Una verdadera campaña mediática se ha desplegado para intentar explicar por qué todos los días amanecemos con una nueva “tragedia”. Se dice que la culpa es de trabajadores negligentes o suicidas. En este artículo intentaremos desmontar esta construcción ideológica y desenmascarar al verdadero culpable: el capitalismo.
Gonzalo Sanz Cerbino
Grupo de Investigación Sobre Crímenes Sociales
Parece mentira, pero ya nos hemos acostumbrado a leer cada día en el diario sobre una nueva “tragedia” que se cobra decenas de vidas. Los trenes chocan, en Once, Castelar o Madrid. Los edificios se derrumban o explotan, en Rosario, Palermo o Indonesia. Los boliches se incendian, en Cromañón o en Brasil. Y así todos los días: barcos que se hunden, aviones que se caen, rutas de la muerte. Hasta llevar a nuestros hijos a un parque de diversiones se ha convertido en una decisión temeraria. La cotidianeidad de estos hechos obliga a pensar explicaciones generales: no alcanza con sostener que se trata de “accidentes”, casualidades fatales que se suceden unas a otras como si se tratara de una maldición. Frente a ello, los empresarios que operan los negocios, sus personeros políticos y sus voceros en los medios de comunicación ya elaboraron una explicación que se repite como disco rayado: los culpables somos los trabajadores. Así, como si viviéramos en un capítulo de Criminal Minds, los noticieros se pueblan de conductores de tren kamikazes y gasistas talibanes. Obviamente, esta explicación hace agua por todos lados.
Gasistas asesinos
El 6 de agosto pasado, en la ciudad de Rosario, una fuga de gas terminó produciendo una explosión y el derrumbe de una torre de nueve pisos. El saldo fueron 21 víctimas fatales, más de 60 heridos y más de 200 viviendas completamente destruidas. Al trascender la información de que, en los minutos previos al siniestro, un gasista se encontraba trabajando en el lugar, los canales de noticias encontraron a su chivo expiatorio. Sin más información que esa, los medios lo enjuiciaron y condenaron en cuestión de segundos. Uno de los argumentos más repetidos en su contra fue que, frente al escape que volvía inminente la explosión, el gasista “huyó”. A nadie se le ocurrió cuestionar la lógica del argumento: ¿qué debía hacer, quedarse a morir?
La justicia rápidamente encarceló al trabajador y a su ayudante. Su celeridad no fue la misma con los dueños de la empresa Litoral Gas, concesionaria del servicio. Aún cuando las sospechas sobre su responsabilidad son tan o más claras que en el caso del gasista. Los vecinos del edificio que explotó hacía más de 10 días que venían denunciando allí escapes de gas. Litoral Gas intervino cortando el suministro y, luego de que se hicieran los trabajos correspondientes, dando curso a una inspección que lo restableció. Todo esto pocos días antes del siniestro. Pero como las fallas en la provisión de gas continuaron, el consorcio contrató a un nuevo gasista para cambiar la válvula que fallaba. Según su declaración testimonial, mientras intentaba cortar el suministro un caño de alta presión explotó. “El impacto del gas me pega en el pecho y me tira para atrás, con esa misma presión de gas se hizo una nube de tierra que no se veían nada y una sordera por el zumbido. Ahí comprobé que no lo iba a poder detener” [1]. Al no poder detener la fuga, el gasista salió para dar aviso al 911, a la guardia de Litoral Gas y a todo el que anduviera cerca: el edificio iba a explotar. Es más, el imputado aclaró que antes de hacer el trabajo lo comunicó a Litoral Gas, que debía enviar una cuadrilla para asistirlo y nunca lo hizo. Así y todo, él y su ayudante fueron hasta ahora los únicos que estuvieron presos.
Pero la cosa es aún peor, ya que nadie se cuestionó la antigüedad de la instalación de gas del edificio, ni cuál es la vida útil de la válvula que falló. ¿Hay alguna normativa que obligue a cambiar las instalaciones de gas una vez pasada su vida útil? ¿El Estado o las proveedoras de gas brindan facilidades para acondicionar las instalaciones, un trabajo obviamente caro e inaccesible para la gran mayoría? La respuesta es no. Como en todos estos casos, las empresas y el Estado evitan toda inversión más allá de lo mínimo imprescindible. A ninguno le importa nuestra seguridad, puesta en juego todos los días porque no se destina el dinero necesario a mejorarla.
Conductores suicidas
Hace poco menos de tres meses, el ferrocarril Sarmiento fue protagonista de un nuevo accidente, en la estación Castelar, que se llevó tres vidas y dejó más de 300 heridos. Rápidamente, funcionarios y dirigentes oficialistas comenzaron a descargar culpas en los trabajadores, poniendo el foco en el conductor de la formación. La primera piedra la lanzó Luis D’Elía, quien difundió la versión de que se había tratado de un supuesto “atentado suicida” para perjudicar al gobierno. Al igual que con el gasista, uno de sus argumentos fue que el maquinista, ante la inminencia del choque, “huyó”. Y otra vez la misma pregunta: ¿qué debía hacer, inmolarse con el tren? Que D´Elía diga estas barbaridades no sorprende, lo grave es que el ministro que tiene a su cargo la empresa reestatizada, Randazzo, insinúe algo similar y que la Justicia, meta preso al conductor. Si la prensa no cargó sobre el chofer, en ese momento, fue por su carácter opositor y porque todo ese “relato” resultaba insostenible.
