El Tratado de Libre Comercio de América del Norte es la experiencia más importante de “integración” de una gran economía latinoamericana con el primer mundo. Fue encarada de manera tal que su dinámica no amenace la estructura de poder y de clases que configuran el Estado que la pergeñó y preservó el retraso productivo, tecnológico y social.
Osvaldo Regina
Colaborador OME
El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA, según las siglas en inglés) es la experiencia más importante de “integración” de una gran economía latinoamericana con el primer mundo. Luego de 21 años del Tratado con EE.UU. y Canadá, en México “las preocupaciones sociales y económicas en curso incluyen bajos salarios reales, subempleo de un amplio segmento de la población, distribución del ingreso inequitativa y pocas oportunidades de progreso para la extensa población indígena de los estados empobrecidos del Sur”, comenta la CIA en su sitio de internet. La “integración” económica fue encarada de manera tal que su dinámica no amenace la estructura de poder y de clases que configuran el Estado que la pergeñó y preservó el retraso productivo, tecnológico y social.
De acuerdo con las estimaciones oficiales, el empleo informal de la mano de obra, sin beneficios sociales, asciende al 55,4% de la fuerza laboral y sobrevive bajo la línea de pobreza el 43% de los 120 millones de mexicanos. La desocupación viene rondando el 5% y, sumando el subempleo, hay más de 10% de la fuerza de trabajo buscando empleo. Estas cifras serían peores de no mediar la emigración de millones de trabajadores mexicanos hacia los EE.UU. Esa huída de la miseria, altamente riesgosa, no disminuyó, como se buscaba con el Tratado, sino que aumentó sustancialmente con él. En igual sentido que la emigración, operan sobre los indicadores sociales las remesas en dólares de los emigrados y la producción y exportación de drogas, estimada en 13.000 millones de dólares sólo la que cruza el Río Grande.
La estafa del crecimiento económico
Lejos de revertir la baja productividad agrícola (14% de la mano de obra es agrícola pero genera apenas 3% del PIB), la apertura permitió que la competencia yankee subsidiada dejara sin trabajo a más de un millón de campesinos. Y el cacareado mayor crecimiento económico no llegó, registrándose en cambio tasas módicas de 2,5% anual en promedio desde la vigencia del Tratado. El capital mexicano igual se benefició. Extendió su horizonte de negocios, beneficiándose de múltiples formas con la llegada de miles de millones de dólares al año en inversiones extranjeras vinculadas con la producción local (ver gráfico). En todo esto consiste el triunfo del TLCAN y a la vez el fracaso de mejores oportunidades que pudo haber generado en la población.
Agitada como aspiración popular, la tecnocrática consigna (¿“neodesarrollista”?) del “crecimiento” se convierte, cada vez más, en una moderna estafa para exprimir más plusvalía, tanto absoluta (condiciones laborales) como relativa (menos salario real con alimentos más baratos), de las sufridas mayorías nacionales sin que aumente el salario real. Muy claro en México, donde ante cualquier mejora el 10% más rico se queda con casi 40% del ingreso y donde la producción creció más como resultado de aumentos en el empleo, en la tasa de actividad laboral de la población y a causa de la cantidad de horas trabajadas por obrero. Desde 2008, gracias al efecto de la Gran Recesión, agravado por la mayor dependencia comercial con EE.UU., el costo laboral para las empresas mexicanas cayó, los sueldos reales no aumentaron pero sí la productividad de los trabajadores (ver gráfico).
A fines de 2012, se firmó el Pacto por México, acuerdo PRI-PAN-PRD impulsado por el Presidente Peña Nieto (PRI) que apunta a profundizar la libertad económica del capital con el objetivo explicitado de promover el “crecimiento económico”. Desde 2015, el país también se incorporó al Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP con las siglas en inglés), obligándose a una rebaja de sus aranceles a la importación con los países miembros. El liberalismo económico se ofrece, no solo en México, como instrumento para eliminar las brechas de ingreso por habitante y productividad entre economías avanzadas y atrasadas. Pero la experiencia mundial contemporánea ilustra extensamente que “crecer” no significa dejar de ser un país pobre y alcanzar a EE.UU. o Alemania. Para colmo, las condiciones laborales en esos centros capitalistas mundiales retrocedieron mucho respecto de los estándares más favorables del pleno empleo en los dorados años de posguerra (el primer mundo ya no es lo que era).
El librecambio de los pobres no sobrevive sin financiamiento externo
Enfrentado a los costos sociales de la mayor libertad otorgada al capital local e internacional, México se ve obligado a mantener la estructura de subsidios sociales, perdiendo capacidad financiera para incidir sobre el proceso de acumulación. Además, la baja del petróleo está incidiendo fuertemente sobre el presupuesto nacional ya que esa industria provee un tercio de los ingresos fiscales. Así, partiendo de superávit fiscal antes del TLCAN, se está alcanzando un déficit presupuestario estimado en 4% del PIB. Hasta ahora, la deuda externa estaba controlada en un tercio de su producto anual y respaldada al 50% por las elevadas reservas de oro y divisas. Sin embargo, esos márgenes de maniobra tienden a desaparecer en tanto continúen (I) la dinámica deficitaria de su comercio exterior y (II) los extraordinariamente bajos precios del petróleo y también (III) si se reduce la enorme inversión extranjera por la pérdida de dinamismo de la economía mundial.