La guerra cultural en la era on-demand. Reseñas de Wormwood de Eroll Morris y Five came back de Laurent Bouzereau

en El Aromo n° 100

Jeremías Costes

Grupo de Cultura Proletaria

Un programa que contiene un orden vertical en cuanto al contenido político, y hace cintura en sus formas y maneras de exposición. Un programa cultural de guerra contra el proletariado, inyectado en el seno de éste a cambio de cuotas de plusvalía en forma de dispersión o de diversión, más siempre de evasión de la realidad. Un orden para la dominación, sutil y efectivo como la tecnología “HD” en la era “On demand”


El 2017 se fue dejando algunos hechos de trascendencia para la historia del cine y los medios de comunicación. El más resonante fue el caso de la fusión de los trust Disney y Fox, en lo que parece ser una arremetida de Disney por poner un pie en la ola on demand y acaparar la enorme mayoría de las producciones de animación, sustentado al parecer en una revolución tecnológica que tiene al gigante afincado desde sus bases en la producción de imágenes de código binario. El otro episodio central lo protagoniza uno de los pioneros del formato citado: Netflix. Con el estreno de dos series de gran calidad técnica, este nuevo competidor internacional de la industria del entretenimiento audiovisual ha dado un salto cualitativo doble: en calidad material de las producciones y en declaraciones de contenido. Es que como veremos, algunas de las series estrenadas han mostrado una calidad técnica inusitada para la pantalla chica, un despliegue económico brutal, y una estrategia de contenido que intenta desarrollar un programa cultural ideológico por medio de una cartera de ofertas de diversión. Netflix se posiciona en el mercado “on demand” de la mano de la propaganda ideológica burguesa, con producciones propias que ponen en la pantalla chica una calidad formal propia del cine.

Las obras a las que haremos referencia son dos: «Wormwood» de Eroll Morris y «Five came back» de Laurent Bouzereau. Ambas se encuentran unidas tanto material como simbólicamente, ya que están producidas íntegramente por Netflix y retratan la relación entre el programa cultural de la burguesía y el papel del estado como garante político para el mismo, en las décadas que van del 20 al 50.

La propuesta de poner a «libre demanda» dos series de estas características evidencia un desarrollo material en la estrategia discursiva con la que la productora intenta hablarle al gran público. Se trata de un despliegue programático de la ideología burguesa, que intenta rescatar dos períodos históricos (del cine y la política) en los que la burguesía norteamericana osciló entre el enfrentamiento abierto y las reyertas solapadas contra «el fantasma rojo» del comunismo.

Encontramos en ambas producciones una tímida, pero sugestiva intención de releer la historia norteamericana en sus años de política de guerra cultural desde la óptica del capital actual con metas de acumulación en la rama de producción del “entretenimiento”. Leídas en sintonía las dos series nos dan una imagen de conjunto de lo que fue el desarrollo sistemático de una política cultural de control en Estados Unidos, la misma que se desarrolló desde los años 20 combatiendo e interviniendo sindicatos comunistas y que se extendió hasta cristalizarse en organismos tales como la CIA donde la intervención en el ámbito de la cultura se volvió una práctica sistemática, centralizada y planificada. Digamos que “Five came back” cubre los primeros años que van desde una política de propaganda anticomunista y pro belicista hasta la consolidación del modelo de cine clásico nacionalista, mientras que “Wormwood” muestra la cúspide del desarrollo de este aparato de control cultural encarnado en la CIA y sus “experimentos”.

 

La guerra para dummies

 

«Five came back» es una serie de tres capítulos de una hora de duración cada uno en los que se ve a cinco directores actuales, interpelando la vida y la obra de cinco directores de cine históricos. El período que intentan recrear desde el sillón de la actualidad es el de los años en los que EEUU se embarcó en la segunda guerra mundial como el garantista internacional de los derechos de los pueblos libres. Así, poco a poco vamos viendo como un quinteto de «indefensos» artistas del star system se ven llevados por amor a la patria, a usar la cámara al hombro y esquivar balas enemigas, todo sea por la democracia mundial.

