo. La nueva Convención Constituyente le concede 17 bancas a los denominados «pueblos originarios», una cantidad de escaños acorde al lugar que supuestamente tendría este sector en el conjunto de la población. En efecto, de acuerdo con los resultados del Censo 2017, los «pueblos originarios» suman 2.185.792 personas, lo cual representa el 12% de toda la población que hay en el país. Ahora bien, las cifras ocultan quiénes son realmente estos individuos. En el año 2017, 4 de cada 10 «indígenas» vivía en comunas que prácticamente no tenían población rural (inferior a 3%). Y más aún, el 62% de la población «originaria» (1.360.943 personas) residía en comunas que registraron más del 90% de la población urbanizada. El peso que se le atribuye a los «pueblos originarios» solo viene determinado por la forma en como se lo mide: basta autopercibirse miembro de estas «comunidades» para ser registrado como tal. Las relaciones de producción y la posición objetiva que estas personas ocupan en la estructura social son completamente omitidas, al tiempo que la conciencia individual de la identidad se constituye en el principal criterio para determinar la adscripción a un «pueblo indígena». De este modo, un obrero de la construcción, un docente, un desocupado o cualquier burgués pueden ser registrados como «población originaria». Ello evidencia que el enorme lugar que se le concede a los denominados «pueblos originarios» es una farsa. Y, en este sentido, la política indigenista solo termina fragmentando y debilitando a la clase obrera, la única que puede representar una salida real a los problemas de la población chilena.
Con todo, la compatibilidad entre el orden burgués y el indigenismo no solo se expresa en la integración de estas «comunidades» al Estado, como lo evidencia su reconocimiento legal, la transferencia permanente de recursos o las últimas concesiones de bancas en la Convención. Pocos días atrás, la elección de Elisa Loncón como presidenta del órgano constituyente demostró que el indigenismo es aceptado por la burguesía y no representa ningún cambio de fondo a la situación de los trabajadores chilenos. En primer lugar, cabe señalar que Loncón se impuso con 96 votos, y por lo tanto, recibió el apoyo de los propios partidos del régimen, especialmente del Frente Amplio, el Partido Socialista y el Partido Comunista, que resultó imprescindible para que obtenga la presidencia de la Convención. En segundo término, y este es el punto más notable, vale advertir cuál fue el tenor de las declaraciones de Loncón en su discurso de posesión. Durante su intervención agradeció a todo el «pueblo» y se dedicó a proclamar que la Convención transformará a Chile en un país más democrático, plurinacional, plurilingüe y participativo, con todas las culturas y todos los territorios. Asimismo, defendió los derechos de la «Madre Tierra», las mujeres, los niños y la diversidad sexual, y no dejó de aprovechar la oportunidad para expresar su solidaridad con los niños indígenas en Canadá. Pues bien, en toda la intervención de Loncón, el sujeto más importante, la clase obrera chilena, fue completamente ignorado. Millones de trabajadores salieron a las calles para rechazar el ajuste de la burguesía sobre sus decadentes condiciones de vida, pero la representante «mapuche» los desdeñó y solo se preocupó por reconocer a todos los sectores que le dieron su apoyo, es decir, a lo partidos de la burguesía. La población reclamó viviendas, mejores salarios, servicios de salud y educación, pero Loncón reivindicó el acceso a la tierra, una demanda completamente ajena a los intereses obreros. El país que Loncón busca «refundar» sigue siendo un Chile para la burguesía, la clase que vive de la explotación y la miseria del resto. Todo este discurso absurdo puso en evidencia que el indigenismo es parte de la estafa que se está construyendo para tapar la crisis política que estalló en 2019 ¿Qué puede esperar un trabajador chileno de la Convención Constituyente presidida por Loncón? Nada. Loncón, los representantes indígenas y los partidos del régimen no tienen ningún interés en resolver los problemas que genera el desarrollo capitalista en Chile, es decir, los problemas de la clase obrera chilena. De ahí que solo se limiten a defender una democracia (burguesa) más participativa y a reconocer el lugar que supuestamente les correspondería a los pueblos originarios. Podrán impulsar un cambio constitucional o proclamar el carácter plurinacional del Estado, pero la miseria social que vive la clase obrera permanecerá intacta.
