LAS RELACIONES SEXUALES ENTRE PERSONAS DEL MISMO SEXO Y EL ORIGEN HISTÓRICO DE LA HOMOSEXUALIDAD

en Revista RyR n˚ 3

La homosexualidad, así como cualquier otra forma de sexualidad, ha sido tradicionalmente el objeto de estudio de la medicina, de la psicología, de la psiquiatría. La sexualidad era vista desde un punto de vista biológico, y por tanto, naturalizada, lo que hacía imposible historizarla. En este artículo se plantea una mirada histórica acerca de las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo, comparando la situación bajo el feudalismo y el capitalismo.

Por Pablo Ben (estudiante de antropología, y militante de la Liga Socialista Revolucionaria)

Este trabajo presenta una visión histórica de la homosexualidad. Desafortunadamente no existe todavía material suficiente para realizar un estudio que abarque el feudalismo occidental en un hilo de continuidad y que tome como eje la sexualidad en general, o las relaciones entre personas del mismo sexo en particular, menos aún puede prolongarse esta continuidad hasta el presente.

A la falta de material existente se suman las dificultades para conseguir ese material en un país como Argentina. Por eso, nos hemos limitado ha rescatar particularidades históricas de las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo. Presentamos una lectura que recorta esta especificidad, aún en textos que tienen una visión de la homosexualidad como categoría que representa un comportamiento existente a lo largo de toda la historia, como Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad, de John Boswell.

Nos referiremos a momentos históricos que se encuentran subsumidos bajo relaciones sociales feudales o precapitalistas, pero que, en algunos casos, distan en siglos unos de otros. No debe interpretarse esto como un intento de señalar una similitud esencial que recorre el feudalismo, ya que comenzando por los huecos, la falta de material, y siguiendo por la  falta de atención a elementos de gran importancia, no estamos en condiciones de establecer algo así. El objetivo central ha sido contrastar las relaciones entre personas del mismo sexo en el pasado con la homosexualidad del siglo XIX y XX, para marcar que la sexualidad no es otra cosa que un comportamiento humano histórico, aún cuando tenga aspectos biológicos o de otro tipo. Proponemos explicar el origen de los cambios en la sexualidad entre personas del mismo sexo que se produjeron desde el siglo XVIII como producto de la extensión de nuevas relaciones sociales. También haremos referencia al modo unilateral en que fueron leidos por  la ciencia decimonónica.

El pecado sodomítico

Katz (1994) afirma que no podemos utilizar los términos «lesbiana» o «gay», «homosexual» y «heterosexual», como si fueran de referencia o significado universal. Hasta hace poco la utilización de estos términos había sido ahistórica, y sólo en los setenta la historia comenzó a introducirse en la sexualidad como un objeto que no tenía razón para escaparse hacia otras disciplinas y quedarse refugiado sólo en ellas.

El problema de utilizar una categoría como homosexual para pensar el pasado es que al no problematizarse el carácter particular que toman las relaciones sexuales y los vínculos que éstas generan en un contexto histórico particular, los conceptos del presente que transportamos al pasado ocultan la realidad histórica y ordenan los datos arbitrariamente. Partiendo de esta premisa y analizando las formas particulares que adopta la sexualidad en cada período, Katz ordena documentos referentes a la sexualidad del mismo sexo que abarcan la historia de Norteamérica desde 1607 hasta 1950 sobre la base de una introducción teórica a dos períodos. El primero de ellos es el que denomina «La Era del Pecado Sodomítico» y abarca desde 1607 hasta 1740, el segundo, «La Invención del Homosexual» abarca el período que comienza en 1880 y culmina en 1950.

En el primer período los documentos muestran casos de sodomía, de actos sexuales con personas del mismo sexo, pero no de individuos con identidad homosexual o que exclusivamente practican actividad sexual con otro individuo del mismo sexo. Los casos documentados de juicios hacen referencia a hombres casados -con mujeres- que cometían pecados contra «la prosperidad y la familia» (pag.30). Las relaciones entre personas del mismo sexo eran vistas en las colonias norteamericanas como peligros para la familia en tanto unidad de producción. La homosexualidad, tal cual hoy la pensamos, no existió en otras sociedades. Durante la Edad Media, las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo se consideraban acciones pecaminosas que cualquiera, potencialmente, podía realizar, y no existía una categoría de personas especialmente inclinadas a ello. Edmond Pognon (1991), focalizando en un período absolutamente diferente, en el año 1000, nos da una idea de cómo se pensaban las relaciones entre personas del mismo sexo en su estudio del penitencial de Burchard[1]. Allí, la sodomía aparece como un «pecado de la carne», junto con los delitos contra la castidad tales como el incesto y el adulterio. La sodomía, a diferencia de lo que luego sería la homosexualidad, aparece como un tipo de actividad que no es propia de individuos que no tienen relaciones con el sexo opuesto, o que no desean tenerlas:

«…el hombre casado que haya tenido este tipo de desviación una o dos veces, cumplirá diez años de penitencia, el primero a pan y agua; si se ha convertido en costumbre, doce años; si ha sido cometido con el hermano, quince años.» (Pognon. 1991. pag. 147)

Aún cuando la sodomía se haya «convertido en costumbre», es evidente que no excluye que el sujeto que la practica esté casado con alguien del sexo contrario. Aún Boswell sostiene que también hay homosexualidad en la edad media (es decir, que las relaciones entre personas del mismo sexo en la edad media y en la actualidad son equiparables), al analizar unos versos donde está presente el erotismo hacia personas del mismo sexo, debe reconocer que en esa época -se refiere al siglo XII- la «sexualidad gay se representa, en el peor de los casos, como una forma lamentable de carnalidad entre los hombres casados»(pag. 259).