La concesión del Sarmiento había sido revocada un año atrás, luego del accidente en la estación Once que dejó 51 muertos. Con esa medida, el propio gobierno reconocía que el ferrocarril estaba en un estado calamitoso y que las fallas en la seguridad, denunciadas hasta el hartazgo, habían causado el siniestro. Hacía falta mucho dinero para revertir la situación, y en un año de gestión estatal esas inversiones no se hicieron. Se pintaron vagones, se remodeló la estación Once y hasta se pusieron carteles en inglés (¡como si algún turista fuera a pisar alguna vez el Sarmiento!), pero más allá de lo cosmético, nada cambió. Imposible no relacionar lo de Once con lo de Castelar.
La campaña contra los conductores, insinuada al momento del accidente, se descargó unas semanas más tarde, luego de que Randazzo ordenara colocar cámaras de seguridad para monitorear las cabinas. El ministro reunió así una escueta colección de videos en los que se apreciaba a un maquinista que se quedó dormido y a un par que se distrajeron con el celular. Periodistas adictos (y no tanto) editorializaron descargando culpas contra los trabajadores, y relacionando sin pudores los videos de Randazzo con el accidente de Castelar. Era obvio que lo del ministro era una operación para deslindar sus responsabilidades: que un conductor de tren se quede dormido mientras maneja, no explica nada. Si pudo mostrar a un solo chofer dormido, es porque no es la regla sino la excepción. Si hubiera tenido más casos, los hubiera mostrado. Lo que es regla son las condiciones desastrosas de los trenes, que explican cada uno de los accidentes. Pero más allá de eso, hay otro problema, de fondo: cualquier conductor sabe que es común quedarse dormido en la ruta. Peor aún si uno es chofer profesional y viene cansado, con pocas horas de sueño porque la patronal no otorga las horas de descanso necesarias. Las fallas humanas existen, y también la irresponsabilidad individual. Pero eso no exime a las empresas y al Estado, que podrían hacer mucho para reducir las fallas humanas al mínimo o contener sus efectos más peligrosos. Sí, los automovilistas se duermen, ¿pero cuántas muertes se evitarían si todas las rutas tuvieran las dos manos separadas? Por lo menos no habría choques frontales, que son los que más víctimas fatales causan. Un conductor de tren también puede dormirse… ¿A Randazzo no se le ocurre que una tarea monótona y repetitiva, hecha durante muchas horas durante todos los días genera eso, cansancio, somnolencia? Tampoco se le ocurre que se podría remediar el problema reduciendo la jornada laboral (como en los subtes), poniendo un “copiloto” o instalando sistemas de seguridad como el Automatic Train Protection (ATP), que detiene automáticamente la formación en caso de que el conductor sobrepase señales de alto o supere los límites de velocidad. Que los costos de instalar este sistema no están fuera del alcance lo demuestra que en la Argentina ya funciona en los subterráneos de Buenos Aires. Pero claro, implica desembolsar sumas de dinero que ni TBA, en su momento, ni el Gobierno hoy quieren pagar. Parece que la vida de los obreros argentinos no vale tanto.
El mecanismo de culpar a los trabajadores por fallas que los exceden volvió a utilizarse en estas últimas semanas, en el caso de la línea B del subte. Todo comenzó cuando Macri se apuró a inaugurar dos nuevas estaciones en medio de la campaña electoral. Los delegados se negaron a operar el servicio en el nuevo tramo, porque no estaban dadas las condiciones mínimas de seguridad. Faltaban formaciones para garantizar la regularidad del servicio, había filtraciones en los túneles, sectores inundados y peligro de electrocución. El sindicato tiene experiencia en lidiar con estos problemas: en los últimos años tres obreros murieron electrocutados y varios más terminaron internados por la misma razón. Luego de idas y vueltas, el nuevo tramo comenzó a funcionar, pero los problemas que anticiparon los delegados se hicieron presentes: descarrilamientos, servicios cancelados, vagones abarrotados y demoras. La empresa y el gobierno porteño, que ya venían montando una campaña contra los “vagos” del subte que no querían trabajar más a pesar de los “altos” sueldos percibidos, intensificaron el ataque denunciando un sabotaje que jamás se probó, y arengando a los usuarios contra los trabajadores. Sin embargo, luego de un paro que intentó poner fin a la ofensiva mediático-patronal, la propia empresa reconoció su responsabilidad en cada una de las fallas que se produjeron [2]. Pero a ese comunicado no se le dio en la prensa el mismo espacio que tuvieron, en los días previos, los ataques del gobierno y la empresa contra los trabajadores. Una vez más, nos querían endilgar sus fallas.
Si algo queda en claro de esta breve enumeración es que la regularidad que explica estos “accidentes” no es la impericia ni la negligencia de los trabajadores, sino la falta de inversiones de las empresas (o el Estado) en lo más urgente: garantizar la seguridad y la vida de trabajadores y usuarios. Bajo el capitalismo, el único norte para cada empresario individual es la ganancia. El resto (la seguridad, la vida), termina en segundo plano. El Estado garantiza este modus vivendi y todo sigue su curso hasta que llega la nueva “tragedia”. Y ahí los ideólogos de la burguesía cargan la culpa sobre las primeras víctimas: los trabajadores. Es lógico que así sea: los intelectuales burgueses buscan desviar las miradas que apuntan al verdadero culpable de estos crímenes sociales, el capitalismo.
NOTAS:
1 Véase Perfil, 17/8/13.
2 Véase Página/12, 24/8/13.