Las primarias y el reordenamiento del personal político
Aún no se ha definido quién será la dirección de toda esta «izquierda». En las elecciones primarias que tuvieron lugar el 18 de julio, Gabriel Boric se impuso frente a Daniel Jadue en la interna de la coalición «Apruebo Dignidad», conformada por el Partido Comunista de Chile (PCCh) y el Frente Amplio. Las diferencias programáticas entre ambos candidatos prácticamente no existen. El sorpresivo triunfo de Boric puede ser leído como otro golpe a la política tradicional, representada en este caso por el histórico PCCh, que de 2013 a 2018 gobernó el país junto al Partido Socialista de Michelle Bachelet y otras organizaciones. Como lo hemos señalado, todo el programa de Boric se reduce a una moderada crítica del «neoliberalismo», demandas de mayor participación, políticas de identidad y pequeñas reformas sociales. Sus propuestas se inscriben dentro de las coordenadas que el progresismo intentó imponer desde el primer momento: respeto a la diversidad sexual y las comunidades originarias, cupo laboral trans, «desarrollo sustentable», «descentralización del poder» y apoyo a las pequeñas empresas. Vale recordar que Boric firmó el «Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución» junto al resto de los partidos, desviando las luchas y resolviendo una salida en favor de la burguesía. Ahora, su plan de gobierno cumple el mismo papel: contiene el movimiento, fragmenta a la clase obrera mediante las políticas de la identidad y hace pasar el ajuste sobre sus condiciones de vida.
En términos generales, esta orientación ni siquiera se distingue de la campaña de Sebastián Sichel, el candidato que se impuso frente a Joaquín Lavín en las internas de «Chile Vamos», la actual coalición de gobierno. Sin estar afiliado a algún partido, Sichel compitió dentro de la «derecha» y triunfó con un programa que no escapa a la tónica general que tuvo la campaña: democracia, renovación, distribución de la riqueza, protección ambiental, transferencias directas para los más pobres, etc. Fue integrante del Partido Demócrata Cristiano durante los gobiernos de la Concertación y Nueva Mayoría, pero terminó alejándose de esta organización y al poco tiempo se convirtió en funcionario de Piñera, presidiendo el Ministerio de Desarrollo Social y Familia y el Banco del Estado de Chile. Esta escasa trayectoria, y una imagen pública poco conocida, le permitieron despegarse de la figura del actual presidente y presentarse como una renovación dentro de la coalición de gobierno.
El resultado de todo este movimiento es un escenario con alternativas que se parecen más de los que se diferencian. Una eventual gestión de Boric o Sichel tampoco ofrecerán algo sustancialmente distinto a lo que hemos visto en los gobiernos precedentes. Eso sí, el Estado asumirá un carácter plurinacional, las disposiciones gubernamentales serán elaboradas en lenguaje inclusivo y, bajo una supuesta «ampliación de derechos», se desplegarán una caterva de medidas focalizadas en beneficio de las «minorías». Tal vez, dependiendo de cómo evolucione la lucha en las calles, el Estado ampliará las políticas de transferencia directa (que ya existen y no son pocas) para contener a los sectores más empobrecidos. No mucho más que eso. Dada la ausencia de una fuerza social que aglutine y encause el descontento que estalló en 2019, la política burguesa continuará funcionando más o menos como antes, pero con pequeños desplazamientos en su dirección. Eso es lo que hemos observado en los últimos meses. No está claro quién ganará las próximas elecciones, si será Boric, Sichel o alguna figura reciclada de la ex Concertación, como Yasna Provoste, del Partido Demócrata Cristiano (PDC). Con todo, sea cual sea el resultado, la contienda entre estos distintos aparatos de la burguesía podrá alterar el escenario político, pero de ninguna manera implicará un avance para la clase obrera.
En las últimas elecciones, un elemento importante ha sido la baja participación. De los 14.693.433 electores habilitados, solo el 21% han decidido apoyar a algún candidato. Es cierto que, a diferencia de otros países, en Chile las elecciones no son obligatorias, y hace años solo logran convocar a una pequeña porción del electorado, especialmente en las primarias. Con todo, los escasos niveles de concurrencia que se vienen registrando demuestran que, lejos de un anhelo general de participación, un enorme sector de la población es refractaria a las alternativas que ofrece el sistema político. Ni siquiera el Plebiscito nacional de este año -cuyas opciones eran extremadamente simples y vacías de contenido- logró convocar a más de la mitad de los electores. Este aspecto de la crisis política demuestra que los cambios institucionales y las campañas que promueve el progresismo despiertan un entusiasmo acotado.