Algo similar ocurre con Carrasco (1985), que extiende el concepto de homosexualidad a su estudio de la sodomía entre los siglos XVI y XVIII, pero afirma que «el mundo de la sodomía […][estaba] más abierto que la homosexualidad actual sobre el campo de la actividad llamada normal -heterosexual-, y […][aparecía] como un complemento o derivativo de ésta». D’Emilio (1992) explica, en un comentario al libro de Alan Bray Homosexuality in Renaissance England, que según este autor en los siglos XVI y XVII, la sodomía era concebida como parte de un «universo simbólico» que incluía la herejía y la brujería, algo que también encontramos en el mismo períodos en Valencia (Carrasco. 1985). La sodomía era una forma de comportamiento salvaje en relación al sexo, «una capacidad que todos compar­tían»(pag.102). D’Emilio cita las palabras textuales del autor cuando afirma que la sodomía no era «una sexualidad en sí misma, sino que existía como un potencial de confusión y desorden en una sexualidad indivisa»(pag.102). En tanto la sodomía tenía estas características era objeto de denuncias horrorosas, pero no por su distancia del comportamiento que hoy denominaríamos heterosexual, sino de la misma manera en que se castigarían otros pecados de la carne. Según Bray, «la barrera entre el comportamiento heterosexual y homosexual… en la práctica era vaga e imprecisa»(102)

Volviendo al estudio de Pognon del penitencial de Bur­chard, podemos notar, además, que la sodomía aparece como un pecado equiparable -aunque por supuesto castigado más severamente- a la masturbación y a la satisfacción sexual de un hombre al abrazar a una mujer. El penitencial parece explicar este tipo de conductas en los hombres «por no tener una esposa ‘para calmar su líbi­do'»(pag.148). Es decir que cualquier persona, podía cometer este pecado, no existían individuos con determinada personalidad especialmente proclives a este deseo en particular.  Esto último queda claro en el penitencial tanto en el caso de los hombres como de las mujeres. Burchard describe mujeres (pag.1­49) que «‘tienen por costumbre’ equiparse para actuar como hombres ante la compañera» e inmediatamente a continuación habla de las «que utilizan en solitario dicha prótesis»(pag.149).

Brown (en Amelang. Nash. et als. 1990) encontró en el Archivo del Estado de Florencia un documento escrito entre los años 1619-23 que se refería al «Caso de una monja de Pescia que afirmaba ser objeto de acontecimientos milagrosos, pero que después de la investigación resultó ser mujer de mala reputación». El documento resultó ser el juicio a una monja que tenía relaciones con una de sus compañeras en el monasterio. La autora presenta extractos traducidos del documento con una breve introducción en la que nos previene:

«Es […] importante considerar que las autoridades eclesiásticas que entendieron el caso carecían de los términos de identificación sexual que se hubieran usado en el contexto del siglo XX. […] en  una escala de actos sexuales pecaminosos el comportamiento de Benedetta en el peor de los casos hubiera sido calificado de sodomía (esto es, establecimiento del coito en receptáculo antinatural), que podía castigarse con la muerte en la hoguera. Sin embargo, algunos teólogos y abogados de la época podrían haber considerado sus acciones como polución provocada por el frotamiento de las partes pudendas. Todavía habría quienes las habrían llamado masturbación mutua. Todos estos actos pecaminosos eran de menor gravedad que la sodomía. Pero al margen de que sus contemporáneos pensaran que el pecado o crimen secular cometido por Benedetta era más o menos grave, no hubieran aplicado el término ‘lesbiana’ como categoría específica para la identificación sexual femenina. Esto no significa afirmar que la relación de Benedetta con su amante no fuera emocional o sexualmente satisfactoria, sino simplemente decir lo que después de todo es más bien obvio: sexualidad y cultura estan entrelazadas y las interpretaciones de Benedetta y de las autoridades, por muy diferentes que fueran entre sí, también son necesariamente diferentes de las nuestras.»(pag. 174-5)

Si bien en este caso, en que se trata de una monja, no existían relaciones paralelas con hombres, podemos encontrar que la actividad sexual que realizaba esta monja no estaba vinculada a una identidad personal. La monja decía estar poseida por un angel mientras disfrutaba sexualmente con su compañera, no se veía a sí misma como perteneciente a un tipo de individuos en especial por esta acción que realizaba:

«Puesto que las relaciones hombre-mujer eran las únicas que parecía reconocer, su identidad masculina [la que adoptaba cuando se imaginaba a sí misma como angel] le permitía tener relaciones sexuales y emocionales que no podía concebir entre mujeres. Para alcanzar el objeto de su deseo sexual necesitaba una inversión completa de su propio rol sexual» (pag.174)

Inversión que alcanzaba asumiendo la apariencia del ángel Splendidiello. Del mismo modo, quienes la juzgaron, vieron en esto que: «un caso tan horrible y contra natura es tan detestable y causa tanto horror, que no puede mencionarse» (pag.169) Pero no vieron en ello una perversión vinculada a toda la vida de esta monja.