John Ford, William Wyler, Frank Capra, John Huston y George Stevens son presentados por Paul Greengrass, Steven Spielberg, Guillermo del Toro, Francis Ford Coppola, y Lawrence Kasdan respectivamente y respetando un desarrollo lineal en la trama de la serie acorde a una estructura de introducción, nudo y desenlace (capítulos I, II y III) que pretende llevarnos desde el dolor personal del hombre frente a su realidad contingente, pasando por las preocupaciones individuales que supone la intromisión en la guerra por parte de los artistas, hasta su posterior reflexión sobre la misma. No existe ningún despliegue formal sobresaliente, todo está como debe estar, respetando la construcción clásica de figuras de autoridad para el relato y el argumento conceptual basado en (muy ricas) imágenes de archivo que son acompañadas por la voz de Meryl Streep. En la superficie todo está calmo, y la obra es una magnífica lección de historia del cine norteamericano, bélico o documental para los fanáticos del empaquetamiento genérico. Pero cuando pinchamos esa suave capa un estallido de realidad nos moviliza a interpretar cada imagen de archivo, y cada director-narrador de la historia pasada y presente se convierte en un estratega del discurso del capital pasado y presente. En tiempo record dejamos de ver a unos timoratos y exitosos artistas del cine de Hollywood para encontrarnos frente a verdaderos soldados que lo dan todo por la (ideología burguesa) patria. Coexiste la sensación confusa, dual, de no saber si solicitar a los presentadores como verdaderos defensores del humanismo del siglo XX o como verdaderos altoparlantes humanos de la defensa abierta de la (última) gran guerra del capital. ¿Estamos frente a artistas desvelados por enseñar lo que “hace” una guerra? o, ¿estamos frente a verdaderos ideólogos del reclutamiento masivo de carne de cañón para defender los intereses de la clase dominante? ¿Vemos comprometidos genios del cine bregar por la paz mundial frente al crimen de los totalitarismos? ¿o vemos a una secta de propagandistas hechos y derechos de la guerra inter burguesa por la conquista de capital?

El capítulo final donde se reflexiona acerca de las producciones, y algunos fragmentos que intentan mostrar una suerte de disputa entre los intereses del gobierno y los intereses de los artistas, contrastan ampliamente con los archivos y estudios que demuestran la incursión directa, planificada del estado norteamericano en cuestiones culturales en esos años. La propaganda abierta pro bélica, el combate contra el comunismo, la defensa de una idea abstracta de libertad, son los estandartes con los que el capital norteamericano embandera a toda la clase obrera a morir y matar por intereses ajenos, y los artistas otra vez, a falta de un mejor programa político, o por decisión propia, son los que dan imagen y sonido a la ideología de la reacción. No alcanza el reproche humanista de posguerra catalizado en un «esto es lo que hacía el nazismo» para tapar lo que fue un pilar más (y uno de los grandes) en la lucha cultural que la burguesía había planificado contra el proletariado y contra sus intereses profundos, de clase.

Esta ambigüedad se disipa también si recordamos el papel ideológico actual de los presentadores: Paul Greengrass es el director de cosas como “Vuelo 93” donde queda clara la malicia del terror fundamentalista y la bondad del ciudadano modelo norteamericano, ¿una de Steven Spielberg? citemos “Lincoln” donde el capital que gana la guerra civil está representado en las bondades de un hombre amante de la democracia anti esclavista, Guillermo del Toro se aleja cada vez más de la crítica política simbolista propia de “El espinazo del diablo” para entrar en un simbolismo de mera formalidad como es “La cumbre escarlata”, Francis Ford Coppola pasó de los delirios que produce el capital (“Apocalipsis now”) a producir delirios para el capital (Twixt), y por ultimo Lawrence Kasdan creador de algo tan xenófobo, machista y oportunista como “Te amaré hasta que te mate”. Estos son los creadores y sus producciones elegidos para hablar de aquellos viejos héroes. El elemento particular de la selección de cada director para retratar a los viejos ídolos no es casual, tiene la finalidad de llevar al espectador actual desde lo conocido por él, el cine que ve, el cine de hoy, hasta el viejo cine, el de la historia, consiguiendo exponer, mas que unas cuantas décadas de calidad audiovisual, demasiado tiempo de hegemonía de clase.