En 2019, la clase obrera salió a calle y expresó su rechazo al deterioro de sus condiciones de vida, pero las limitaciones políticas del movimiento no permitieron que toda esa energía encuentre un continente que organice las luchas bajo una dirección independiente. Sobre esa limitación, los partidos de la burguesía, en general, y el progresismo, en particular, intentan construir una nueva estafa. Hasta ahora, no han logrado encolumnar a las masas detrás de un partido, pero sí consiguieron, con ayuda de la pandemia, sacar a la gente de la calle.
Una salida equivocada
Ya lo hemos dicho: la reforma constitucional no cambiará nada. En este sentido, los festejos generalizados que acompañaron el plebiscito solo demuestran que el acuerdo entre los partidos patronales ha dado el resultado que esperaban. El triunfo de la burguesía fue celebrado hasta por el trotskismo, que como ya nos tiene acostumbrados, no ha logrado superar los límites del reformismo y el progresismo burgués. Primero, limitaron sus denuncias al régimen pinochetista e impulsaron la «asamblea constituyente, libre y soberana». Después, llamaron a votar a favor de la reforma, aunque algunos apoyaron la Convención Constitucional (PO – Tendencia) y otros anularon la segunda boleta marcando «Asamblea Constituyente, Libre y Soberana» (Partido de Trabajadores Revolucionarios, en Chile). Por último, festejaron los resultados junto a todos los partidos patronales y la burguesía chilena. En lugar de impulsar el voto en blanco para rechazar la salida que propone la burguesía, la izquierda apoya la reforma constitucional y, de este modo, avala la recomposición del poder del Estado. El PO Tendencia llegó a depositar sus esperanzas en los órganos creados por la propia burguesía. Sus críticas solo se limitan a los aspectos secundarios del proceso, como las negociaciones mezquinas entre los partidos del régimen o las condiciones formales en las que se desarrolla el plebiscito. Según Jorge Altamira, la Convención Constituyente representa un polo de poder «potencialmente revolucionario». Por su parte, en medio de la crisis política más importante de las últimas décadas, el Partido de Trabajadores Revolucionarios de Chile salió a festejar la obtención de 50.000 votos -menos del 0,4% del padrón- porque supuestamente expresan un «respaldo considerable» a sus ideas. Todos ellos se conforman con denunciar la constitución y añadir calificativos a una Asamblea que, según nos dicen, debería ser plurinacional, feminista, democrática, libertaria, ecologista, soberana, etc. Nadie explica que el problema de fondo es el capitalismo chileno y que su principal defensora es la burguesía local. Pensando en términos de «izquierda» y «derecha», se termina apoyando una salida completamente burguesa. Como lo hemos señalado, los resultados que se han alcanzado hasta ahora se explican por las limitaciones del propio movimiento. La crisis política ha sacudido al conjunto del régimen, pero no logró superar esta frontera. En este marco, la reforma constitucional se impuso como la principal demanda, lo cual supone un obstáculo y abre la posibilidad de que la burguesía cierre su crisis de hegemonía. Hasta ahora, el gran ausente de todo este proceso ha sido el proletariado chileno, fragmentado en innumerables envolturas que solo lo debilitan y lo confunden. Luego de una enérgica intervención inicial, perdió fuerza y orientación. Ante este escenario, la construcción de un partido revolucionario es una tarea urgente, el primer paso que debemos dar. Solo una herramienta de este tipo puede concentrar el poder de la clase obrera para enfrentar el poder organizado de la burguesía, es decir, el Estado. La conformación de una organización revolucionaria en Chile es el escalón indispensable para emprender la lucha política contra la clase dominante, no para ganar elecciones, sancionar leyes, conseguir bancas o reformar la democracia, sino para disputar el tipo de sociedad en el que vivimos y el que necesitamos construir, el socialismo.