Saslow (1989), en su libro Ganímedes en el Renacimiento. La homosexualidad en el arte y en la sociedad, un estudio que abarca desde mediados del siglo XV hasta mediados del XVII, cuenta lo siguiente:

«Un episodio secundario de la función de Ganímedes como copero, y que aparece de vez en cuando representado en el Renacimiento, es como sustituto de la que anteriormente ostentaba ese cargo, la diosa Hebe, hija de Juno.» (pag.16)

Es evidente que aquí los hombres y las mujeres, en tanto objetos de placer, son intercambiables, quien desea a unos no necesariamente excluye a los otros de su fantasía. Más adelante en la página el autor comenta una interpretación del mito: «aunque Ganímedes es el único varón entre la multitud de amores de Júpiter, es también el único que será honrado con una invitación a los cielos». El autor dice más adelante en el libro, en referencia a esto que:

«El hecho de que Júpiter prefiriera a Ganímedes sobre Hebe y el consiguiente resentimiento celoso de Juno fueron interpretados a menudo como una parábola de dos fenómenos sociales íntimamente unidos entre sí: la subordinación o valía secundaria de las mujeres y el efecto potencialmente perturbador de las infidelidades homosexuales del hombre en las relaciones entre marido y mujer. El  uso esporádico de Ganímedes en el simbolismo conyugal está estrechamente ligado a sus implicaciones más amplias, como una sanción clásica para, y un paradigma de, una misoginia generalizada que a su vez serviría para justificar la homosexualidad másculina»(pag.126-7).

El autor continúa probando esto con casos concretos donde los hombres y las mujeres -en matrimonio- discuten sobre la infidelidad del hombre con otros hombres, pero es evidente aquí también que el deseo hacia el mismo sexo no está necesariamente desvinculado del deseo hacia el sexo opuesto. El estudio de Boswell (1993) que también trabaja sobre interpretaciones medievales del mito de Ganímedes, da muestras claras de estas discusiones sobre la preferencias sexuales de hombres o mujeres realizadas por hombres que evidentemente participaban de relaciones sexuales con los dos sexos.

Todos los casos de relaciones sexuales entre personas del mismo sexo en la edad media parecen responder al patrón de simultaneidad de las relaciones entre personas de diferente sexo y del mismo. Esto implica que las relaciones entre personas del mismo sexo no se ven como conductas que tienen consecuencias en la vida del individuo en general, más allá de lo sexual. Cualquier tipo de actividad sexual no reproductiva, durante la edad media, era penalizada en tanto pecado, y no se afirmaba, en ningún caso, que esta actividad tuviera consecuencias para el desarrollo físico y  mental de la persona. La actividad sexual, era una actividad pecaminosa, pero se hallaba desvinculada del resto de la actividad humana, no la determinaba.

D’Emilio (1992) en un intento de realizar un recuento crítico acerca de la historia de las relaciones entre personas del mismo sexo toma como uno de los ejes la investigación sobre las identidades y las subculturas en relación a la sexualidad, y específicamente a lo que en la actualidad denominamos homosexualidad. Su recuento resulta interesante para nuestros objetivos porque la existencia de identidades ligadas a la práctica de relaciones sexuales con personas del mismo sexo es precisamente lo que caracteriza a la homosexualidad en nuestro siglo. El surgimiento de una identidad homosexual no es posible si no se asocia el comportamiento sexual entre personas del mismo sexo con un tipo de individuo con determinada personalidad, sea esta positiva o negativa.[2]

D’Emilio remite a un estudio de Guido Ruggiero sobre la sexualidad en Venecia durante el Renacimiento, donde existió una subcultura ligada a las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo. De todos modos -agrega D’Emilio-, por las descripciones de Ruggiero, se puede concluir que las relaciones se daban mayormente entre un adulto y un joven. La homosexualidad actual, no necesita de ninguna edad específica. El caso de Venecia en el Renacimiento -nos dice D’Emilio- se acerca bastante a la descripción de Bray de la Inglaterra renacentista. Al igual que el estudio de Carrasco en base a los juicios de la Inquisición española en Valencia, la investigación de Monster sobre la Inquisición española del siglo XVI, concluye que no existía una subcultura o una identidad homosexual. Coward -continua D’Emilio- en una investigación sobre la Francia del siglo XVIII afirma que «la misma idea de identidad sexual es difícil de encontrar».