 

Una suma de individualidades

 

Un caso policial en las manos de Eroll Morris es una obra de arte. Un conflicto social de la talla de la guerra fría en manos de Eroll Morris es intentar ver un fotón con binoculares.

La historia que cuenta el director es la de Frank Olson, su asesinato a manos del estado cuando prestaba servicios como científico para la CIA en 1957, y las consecuencias que esto causo en la vida de su hijo, quien aún hoy lucha por develar la verdad. El director intenta recrear las escenas del pasado narradas por diferentes participantes del caso Olson. Familiares, amigos, periodistas, detectives privados, un número amplio de individuos se sientan a conversar con Morris acerca de cómo llegaron al caso, qué descubrieron y porqué siguen sospechando e incluso afirmando que fue el estado norteamericano quien mandató a los servicios de la CIA para ajusticiar a Olson. Los móviles del crimen son representados dentro del piso trece de la habitación del hotel donde es visto por última vez Olson y en los fragmentos mentales que el hijo del muerto intenta yuxtaponer en un sentido argumental, jurídico o subjetivo según avanza el relato. A lo largo de los capítulos vemos un número acotado de acusaciones sobre la agencia de servicios secretos: experimentos con LSD y armas químicas son dos de los más nombrados, pero siempre se vuelve al relato inicial, el crimen de un hombre y la incertidumbre de su hijo.

Erroll Morris convierte un conflicto de intereses sociales profundos, en un drama psicológico. Revela un crimen de estado, perpetrado por un clan siniestro y útil a los intereses de la burguesía y la imposición de su ideología con cuidado de no caer en la revelación de las relaciones reales que sustentan tal empresa. El ejemplo individual se agota antes de volverse general, el elemento científico para tal caso debiera ser el opuesto, es decir, ir desde el caso a las relaciones sociales que sujetan el crimen para luego volver a éste esclareciéndolo incluso en sus particularidades. Es extraño el tránsito de Morris en el relato, ya que cada vez que estamos frente a un planteo sígnico que avala la idea de opacidad de la realidad, y que propone a cada hecho como la suma de variables y determinaciones históricas, se retrocede haciendo prevalecer el discurso subjetivo, el dolor personal, el drama familiar frente a la tragedia social. Lo que desarrolla en forma lo atrasa en contenido, todo el “collage” narrativo y de montaje que exhibe lo contradictorio de la realidad se diluye en la intentona de representar el mundo de una mente confundida.

Mas allá de lo expuesto, no podemos pecar de un error táctico (de ceguera contenidista) y juzgar la obra solo por lo que dice, abandonando las loas a la forma. La idea que promueve la serie tiene límites concretos en su discurso, se los ve claramente y son ellos mismos los principales recursos de la ideología burguesa, pero sin embargo su despliegue formal pone a Eroll Morris en lo más alto de su desarrollo técnico-intelectual.