En el libro de Saslow, las discusiones que él relata muestran a mujeres que acusan de lascivos a los hombres que tienen relaciones con otros hombres. Desde mismo modo, el penitencial de Burchard, como vimos, habla de pecados, de costumbres; no de tipos de individuos con una sexualidad exclusivamente orientada hacia el propio sexo y con una personalidad, un físico, etc. que se corresponden con esa sexualidad. No hay sexualidades desviadas, hay sexualidades pecaminosas. Lo mismo ocurre en el caso de la investigación de Carrasco (1985):

«Esta diferencia entre sodomía y homosexualidad es en efecto capital a la hora de comprender, no tanto el hecho de la represión -pues los homosexuales también serán perseguidos, aunque a partir de otros criterios y de otro tipo de código-, como la práctica discursiva en la cual se integra, se define y ‘funciona’ el fenómeno ‘sodomía’ en tanto que ‘delito de sodomía’. Foucault pone perfectamente de relieve [como veremos en la cita que aparece más adelante en el trabajo] la ruptura fundamental que se opera a lo largo del siglo XVIII y que va a desembocar, en el siglo siguiente, en una ‘incorporación de las perversiones’ que acompaña ‘una nueva especificación de los individuos’. Así en la oposición sodomita-homosexual, se oponen la ley y la medicina, la penalidad y la instrucción. El sodomita que nosotros estudiamos, efectivamente, todavía no ha sido marcado por el sello específico de la perversión. Es un puro sujeto jurídico. El inquisidor no busca nada en él, en su anatomía, en su psicología, en su modo de vida, en su biografía, que revele la diferencia esencial, el trabajo corroedor de los instintos torcidos. La manera de conducir los procesos lo muestra claramente: la prueba no va más allá de la materialidad del acto.»(pag.46)

Surgimiento de la homosexualidad

Desde el siglo XVIII se insinúa un cambio en cuanto a como se pensaran los comportamientos sexuales no reproductivos. Carrasco (1985) nos dice que:

«Está claro que en 1730, ya se le estaba quitando a la sodomía el estrecho corsé teológico-moral en el que había sido encerrada desde el siglo XIV, lo que no significó ni una nueva comprensión del fenómeno en términos más liberales, ni el anuncio del final de la represión: la sodomía fue simplemente integrada de otra manera, más fina y diferenciada, en el discurso de los poderes sobre el sexo.»(pag.84)

En el párrafo anterior a éste el autor ejemplifica esto con un ejemplo concreto:

«Joseph Simó, de una vieja familia honrada de la península, ‘anda divagando’ por la región. Cerca de Vinaroz, viola a un muchachito al lado del camino, detrás de una mata. Los testigos interrogados por el comisario no se extrañan de lo ocurrido: Simó es ‘muy travieso’. No quiere trabajar. Juega, y para ello vende la ropa que su mujer trajo a la casa, y además le pega, la abandona. Sus padres no le quieren dar ‘la legítima’ ni sus suegros la dote. Cuando sale en 1734 la orden de ‘apresión de vagabundos’, la familia pide que sea preso y mandado a servir en Orán. Simó roba dinero y huye, y es entonces cuando comete el atentado nefando. En estos procesos el acto sodomítico como tal pasa a un segundo término y el proscenio lo ocupa todo un contexto socioindividual que viene a ser la génesis del acto incriminado en tanto que acto asocial. Este discurso es nuevo.»(pag. 84)

Los primeros tratados que advertían los peligros de la masturbación para el desarrollo personal, no pensándola ya tan sólo en referencia al pecado también comenzaron a aparecer ya en el siglo XVII, como el de Samuel Tissot On onania de 1758. (Weeks. 1993. pag.114) Comenzaba a identificarse toda la actividad sexual no reproductiva con los problemas físicos y mentales. Sin embargo, la homosexualidad, como categorización «científica», se encuentra vinculada a toda una clasificación de comportamientos sexuales que se comenzó a construir hacia mediados del siglo XIX y se consolidó en sus finales, y en el comienzo del siglo XX. Por esto, es importante que comencemos por una breve referencia a la constitución de este pensamiento sobre la sexualidad que tiene fuertes lazos de continuidad en el presente.

Hacia mediados del siglo pasado, cuando la medicina, la psiquiatría y la psicología empiezan a constituirse como disciplinas independientes que cobran fuerza en detrimiento de otros saberes y disciplinas, se produce una categorización de los comportamientos sexuales en la cual todos los comportamientos no-reproductivos son vistos como problemas físicos o mentales y ya no serán pecados como lo habían sido durante toda la edad media y hasta entonces. Salvo la sexualidad masculina, que se concibe como desenfrenada pero sana (siempre y cuando sea la sexualidad del adulto que tiene por objeto al sexo opuesto), el resto de las expresiones de la sexualidad, desde el goce de la mujer hasta la masturbación, pasando por la homosexualidad son denunciadas como enfermedades. Gayle Rubin (1989) da cuenta de esto cuando explica que:

«Durante el siglo XIX era creencia común que un interés ‘prematuro[3] por el sexo, la excitación sexual y, sobre todo, el orgasmo dañarían la salud y maduración de un niño. Los teóricos diferían en sus opiniones sobre las consecuencias reales de la precocidad sexual. Algunos pensaban que llevaba a la locura, mientras que otros simplemente predecían un menor crecimiento. Para proteger a los jóvenes de un despertar ‘prematuro’, los padres ataban a sus hijos por la noche para que no se tocaran; los médicos extirpaban al clítoris de las niñas que se dedicaban al onanismo» (pag.115)

Es interesante notar, como continúa la autora, que aunque «las técnicas más burdas han sido abandonadas, las actitudes que las produjeron existen» (pag.115). Pero las consecuencias de este pensamiento en el presente es un tema que aquí no trataremos. Por ahora nos interesa señalar centralmente un supuesto que recorre todas estas afirmaciones sobre las consecuencias perjudiciales de la sexualidad no reproductiva. En términos de Richard von Krafft-Ebing, en un libro –Psychopathia Sexualis– escrito en 1887, muy pocas personas «son concientes de la profunda influencia de la vida sexual en los sentimientos, el pensamiento y la acción del hombre en su relación social con los demás» (En: Weeks, Jeffrey. 1993. pag.110)

Esta asociación entre conducta sexual y conducta no sexual -donde la primera determina a la segunda- que tan claramente expuso en esta frase Krafft-Ebing, estaba presente en todas las caracterizaciones de las conductas sexuales, incluyendo la ninfomanía, la masturbación, la histeria, la zoofilia, etc. Todas estas conductas mostraban un tipo particular de relación entre la sexualidad y el resto de la vida del individuo. Tal conducta «desviada» tendría tales consecuencias comportamentales, también «desviadas», y tales consecuencias sociales. Weeks nos dice al respecto:

«… lo que el individuo hacía ahora [cuando practicaba una conducta sexual «desviada»] era algo más que infringir las leyes divinas; también determinaba qué tipo de individuo era. El deseo era una fuerza poderosa, existente antes del individuo, capaz de destrozar su débil organismo con fantasías y distracciones que amenazaban su individualidad y su sano juicio. De ahí nació una fuerte tradición de ver en los inocuos goces de la masturbación la causa de defectos de carácter que iban desde la debilidad mental y la homosexualidad, a la pereza e incompetencia financiera, y, por lo tanto, al desorden social.» (Weeks. 1993. pag.115)

Esta determinación de la vida del ser humano por su conducta sexual, en términos de los sexólogos se manifestaba en cada una de las conductas «aberrantes», la homosexualidad no constituyó una excepción. Como dice Foucault,

«La sodomía -la de los antiguos derechos civil y canónico- era un tipo de actos prohibidos; el autor no era más que un sujeto jurídico. El homosexual del siglo XIX ha llegado a ser un personaje: un pasado, una historia y una infancia, un carácter, una forma de vida; asimismo una morfología con una anatomía indiscreta y quizás misteriosa fisiología. Nada de lo que el es in toto escapa a su sexualidad. Está presente en todo su ser: subyace en todas sus conductas puesto que constituye un principio insidioso e indefinidamente activo; inscrita sin pudor en su rostro y su cuerpo porque consiste en un secreto que siempre se traiciona. Le es consustancial, menos como un pecado en materia de costumbres que como una naturaleza singular.[…] La homosexualidad apareció como una de las figuras de la sexualidad cuando fue rebajada de la práctica de la sodomía a una suerte de androginia interior, de hermafroditismo del alma. El sodomita era un relapso, el homosexual es ahora una especie. Del mismo modo que constituyen especies todos esos pequeños perversos que los psiquiatras del siglo XIX entomologizan dándoles extraños nombres de bautismo:  […] exhibicionistas […] fetichistas […] zoófilos […] zooerastas […] automonosexualistas […] mixoescopófilos […] ginecomastas, los presbiófilos, los invertidos sexoestéticos, y las mujeres dispareunistas.» (Foucault. 1990. pag.56-7)

Según Weeks, este pensamiento que ve a los comportamientos sexuales no reproductivos como determinantes de enfermedades sexuales tiene dos momentos constitutivos importantes. El primero fue el impacto de Darwin, uno de los grandes hitos en la secularización del pensamiento occidental. Si tenemos en cuenta que la tradición religiosa había conceptualizado la conducta sexual como pecaminosa en su conjunto, la idea de que se podía aplicar la selección natural al hombre ejerció un efecto secularizante sobre la forma de pensar las conductas sexuales, que a partir del siglo pasado dejaron de ser pecados, para convertirse en conductas que repercutirían sobre toda la personalidad del individuo -y su desarrollo biológico- de manera negativa.

Aquí debemos tener en cuenta, cuando apelamos al concepto de secularización, que esta no implica una desreligiosidad plena, sino una combinación de elementos, algunos de los cuales establecen una ruptura con la religión, al tiempo que otros conservan trazas de similitud esencial con esta. Si bien el cambio de lo pecaminoso a lo desviado de lo natural es un corte con el discurso religioso, el criterio reproductivo como norma conserva su vigencia bajo otras formas. Pero en la emergencia de esta concepción de la determinación natural -allí donde antes había una conducta moral negativa frente a Dios-  ocupó un lugar importante otra idea de Darwin:

«… la idea de que la selección sexual (la lucha por la pareja) actuaba de manera independiente de la selección natural (la lucha por la existencia), de modo que la supervivencia dependía de la selección sexual, y la última prueba del éxito biológico residía en la reproducción»(Weeks.1993. pag.116)

El segundo momento fue la publicación de Psychopathia sexualis, de Krafft-Ebing, seguido de los trabajos de decenas de sexólogos en toda Europa que escribían manuales que clasificaban con minunciosidad las diferentes conductas sexuales y las personalidades a ellas asociadas:

«Hay un elemento central en los trabajos de estos autores y es la noción de que, bajo la diversidad de experiencias individuales y consecuencias sociales, subyace un complejo proceso natural que debía ser entendido bajo todas sus formas. Este proyecto exigía, en primer lugar, el despliegue de un gran esfuerzo de clasificación y definición de patologías sexuales, lo cual originó aquella impresionante serie de minuciosas descripciones y rotulaciones taxonómicas tan características de finales del siglo XIX.»(­Weeks. 1993. pag.118)