Esta obra maestra consagra no solamente el aceitado sistema de construcción que el propio director ha desarrollado durante años y que lo llevó a “inventar” un formato de entrevistas (el Interrotron por medio del cual espectador y entrevistados aparecen cara a cara), sino en los límites que aquí ha podido superar, llevándonos desde el lazo directo del “mirarse a los ojos” con el protagonista hacia un lazo subjetivo de “ponernos en la piel” del protagonista. De tanto en tanto Eroll expone al espectador a una imagen entre extraña y cautivante: un plano reúne dentro de sí varios planos, cada uno de ellos con o sin correspondencia espacio temporal. Los reúne ya que los ubica a todos al mismo tiempo en una composición general y con cierta independencia entre sí, y los enfrenta porque en cada uno de los cuadros aparecen signos temporales diversos. Mientras Morris entrevista al hijo de Olson los cuadros que se abren a su alrededor muestran un discurso del secretario de estado en el año 1958, mientras el discurso es visto en una TV de la década del 50 el entrevistador se encuentra en una habitación claramente contemporánea. Es un tipo de montaje, una forma de reunir varias tomas, que tiene una notable originalidad y que es útil al contenido a desarrollar: la historia es turbia, entonces la forma es caótica. La linealidad propia de la materia fílmica de antaño (el correr de la película) se detiene para montar fotogramas en uno, en lugar de estar uno después de otro aquí están in situ, en lugar de prolongar un desarrollo del espacio, acá (el mismo espacio) esta comprimido. Cuando la pantalla se “quiebra” de manera equilibrada en varios planos y cada uno de ellos avanza la acción hacia diferentes tópicos nos parece que al mismo tiempo estamos en 1958 y en 2017, es una metáfora de la presencia del pasado en el presente realizada por la utilización de signos propios de cada tiempo narrado.

Un montaje de nuevo orden parece estar frente al espectador cada vez que se usa el plano dentro de plano en un llamado a la pulsión escópica contemporánea y en un intento de saciar ese vicio visual que el espectador trae de su cotidianidad: cámaras de seguridad, noticieros con información simultánea, gráficos, infografías, animaciones y pantallas que revientan de íconos. Tal vez en un análisis de dos direcciones podemos decir que en el contenido expone el sentido común propio de los medios de comunicación actuales, mientras que en la forma toma de los mismos el ejemplo de abarrotamiento sígnico. Es esta una estrategia útil en calidad de verismo: hablarle al espectador acerca de la realidad de un problema con la estructura narrativa y formal de la cotidianidad que éste acostumbra a ver. Al mismo tiempo encierra una posible contradicción: ¿Puede esta forma develar la verdad? ¿Alcanza el desarrollo formal para desenmascarar las opacas relaciones sociales que fundan los hechos en la historia?

Lo más justo sería señalar que la inclusión de trabajos como el realizado por Frances Stonor Saunders en “La CIA y la guerra fría cultural” hubieran dado al director un argumento con una densidad acorde al real de la historia, un baño de realidad estructural que potenciado en el desarrollo formal conseguido ponga de manifiesto la necesidad de librar una batalla completa contra la ideología dominante, una batalla que no subestime ni desprecie el binomio forma-contenido, sino que comprenda que la primera es una fuerza impulsada por la segunda. En lugar de eso la estrategia de inversión ideológica, y una cierta fetichización de la técnica nos devuelven un Morris formalmente desafiante y conceptualmente liberal. Es el límite político del artista libre, aquel que el mismo Morris se jacta de reivindicar en entrevistas al afirmar que un artista no puede hacer política, no puede ser militante político, aunque sí debe proponer ideas, tener sus propias ideas acerca de los hechos: «Yo tengo ideas políticas, tengo preferencias, pero no puedo ser un militante político, porque la militancia cercena la libertad individual que nos permite decir lo que nos dé la gana, eso sí, sin dañar a los demás. Por eso el artista no puede ser un militante, pero sí debe tener ideas políticas que ejerce a través de su arte, no a través de su militancia».