Resumiendo, podríamos decir, que en el siglo pasado, surgió una nueva forma de pensar la sexualidad, como producto del proceso de secularización, donde las diferentes conductas sexuales no reproductivas dejaron de ser simplemente pecaminosas para constituirse en determinantes de tipos de individuos «desviados», de personalidades «desviadas», y a su vez, afectar procesos sociales. Este pensamiento en torno a la sexualidad, especificó y clasificó diferentes conductas sexuales constitutivas de diferentes tipos de individuos y con diferentes consecuencias sociales. El surgimiento de este pensamiento estaría vinculada a la afirmación de Darwin de la independencia de la selección sexual respecto de la natural, y su importancia reproductiva, en tanto ésta implica «éxito biológico». Y por otro lado sería producto también de la formulación de minuciosas descripciones sobre miles de personas realizadas por investigadores de la sexualidad que comenzaban a tener acceso a un campo que había estado vedado y controlado por la iglesia.

Pero este proceso que identifican muchos de los investigadores que trabajan sobre la problemática del género, no fue simplemente un cambio en la forma de pensar, o mejor, sí lo fue, pero tenía un correlato con los procesos de cambio que se estaban operando en la realidad. Con esto no queremos decir que estos pensadores que vieron en las «desviaciones» sexuales los orígenes de todos los males individuales y sociales, estuvieran realizando una descripción adecuada de la realidad. Pero aún cuando consideremos que su descripción de la realidad no era adecuada, debemos notar que lo que estaba ocurriendo era más que un cambio en la forma de pensar, estaba ocurriendo un cambio en las conductas sexuales y en las relaciones cotidianas entre los individuos que ponía en crisis la vieja idea de que sus conductas sexuales eran pecado, y esto fue pensado en el marco de las tradiciones de pensamiento que se estaban constituyendo, de modo que se absolutizaron algunas tendencias de la realidad y se obviaron otras.

La influencia de Darwin u otros personajes destacados que tuvieron peso sobre todo el pensamiento del siglo pasado y del presente, es innegable, pero estas influencias, estos marcos teóricos, sirvieron para pensar una realidad diferente en proceso de transformación. No sólo surgió una nueva conceptualización, sino que esta se vió obligada a pensar una nueva realidad que había hecho entrar en crisis la perspectiva religiosa. En adelante daremos cuenta de este proceso, de la transformación que se estaba operando en la sociedad y por ende en la sexualidad.

Homosexualidad y capitalismo

En 1910, Foster, un conocido autor inglés, publicó una novela que tuvo bastante éxito: Howards End. Luego de esta novela, el autor no hallaba el modo de continuar escribiendo. Hizo varios intentos, hasta que finalmente, George Merrill, que vivía con Carpenter (un militante gay socialista), fue su inspiración para una nueva novela: «trataría de la homosexualidad, habría en ella tres personajes prinicipales y tendría un final feliz.» Fue así que nació Maurice. Lo interesante de esta novela, que constituye una verdadera fuente para analizar el surgimiento de la homosexualidad, es precisamente la forma concreta que adopta ese final felíz: Una pareja de hombres que logra constituir un fuerte lazo sentimental y sexual: «la sociedad les impone un exilio que alegremente abrazan.»[4] Veamos como se desarrolla este exilio. La novela relata la experiencia de dos estudiantes universitarios ingleses que se enamoran, uno de ellos se arrepiente de la relación frente a la presión social y se casa. Invita al otro, Maurice, a su casa. Con el tiempo Maurice se enamora de Alec, un sirviente de la casa. Pero Alec esta a punto de emigrar a la Argentina, y Maurice le propone que se quede con él y vivir juntos:

«-Es una casualidad entre mil que nos hayamos encontrado. Nunca volveremos a tener esa oportunidad, tú lo sabes. Quédate conmigo. Nos amamos.

-Claro que me gustaría, pero eso no es ninguna excusa para obrar como un imbécil. Quedarme contigo…¿pero cómo y dónde? ¿Qué diría tu mamaíta si me viese, zafio y grosero como soy?

-Ella nunca te vería. Yo no viviría en casa.

-¿Dónde vivirías?

-Contigo.

-Ah, ¿querrías? No gracias, mi gente te haría pedazos y yo no se lo reprocharía. ¿Y cómo seguirías con tu trabajo? Me gustaría saberlo.

-Lo mandaré al cuerno.

-¿Tu trabajo, que te da tu dinero y tu posición? No puedes mandarlo al infierno.

-Puedes cuando entiendes -dijo Maurice dulcemente-Puedes hacer cualquier cosa cuando sabes lo que es. -Contemplaba la luz gris que estaba convirtiéndose en amarilla. Nada le sorprendía en aquella charla. Lo que no podía predecir era su resultado-. Encontraré trabajo contigo -continuó: había llegado el momento de anunciarlo.

-¿Qué trabajo?

-Lo buscaremos.

-Lo buscaremos y moriremos de hambre.

-No. Habrá dinero suficiente para mantenernos mientras buscamos. No soy tonto, ni tú tampoco. No moriremos de hambre. He pensado mucho en ello, mientras estaba despierto por la noche y tú dormías.»

Lo que Foster debiera haber escrito si hubiera estado estudiando el surgimiento de la homosexualidad, y no escribiendo una novela, es no «Puedes cuando entiendes», sino, «Puedes cuando un sector muy amplio de la población no tiene la propiedad de los medios de producción y cuyo único medio de vida es la venta de su fuerza de trabajo. Puedes cuando la fuerza de trabajo se ha convertido en mercancía. Puedes cuando lo que necesitas para vivir puede ser adquirido con el pago que te dan por la venta de tu fuerza de trabajo. Entonces puedes.» Debemos aclarar que con esta afirmación no pretendemos realizar una crítica literaria, la novela de Foster probablemente hubiera quedado estéticamente destruida de haber escrito esto. Lo que queremos es utilizar la novela como fuente y marcar que lo que el autor pensó como la única vía posible por la cual dos homosexuales podían conformar una pareja, está íntimamente relacionada con las posibilidades y los límites de determinada situación histórica. Los homosexuales no son un sujeto específico que existió en cualquier época y lugar, sino una forma de disfrutar de la sexualidad que comenzó a ser posible con la extensión del capitalismo. Las relaciones entre mujeres y entre hombres, extendidas en muchas culturas y a lo largo de la historia raramente fueron separadas dando a lugar personas conocidas como «homosexuales», tal como ocurre en la actualidad  (Adam.1987: 2-16). John D´Emilio, realizó el siguiente razonamiento al respecto:

«¿Cuáles son, entonces, las relaciones entre el sistema de trabajo libre del capitalismo y la homosexualidad? […] Bajo el capitalismo, los trabajadores son ‘libres’ en dos sentidos. Tenemos la libertad de buscar un trabajo. También estamos liberados de la propiedad de cualquier cosa excepto nuestra fuerza de trabajo.[…] Esta dialéctica -la oscilación contrastante entre la explotación y cierto grado de autonomía- recorre toda la historia de aquellos que han vivido bajo el capitalismo».

«En tanto el capital -…- se expande, también lo hace el sistema de trabajo libre» […] «La expansión del capital y la extensión del trabajo asalariado han afectado una profundad transformación en la estructura y las funciones de la familia nuclear, la ideología de la vida familiar, y el significado de las relaciones heterosexuales. Son estos cambios en la familia los que están más directamente vinculados a la emergencia de una vida gay colectiva.» (p. 5 y 6)

Desde el siglo XVI al XIX, Europa sufrió una transformación, de ser una sociedad agraria paso a un sistema urbano-industrial. Las personas que en algún momento producían sus propios alimentos y vestimenta, así como sus propios hogares, gradualmente se convirtieron en trabajadores asalariados que vendían su fuerza de trabajo en el mercado. Aquellos que una vez habían estado limitados a la aldea rural ahora eran habitantes urbanos. Estos cambios tuvieron una fuerte influencia sobre la familia. En el período feudal, la importancia de la familia en la vida de los individuos era fundamental. Las familias eran la clave del bienestar futuro. La felicidad personal y el éxito dependían de la cooperación entre los miembros de la familia, en tanto el trabajo familiar era el que proveía lo necesario para la vida. Entre los campesinos la familia existía como una necesidad, como una unidad productiva con una división interna -sexual- del trabajo (Adam. 1987: 2-3). En este contexto, no podía existir un individuo independiente de la familia como unidad de producción.

D´Emilio (1992) explica que los colonos blancos de Nueva Inglaterra en el siglo XVII establecieron villas estructuradas en torno a la economía doméstica, compuesta de unidades familiares básicamente autosuficientes, independientes y  patriarcales. Los hombres, las mujeres y los chicos trabajaban la tierra poseida por la cabeza masculina del hogar. Había una división de trabajo entre hombres y mujeres, pero bajo una familia que era una unidad independiente de producción. Es decir, la supervivencia de cada miembro dependía de la cooperación de todos. El hogar era el ámbito de trabajo. Hacia el siglo XIX este sistema de economía doméstica estaba declinando, el trabajo asalariado comenzó a generalizarse. Para las mujeres, el trabajo asalariado raramente continuaba después del matrimonio, pero para los hombres llegó a ser una condición permanente. La familia no era más una unidad independiente de producción. Aún cuando ya no era más independiente, la familia era todavía interdependiente. En el capitalismo, los bienes de consumo, aún no se habían socializado, no se habían convertido en mercancías, de modo que las mujeres todavía realizaban trabajos[5] en sus hogares. Hacia mediados del siglo XIX, el capitalismo había destruido la autosuficiencia económica de la familia, pero no la dependencia mutua de sus miembros (D’Emilio. 1992).

Esta transición de la economía doméstica basada en la familia a una economía capitalista desarrollada donde el trabajo libre juega un rol central, fue un proceso que duró alrededor de dos siglos. Para la gente que vivió este proceso, la familia adquirió un nuevo significado como unidad afectiva, como una institución que no proveía bienes, sino que tenía importacia emocional. La familia llegó a ser el lugar de la «vida personal», agudamente diferente y desconectada del mundo público del trabajo y la producción. En tanto el trabajo asalariado se extendió y la producción se socializó, llegó a ser posible separar a la sexualidad del imperativo de procrear. Al eliminar la independencia económica de las unidades familiares, el capitalismo creó las condiciones que permitieron a algunos hombres y mujeres organizar una vida personal en torno a su atracción erótico/emocional hacia su mismo sexo. De este modo surgieron comunidades urbanas de gays y lesbianas, basadas en la identidad sexual (D’Emilio 1992).