 

El huevo del capital

 

La preocupación por las condiciones de producción de los discursos artísticos y políticos, y su eminente intervención en la realidad directa, concreta del proletariado, siempre fueron un tema candente para cada gobierno, que recostado sobre sus costillas derechas o izquierdas intentó hegemonizar la lucha de clases coercionando y también consensuando. Y en esta gimnasia del engaño la burguesía se perfeccionó al calor de los hechos, hasta dar con un programa político cultural cristalizado en la obra de diversos artistas y de diferentes organizaciones. La burguesía entiende bien aquello de que el capital tiene sus manos manchadas de sangre y no escatima sangre mientras no sea la suya, ni entroniza líderes, ni perpetúa consignas con tal de vender su versión de los hechos. Se amolda, cambia, destruye y recrea a su conveniencia el imaginario cultural. Esto se ve claramente en las dos series si notamos como a lo largo de cada una de ellas se suceden diferentes presidentes, diversos referentes culturales, muchos ministros, y más aún, todo tipo de líderes de la política burguesa, quienes van y vienen sosteniendo un programa común, corriendo a la par de los tiempos. Un programa que contiene un orden vertical en cuanto al contenido político, y hace cintura en sus formas y maneras de exposición. Un programa cultural de guerra contra el proletariado, inyectado en el seno de éste a cambio de cuotas de plusvalía en forma de dispersión o de diversión, más siempre de evasión de la realidad. Un orden para la dominación, sutil y efectivo como la tecnología “HD” en la era “On demand”..

Parados en nuestra vereda, es decir desde una posición de clase, como proletarios conscientes de nuestros intereses, podemos ver claramente la vereda de enfrente, la de la burguesía, y en ella sus producciones y estrategias de dominio. Podemos distinguir una intención abierta de construir modelos ideológicos, de imponerlos: cada vez que el capital lanza una estrella al campo de la cultura en una época determinada, en realidad se lanzan las consignas de la clase hegemónica, y por medio de esta figura se elaboran las ideas de dominación para la época.  Tal vez nos reste desarrollar la contradicción principal que se cuela por entre la desesperación de la burguesía por controlar y la pasividad de la clase obrera por consumir. En el desarrollo de la revolución productiva que da nacimiento a fenómenos como Netflix se produce un abaratamiento abismal de los componentes y herramientas de producción audiovisual. Hoy el proletariado mundial en su mayoría está al borde de tener en sus manos la capacidad de producción audiovisual en todas las ramas necesarias para su existencia (producción, realización, exhibición, formación, critica), es esta contradicción la que se debe tomar para fomentar una cultura cinematográfica proletaria.

 

Este debe ser el punto de acuerdo común de nuestra clase, la cultura se construye según las necesidades y los intereses de clase, y con esto no intentamos más que declarar abiertamente la necesidad de crear un circuito de cultura proletaria con alta incidencia y desarrollo del formato audiovisual, tanto para su producción como para su distribución y apreciación. Ejemplos inmensos como los citados son la muestra clara de que para el capital antes y ahora la cultura se planifica y se produce programáticamente y con un orden vertical, un orden que tiene entre sus prioridades la propagación de la ideología burguesa en el seno del proletariado.

La cultura no es producto del libre juego imaginativo de artistas libres de pensamiento libre, sino un rígido campo de acción muchas veces convertido en campo de guerra. Es hora (materialmente hablando) de elegir dónde y cómo queremos dar batalla.

 

Notas de interés acerca del tema:

Para la cuestión del género documental y la puesta en discusión del mismo:

Fabián Harari. «El Festival de Cine y la lucha en el terreno de la cultura»

Acerca del contexto histórico que los documentales retratan:

Eduardo Sartelli. «El macartismo, la guerra fría y la lucha cultural. Extractos del prólogo a ‘Tiempo de canallas'», de Lillian Hellman.

Lillian Hellman. «Tiempo de canallas». Ediciones RyR.

Acerca del programa político de la burguesía norteamericana y el trabajo de la CIA

Pablo Pozzi. La CIA y los intelectuales progresistas

Clásico Piquetero – Espartaco

La CIA y la guerra fría cultural. Editorial debate. Version online.

 

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