Según explica el mismo autor, el comportamiento homosexual existió en el siglo XVII, pero a su criterio, comportamiento sexual no es equivalente de identidad sexual. Lo que D´Emilio olvida cuando realiza esta afirmación, es que «comportamiento homosexual» es un concepto ahistórico si se lo utiliza tanto para referirse al comportamiento de quienes tienen relaciónes más o menos regulares y exclusivas con personas de su mismo sexo, como también para personas que mantenienen simultaneamente relaciones con personas del mismo sexo y del opuesto. Antes del siglo XIX simplemente no había espacio social en el sistema de producción que permitiera a hombres y mujeres ser gays. La supervivencia se basaba en la participación en el núcleo familiar. La sociedad colonial, ni siquiera disponía de una categoría tal como homosexual o lesbiana para describir a una persona. Aquí, nos separamos un tanto de la interpretación de D´Emilio. Esta nueva situación social que el autor describe de una manera tan sencilla y magistral, originó la posibilidad de un comportamiento sexual diferente sobre el cual se construyó una nueva identidad pero consideramos que es incorrecto referirse sólo al surgimiento de una identidad, sin ninguna base real. El cambio no es sólo en las representaciones, sino también en el nivel de las prácticas. Si bien había relaciones sexuales entre personas del mismo sexo en sociedades precapitalistas, el comportamiento sexual era totalmente diferente, ya que no existía la posibilidad para una persona de tener exclusivamente relaciones con alguien de su mismo sexo. Este fue el cambio central, que por cierto originó una nueva identidad. Esto no quiere decir que lo central es la identidad, sino los comportamientos.


Bibliografía

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D’Emilio, J. 1992. Making Trouble. Essays on gay history, politics, and the University. New York, Routledge.

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Weeks, Jeffrey. 1993. El malestar de la sexualidad, Madrid. Talasa ediciones. Hablan las mujeres.


Notas

[1] Según Pognon (1991): «La forma de concebir y de poner en práctica el perdón concedido al pecador había variado desde su origen. En el año 1000 prevalecía la norma de la ‘penitencia estipulada’ desde hacía unos siglos. En otras palabras, a cada pecado le correspondía una sanción determinada según la gravedad del caso. Esos preceptos y penas se hallaban establecidos por escrito: son los llamados libros penitenciales. Cualquiera que sea nuestra opinión sobre esta moral de contaduría, el valor documental de estos catálogos de pecados resulta innegable.» (pag.139-40)

[2] Barry (1987) afirma que: «Lo que distingue los mundos modernos lésbicos y gays de los ejemplos históricos y antropológicos de homosexualidad es el desarrollo de redes sociales fundadas en el interés homosexual de sus miembros.» (pag.6) El autor distingue una serie de características que serían propias del mundo lésbico-gay en la actualidad, y que no existen en otras sociedades:»1. Las relaciones homosexuales han escapado a las estructuras de el sistema de parentesco heterosexual dominante. 2. La homosexualidad exclusiva, ahora posible para ambas partes de la pareja, se ha convertido en un camino alternativo a las formas familiares convencionales. 3. Las relaciones entre personas del mismo sexo han desarrollado nuevas formas sin estar estructuradas alrededor de alguna categoría de género o de edad en particular. 4. La gente ha llegado a descubrirse y formar redes sociales de gran escala no sólo por las relaciones sociales ya existentes sino por su interés homosexual. 5. La  homosexualidad  ha  llegado  a ser una formación social en sí misma caracterizada por la autocon­ciencia y la identidad de grupo.» (pag.6)

[3] Podríamos decir, un interés sexual anterior al desarrollo de un aparato sexual que le otorgue consecuencias reproductivas.

[4] Barry Adam (1987) cuenta que en Francia, a principios de siglo, no existía un movimiento político gay como en Alemania, pero que su correlato, era un ambiente cultural gay considerablemente extendido. El autor afirma algo para el caso de Francia a principios de siglo que evidentemente coincide con lo que aquí expresa Foster en sus notas finales: «Popular novels of the day consigned homosexual characters to the obligatory ‘final solution’ of suicide or some other untimely death» (pag.29) Luego de esta afirmación el autor cita dos libros: Barbedette, Gilles y Carassou Michel. 1981. Paris Gay 1925. Paris. Presses de la Renaissance. Cfr, pag. 107. Barry Adam. 1978. The Survival of Domination. New York. Elsevier/Greenwood. Cfr, pag. 30-34.

[5] En esta parte del trabajo hemos tomado algunas de las formulaciones más importantes del artículo de D´Emilio, aún cuando tenemos ciertas diferencias con el conjunto de lo escrito en él. Entre otras cosas es necesario destacar que D´Emilio habla de «trabajo productivo» para el caso de las mujeres que realizaban tareas en su hogar. Discrepamos con él en base a la noción de Marx de trabajo productivo como trabajo subsumido al capital, por eso, nosotros hablaremos de trabajo en este caso.

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